Uno
Malco apretó fuertemente con sus manos el volante desde que salieran del pueblo y siempre miró hacia adelante, como si buscara algo imposible de encontrar. No hablaba, permanecía en un angustioso silencio.
«¿Cómo salir del laberinto?».
El osito Pilgrim respondió al ratoncito Keaton:
«De puntillas».
Malco, de repente, rio.
—¿Por qué ríes? —preguntó Nona, extrañada.
—¡De puntillas!
—Pero… —dijo ella, sin comprender.
—¡Lo dice el osito Pilgrim, de puntillas! —Y volvió a reír.
Ella no hizo más preguntas.
Tendría absurdas respuestas. Conocía muy bien a Pilgrim. Y a Malco.
♦ ♦ ♦
El jeep parecía un potro salvaje por una carretera sin asfaltar, con trigales a los dos lados.
Nona se aferró al asiento delantero y procuraba que le afectaran lo menos posible aquellos despiadados brincos del vehículo. Pero no podía evitar que algunas veces su vientre se desplazara de un lado a otro. En cambio, no sentía dolores. Su hijo debía haberse quedado dormido, pensó, si es que dormían los fetos en las entrañas. O estaba tan asustado que no se atrevía a moverse. También ella se hallaba asustada. Pero no tan solo por lo que sucedía. Se sentía culpable de haber empujado a un niño hacia una cuneta, de haberlo hecho caer del jeep. Quizá se hubiera roto un brazo, o una pierna. Tal vez le ocurriera algo peor. Y era un niño. Porque aquellos niños, para ella, pese a todo, seguían siendo unas inocentes criaturas. No quería reconocer la realidad. No entendía. Se negaba a admitirlo. Porque pensaba en sus hijos. Y en el que iba a nacer.
—Una casa —dijo Malco, e indicó hacia la derecha de la carretera, al tiempo que aminoraba la velocidad.
En un cruce, se desvió hacia la construcción; entró por un camino por el que seguramente nunca había cruzado un vehículo a motor.
Al detenerse frente a la casa, nada más bajar del auto, Malco se agachó y cogió un puñado de tierra, no sin antes pasar la palma de la mano sobre ella. Necesitaba resolver la conjetura que le preocupaba.
Nona bajó del vehículo y se le acercó.
—Mira —y él le enseñó la tierra que tenía en su mano.
—Es rojiza —dijo ella.
—Exacto.
—Entonces…
—El polen de color amarillo no cayó sobre esta parte de la isla —le interrumpió él, como si acabara de dar una buena noticia.
—¿Eso qué significa?
—Puede que muchas cosas.
Nona iba a pedirle que se explicara, pero ya un hombre de edad avanzada, que portaba una guadaña en su mano, se aproximaba a ellos.
—¿Qué se les ofrece? —preguntó a unos pasos del matrimonio, sin dejar de escrutar a Malco y a Nona, cuyas miradas coincidieron en el filo de la guadaña.
El hombre se dio cuenta de que su instrumento de labranza inquietaba a los recién llegados. Entonces dijo sonriendo:
—Aunque viejo, pierdan cuidado, no soy la muerte. Mi mujer y yo estamos segando, aunque ya pronto lo dejaremos. Es la edad. Cuando éramos jóvenes, hasta nos anochecía por completo en el campo… —Y aguardó a que ellos le respondieran a la pregunta que les había formulado.
Malco, tras mirar a su alrededor, preguntó a su vez:
—¿No sabe nada?
—¿Saber? ¿De qué? —inquirió curioso el hombre.
—Por la noche, ¿qué ocurrió?
—¿Qué iba a ocurrir, señor? Lo que es aquí, nunca pasa nada. Hubo una vez una pelea entre vecinos, pero ya ni me acuerdo de cuando fue. Murió uno de cada familia, en un duelo a navajas. Desde entonces… Y, ayer por la noche, tanto mi mujer como yo, nos dormimos tan tranquilos. En lo que va de día, pues como de costumbre. Pero ¿por qué lo pregunta?
—¿Tienen hijos?
—Y casados. Se fueron de la isla. Han montado un negocio en la ciudad y, por lo que nos cuentan en las cartas, les va muy bien.
