Dos

Malco, a cuya espalda se parapetara su mujer, observó detenidamente a aquel hombre que miraba la solitaria calle y parecía que se hubiera olvidado de que ellos existían.

Con una botella rota en la mano, era como si desafiara a un invisible enemigo, como si estuviera dispuesto a una última batalla, sin importarle ya nada excepto el morir en pleno combate.

—¿Quién es usted? —le preguntó Malco.

El hombre se volvió rápido, casi como un felino. La pregunta de Malco lo había hecho reaccionar ante una realidad que olvidara por unos instantes. Tenía expresión conjunta de temor y de amenaza. Malco intuyó que, al menor movimiento que ellos hicieran, aquel hombre intentaría despedazarles con el lacerante vidrio roto de la botella. El hombre los miró fijamente, como si pretendiera descubrir algo en sus ojos, como si le ocultaran lo que ni Malco ni Nona podían imaginar.

—¿Y ustedes quiénes sois? —preguntó a su vez.

—Nosotros…

—¿Son como ellos? —interrumpió a Malco.

—¿Cómo quiénes?

El hombre levantó el brazo y señaló hacia la calle.

—¡Como esos demonios! —bramó.

Malco miró a donde indicara su interlocutor. No había nadie fuera. La calle estaba desierta. Quizá el hombre viera a alguien gracias a su imaginación. Quizá viera más que ellos, que su mirada penetrara a través de las paredes. Nona dedujo que tenían ante sí a un demente. La locura parecía reinar en la isla. Malco pretendió ganar la confianza del hombre y logró esbozar una débil sonrisa. Dio a entender, con su expresión, que no lo comprendía. El hombre se encaró a ellos. Era como si estuviera obsesionado por una idea fija.

—No, no han podido escapar, imposible… —dijo con los ojos desorbitados, con una sonrisa astuta, como si los sorprendiera con un callado secreto—. Yo sí… ¡Pero nadie más! Excepto yo… ¡Ustedes tienen que ser como ellos! Criaturas infernales… ¿Quieren matarme, verdad? —Y alzó la botella—. Pero ¡no podrán! Ahora tengo esta arma ¡que vale por mil cuchillos! ¡No se muevan!

Malco sintió que Nona se apretaba más contra él. Tenía que dar fin a aquella absurda situación. No podían permanecer allí enfrentados de ese modo, con recelos de unos hacia los otros. Y aquel hombre, de no cambiar las cosas, parecía dispuesto a perpetuar la absurda contienda. Malco procuró mostrarse sereno. Dijo:

—Nosotros no pretendemos hacerle ningún daño…

El hombre esbozó una irónica sonrisa. Su incredulidad era manifiesta.

—Pero ¿y usted? —preguntó Malco—. ¿Quién nos asegura que usted no está dispuesto a matarnos?

—Yo sé muy bien quién soy.

—Nosotros también sabemos quiénes somos —aseveró Malco.

—Nunca los he visto en la isla —dijo el hombre, cargado de recelo.

—Hemos llegado hace unas horas…

—¿Para qué?

—Para descansar —respondió Malco, en tono cordial.

El hombre, sin dejar de amenazarlos, rio estrepitosamente.

—¡Descansar!

Pero aquella risa, que hacía estremecerse al hombre, acabó trocándose en un grotesco y amargo llanto. Malco quiso acercársele, pero el hombre lo volvió a amenazar con la botella.

—¡Quieto!

—Mi intención era… ayudarle.

El hombre reparó en el bastón que aún tenía Malco en su mano.

—¡Está manchado de sangre! —gritó—. ¿A quién han asesinado, malditas bestias?

Malco arrojó a un lado el bastón y alzó los brazos. Le demostró así que no tenía intención alguna en utilizarlo en contra suya. Respondió:

—No sé si me creerá… Se lo quité a…

—¡Diga!

—A un niño.

—Un niño… —murmuró el hombre entre dientes.

