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LOS «ASTRONAUTAS», HOY
Pero los «astronautas» de Yavé no han olvidado al planeta llamado Tierra.
En mi opinión, el gran «plan» no ha sido cerrado todavía.
¿Por qué?
Intentaré escapar fugazmente de mi propia falta de perspectiva en el tiempo y en el espacio. Sólo así puedo aproximarme e intentar aproximar al lector a la «verdad» que late en mi Yo interior.
Tal y como hemos visto, estos seres celestes dejaron sus huellas en el mundo hace ahora unos 4000 años. Abraham y los restantes patriarcas fueron testigos directos de la presencia de la «gloria», de la «nube», de la «columna» o del «ángel» de Yavé.
Poco después —hace ahora unos 3200 años—, Moisés y el resto de los «elegidos» tuvieron ante sí a los mismos «astronautas» de Yavé.
Y otro tanto ocurrió en la época del rey Salomón —hace ahora unos 2900 años—, cuando el «equipo» de seres al servicio del Gran Dios diseñó el templo de Israel, «donde moraba la nube de Yavé…».
Por último —hace ahora 2000 años—, aquellos «astronautas» culminaron la fase más delicada del «plan»; y Jesús de Nazaret apareció sobre el planeta.
Si, como he afirmado en las primeras líneas de la presente tesis, los «astronautas» de Yavé eran seres de carne y hueso, procedentes quizá de otros Universos o planos «paralelos» al nuestro, ¿cómo es posible que pudieran «estar presentes» a lo largo de 2000 años?
¿Es que el tiempo —tal y como nosotros lo concebimos— no cuenta para ellos?
Naturalmente sólo podemos seguir especulando.
Y surgen ante mí dos variantes:
Primera: que aquellos seres que trabajaron en el gran «plan» de la Redención humana no fueran los mismos a lo largo de esos 2000 años.
En este caso, y si los «astronautas» estaban encadenados a la realidad física del tiempo, como ocurre con el hombre, la única explicación medianamente razonable a esa constante y constatable presencia de los «celestes» entre los patriarcas y en la mismísima vida de Jesús, es la de un «relevo» perfectamente organizado.
Dentro de un único y monolítico «plan», los «astronautas» —siempre según esta primera hipótesis— habrían ido sucediéndose en las diversas fases del mismo. Quizá sus vehículos, trajes espaciales y medios técnicos pudieron variar con el paso de los siglos. Sin embargo, está claro que no ocurrió lo mismo con su objetivo final. Éste fue sostenido con todo rigor.
Segunda: que los «astronautas» fueran los mismos durante los 2000 años de preparación del «plan».
Esta teoría, lo sé, resulta más dura e irreal. Si nuestro cerebro no está preparado aún para «saltar» del tiempo o para asimilar otras «realidades» donde la vida inteligente transcurra fuera de esa «dirección única y sin retorno» que es el paso de los días, ¿cómo podemos imaginar a unos seres total y absolutamente libres de esta «cadena» o de este «torrente» que nos limita implacablemente?
Pero, aunque no podamos comprenderlo, ¿por qué negar o cerrar los ojos de la mente a dicha posibilidad?
Hace precisamente 2000 años, cuando Pedro tomó las riendas de la Iglesia, ni él ni sus sucesores podían sospechar siquiera que veinte siglos más tarde, esa misma Iglesia tendría que enfrentarse a realidades tan concretas como el aborto institucionalizado, la píldora anticonceptiva, la eutanasia o los «niños-probeta». Ni en aquellos primeros tiempos del cristianismo, ni en la Edad Media ni tampoco en el siglo XIX, los teólogos o Padres de la Iglesia hubieran encajado con facilidad los conceptos y fenómenos sociales que caracterizan a nuestras actuales generaciones. ¿Y es que por ello estamos los hombres de 1980 más alejados que Pedro o que san Agustín o que Juana de Arco del gran mensaje divino?
