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UNA NAVE LES GUIÓ DESDE PERSIA

Mis sospechas sobre la famosa «estrella» de Belén se confirmaron plenamente al conocer los textos de los apócrifos.

Si después de la lectura de san Mateo y de san Lucas en el Nuevo Testamento estaba ya casi seguro de que la «estrella» en cuestión no podía ser lo que astronómica y científicamente se conoce hoy por una estrella, al tropezar con los textos apócrifos, como digo, mis dudas desaparecieron por completo.

Como el lector recordará, el Evangelio de san Mateo dice, entre otras cosas, sobre dicha «estrella»:

Nacido Jesús en Belén de Judea, en tiempo del rey Herodes, unos magos que venían del Oriente se presentaron en Jerusalén, diciendo:

«¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle».

Y oyéndolo, el rey Herodes se sobresaltó y con él toda Jerusalén. Convocó a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo y por ellos se estuvo informando del lugar donde había de nacer el Cristo…

Y prosigue Mateo:

… Entonces Herodes llamó aparte a los magos y por sus datos precisó el tiempo de la aparición de la estrella…

Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y he aquí que la estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos, hasta que llegó y se detuvo encima del lugar donde estaba el niño. Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría…

EL OTRO TESTIMONIO DE MATEO

¿Y qué dice el Evangelio apócrifo atribuido a Mateo? He aquí algunos de los pasajes claves:

6. También unos pastores afirmaban haber visto al filo de la media noche algunos ángeles que cantaban himnos y bendecían con alabanzas al Dios del cielo. Éstos anunciaban asimismo que había nacido el Salvador de todos, Cristo Señor, por quien habrá de venir la restauración de Israel.

7. Pero, además, había una enorme estrella que expandía sus rayos sobre la gruta desde la mañana hasta la tarde, sin que nunca jamás desde el origen del mundo se hubiera visto un astro de magnitud semejante. Los profetas que había en Jerusalén decían que esta estrella era la señal de que había nacido el Mesías, que debía dar cumplimiento a la promesa hecha no sólo a Israel, sino a todos los pueblos.

Antes de continuar con este apócrifo, creo que merece la pena reflexionar sobre dos extremos del mismo.

Por un lado, Mateo coincide con el escrito de san Lucas sobre aquellos pastores «que dormían al raso (Lucas, 2,8-14) y vigilaban por turno durante la noche su rebaño».

Por enésima vez, «se les presentó el ángel del Señor —sigue Lucas— y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor…».

El único evangelista «oficial» que habla de los pastores al raso y del «mensaje» que les dieron los «astronautas» es san Lucas. A decir verdad, siempre lo tomé por bueno y hasta normal. Sin embargo, las cosas se complican cuando uno araña en los textos históricos de la época y contempla el gran «plan» en toda su dimensión. Veamos por qué:

En mi opinión no era racional que los «astronautas» descendieran hasta los apriscos donde debían descansar los pastores. El «equipo», perfecto conocedor del pueblo «elegido», tenía que saber que este oficio estaba incluido en la «lista negra» de las profesiones israelitas…

La pureza de origen, en una amplia medida, había ido determinando ciertamente la posición social del judío dentro de la comunidad de su pueblo. Pero había también circunstancias —independientes del origen— que lo manchaban a los ojos de la opinión pública. Me estoy refiriendo sobre todo a una serie de profesiones y trabajos considerados como «despreciables». Estos oficios rebajaban socialmente a quienes lo ejercían. Y los judíos llegaron, incluso, a redactar listas de estos trabajos «despreciables». Veamos las cuatro «listas negras», de acuerdo con lo manifestado en los escritos rabínicos Qiddushin IV, Ketubor VII, Qiddushin 82.ª y Sanhedrin 25b, respectivamente:

«Asnerizo, Camellero, Marinero, Cochero, Pastor, Tendero, Médico y Carnicero». (Primera lista).

«Recogedor de inmundicias de perro, Fundidor de cobre y curtidor». (Segunda lista).

«Orfebre (fabricante de cribas). Cortador de lino, Molero. Buhonero, Tejedor (sastre). Barbero, Blanqueador, Sangrador, Bañero y Curtidor». (Tercera lista).

«Jugador de dados. Usurero, Organizador de concursos de pichones. Traficante de productos del año sabático. Pastor, Recaudador de impuestos y Publicano». (Cuarta lista).

Otros escritos marginales recogen asimismo a los bandidos, autores de actos de violencia, sospechosos en asuntos de dinero, jugadores de azar, etcétera.