—Me refería a niños…
—¡Señor! —Y el hombre rio—. ¡Ya no estamos para eso!
—Deben venir con nosotros…
El hombre agudizó sus ojillos enterrados en un rostro comido por el sol.
—¿Por qué?
—Corren peligro.
—¿Nosotros? —preguntó incrédulo.
—Ustedes, nosotros, ¡todos!
—Oiga, ¿está de broma? ¿Quién va a querer hacer daño a un par de ancianos? Como no sea un loco… ¡Si nada tenemos para que nos roben! Y vivimos aquí, apartados de los demás, sin crear ningún problema… Eso sí, quedan invitados a un vaso de vino. Por la molestia de venir hasta nuestra casa. Pero, se lo aseguro, se han equivocado. Nosotros no corremos ningún peligro. Serán otros… —Y los estudió, de arriba a abajo—. Desde luego, de aquí no son ustedes. ¿Turistas? Ahora comienzan a llegar… Ya veo todo este paisaje entre hoteles. Claro que, para lo que mi mujer y yo vamos a durar, ¡qué nos importa! Que hagan lo que quieran. Acabarán con la isla. Lo destrozarán todo…
—Por favor, no nos sobra el tiempo. Acompáñenos, junto con su mujer. Se lo explicaré por el camino. No es fácil hacerlo en pocas palabras. Es necesario que huyan, como nosotros hacemos.
—¿Huir? —preguntó asombrado el hombre.
—De los niños.
—¡Por la Virgen! ¿Qué dice usted?
—En el pueblo los niños han dado muerte a todos sus habitantes… Puede que quede alguna persona oculta, pero nosotros no lo sabemos. Los niños, y no conocemos la razón, se dedican a jugar… Es un juego macabro… Asesinan a la gente… Se lo ruego, tiene que creerme… Creímos que tal cosa ocurría en toda la isla. Ya vemos que aquí no. Tal vez porque no hubo una lluvia de una especie de polen amarillo en este lugar, tal vez porque no tienen hijos pequeños, tal vez porque los niños no han llegado hasta aquí… Pero, se lo aseguro, ¡corren el mayor de los peligros!
El hombre había dejado de sonreír. Alzó la guadaña.
—No me trago ese cuento. Algo andan tramando ustedes… —E hizo un gesto amenazador con la guadaña.
Malco comprendió que aquel hombre jamás le creería.
—¿Dónde podremos encontrar más gente? —preguntó.
—¡Largo de aquí!
—Ahora mismo nos iremos…
—Sigan por la carretera hasta llegar a una cala. Allí viven unas familias de pescadores. Si piensan contarles la misma locura, allá ustedes… Quizá pierdan los nervios y… Ellos sí que tienen hijos, y pequeños. ¡Acusarlos de asesinar! —El hombre los miró con rabia.
—Está bien… Nos vamos… Pero, si vinieran por aquí los niños, tenga cuidado. Enciérrense en casa, en el lugar más seguro, donde no puedan encontrarlos. —Malco se fue contrariado.
Aquel viejo debía ser muy testarudo. Aunque no podía culpársele de imprudente. Lo que Malco le contó no era fácil de creer. Ni siquiera para ellos mismos, que lo vivían.
Nona sabía que Malco estaba dolorido, disgustado por dejar allí a dos ancianos. Pero no hizo ningún comentario. También ella comprendía que era inútil insistir al viejo. Lo único que ganarían es que se pusiera de mayor mal humor, quién sabe con qué consecuencias.
—¿Y ahora? —preguntó.
—A la cala —dijo Malco, sin querer mirar hacia atrás, hacia la casa que acabaran de dejar. Solo dijo, antes de poner el motor en funcionamiento:
—Que Dios los proteja.
El anciano, hasta que el jeep no se perdió de vista, no se movió. Su mujer llegó hasta su lado. También tenía una guadaña en la mano. Se limpió el sudor y miró hacia donde aún lo hacía el viejo.
—¿Quiénes eran? —le preguntó.
El hombre se encogió de hombros.