Hace 2000 años —incluso en el referido siglo XIX—, los sacerdotes y fieles cristianos hubieran tenido serias dificultades para entender dos palabras tan rutinarias como «ordenadores electrónicos». En mayo de 1980, la celebración de un Congreso sobre la Iglesia y los ordenadores electrónicos, en Saint Paul de Vence (costa Azul), constituyó un hecho casi intrascendente. Porque la tecnología al servicio de Dios, al fin, empieza a tener un carácter absolutamente lógico y normal…
¿Por qué rasgarnos entonces las vestiduras ante la fascinante posibilidad de unas civilizaciones —al servicio de la Gran Fuerza— capaces de controlar algo tan arisco para nosotros como es el tiempo?
Sólo así, siendo capaces de estar dentro de nuestro tiempo y, a la vez, fuera de él, los «astronautas» podrían haber llevado a cabo misiones tan distintas y distantes en el tiempo como el paso del mar de los Juncos, la promulgación de las Leyes en el monte Sinaí, la conducción del pueblo elegido hasta Palestina o de los Magos hasta la aldea de Belén de Judá.
Para estos seres, el paso de las generaciones no representaría ningún trastorno. Esto, incluso, casaría matemáticamente con muchas de sus manifestaciones a hombres como Jacob, Moisés o Joaquín. En aquellas apariciones, los «astronautas» repitieron sin cesar «que eran los mismos que se habían mostrado a los padres y ancestros de estos patriarcas y profetas».
Personalmente —y tampoco dispongo de pruebas— me inclino por esta segunda teoría. El dominio del tiempo resulta quizá mucho más natural en seres cuya sabiduría y experiencia les ha llevado prácticamente a las puertas o al interior —¿quién sabe?— de la Verdad.
Si el Cristo descendió a este mundo para enseñarnos cómo vencer a la muerte, ¿no parece lógico que sus servidores y colaboradores disfrutaran ya de semejante prerrogativa?
Einstein nos dio un primer aviso con su teoría de la relatividad. Ni siquiera hoy podemos sostener con firmeza en nuestro cerebro la «reducción» que sufriría el tiempo de un cosmonauta humano si pudiera ser lanzado al espacio a una velocidad aproximada a la de la luz (300 000 kilómetros por segundo). Doscientos años terrestres quedarían reducidos en esas circunstancias a 24 meses… Y ese cosmonauta norteamericano o soviético, después de quemar dos años por el Universo a la velocidad de la luz, regresaría a la Tierra ¡200 años después de su partida!
¿Cómo comprender hoy esta maravillosa distorsión del tiempo?
Y si todo pudo ser así, si aquellos «astronautas» celestes no estaban ni están sujetos al tiempo, ¿por qué suponer que levaron anclas de este mundo?
Es cierto que el Cristo nació y murió hace 2000 años. Y es cierto también que cumplió su «trabajo». Es cierto que nos dejó su mensaje. Es cierto que los hombres, desde entonces, disponen de una «autopista» segura hacia el Conocimiento. Pero, en mi humilde opinión, el «plan» no fue archivado con la partida del Enviado…
Si uno de los cometidos básicos de la presencia del «equipo» de «astronautas» sobre la Tierra fue la elevación espiritual del ser humano —perfectamente apuntalada a raíz de la llegada de Jesús—, no creo que estos seres fueran tan torpes como para no percatarse que esa apertura del hombre hacia la Perfección iba a necesitar de un casi permanente «engrase» y «mantenimiento».
Era normal, por tanto, que no se alejaran demasiado y que, por el contrario, siguieran el devenir de la Historia humana con toda atención.
Si los israelitas de hace 3200 años eran un pueblo de «dura cerviz», ¿cómo podríamos calificar a los hombres de la Santa Inquisición, a los traficantes de esclavos del siglo XVIII o a nuestras generaciones, capaces de hacer estallar ingenios nucleares sobre Japón o de «adorar» al «becerro de oro» del dinero o del poder por encima, incluso, de las vidas o de la dignidad humanas?
¿Es que una Humanidad semejante no necesita de progresivos «empujones» o «descargas» que hagan subir el termómetro de su espiritualidad? ¿Es que esos millones de hombres que han nacido en los últimos 2000 años no han pedido a gritos una respuesta a su profunda inquietud? ¿Es que el género humano no ha necesitado y necesita líderes, señales, milagros o prodigios que iluminen su penoso peregrinaje?