—Sé que es difícil de que acepte que le estoy diciendo la verdad… Puesto en su lugar… Pero un niño, ahí, en la calle, frente a la fonda, se regodeó en darle bastonazos en la cabeza a un anciano… Cuando llegué, el viejo ya estaba muerto. Decidimos irnos de la isla… Todo lo que ha sucedido es muy extraño… Si nos quedamos es por advertirles de lo que sucede a los demás…, advertirles que un pequeño, el hijo de alguien, ha perdido el juicio… Nuestra posición, por otra parte, es difícil… También he pensado en ello… Los agentes, si no dan crédito a esta historia, sospecharán que fuimos mi mujer y yo los que matamos al anciano…

El hombre lo escuchaba sin dar ninguna muestra de asombro. Era como si aquella historia la conociera él también.

—Le creo… —dijo el hombre y lanzó la botella, con rabia, contra una ventana.

Un eco repitió el ruido de cristales al romperse.

El hombre dio unos pasos, hasta llegar a uno de los butacones, en el que se apoyó.

—La isla se ha convertido en un infierno… —dijo desfallecido, como si estuviera a punto de desmayarse.

Malco se acercó al hombre y observó la herida que marcaba la parte derecha de la cabeza, cerca de la coronilla.

—¿Cómo está? —Y señaló la cabeza ensangrentada.

—No es nada. Fue contra una puerta, en mi casa.

—Al menos un poco de agua oxigenada no le iría mal —dijo Nona—. Se puede infectar…

—Tal vez haya un botiquín en alguna parte —y Malco se dirigió al vestíbulo.

El hombre se sentó en un butacón.

Nona, sin saber qué hacer, se quedó de pie.

Guardaron silencio.

♦ ♦ ♦

Malco buscó una habitación reservada y penetró en un sencillo despacho donde no le cupo duda de que el dueño de la fonda se sentía muy importante allí, a juzgar por la cantidad de fotos que colgaban de la pared y cuyo motivo era instantáneas del establecimiento en las que estaba siempre presente un hombre de abultado vientre. Pasó a un cuarto de baño que quedaba frente a la habitación. En el fondo, un manoseado botiquín. En él descubrió muchos frascos, casi todos vacíos. Un paquete de algodón, un rollo de esparadrapo y algo de agua oxigenada en una botella que en su día fuera de cerveza.

—Algo es algo…

Malco retiró lo que necesitaba del pequeño botiquín, en el que la cruz roja apenas era visible. Iba a salir de semejante habitáculo cuando reparó en el lavabo. Había sangre en él. También en el espejo. Como si alguien se hubiera lavado allí alegremente y salpicara todo a su alrededor. Unas gotas de sangre en el suelo llegaban hasta la ducha, que tenía echada la cortina. Malco se acercó a ella. Pero no la descorrió. Sabía lo que iba a encontrar tras de la tela. No quería sentir un nuevo escalofrío de horror. Pensó en la muchacha. Respiró profundamente, se infundió valor, apretó los músculos de su cara y descorrió la cortina. Bajo la ducha, en una posición tan macabra como grotesca, completamente lleno de cuchilladas, imposibles de contar, estaba el hombre que aparecía en todas las fotografías.

♦ ♦ ♦

—Toma. —Malco tendió el botiquín a su esposa.

Nona lo abrió, con gesto de desilusión al ver lo que había dentro de él. Apenas tenía para una elemental cura.

—No se moleste —dijo el hombre.

Nona no respondió. Se limitó a desgajar un puñado de algodón para después empaparlo en agua oxigenada. No tardó en aplicarlo a la herida del hombre. Este se dejó cuidar.

—¿Fuma? —Y Malco le ofreció un paquete, todo arrugado.

—Gracias —dijo el hombre y sacó un cigarrillo.

La mano le temblaba ligeramente. También el cigarrillo en su boca, cuando Malco le acercó el encendedor.

Nona cambió de algodón.

—Le pondré esparadrapo.

—Como quiera —dijo lacónico el hombre, como si aquella herida no fuera suya, como si ya nada le importara.

Malco, tras encender su cigarrillo, le preguntó:

—¿Qué sucede?

—¿No lo sabe?

—No.

—Solo niños… —intervino Nona.