—El sol les ha debido calentar la cabeza… Deliran, cuentan cosas absurdas… Están chiflados, eso es todo.
Y los dos de fueron de nuevo al trigal.
—Oye, ¿quedan caramelos? —preguntó el viejo a su mujer.
—Claro que nos quedan caramelos —respondió ella.
—Es por si vienen niños…
—Pues que lo hagan pronto. En caso contrario, no les dejarás ni uno. Cada día eres más adicta a los caramelos. Y eso que te faltan algunos dientes, por no decir que todos.
El viejo, instintivamente, buscó un caramelo en sus bolsillos.
♦ ♦ ♦
El jeep bajó por una pronunciada cuesta.
En la cala, colgadas sobre una playa de fina arena, había tres casas.
Pero eso fue lo que menos interesó a Malco. Lo que le llamó la atención era un bote varado en una pequeña rampa de madera. No tenía motor. Pero por su amplio vientre asomaban unos remos. Con ellos también se podría llegar lejos.
Malco detuvo el jeep cerca de las casas.
En la cala no había indicios del polen.
Quizá allí tampoco supieran nada.
Ladraron unos perros.
—Malco… —Nona se detuvo al bajar del vehículo.
Le indicó un grupo de tres niños, que habían dejado de jugar a las bolas, curiosos por la llegada del matrimonio. No estaban muy acostumbrados a recibir visitas. De ahí que ninguno se atreviera a hablar.
—Calma, Nona —dijo Malco y la ayudó a poner el pie en la tierra.
—Pero, si son niños… —Y ella se mostró inquieta.
—Tal vez sean eso, solo niños. Quédate aquí.
Uno de ellos, al ver que Malco se les aproximaba, gritó:
—¡Madre!
Por la puerta de las casas no tardó en aparecer una mujer.
—¿Qué pasa?
El niño señaló a Malco. Este dijo:
—Buenas tardes.
—Buenas tardes —respondió la mujer, que se secaba las manos en el delantal, mientras bajaba por unos escalones hechos en la tierra. Cuando estuvo al lado de Malco, le sonrió.
—Deben estar equivocados. Estas casas son nuestras, no se alquilan. En el pueblo les habrán informado mal. Ya pasó hace unos días. Vinieron unos turistas para apalabrar el alquiler de una casa por una temporada. Y no, señor, no alquilamos. Las necesitamos para nosotros, que vivimos aquí durante todo el año. Lo siento.
—¿Anoche no pasó nada?
—Pues no… —dijo la mujer y lo miró interrogante.
—¿Son hijos suyos? —preguntó Malco e indicó a los niños.
—Dos de ellos. El otro es de mi vecina… —La mujer se sintió confundida por aquellas preguntas—. ¿Ocurre algo?
—No, no pasa nada —dijo Malco con una sonrisa; no quería asustar a la mujer—. ¿Y su marido?
—En el mar, pescando. Mire, allí… —Y señaló unos botes alejados de la costa—. Si quiere hablar con él, tendrá que esperar a que oscurezca. Pero, ya se lo he dicho: no alquilamos. Ni nosotros ni los demás.
Malco observó el bote. Al menos, aunque estaba a cierta distancia, no le parecía encontrarse en mal estado. Flotaba. Y eso, en aquellas circunstancias, era suficiente.
—No, no vengo a alquilar una casa, señora. Pero, les estoy dispuesto a comprar ese bote, si es de ustedes…
—Sí, es nuestro —dijo la mujer y miró a su vez la embarcación como extrañada de que aquel hombre pudiera estar interesado en ella—. La verdad, no sé qué responderle… Mi marido apenas lo usa desde que tiene el otro… Realmente, no nos hace mucha falta. En cambio, sí el dinero. Pero eso tendrá que apalabrarlo con él. Si no les molesta esperar…
Malco miró a los niños. Volvían a jugar a las bolas.
—No, no nos molesta.
—En ese caso, pueden pasar a mi casa. No es que haya muchas comodidades en ella. Pero, a su mujer, por el estado en que se encuentra, no le vendrá mal descansar. Sillas sí que hay de sobra. Vengan, por favor.