En estas curiosas «listas negras» eran excluidos, por ejemplo, los maleteros. Abbá Shaul —que vivió hacia el 150 después de Cristo— cita estos oficios y escribe que son «ocupaciones de ladrones» y que llevan de modo especial «a la maldad». El gremio de los transportistas, por ejemplo, excepción hecha de los citados maleteros, quedaba incluido casi en su totalidad en este «paquete» de oficios poco recomendables. Y el maletero quedaba libre de tamaña «mancha», no porque fueran honrados, sino porque, al ser requeridos para trayectos cortos, «se les podía controlar más fácilmente…».

Los pastores —dicen los textos de la época de Jesús— no gozaban de buena reputación. La experiencia probaba que, en la mayoría de los casos, se trataba de tramposos y ladrones. Conducían sus rebaños a propiedades ajenas y, además, robaban parte de los productos de los rebaños. Por eso estaba prohibido comprarles lana, leche o cabritos.

«A los recaudadores de impuestos, pastores y a los publícanos —decía un escrito rabínico— les es difícil la penitencia». La razón era porque no pueden conocer a todos aquéllos a quienes han dañado o engañado, a los cuales deben una reparación…

Los oficios de la cuarta «lista negra» no sólo eran soberanamente despreciados[29], incluso aborrecidos, en el espíritu del público, sino también de iure, pues se tenían oficialmente como ilegales y proscritos. Quien ejercía uno de estos trabajos, por ejemplo, no podía ser juez y la incapacidad para prestar testimonio lo equiparaba al esclavo. En otras palabras: estaba privado de los derechos cívicos y políticos que podía poseer todo israelita, incluso aquel que, como el bastardo, tenía un origen gravemente manchado.

¿Cómo comprender entonces, insisto, el hecho de que los «astronautas» revelaran el nacimiento de Jesús a unos pastores? Todo el mundo sabía que eran «mentirosos», «ladrones» y «despreciables». ¿Quién podía creerles? No encuentro muy clara, por tanto, la afirmación de san Lucas (2,17-19) cuando dice: «… Al ver al niño, los pastores dieron a conocer lo que los ángeles les habían dicho acerca de aquel niño; y todos los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores les decían».

Una de dos: o el bueno de Lucas cuenta la verdad a medias, y en este caso las gentes seguramente no habrían dado crédito a las afirmaciones de los pastores, o el relato más verosímil sería el del apócrifo de Mateo, en el que no se dice que los ángeles fueran directamente hasta los pastores a comunicarles noticia alguna sobre el nacimiento de Jesús. Esto sí sería más lógico. Los pastores pudieron ver las naves y a los «astronautas», pero no recibir mensaje alguno de aquéllos. Si los tripulantes eran conscientes de este nulo índice de credibilidad hacia la profesión de pastor, ¿para qué malgastar fuerzas en comunicar tan buena nueva a quienes, por principio, no iban a ser creídos?

Esa «precipitada» comunicación de los «astronautas» a los pastores que velaban el ganado al raso —como dice san Lucas— hubiera supuesto, además, otro riesgo: si Jerusalén distaba entonces unos siete u ocho kilómetros de Belén la noticia del nacimiento del nuevo «rey» de Israel habría llegado hasta el palacio de Herodes el Grande en horas. No creo que al «equipo» celeste le interesara que los guerreros herodianos tomaran cartas en el asunto tan pronto. Debieron pasar, en mi opinión, algunas semanas o quizá meses hasta que los «astronautas» dieran «luz verde» a la propagación masiva y oficial de la «buena nueva». Otra cosa es que, individuos o testigos esporádicos, hubieran visto el paso de las naves…

El propio apócrifo de Mateo dice que «había una estrella que expandía sus rayos sobre la gruta desde la mañana a la tarde… y que los profetas que había en Jerusalén decían que esta estrella era la señal de que había nacido el Mesías…».

Era lógico. Si Jesús había nacido en una gruta, en el camino, por ejemplo, de Jericó a Belén, otros peregrinos o viajeros pudieron ver la «estrella» o su fortísima iluminación. Y la noticia, qué duda cabe, llegaría hasta Jerusalén. Y es posible que hasta el propio Herodes conociera el rumor. Pero se trataba sólo de un extraño «fenómeno», una «señal». La preocupante noticia del nacimiento de un nuevo «rey» le llegó al tirano con la visita oficial de los «Magos» que procedían de tierras ajenas a Palestina. Y en ese momento sí debió crecer la angustia de Herodes…

Las más elementales medidas de seguridad debieron, pues, obligar a los «astronautas» al más estricto silencio sobre el alumbramiento de Cristo. Al menos, en una buena temporada…

Otra cosa es, y bien diferente, que los pastores fueran testigos del agitado paso de las naves, con su luminosidad, cambios de colores, etc.