Y llegamos al final de mi planteamiento.
Curiosamente —sospechosamente diría yo—, a partir de los primeros siglos de nuestra Era, y conforme ganaba terreno en el mundo la doctrina de Jesús de Nazaret, otros prodigios empezaron a registrarse a lo largo y ancho del planeta. Así, desde los siglos X y XI hasta la primera mitad del siglo XX, el mundo tradicionalmente cristiano ha contabilizado unas 21 000 «apariciones mañanas». Y otro tanto sucedía en las órbitas orientales y americanas, aunque, lógicamente, no han recibido jamás tal calificativo.
Todas estas «visiones», «apariciones», «milagros» o «contactos» con seres y «esferas» sobrenaturales han desembocado irremisiblemente en una nítida elevación espiritual de los pueblos. Ahí tenemos los ejemplos de Santiago de Compostela, Lourdes, Fátima, Guadalupe, el Pilar…
El «catálogo», como digo, alcanza las 21 000 «apariciones».
Y aunque una profundización en este nuevo campo nos llevaría demasiado lejos, creo que es suficiente con mencionarlo para que nos demos cuenta que la presencia de estos seres ha sido y es permanente en la Historia.
Cuando uno analiza esas «apariciones» con un máximo de objetividad cae en la cuenta que, a raíz de las mismas, el nivel espiritual de los pueblos próximos y lejanos al lugar donde se registró sube casi violentamente. Y las masas experimentan un inusitado fervor.
Se preguntará el lector por qué asocio las llamadas «apariciones marianas» con aquel «equipo» de «astronautas» o seres celestes.
Muy sencillo. Al estudiarlas exhaustivamente —y yo lo he hecho con generosidad— uno termina por hallar demasiados puntos en común con los relatos que encierran los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, así como con las historias, leyendas y escritos de los místicos y con las actuales investigaciones ovni.
Yo invito al lector a que se informe, a título de simple curiosidad, sobre los hechos milagrosos que tuvieron lugar hace 60 años en Fátima. Quizá encuentre detalles y descripciones que parecen sacados de cualquier «encuentro» o avistamiento ovni actual.
Y hay que reconocer que todas o casi todas esas «apariciones» han dado fruto. En los campos, encinas o montañas donde «se presentó el ángel o la gran luz o la hermosa señora» se levantan hoy formidables basílicas o humildes ermitas…
Si la intención del «equipo» era mantener el fuego sagrado de la espiritualidad, la verdad es que, en líneas generales, lo han ido logrando.
Por supuesto, y siguiendo en la misma línea de franqueza, creo que muy pocos estudiosos de la Biblia —quizá ninguno— han llegado a establecer este puente entre los «ángeles» de Yavé y las «apariciones marianas». Según los exégetas ambos hechos son diferentes. Siento no estar conforme con el veredicto de los teólogos y estudiosos católicos. Para mí, insisto, todo forma parte de un único «plan»: el gran plan.
¿Cómo explicar si no esas coincidencias a la hora de describir a los «ángeles» del Antiguo o Nuevo Testamento y a los que vieron los videntes de la Edad Media o de nuestro propio siglo? ¿Por qué esas semejanzas de luminosidad, grandioso resplandor, etc., de la Biblia y de la inmensa mayoría de las citadas apariciones marianas?
Y lo más significativo: ¿qué sentido pueden encerrar esas 21 000 apariciones, justamente después del nacimiento del Cristianismo? Si Jesús había dejado ya su «mensaje», ¿por qué tantas señales, milagros y manifestaciones «sobrenaturales»?
Ya he dicho que no creo en las puras manifestaciones «gratuitas» por parte de Dios o de sus servidores. Si se producen es siempre por algo.
Y en este caso —y siempre según mi criterio—, la clave habría que buscarla en esa necesidad de ir elevando la espiritualidad y la inquietud humanas. Unos rasgos que, si echamos un vistazo a la Edad Media, sólo descubriremos en el seno de los monasterios, de algunas órdenes religiosas y en determinadas sociedades y hermandades secretas. Pero ¿y qué pasaba con el pueblo liso y llano?
