Tres

Si Nona hubiera sabido que Th’a contaba con una centralita telefónica, al oír el timbre de un teléfono no se habría sorprendido, tanto que se puso en pie de un salto. Así era, porque se instaló hacía unos años con la finalidad de que los ingenieros llegados a ella pudieran mantenerse en contacto entre un extremo a otro de la isla. Allí estaban ellos debido a un plan sin resultado de prospecciones petrolíferas.

Cuando acertó a dar con el aparato telefónico del bar, colgado en una pared junto a un mugriento servicio, que era tanto para hombres como para mujeres, dudó en contestar.

La llamada, claro, pensó, no era para ella.

—¿Será un recado…? —se dijo y le resultó agradable la idea de poder ponerse en contacto con alguien en aquel lugar.

Al decidirse, ya no había nadie al otro lado de la línea.

—Tardé demasiado —murmuró mientras dejaba el auricular manchado de grasa.

Volvió a sentarse al lado de la ventana.

Se acordó de sus hijos.

Y del osito Pilgrim.

Sonrió.

Su amigo, el ratoncito Keaton, le preguntó:

«¿Dónde estás?».

Pilgrim miró a su alrededor y respondió con una frase absurda e incongruente:

«Donde se cree estar, pero donde no se está».

Y el osito se rascó una oreja.

Nona observaba las calles desiertas. Se dijo que aquella conversación de los dos personajes más populares de su marido, que le vino a la memoria, resumía la interrogante que naciera en su cabeza.

♦ ♦ ♦

Malco, de regreso al bar, se detuvo.

Eran risas cercanas.

—De niños… —se dijo al escuchar, al pretender adivinar de dónde procedían, al escudriñar las ventanas de las casas que daban hacia la calle que ya casi recorriera en su totalidad.

Pero estaba solo.

—Juegan al escondite, juegan… —Y sonrió; se convenció de que los pequeños isleños se estaban entreteniendo a su costa—. Quieren que los descubra, que los busque por todas partes. Les divierte el mantenerme intrigado. Pero, si aparento no hacerles ni el más mínimo caso, entonces serán ellos los que se presentarán ante mí, curiosos por mi indiferencia.

Las risas, después de unos instantes, cesaron.

Malco creyó oír, en alguna de las casas, rápidas pisadas.

—Se van a otra parte —se dijo, y resistió la tentación de mirar al lugar del que juzgaba le llegaba aquel ruido, cual si se tratara de un grupo de niños que pisoteaba una escalera.

Al seguir su camino, reparó en un viejo edificio sobre cuya puerta colgaba un letrero, descolorido, sin apenas letras.

Era la escuela.

Por la puerta entreabierta se escapaba una canción infantil que por un momento hizo retroceder a Malco a sus tiempos de colegial, cuando todas las vacaciones resultaban maravillosas y eternas.

Entró.

Era una niña la que cantaba. De espaldas a él, sentada en el primer pupitre, inclinada sobre la tabla, parecía absorta en su trabajo con cera plástica.

Malco se acercó a ella.

—Hola —le dijo.

La pequeña ni lo miró.

Malco dejó estiradas sus piernas en el pasillo y se acomodó como buenamente pudo en el pupitre de al lado. La niña, sin interesarle tan siquiera su presencia, frotaba entre sus manos la masa de cera plástica con la intención de darle forma tubular.

—¿Te ha comido la lengua el gato? —le preguntó, confiado en que obtendría respuesta, si quiera fuera con un movimiento condicionado de hombro o de cabeza.

Pero no hubo contestación.

Malco suspiró.

La niña, de perfil, tenía una nariz respingona, muy graciosa.

Eres como Esther.