—Al llegar a Th’a, nos sorprendió no encontrarnos con nadie. Después recordé que, por esta época, se dedican a la siembra…

El hombre lo miró receloso.

—Lo sé porque, de pequeño, estuve en Th’a —añadió Malco—. Vine con mi padre, que era abogado. Él se encargó del reparto legal de las tierras de la isla. Se llamaba Mario…

—Don Mario —le interrumpió el hombre—. Lo recuerdo. Estuvo un par de veces en casa de mis padres. Era un hombre sencillo, agradable. Yo, por entonces, poca edad tenía. Pero recuerdo que alguna vez me dio dinero para comprar caramelos… —Y, por primera vez, el hombre sonrió, aunque solo por un fugaz instante, en el tiempo en que abandonara el presente para refugiarse en el pasado.

Después, tras suspirar, dijo:

—Lo siento. Hoy no podré darles la bienvenida. Han llegado en un mal momento, en el peor de los momentos que se puedan imaginar. No debí desconfiar de ustedes. Pero, comprendan…

—Comprender, eso es lo que nosotros también deseamos —dijo Malco, que volvió a recordar al osito Pilgrim.

«¿Qué sabes?».

Y el osito Pilgrim respondió al ratoncito Keaton:

«Lo que no sé».

Nona presionaba ligeramente en la cabeza del hombre, por los bordes de la herida.

—¿Quieren saberlo?

—Sí, por favor.

Hubo un silencio. Nona tiró el algodón a una desvencijada papelera. Malco, con el pie, aplastó los restos del cigarrillo.

El hombre parecía no saber cómo comenzar.

—Estaba en el mar —dijo al fin—, a no mucha distancia del puerto. Ya recogería la red. La pesca no se había dado mal. Lo suficientemente aceptable como para retirarme a descansar. Llevaba seis horas en el mar. Eso cansa, por muy buen pescador que se sea. Además, soy de los que opina que con lo necesario hay de sobra. Para lo que se vive…, siempre me dije. El caso es que, aferrado a los remos, ya de atardecida, con el cielo oscuro, comenzó a llover… Pero no llovía. No era lluvia, no caían gotas de agua. Era polvo, polvo amarillo, o algo así. Pensé en alguna nube de arena, de esas que se forman con las tormentas. La arena, así, puede recorrer distancias lejanas. No es la primera vez que ocurre ese fenómeno. Aunque, esta vez, debió tratarse de algo distinto…

No cabía duda de que al hombre le costaba hilvanar los pormenores de lo que aconteciera.

—Hemos visto esa especie de polen, lo hemos tenido en nuestras manos… —dijo Malco, que volvió a encender otro cigarrillo y se dijo que aquello podía ser un buen principio para una de las novelas que escribía su amigo dedicado a lo enigmático.

—Esa lluvia, por llamarlo de alguna manera, fue intensa durante una media hora —prosiguió— y cubrió al pueblo de una fina capa de polvo. Cuando amarré la lancha al puerto, un amigo se me acercó para comentarme en tono festivo que en Th’a éramos tan originales que nevaba en verano y de color amarillo. Algo hablamos, junto con otros, del asunto. Después estuvimos en el bar… El maldito que dijo que aquella lluvia era signo de mal agüero, tenía razón. Porque fue espantoso —y al hombre los ojos comenzaron a llenársele de lágrimas—. Mi mujer, mis hijos… Ellos… ¡No sé dónde están! —gritó, se puso en pie repentinamente desesperado y dio un puñetazo en el butacón.

Era presa de un gran nerviosismo.

—Serénese… —le aconsejó Malco.

—Tal vez sea mejor que beba algo —intervino Nona.

El hombre lloró mientras Malco buscaba en la cocina alguna bebida. Había de varias clases. Se decidió por una botella de vino de marca. Aunque suponía, con razón, que el hombre bebería sin saber si se trataba de vino o de ginebra o de otra clase de alcohol.

Nona, al lado del hombre, sin decir ni una sola palabra, intentaba consolarlo de la mejor manera que sabía. Le acarició los cabellos, como muchas veces hiciera con su hijo David, cuando sufría por algo. El gesto, como ocurriera con su pequeño, apaciguó al hombre.

