Cuatro
La italiana, que les había ofrecido un suculento desayuno, tras desear a Nona que tuviera un hermoso niño, entró en la cocina, donde, según dijera, se sentía la mujer más dichosa del mundo.
—Se pasa ahí dentro todo el día —comentó su marido.
Malco le ofreció un cigarrillo y le preguntó:
—¿Dónde podremos alquilar una lancha?
—Pregunte en el puerto —respondió el hombre después de pensar durante un momento, como si intentara recordar a alguien que se ocupara de tal negocio—. Pregunte por el torrero, que así se llama… Bueno, que así es como lo conocemos todos, el torrero. La verdad es que no me acuerdo de cuál es su nombre y como torrero no hay más que uno, no tendrá pérdida. Pero, señor, tenga cuidado a la hora de cerrar el trato. Puede engañarlo, que es lo que acostumbra hacer. Es una especie de manía suya eso de engañar a quien se le pone a tiro.
—¿Tiene teléfono? —le preguntó Nona.
—¿En la fonda?
—Sí.
—Desde luego —y le señaló una de las puertas del comedor.
—Antes de irnos a Th’a pediré una conferencia.
—Está a su disposición.
—Supongo que en la isla no habrá teléfono…
—No, señora, no creo. Aunque, como nunca he estado allí, tampoco se lo puedo asegurar. Desde luego, con el continente no tienen comunicación los pocos isleños que allí quedan. En tal caso, habrá una centralita para la propia isla. Pero, la verdad, son solo conjeturas.
—¿Puedo pedirle un favor…? —dijo Nona, a quien su marido miró interrogante.
—La escucho.
—Dar la dirección de su fonda para que mi madre, que se ha quedado al cuidado de los niños, pueda enviarnos un telegrama o…
—No se preocupe. Una vez a la semana —explicó el dueño de la fonda—, hay un hombre que se encarga de ir a la isla. Lleva y trae el correo, les suministra lo que han encargado… Por él yo les enviaría el recado. De todas formas, a su madre —y habló directamente a Nona—, será preferible que le dé el número de teléfono de esta casa. A nosotros no nos representa ninguna molestia y seguro que a ella se las quitaría. Al hombre le toca ir dentro de tres días. Si hay algo para ustedes, yo se lo daré con tal fin.
—Conforme —y Nona le sonrió agradecida.
—Son ustedes muy amables —añadió Malco.
—Es nuestra forma de ser.
Los tres rieron.
Cuando el hombre se fue para atender a otro huésped que acababa de entrar en el comedor, Nona se dirigió a la cabina telefónica. No tardó en regresar.
—Hay una media hora de demora. Mientras tanto, podemos hacer algo…
—Buscaremos al torrero. El puerto está ahí mismo y ese hombre no andará lejos.
—¿Y si no nos alquila una lancha?
—Todo es cuestión de dinero.
—Recuerda lo que te advirtió el dueño de la fonda…
—Descuida.
Cuando salieron, divisaron la isla, próxima, bajo un cielo limpio de nubes, de un hiriente azul, como flotando sobre el mar.
—Allí está —dijo Malco y señaló.
—Un buque abandonado… —murmuró Nona.
♦ ♦ ♦
El profesor, dispuesto a respetar su habitual paseo de la mañana, bajó por un sendero hasta la playa y llegó hasta los restos del coche que había sido pasto de las llamas.
—La civilización… —ironizó al contemplar el montón de hierros negruzcos y retorcidos que parecían haber sufrido una lenta agonía.
Algunas gaviotas merodeaban curiosas.
Una de ellas, precavida, se acercó al profesor.
—Ahí tienes, pequeña —le dijo—, lo que fuera un codiciado ejemplar mecánico, producto de la inteligencia humana, que no cesa en ingeniárselas para morir como sea, con tal de que esa muerte le alcance de una forma violenta.
La gaviota dio un picotazo al coche antes de emprender el vuelo, como si le enojara la presencia en la playa de aquel monstruoso vehículo.
El profesor siguió el vuelo de la gaviota que se adentraba en el mar y reparó en que algo flotaba sobre las aguas, no muy lejos de la orilla.
—El mar acabará por dejarlo en la playa —se dijo el profesor.
Y, dueño del tiempo, esperó a ver de qué se trataba.
En el fondo, desde niño, siempre había tenido el deseo de encontrarse con el tesoro de algún buque naufragado.
♦ ♦ ♦
Tal como les dijera un pescador, el torrero estaba jugando al dominó en una de las tabernas del puerto.
—¿Qué se les ofrece? —preguntó el hombre que los hizo esperar a que terminara la partida y les enseñó, en una casi irreconocible sonrisa, un puñado de sucios dientes.
—Alquilarle una lancha —dijo Malco, que no deseaba prolongar la conversación más de lo estrictamente necesario.
—¿Con motor?
—Desde luego.
—¿Para qué? —Y miró con disimulo las piernas de Nona.
—Para ir a la isla.
—¿Y por cuántos días la necesitan?