La pequeña no sintió ninguna curiosidad por aquella Esther que el hombre le mencionara, aunque se pareciera a ella. Levantó la vista hasta el encerado. Malco también miró. Allí, en la pizarra, escrita con letras mayúsculas, con faltas de ortografía, leyó la más grande obscenidad que a mente humana se le pudiera ocurrir. Estaba dedicada a la maestra. Y debajo, pintado groseramente, un pene de exageradas proporciones. La niña observaba al sorprendido hombre por el rabillo del ojo y rio, aunque intentaba contenerse. Malco, confundido, no sabía qué hacer ni qué decir. Aquello se le antojaba absurdo, irreal, como producto de una estúpida pesadilla. Invadido por una extraña angustia, tras intuir lo que la pequeña quería hacer con la cera plástica, sacó de la bolsa la muñeca que comprara y se la tendió, con una expresión que era como si le rogara que la cogiera, que olvidara la inmundicia que estaba formando. La pequeña, con una débil sonrisa, dejó la cera plástica en la tabla del pupitre, tomó la muñeca con sus dos manos. Malco vio cómo la niña acariciaba la muñeca y se serenó.

—¿Te gusta?

La pequeña, de repente, se puso en pie. De su rostro había desparecido la sonrisa. Su mirada, penetrante, fría, sobrecogió a Malco. Todo ocurrió en un fugaz instante, sin dar tiempo a que Malco se levantara. La niña arrojó la muñeca a sus pies, con toda su fuerza y le rompió la cabeza. Después la pisoteó con rabia, al tiempo que profería nerviosos gemidos, como los de una bestia salvaje. Se fue corriendo por el pasillo formado por los pupitres y se perdió en la calle.

Malco, aún sentado, con un grito ahogado en su garganta, contempló atónito la muñeca destrozada.

♦ ♦ ♦

Nona recogió sus zapatos de la escalera y salió a recibir a Malco, a quien viera aparecer por una calle distinta a por la que se fuera.

—¿Te perdiste? —le preguntó, mientras sacaba de la bolsa que le tendiera su marido el sombrero de paja, compra que consideraba un acierto bajo aquel aplastante sol.

—Di una vuelta —respondió Malco, que prolongó su camino para lograr serenarse, al menos lo suficiente para que ella no sospechara que algo lo tenía preocupado. Ciertamente, él tampoco sabía con exactitud por qué se hallaba nervioso. Quizá porque jugaran con él al escondite, quizá por culpa de la actitud de la niña. Pero, esas cosas, en la gran ciudad, no eran extrañas. Ocurrían con frecuencia. Trabajo para los psiquiatras.

—Es bonito —dijo Nona señalando el sombrero.

—Pruébatelo.

Nona echó los cabellos hacia atrás con un movimiento de cabeza que a Malco siempre le agradaba mucho, tal vez por lo que el gesto tenía de femenino, y se puso el sombrero.

—Muy bien —dijo Malco.

—¿Te gusto? —preguntó ella divertida.

—Mucho.

Nona abrazó a su marido y lo besó. Después se apartó y exclamó con los brazos en alto:

—¡Tengo hambre!

Los dos rieron y entraron en el bar. Mientras Malco sacaba las cosas de la bolsa, Nona buscó un espejo donde comprobar personalmente si el sombrero de paja la hacía tan atractiva como le insinuara su marido.

—¿Has visto a alguien? —preguntó tras darse por vencida.

El espejo del servicio estaba tan mugriento que contemplarse en una cosa tan sucia le produjo un profundo asco.

Malco tardó en responder:

—No.

Prefería no contarle nada de lo ocurrido a su mujer.

—¿A nadie?

—Solo al osito Pilgrim —respondió Malco y se esforzó en dar un tono festivo a la conversación.

—¿A Pilgrim? —Y ella se le acercó—. ¿Es que vive en esta isla?

—En una casa, en la que entré porque creí que había alguien dentro. Me encontré con uno de mis libros en la habitación de los chicos.

—¡Magnífico!

—¿Por qué? —preguntó él, que no comprendía la alegría de su esposa.

Nona, como si protagonizara un almibarado anuncio para ser emitido por la televisión, dio vueltas sobre sí misma, para que así le bailara la falda, y dijo canturreando:

—¡Lean las aventuras del osito Pilgrim! ¡Famoso hasta en la isla de Th’a, el lugar más perdido del mundo! ¡Lean las aventuras del osito Pilgrim! —Y rio divertida.

—¿Y tú? —preguntó Malco cuando ella dejó de dar vueltas para apoyarse fatigada en la mesa en la que él dejara las latas de conserva.