Cuando Malco volvió al vestíbulo, dijo el hombre, con una débil sonrisa:

—Debo parecerles estúpido…

—Todo lo contrario —repuso Malco, profundamente conmovido al verlo en tal estado.

Le sirvió un vaso de vino.

El hombre lo bebió de un trago.

—Gracias…

Nona tiró de la cinta de esparadrapo. Cortó un trozo con una cuchilla. No sabía dónde ponérselo para que no se desprendiera. Acabó pegando un extremo en la frente y el otro tras de la oreja.

—Es suficiente… —dijo el hombre.

Malco iba a hacerle una nueva pregunta. Pero él se anticipó.

—Mi mujer se encontraba en la cocina. Preparaba la cena para ella y para mí. Nuestros hijos ya se habían acostado, como de costumbre. Siempre han ido pronto a la cama. Le pregunté si había visto la lluvia de polvo amarillo y me respondió que sí, sin darle ninguna importancia. Cuando cayó esa especie de polvillo, ella se dedicaba al baño de los niños, a la cena. Se hallaba demasiado ocupada como para preocuparse de otra cosa que no fueran sus hijos. Entonces, le hablé de la pesca. Fue en ese momento cuando oímos un gran alboroto en la habitación de los pequeños…

El hombre debió sentir un escalofrío. Había temblado, por unos instantes, todo su cuerpo. Volvía a vivir lo que sucediera en su casa.

—¿Qué pasa? —pregunté a mi mujer.

—No sé —respondió—. Tal vez se estén pegando.

—¿Por qué?

—Por cualquier tontería. ¡Ya sabes cómo son los niños! Y los nuestros, que por inquietos no quedan…

—Mejor será que vayas a llamarles la atención —le dije.

—Ahora mismo.

El hombre se frotó nervioso las manos.

—Los niños, algunas veces, se peleaban entre ellos —dijo.

Tenía la seguridad de que se trataba de eso. No era ni mucho menos la primera vez.

—Mi mujer era la encargada de imponer de nuevo el orden. Yo lo hice alguna vez. Pero como se me fue la mano… Desde entonces, era ella la que regañaba a nuestros hijos. Nunca quise pegarles. No obstante, hay veces…

El hombre miró el vaso vacío. Malco se lo volvió a llenar. El hombre bebió de nuevo con avidez. El matrimonio aguardaba expectante sus palabras.

—Poco después —prosiguió—, oí gritar a mi mujer. Fue un grito indescriptible. Por un momento llegué a pensar que no era ella. Me parecía imposible que pudiera gritar de aquella manera. Como con un terror salvaje que salía de semejante modo de su garganta… Al instante, se hizo el silencio. Cuando reaccioné, corrí precipitadamente hasta la habitación de los niños. Abrí la puerta y quedé estupefacto, no daba crédito a lo que veían mis ojos. ¡No es verdad!, me dije. Mi mujer estaba tendida en medio de un charco de sangre, con la cabeza destrozada… ¡Muerta! Pero, si aquello me hizo tambalear, eso no era lo peor, se lo juro… ¡Mis hijos! Estaban frente a mí, me miraban fijamente. ¡Qué expresión más siniestra! Una sonrisa fría, diabólica. Y el mayor tenía en sus manos la silla que utilizara como arma para dar muerte a su madre. ¡A su madre! Estaba paralizado. Era todo tan increíble, tan de pesadilla. Pero, los niños, sagaces, como la fiera cuando se va a lanzar sobre su presa, comenzaron a acercarse. Hice un esfuerzo, aunque apenas me salían las palabras, porque era como si tuviera rota la garganta, y les pregunté lleno de pánico:

—¿Qué habéis hecho?

—Jugar —respondió el más pequeño.

—¡Habéis matado a vuestra madre! —grité desesperado.

—Es el juego —dijo el mayor.

—Pero ¿por qué? ¡Por qué!

—Matar —contestaron al unísono.

Al hombre le caían gruesas gotas de sudor.