—Gracias —y Malco hizo un gesto para que Nona lo siguiera.
Los niños, cuando ellos entraron en la casa, rieron.
Les divertía los andares de Nona.
♦ ♦ ♦
El viejo, que se había erguido para frotarse los riñones, vio a un grupo de niños acercarse a su casa por uno de los trigales. Iban dando saltos, algunos corrían. Eran seis. Parecían alegres.
—Diablejos…
—¿Qué dices? —le preguntó su mujer.
—Prepara los caramelos.
La mujer dejó de segar. Miró hacia donde lo hacía su esposo. Movió de un lado a otro la cabeza varias veces antes de decir:
—Acabarán con el trigal.
—No es para tanto, mujer.
—Como no lo sudamos…
—Se habrán despistado. Esos son del pueblo. Están bastante lejos de él. Cuando vuelvan, acabarán por recibir una azotaina —entonces el viejo se acordó de lo que le dijera Malco.
—Tonterías… —murmuró.
Su mujer, que se había vuelto, le dio un codazo.
—Por ahí vienen más.
El viejo miró el camino que llevaba hasta la carretera. Otro grupo de niños se aproximaba a la casa. También saltaban, al ritmo de una canción infantil.
—Lo siento —dijo el viejo—, no habrá caramelos para todos…
Cuando los niños se aproximaron a ellos, como si se entretuvieran en rodear la casa, el viejo se sintió inquieto al ver lo que los pequeños llevaban en sus manos. La vieja le preguntó:
—¿Adónde van con todo eso?
El anciano no respondió.
Tendría que repetirle lo que le contara el hombre que había estado allí y ya no había tiempo para hacerlo.
Presa del pánico, balbució:
—Reza.
♦ ♦ ♦
Nona, sedienta, pidió agua a la mujer.
Volvía a sentir dolores.
Como pinchazos.
—¿De cuánto está? —le preguntó cariñosa la mujer.
—De siete —respondió Nona tras beberse sin respirar toda el agua de un vaso llenado hasta el borde.
—¿El primero?
—¡Oh, no! Ya el tercero. —Nona volvió a acordarse de David y de Esther.
Quiso estar con ellos, en su casa. No haber viajado nunca a la isla de Th’a. Pero Malco no tenía la culpa de lo que sucedía. Tenía que ser un lugar tranquilo, quizá el más tranquilo del mundo. Pero no en aquella ocasión.
—Está pálida. Le puedo hacer un té…
—Creo que voy a devolver —dijo Nona y se puso en pie.
Malco iba a ayudarla, pero lo hizo la mujer.
—Venga por aquí.
Nona siguió a la mujer por un estrecho pasillo.
Malco se llegó a la puerta, que estaba abierta. Los niños seguían jugando a las bolas. Uno de ellos lo miró un instante. Pero en seguida se centró en el juego. Le tocaba su turno. Aquellos eran niños, solo niños, pensó Malco. No como los del pueblo. Pero ¿hasta cuándo? La lancha varada estaba cerca. Se acercó a ella. Remar hasta la costa supondría un gran esfuerzo. No obstante, si lograba su objetivo, todo le parecería poco. Los remos eran grandes, de buena madera. Si alcanzaban la costa tendrían que comunicar inmediatamente lo que ocurría en la isla. Malco sonrió irónico. Trabajo le iba a costar convencerlos. Pero irían, aunque a él lo mantuvieran encerrado hasta que regresaran. Se fijó en el fondo de la lancha. Había una grieta. Apretó los puños, mordió entre dientes una maldición. Aquello desbarataba sus planes. Cruelmente, de repente. Cuando había nacido en él una esperanza, se esfumó. Volvió a la casa.
Nona había tomado asiento.
Estaba desencajada.
La mujer preparaba un té.
—La lancha —le dijo—, no sirve.
—¿Qué tiene? —preguntó la mujer, que nunca se había preocupado de aquella embarcación.
—Una grieta —y Malco miró a Nona.
Nona suspiró, con desesperación.
—Mi marido no tardará. Quizá tenga arreglo —dijo la mujer, que no deseaba perder la ocasión de deshacerse de lo que para ella era poco más que un trasto inútil.