—¿Qué?

—¿Tampoco has visto a nadie?

—A un niño; de la edad de nuestro David.

—¿Entró?

—No; estuvo detrás de esa ventana —y no le hizo referencia a la extraña impresión que le causara la mirada del pequeño.

Tal vez, opinó Nona, ella se hubiera equivocado al juzgar la actitud del niño, aunque le costaba creer que aquellos ojos no recorrieran lentamente sus senos, como si quisieran acariciarlos.

—Bueno, aquí tienes de sobra para calmar tu apetito —dijo Malco y señaló a la compra mientras su pensamiento estaba en la niña que rompiera la muñeca impulsada por una especie de repentina animadversión.

La muñeca la había dejado en el cubo de la basura de la escuela. Adquirirían otra cuando volvieran por la tienda.

Por primera vez, desde que estaban casados, los dos se ocultaban algo.

—¡Malco! —Y sobresaltó a su esposo.

—¿Qué diablos…? —dijo e inconscientemente miró hacia la puerta.

—¡Hay teléfono!

—¿Dónde?

—Aquí, en el bar, junto al servicio, en un lugar asqueroso, por cierto —y con los dedos, para demostrar su desagrado, se tapó la nariz.

—¿Cómo diste con él?

—Hubo una llamada. Pero, cuando me decidí a contestar, ya fue demasiado tarde, habían colgado. Así es que no sé quién era.

—Supongo que no sería un niño. Porque, hasta ahora, solo hemos visto a chicos. Y esta isla no es precisamente Jauja. En la costa nos dijeron que no había comunicación con Th’a. Será una centralita local. No obstante, bueno es saberlo. Y ahora, madame, usted se sienta. Es para mí un placer el servirla —le hizo una reverencia.

Rieron.

Pero Malco seguía con la niña de la escuela en su pensamiento. No imaginaba a una hija suya hacer una cosa así. Quizá la pequeña no se daba ni tan siquiera cuenta del significado de aquella frase obscena, tanto que era capaz de herir a cualquier sensibilidad, por muy primitiva que fuera. Le pareció un asunto demasiado morboso, de ahí que no estuviera seguro hasta de sus propios pensamientos. Si le dijera a Nona lo que había ocurrido, tendría que repetirle la obscenidad. Y para eso se sentía incapaz. Como para hacer mención a lo que intuyó que la niña estaba modelando con la plastilina. Definitivamente, no le contaría nada. Nunca.

—Podrías inspirarte en Th’a para escribir una aventura del osito Pilgrim —le dijo Nona mientras él abría una lata.

—El osito Pilgrim en una isla de niños… —murmuró Malco.

—Solo niños.

—Puede servir —dijo Malco, mientras vertía unos espárragos en un plato.

El teléfono volvió a sonar. Malco siguió la indicación de su esposa y se llegó al aparato. Al menos hablaría con otra persona y tendría la oportunidad de preguntarle acerca de los isleños.

—¿Diga?

Una voz, que parecía angustiada, susurró algo que él no entendió.

—Por favor, hable más alto.

La voz le llegó más clara. Hablaba precipitadamente, como si fuera presa de los nervios. Malco no comprendió ni una palabra. Aquella persona seguramente era extranjera. Cuando iba a preguntarle si no hablaba su idioma, oyó el clásico sonido de cortar la comunicación. Miró a Nona y se encogió de hombros.

—¿Quién era?

—No lo sé.

—¿Qué te dijo?

—Hablaba en otro idioma.

—¿Un hombre?

—No.

—¿Una mujer?

—Quizá una muchacha, alguna turista —dijo Malco sin estar seguro. También podría tratarse de un chico. A cierta edad, apenas hay diferencias en las voces de jóvenes de distinto sexo. Hasta incluso cabe la posibilidad de que fuera un niño.

—Siéntate.

Malco iba a hacerlo cuando de nuevo volvió a sonar el teléfono. Malco respondió rápido.

—¿Quién es?

—¿Quién ser usted? —le preguntó la voz, chapurreando el idioma que indudablemente apenas conocía, como si estuviera obligada a hablar en un tono muy bajo.