Por lo general, y basta con echar un vistazo a la Historia para comprobarlo, aquellas masas de seres humanos apenas si recibían un barniz pseudorreligioso, más colorista, folklórico y supersticioso que otra cosa…
En honor a la verdad, esas súbitas y «estratégicas» apariciones sí caldeaban nuevamente los ánimos espirituales de los hombres del pueblo. Ahí tenemos, sin ir muy lejos en el tiempo y en la geografía, las multitudinarias peregrinaciones a Lourdes, Fátima o Santiago de Compostela.
Pero, como digo, no quiero dejarme arrastrar por la magia de este fenómeno. Tiempo habrá de analizarlo en otra oportunidad…
Para mí está claro que los «astronautas» no perdieron el contacto con los hombres de la Tierra. Y es más: mi larga y solitaria carrera tras los «no identificados» me dice que los «astronautas» todavía están aquí.
Yo no podría hacer semejante afirmación de no poseer uno de los más ricos y completos archivos sobre apariciones de ovnis. Es precisamente en base a esa impresionante información que obra en mi poder por lo que —a través de un simple proceso de deducción— asocio o identifico las «columnas de fuego» o la «gloria» de Yavé del Antiguo Testamento con las «luces» sobre las encinas de la Edad Media y del siglo XVIII o XIX y con los actuales discos silenciosos, majestuosos y brillantes, que surcan nuestros cielos o aterrizan en los campos.
Pero, si este fenómeno se repite —¡y con qué precisión!— desde hace 4000 años, ¿qué puede desprenderse de la actual presencia ovni en el mundo?
Creo que lo he dicho en otras ocasiones. En mi opinión, los ovnis que se ven actualmente pertenecen sin duda a cientos o miles de civilizaciones distintas. Pues bien, es más que probable que algunas de esas naves exteriores estén siendo tripuladas por los «astronautas» de Yavé…
Seres celestes —libres del tiempo—, y al servicio de la Gran Fuerza, que siguen muy de cerca la evolución humana.
Seres que un día «nos fueron dados por custodios».
Seres —«astronautas»— que navegan por nuestros cielos como un día lo hicieron sobre el pueblo elegido o sobre la gruta donde nació Jesús de Nazaret.
Seres que todavía «trabajan» en ese gran «plan»…
Seres que, como hemos visto, no podían mostrarse a los patriarcas o a los discípulos de Jesús o a los hombres del siglo XIV o XIX como realmente son: como «astronautas».
Ésta, quizá, sea la gran diferencia entre nuestra generación y las que poblaron la Tierra desde los años de Abraham. Nosotros sí empezamos a estar preparados para comprender algunas verdades. Nosotros sí podemos concebir la más depurada técnica al servicio de la Divinidad.
Pero han tenido que pasar 4000 años…
Y es muy probable que todavía necesitemos un largo trecho para sentarnos frente a esos «hombres» de otros Universos y retirar el velo que cubre nuestros ojos.
Bueno es, a pesar de todo, que el ser humano del astro frío llamado Tierra haya empezado ya a plantearse tal posibilidad.
Porque si todo esto fuera así, ¿no será que habremos encontrado, por añadidura, la razón principal de ese «no contacto» entre los hombres de nuestro mundo y los que tripulan esas naves exteriores?
¿No estará ocurriendo que son los «astronautas» celestes quienes, precisamente, esperan con impaciencia que el hombre de la Tierra termine de dar esos «pasos» en su evolución mental para descender definitivamente?
Y tal y como sucedió en la época bíblica, quizá esos «astronautas» hayan tomado ya la iniciativa y numerosas personas en el mundo saben, intuyen o sienten su presencia…
Y todos, consciente o inconscientemente, trabajan ya por una nueva Humanidad.
Ahora, casi sin querer, cuando contemplo las estrellas en mis largas noches de soledad, un escalofrío me estremece.
«… ¿Es que esas naves que yo persigo podrían ser las mismas que un día, hace 2000 años, iluminaron la gruta donde nació el gran Enviado?».
Y por qué no…
Septiembre de 1980.