En segundo lugar —y siguiendo con el comentario al apócrifo de Mateo—, ¿qué podemos deducir, en especial cuantos investigamos e indagamos el fenómeno ovni, de la descripción de esa «estrella» de enorme volumen o luminosidad y que expandía o lanzaba sus rayos sobre la gruta desde la mañana a la tarde?

¿Cuándo se ha visto una «estrella» que aparezca durante el día? ¿Y cómo es posible que una estrella normal —situadas las más próximas a decenas de años-luz del Sistema Solar— pueda iluminar o lanzar su luz sobre una cueva y sólo sobre una cueva? Si el Sol —otra «estrella»— lanza sus rayos a medio mundo y no a una parcela reducida de terreno, ¿por qué iba a obrar este «milagro» otra estrella, lógicamente situada mucho más lejos de la tierra? La descripción de tal «fenómeno» sí encaja, en cambio, en los cientos de miles de casos recogidos hoy en todo el mundo sobre ovnis…

Pero ¿cómo puede un autor de principios de nuestra Era describir tan admirablemente lo que hoy, veinte siglos después, ha sido, incluso, fotografiado en color? Aquel evangelista «apócrifo», evidentemente, no podía estar mintiendo ni inventando. ¿Cómo podía sospechar que miles de años más tarde, otros hombres —nosotros— íbamos a tener pruebas irrefutables de la presencia de ovnis en los cielos?

Y aquélla, según mis cálculos, era la segunda «estrella» que describen los apócrifos. La primera, recordémoslo, se situó cerca de la cueva y proyectó su sombra sobre la misma poco antes o en el mismísimo momento del nacimiento del Enviado. Y no iba a ser la última «estrella» que fuera vista en las proximidades de la gruta…

¿DE LA CUEVA AL ESTABLO?

Y prosigue así el Evangelio apócrifo de Mateo:

Tres días después de nacer el Señor, salió María de la gruta y se aposentó en un establo. Allí reclinó el niño en un pesebre, y el buey y el asno le adoraron. Entonces se cumplió lo que había sido anunciado por el profeta Isaías:

«El buey conoció a su amo, y el asno el pesebre de su Señor». Y hasta los mismos animales entre los que se encontraba le adoraban sin cesar. En lo cual tuvo cumplimiento lo que había predicho el profeta Habacuc:

«Te darás a conocer en medio de los animales».

En este mismo lugar permanecieron José y María con el Niño durante tres días.

He aquí un pasaje en el que tampoco puedo estar muy de acuerdo. Si José y María llegaron a salir de la gruta a los tres días, no parece sensato que se metieran en un establo. Lo normal, y mucho más después de semejante acontecimiento, es que la familia prosiguiera camino hacia Belén. A no ser, claro está, que los «astronautas» determinaran lo contrario y por razones que nadie puede precisar.

La única razón que me viene a la mente, y forzando mucho la lógica, es la ya expresada sobre la seguridad del Niño. Pero, si nadie propagaba el hecho de su Divinidad, no veo la razón por la que pudiera peligrar su seguridad, incluso, en la propia aldea de Belén o en Jerusalén. Y la prueba está en que María y José, fieles cumplidores de la Ley, circuncidaron a Jesús a los ocho días del alumbramiento…

Pero ¿quién puede saber la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?

El mismo apócrifo, más adelante, reconoce este hecho:

1. Al sexto día, después del nacimiento, entraron en Belén, y allí pasaron también el séptimo día. Al octavo circuncidaron al Niño y le dieron por nombre Jesús, que es como le había llamado el ángel antes de su concepción.

XVI

1. Después de transcurridos dos años, vinieron a Jerusalén unos magos procedentes del Oriente, trayendo consigo grandes dones. Éstos preguntaron con toda solicitud a los judíos:

«¿Dónde está el rey que os ha nacido? Pues hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarle».

Llegó este rumor hasta el rey Herodes. Y él se quedó tan consternado al oírlo, que dio aviso en seguida a los escribas, fariseos y doctores del pueblo para que le informaran dónde había de nacer el Mesías según los vaticinios proféticos. Éstos respondieron:

«En Belén de Judá, pues así está escrito: Y tú, Belén, tierra de Judá, en manera alguna eres la última entre las principales de Judá, pues de ti ha de salir el jefe que gobierne a mi pueblo Israel».

Después llamó a los magos y con todo cuidado averiguó de ellos el tiempo en que se les había aparecido la estrella. Y con esto les dejó marchar a Belén, diciéndoles:

«Id e informaos con toda diligencia sobre el niño, y cuando hubiereis dado con él, avisadme para que vaya yo también y le adore».