—Acabamos de llegar a la isla —dijo Malco, a quien siempre le resultaba muy enojoso dar su nombre, siquiera fuera por teléfono—. Pero ¡por favor, hable más fuerte, más fuerte!

—No ser posible…

—¿Por qué?

—Ayuda… Tienen que… ayuda —y había mucho ahogo en aquella voz, que suplicaba por algo desconocido.

—Pero…

Nona vio que Malco colgaba el auricular.

—¿Ha cortado? —le preguntó.

—Eso creo.

—¿Era la misma voz?

—Sí.

—¿Y qué quiere?

—No lo sé.

Malco prefirió no decir nada hasta que las cosas se aclarasen. Pero comenzaba a pensar que alguien los necesitaba. Aunque también podía tratarse de una broma, una nueva forma de divertirse de los niños que vivían en el pueblo. Lo que más le intrigaba es que los pequeños no hubieran ido también a la siembra, menos porque sabían que con tal motivo siempre se celebraban fiestas.

—Si estuviera Leocadio con nosotros… —dijo Nona, que ya había empezado a comer de los espárragos.

—¿Por qué te has acordado de Leocadio? —preguntó extrañado Malco.

—Él escribe novelas de misterio.

—¿Y?

—Que sería feliz en Th’a.

Malco también lo creyó. Dio la razón a Nona. Y eso que, ella, no sabía nada de lo que le había ocurrido. A no ser que su esposa le ocultara algo, como él hacía con ella.

Intrigado, probó los espárragos.

De buena gana, si supiera donde hacerlo, llamaría a la persona que le hablara por teléfono.

La idea de irse de la isla se aferró en su mente.

♦ ♦ ♦

Malco portaba las maletas y en cuanto estuvo de nuevo bajo el sol quedó empapado de sudor. Nona, a su lado, con el sombrero de paja calado hasta las orejas, satisfecho su apetito, se mostraba animada. Miraba curiosa las casas de la calle por la que se dirigían hacia la fonda.

—¿Cuánta gente vive en la isla? —le preguntó a su marido.

—Cerca de cuatrocientas personas, según mis cálculos —tardó en responderle.

—¿Todas en el pueblo?

—No, todas en el pueblo no, en caso de que las cosas sigan igual a como yo las dejé en su tiempo. Algunas familias andan diseminadas por otra parte de Th’a. Cuidan los campos. Otras habitan en las calas de la costa…

Nona se detuvo.

—¿Esa es la tienda? —preguntó.

—Sí, esa es —y Malco también se detuvo y aprovechó para descansar.

—¿Había alguien en la tienda?

—Tampoco… —Y se limpió el sudor de la frente.

—¿Compramos algo para nuestros hijos?

—Sí, tienen cosas para ellos, típicas.

Nona entró en la tienda. Malco se disponía también a pasar al interior del establecimiento, pero reparó en una puerta al otro lado de la calle. Acababa de cerrarse. El viento no podía haberlo hecho, porque no había viento en la isla. Tenía que haberla empujado alguien con tal fin. Malco fue apresuradamente hacia ella. Pero un grito de Nona lo hizo dar la vuelta. Entró precipitadamente en la tienda.

—¿Qué ocurre?

—Me asusté.

—¿Por qué? —preguntó nervioso.

—Echaste a correr.

—Es que, me pareció ver a alguien… —Y suspiró.

—Huele mal —dijo Nona, olfateando a su alrededor.

Malco comprobó que, efectivamente, en el establecimiento había un olor desagradable. No recordaba haber reparado en él en la anterior ocasión en la que estuvo allí.

—Allí hay muñecas —dijo.

—Acabamos de llegar. Ya tendremos tiempo de mirar con calma todas estas cosas. Hay demasiadas moscas, ¡y no las soporto! Además, ¡este olor! Seguro que se está pudriendo algo aquí. Anda, vamos —y Nona se dirigió a la puerta.

Salieron de la tienda.

Nunca verían los cadáveres que en aquel lugar se pudrían.

—¿Te ayudo? —preguntó Nona con gracia al observar que Malco volvía a encargarse del traslado de las maletas.

—Déjate de bromas.