Sirvió el té a Nona.
—Se le pasará, mujer. Pero tenga cuidado. Mi primer hijo nació a los siete meses. A usted le puede ocurrir lo mismo. Además, viaja en un jeep y con las carreteras que tenemos…
La mujer preguntó la hora a Malco. Cuando lo supo, hizo un gesto de contrariedad.
—Deben disculparme, pero tengo que ir a la fuente. Es la única forma de tener agua ya que hasta las casas no nos llega. No está lejos, cuestión de un cuarto de hora. No tardaré. Aguarden aquí mismo, considérense en su casa. Mi esposo, ya les digo, puede reparar la avería. Para él, ese trabajo no tiene problemas. Lo lleva haciendo toda su vida.
La mujer cogió unos cubos y se fue.
—¿Por qué no le dices lo que ocurrió en el pueblo? —preguntó Nona.
—Mejor a su marido —respondió Malco—. Ni tan siquiera puedo imaginar cómo se tomará la historia… Así que, si se lo digo a su mujer, madre de dos hijos…
—¿Y la lancha?
—Como sea, que la repare. Es lo único en lo que basar nuestra esperanza. Y, si no puede, soy capaz de darle cuanto llevo encima por otra de las embarcaciones. El caso es salir de este infierno…
Nona se llevó las manos al vientre.
—¿No te encuentras mejor?
—Aún no. Es cuestión de tiempo. No tiene importancia.
Malco se aproximó a la puerta.
Vio bajar a un niño por un sendero. Podía tratarse de uno más de los de la cala. Pero también podía ser del pueblo. Se acercó a los otros tres. Los pequeños lo miraron, interrogantes. Malco supo entonces que no era de allí, que aquel niño venía de otra parte. Y ya no tuvo ninguna duda de que era del pueblo cuando le vio sacar de un bolsillo un puñado de bolas amarillas. Los otros tres niños las cogieron curiosos.
—¡Nos vamos! —gritó Malco.
Nona, sorprendida, preguntó:
—¿Por qué?
—¡Rápido!
Nona se puso en pie. Malco, tomándola por una mano, casi violentamente, la sacó de la casa. Se detuvo un instante al ver que llegaban más niños. Iban por la playa, por las rocas. El sol, que ya se ocultaba, prolongaba las sombras de los pequeños. Nona comprendió. Los niños que antes jugaban a las bolas, les observaban fríamente. Y allí había un cuarto niño, uno nuevo. Nona vio el polen amarillo en sus manos y en las de los otros niños.
—¡Malco! —gritó angustiada.
—¡Calla!
Y, de un empujón, la sentó en el jeep.
Pisó el acelerador a fondo.
El vehículo rugió y subió por la cuesta.
—¿Dónde vamos?
—Al pueblo.
—¡No, Malco!
—Es posible que allí no queden niños, que se hayan desperdigado por la isla. Se hace de noche. Tendremos más posibilidades.
—Pero… —Y profirió un grito.
Ante ellos, en el camino, un grupo de unos cuantos niños parecía querer impedirles el paso. Malco pisó el acelerador. Los pequeños, cuando comprendieron que el hombre estaba dispuesto a pasar como fuera, incluso por encima de ellos, se apartaron rápidos. Salvo uno, que únicamente supo alzar los brazos.
—¡No! —Y Nona cerró los ojos.
Malco, en el último instante, forzó un viraje y esquivó al niño.
—Gracias, Malco…
Él no respondió.
No sabía por qué lo había hecho.
Ni lo entendía.
Se limitó a encender los faros del jeep.
—¿Quieres llegar hasta la lancha? —le preguntó Nona.
—Sí, y lo conseguiremos. En este jeep. ¡Ocurra lo que ocurra! Esta vez no me detendré, Nona, te lo juro. Como sea, lograré ponerte a salvo.
Nona guardó silencio.
Malco estaba decidido.
Como el osito Pilgrim, cuando dijo:
«Allá voy».
Se lanzó a volar.
Y lo consiguió.
Pero ellos no eran el osito Pilgrim.
Quizá Malco no se daba cuenta de eso.