2. Y mientras avanzaban en el camino, se les apareció la estrella de nuevo e iba delante de ellos, sirviéndoles de guía hasta que llegaron por fin al lugar donde se encontraba el Niño. Al ver la estrella, los Magos se llenaron de gozo. Después entraron en la casa y encontraron al Niño en el regazo de su madre.

Entonces abrieron sus cofres y donaron a José y María cuantiosos regalos. A continuación fue cada uno ofreciendo al Niño una moneda de oro. Y, finalmente, el primero le presentó una ofrenda de oro; el segundo, una de incienso, y el tercero, una de mirra. Y como tuvieran aún la intención de volver a Herodes, recibieron durante el sueño aviso de un ángel para que no lo hicieran. Y entonces adoraron al Niño, rebosantes de júbilo, tornando a su tierra por otro camino.

Los escribas: Depositarios del esoterismo

Y llegamos, al fin, a los misteriosos «Magos».

Sólo Mateo los cita en su Evangelio canónico. Algunos sectores de la Iglesia Católica niegan hoy que tales personajes existieran realmente. Pero estos teólogos no aportan pruebas contundentes sobre esa supuesta falta de rigor histórico en el evangelista. El hecho de escudar su incredulidad argumentando que «estamos seguramente ante una hermosa leyenda oriental» no es científico. Por esa misma regla de tres, también podríamos estar ante un «cuento» o «metáfora» o «parábola» en el caso de la matanza de los inocentes o en la huida a Egipto o en la mismísima resurrección de Jesús de Nazaret.

Los teólogos llaman y aceptan esta incongruencia bajo el pomposo nombre de «género midráshico» o «construcción haggádica». Es decir, una forma o modo de narrar la historia, añadiendo detalles pintorescos para recalcar la enseñanza teológica que de los hechos realmente acaecidos se desprende.

Por supuesto, no comparto tal criterio. Creo, sencillamente, que tanto los «Magos» como la «estrella» que les guió hasta Belén pudieron existir física e históricamente.

La única explicación medianamente racional que he encontrado en este sentido por parte de la Iglesia Católica es la que se cita en la Biblia Comentada de los profesores de Salamanca y que dice textualmente:

«Sobre la estrella que vieron los magos se han lanzado muchas hipótesis. Orígenes, a quien siguen aún algunos modernos, cree que se trata de un cometa. Célebre es la hipótesis que se atribuye a Kepler: se trataría de la conjunción de los planetas Saturno, Júpiter y Marte, que tuvo lugar el 747 de la fundación de Roma. Difícilmente se explican todas las características de esta estrella —prosiguen los profesores de Salamanca— que aparecen en el texto de una constelación o astro natural. Todo hace suponer que se trata de un meteoro luminoso próximo a la tierra, dispuesto o creado por Dios para este fin, como dispuso aquella columna de fuego que guiaba a los hebreos por el desierto a su salida de Egipto».

Evidentemente, Orígenes no estaba muy ducho en Astronomía…

Pero prefiero comentar y dedicar otro capítulo a las posibles «explicaciones» científicas sobre la «estrella» de Belén.

No quiero soltar, por ahora, el hilo de ésa, para mí, nada sólida teoría de los Magos y la estrella como un mero cuento o leyenda…

Si tal narración fuera un simple «género midráshico», como afirman muchos teólogos y exégetas, ¿cómo se explica esa reunión —en la «cumbre»— de Herodes con los escribas, fariseos y doctores del pueblo?

Llegados a este nivel hay que recordar a tales hipercríticos el papel que jugaban los escribas en tiempos de Jesús.

Precisamente, el único factor del poder de aquéllos recaía en su «sabiduría». Quien deseaba ser admitido en la corporación de los escribas por la ordenación debía recorrer un regular ciclo de estudios de varios años. Y recordemos que fuera de los sacerdotes jefes y de los miembros de las familias patricias, sólo los escribas pudieron entrar en la asamblea suprema, el Sanedrín. El partido fariseo del Sanedrín, por ejemplo, estaba compuesto íntegramente por escribas. Pero su influencia y poder en el pueblo no radicaba en el hecho de que poseyesen el conocimiento de la tradición en el campo de la legislación religiosa y de que, debido a ese conocimiento, pudieran llegar a los puestos clave. No. Su prestigio estaba basado en un hecho casi desconocido por los hombres del siglo XX: los escribas eran portadores de una ciencia secreta, de la «tradición esotérica».

Esta circunstancia, lógicamente, resultará desconcertante para cuantos hoy en día atacan o ignoran el mundo del esoterismo… Y la Iglesia se ha distinguido y se distingue aún por tales características.