—¿Y la fonda?

—No tardaremos en llegar —dijo Malco y emprendió de nuevo el camino.

—Quizá ya no exista.

—Seguro que sí —y señaló como pudo el final de la calle. Los andares de embarazada de Nona lo hicieron sonreír. Estaba encantadora, como en las dos ocasiones anteriores. Tenía algo del osito Pilgrim en su caminar. Quizá fuera aquella forma de colocar las manos a la altura de los riñones, el modo de echar el cuerpo hacia delante, como si le pareciera poco su abultado vientre. Resultaba graciosa. Pero no le diría que, durante unos instantes, la comparó con el osito Pilgrim, a quien ya consideraban como un miembro más de la familia. Malco pensó en sus hijos. Tal vez David y Esther le dieran una explicación convincente sobre aquel polvo amarillo que pisaban. Sus hijos, por la fantasía, no quedaban a la zaga. Tenían más inventiva que él. Algunos de sus libros estaban concretamente inspirados en lo que David y Esther imaginaban. También Nona colaboraba. Él, en el fondo, firmaba los escritos en nombre de toda la familia. El osito Pilgrim había cambiado su vida. Se lo agradecía; Pilgrim no estaba enojado con él. Pero él sí cansado en cierto modo de su personaje. No obstante, jamás tendría el suficiente valor como para hacerlo desaparecer. Para él ya casi era como una persona de carne y hueso. Sería como dar muerte a un animal querido, quizá más que dar muerte a un animal. Tal vez fuera como dar muerte a un miembro de la familia. El osito Pilgrim acabaría siendo tan viejo como él.

—La próxima vez… —dijo al comprobar que comenzaban a resultarle muy pesadas las maletas.

—¿Qué? —preguntó Nona.

—Con lo puesto tenemos de sobra.

—Y la caña de pescar —dijo Nona con una sonrisa.

—Desde luego.

—Entonces, también mis…

—¡Es inútil! —suspiró Malco.

Sabía que, de continuar con su alegato, Nona iba a mencionar un montón de cosas y…

Oyeron música.

—¿Bailamos? —preguntó Nona divertida.

Malco no respondió, ni tan siquiera la había escuchado. Trataba de localizar de donde procedía la música, una pieza moderna, bailable. Acabó por señalar una calle que se abría a su derecha.

—Un momento —dijo y dejó las maletas en el suelo.

—¿Por qué?

—Ahí hay sombra. Refúgiate en ella.

—¿Qué vas a hacer?

—Donde hay música, hay gente.

Nona se sentó sobre la maleta grande mientras Malco entraba en la otra calle. Siguió la pista que le daba la música, cada vez más cercana.

—Sale de esa casa… —se dijo a mitad del camino.

La puerta estaba abierta. Malco entró sin llamar. En el comedor, en cuya mesa había restos de comida, encontró un transistor a todo volumen. Bajó el sonido y gritó, todo lo fuerte que pudo:

—¡Oigan!

Nadie le respondió.

—¡Por favor! —volvió a gritar.

Tampoco obtuvo respuesta.

—Diablos… —murmuró enojado.

Y salió de nuevo a la calle.

No había andado más de unos cuantos pasos, cuando el transistor volvió a funcionar otra vez al máximo volumen. Malco, malhumorado, entró rápido en la casa. Miró en todas las habitaciones. No había nadie.

—¡Basta ya de juegos! —gritó.

Y dio un portazo. Pretendía así evidenciar que la broma comenzaba a resultarle pesada.

Poco antes de llegar adonde lo esperaba Nona, la música cesó.

—Me crispan los nervios —murmuró entre dientes.

Nona se puso en pie.

—¿Hablaste con alguien? —le preguntó.

—No —respondió Malco, que aspirara profundamente para relajarse.

—¿Qué era?

—Una radio que dejaron encendida.

—Ahora no se oye música… —dijo ella curiosa.

—No —y Malco no añadió una palabra más; se limitó a coger las maletas del suelo.

Caminaron un trecho en silencio.

Nona, con una sonrisa, dijo:

—No hay otra solución…

—¿Cuál?

—Existen los fantasmas.