—Fue tal el horror que viví y que me invadió el ánimo que ya no acertaba ni a balbucir algunas palabras… —dijo llevándose las manos a la cabeza—. Quería decirles algo, que aquello era horrendo, que no podían haber sido ellos los que mataron a su madre. Pero solo pude pensarlo. Me era imposible hablar, como si hubiera perdido la voz. Y seguían avanzando hacia mí. Comprendí que estaban dispuestos a matarme también. Retrocedí espantado. Yo… ¡No podía enfrentarme a mis hijos! ¿Qué iba a hacer? ¿Defenderme dándoles muerte? Salí a la calle desesperado, daba gritos, pedía auxilio. Pero ¡Dios mío!, mis gritos se confundieron con otros gritos, decenas de gritos, centenares de gritos también llenos de terror, de desesperación… ¡En todas las casas sucedía exactamente lo mismo! Algunos niños llevaban cuchillos, otros palos… Hasta vi a uno con una escopeta. Pero nadie hizo nada. Y los niños… ¡Los niños jugaban! Jugaban, sí, ¡asesinando a todos los habitantes del pueblo! Los perseguían hasta acorralarlos… No sabía qué hacer. ¡Solo huir! Me siguieron por las calles… Pude esconderme, librarme de ellos. Encontré refugio en el sótano de esta fonda. Aquí, sobrecogido, casi a punto de enloquecer, pasé unas horas, unas horas eternas. Hasta que me decidí a salir. Busqué por las habitaciones. Y fue cuando los oí entrar a ustedes… Desconfiaba de todo, de cualquiera que no fuera yo. Ustedes, podían ser como ellos… ¿Comprenden?

El hombre hundió la cabeza entre las manos.

Nona miró aterrada a Malco.

Malco percibía los latidos de su corazón en todo el cuerpo.

—Pero, en otras partes de la isla… —dijo Malco.

—¿Qué?

—¿Habrá ocurrido lo mismo?

—No lo sé, señor. Quizá no…

Los sorprendió una llamada telefónica. Malco se aprestó a responder. Tomó el aparato y aplastó el auricular contra su oreja.

—¿Diga? —preguntó.

—Por favor…

—¿Es usted Milka?

—Pronto… Necesitar ayuda…

—Pero ¿dónde está? ¡Dígame dónde está!

—En… Van a tirar la puerta… Esto es…

La comunicación se cortó.

—¡Está en peligro! —gritó Malco y se sintió inútil.

—¿Quién? —preguntó el pescador.

—¡No lo sé! ¡No le ha dado tiempo ni para decir su nombre! Debe ser, por su acento, una chica extranjera que está hospedada aquí… Pero, ahora, ¿dónde se encuentra?

Y de repente Malco recordó algo que acaba de oír. Sí, no solo le había llegado la voz de una persona. Algo más, algo que tenía que fijar, que distinguir. Gritó:

—¡Un órgano! ¡He oído un órgano!

El pescador se le acercó.

—Él único órgano que hay en la isla está en la iglesia, de eso estoy bien seguro. En la iglesia también instalaron un teléfono. Esa persona, tiene que haber llamado desde ahí…

—¿Dónde está? No recuerdo bien… —preguntó Malco, impaciente por obtener respuesta.

Un segundo se le antojaba un tiempo demasiado valioso como para desperdiciarlo.

—Saliendo de aquí, por la calle de enfrente, todo recto hasta llegar a una plaza. Allí está la iglesia. No tiene pérdida.

Malco abrió la puerta de la fonda sin preocuparse de coger algo con que defenderse y dijo:

—Nona, quédate aquí, con este hombre.

A su mujer no le dio tiempo de intentar retenerlo. Aunque, nunca lo hubiera conseguido. Una persona estaba en peligro. Sabía que Malco haría todo lo posible por salvarla. Y ella, si pudiera, también lo intentaría. Pero temió por Malco. Además, podrían presentarse los niños en la fonda. Aquel hombre, hundido, daría golpes de ciego. Pero no se angustiaba por la suerte que ella pudiera correr. Solo por Malco. Por su esposo. Por el padre de sus hijos. De David y de Esther. Y de la criatura que se agitaba en su vientre y que se movía más que nunca.