—Quince.
El hombre se frotó la cara.
—Le costará quinientos al día y el combustible por su cuenta —dijo tras realizar una serie de cálculos a los que no fueron ajenos sus dedos.
—Muy caro —respondió Malco.
—Si otro se la alquila más barato, no pierda el tiempo conmigo —y el hombre sonrió con malicia, pues en el pueblo era el único que alquilaba lanchas.
—Cuatrocientos.
—¿En mano?
—Sí.
—Trato hecho —y el hombre dio la mano a Malco.
Se la apretó de una forma exagerada. No todos los días, se dijo, se le presentaban unos clientes como aquellos.
—Antes, quisiera ver la lancha.
—Está en el puerto. Cuando quieran —y el torrero se levantó y les cedió el paso, con el principal propósito de admirar las piernas de Nona.
♦ ♦ ♦
Cuando regresaron a la fonda, acompañados por el torrero, que se ofreció para ayudarlos a transportar las maletas, se encontraron con que los estaba esperando el agente que por la noche fuera con ellos en el taxi.
—¿Cuándo se van para la isla? —les preguntó.
—En cuanto hagamos una llamada telefónica —dijo Malco, algo extrañado por la visita del agente.
—¿Cómo se encuentra el hombre? —inquirió Nona.
—Está grave.
—¿Ya saben lo que ocurrió?
—No, señora —y el tono empleado por el agente les dio a entender que no haría más comentarios sobre el caso.
—¿Y bien…? —preguntó Malco.
—Solo saber si, a causa del papeleo, la rutina de siempre como ustedes comprenderán, podemos contar con sus declaraciones acerca de cuanto han visto desde que les paramos en la carretera.
—Por supuesto —dijo Malco—. Durante quince días estaremos en la isla.
—Muchas gracias.
Y el agente, tras un saludo, se fue de la fonda.
—Estas vacaciones —comentó Malco— no van a ser tan tranquilas como esperábamos. Tenía razón el taxista. Surgen complicaciones.
—Seguro que no nos molestarán —dijo Nona—. Vamos a pedir la conferencia, a ver si esta vez tenemos más suerte.
El torrero, sentado sobre una de las maletas, aguardó a que hablaran con sus hijos mientras él hacía planes en los que gastarse el dinero que no tardaría en tener en su bolsillo.
♦ ♦ ♦
El profesor, rodeado de gaviotas, notó que un cierto nerviosismo comenzaba a invadirle, se quitó los zapatos y se arremangó los pantalones cuando lo que flotaba en el mar ya estaba cerca de la orilla.
Sobrecogido, cogió lo que traían las aguas.
—¡Dios mió! —murmuró, con infinito asco.
Saltaban las olas. Arrojó a la arena aquello que durante unos instantes tuviera en sus manos, gritó despavorido y corrió hasta llegar a la cabaña mientras las gaviotas se congregaban en la playa.
♦ ♦ ♦
—El dinero —dijo el torrero, una vez que colocó las maletas en la embarcación.
—¿Ha hecho la cuenta? —le preguntó Malco.
—Desde luego —respondió con gesto avaricioso—. En total, seis mil al contado. Conste que no es caro, que casi es un favor.
Malco le sonrió irónico.
El torrero respiró hondo cuando guardó los seis billetes de a mil presurosamente en un bolsillo.
Malco, que deseaba hacer desaparecer de su vista a aquel hombre, ayudó a Nona a montar en la lancha, cosa que hizo con exagerada lentitud.
—Dentro de quince días, aquí les estaré esperando —añadió el torrero mientras ya se iba—. Cuiden de la embarcación, que es de las mejores. Además, cualquier desperfecto corre por cuenta de ustedes. Ahora, otro asunto me reclama.
Y desapareció.
Malco, ya en la lancha, puso el motor en marcha.
—Dentro de un par de horas, como mucho, llegaremos a la isla.
Nona se sujetó fuerte.
♦ ♦ ♦
—¿Algo para mí? —preguntó el agente, con la esperanza de que le hubiese llegado el oficio comunicándole su ascenso.
—Nada, que yo sepa —le respondió su compañero, que acababa de colgar el teléfono.
—¡Maldita sea! —Y se desplomó en su asiento.
—Ya puedes espabilar —le recomendó el otro, que se mostraba nervioso.
—¡Si acabo de llegar! —protestó.
—Es que nos vamos.
—¿Adónde? —preguntó enojado.
—El profesor…
—¿A estas horas? —le interrumpió—. ¡Ni hablar!
—Esta vez creo que va en serio —dijo el otro, sombrío.
—¿Qué ha dicho? —Y su rostro se llenó de irónico escepticismo.
—Pues…
—¡Quiero saber qué diablos se ha inventado ahora ese bribón!
—Ha dicho que, en la orilla del mar, ha encontrado la cabeza de una mujer. Supone que… cortada de un hachazo.
El agente juró que, como se tratara de un nuevo engaño, sería capaz de meter en una celda a aquel estrafalario Premio Nobel de las narices.