Veamos, como ejemplo, algunas de las sentencias recogidas por el Talmud de Jerusalén (Venecia, 1523) y manuscrito de Cambridge: «No se deben explicar públicamente las leyes sobre el incesto delante de tres oyentes, ni la historia de la creación del mundo delante de dos, ni la visión del carro delante de uno solo, a no ser que éste sea prudente y de buen sentido. A quien considere cuatro cosas más le valiera no haber venido al mundo (a saber: en primer lugar), lo que está arriba (en segundo lugar), lo que está abajo (en tercer lugar), lo que era antes (en cuarto lugar), lo que será después». Así, pues, la enseñanza esotérica en sentido estricto tenía por objeto, como indican también muchos otros testimonios, «los secretos más arcanos del ser divino (la visión del carro) y los secretos de la maravilla de la creación», tal y como relata Joachim Jeremías.

Otra vez el «carro de fuego»… ¡Y era considerado por los escribas como un gran secreto dentro del esoterismo!

Esta teosofía y cosmogonía se transmitían privadamente, del maestro al discípulo más íntimo. Se hablaba muy suavemente y, además, en la discusión de la sacrosanta visión del carro, se cubría la cabeza con un velo —tal y como narra el escrito rabínico Yebamot— por miedo reverencial ante el secreto del ser divino.

Los escribas, en fin, eran los grandes «iniciados», los auténticos depositarios de la tradición esotérica. ¿A quiénes podía recurrir entonces Herodes el Grande ante una emergencia tan grave para él como la supuesta aparición en su reino de un «rey»? A los doctores y fariseos, sí, pero, sobre todo, a los escribas.

Y éstos, precisamente, le manifestaron lo que todos sabemos: que el Mesías debía nacer en Belén.

¿Quién puede considerar estos hechos como pura «leyenda» o «género midráshico»? Y si el propio «carro de fuego» figuraba en los escritos y tradiciones orales como algo absolutamente histórico, ¿por qué la «estrella» —que también podía haber sido descrita como un «carro de fuego»— no iba a gozar de ese mismo carácter? Sobre todo, cuando había decenas o centenas de testigos que la habían visto…

LA MATANZA DE LOS NIÑOS: ¿OTRO «CUENTO» ORIENTAL?

Esta corriente teológica de los «géneros literarios» ha llevado a otros exégetas y teólogos a considerar la matanza de los inocentes como un simple «cuento» oriental. Exactamente igual que el pasaje de los Magos o de la «estrella» de Belén.

Y basan su teoría, por ejemplo, en el hecho de que el historiador judío-romanizado Flavio Josefo no incluye tal infanticidio en sus escritos.

Personalmente sigo sin estar de acuerdo con estos «midráshicos»…

Herodes era muy capaz de semejante matanza. Lo había demostrado con largueza. Además, muchos de los estudiosos de aquel período coinciden en otro hecho vital: a Herodes le interesaba apagar cualquier conato de sublevación popular. Y la llegada del Mesías —el libertador de Israel— pudo intranquilizarle hasta extremos poco frecuentes.

La crueldad de Herodes el Grande, como digo, es una verdad tristemente demostrada. Mató a su primera mujer, Marianna, a tres de sus hijos y a un hermano. La más vaga sospecha de traición era suficiente para que condenase a muerte aún a sus más íntimos amigos y colaboradores.

Poco faltó para que los «principales» de la región fueran hechos prisioneros y ejecutados, simplemente porque Herodes deseaba que, una vez muerto, «todo el mundo llorase…». La orden fue abortada oportunamente por su hermana, que odiaba a Herodes tanto o más que el resto de sus súbditos.

Si añadimos a esto que la vida de los niños —aunque nos parece mentira— no tenía entonces el valor de hoy, es perfectamente posible que la matanza de Belén pudiera pasar inadvertida para Josefo o que, sencillamente, no la incluyera en sus relatos.

Y existe otra razón —no menos importante— por la que deduzco que el degüello de los inocentes no tiene nada que ver con un simple «cuento» o «leyenda».

Todos los historiadores modernos saben que la familia real herodiana formaba parte del grupo que, entre los judíos, era conocido como «los prosélitos». Herodes el Grande no tenía sangre judía en sus venas. Su padre, Antípater, era de familia idumea y su madre, Kypros, descendía de la familia de un jeque árabe.

Herodes intentó inútilmente ocultar que descendía de prosélitos. Es decir, que era lo que Flavio Josefo llamaba un «semijudío». A través de su historiador de corte, Nicolás de Damasco, el amigo Herodes procuró propagar la noticia de que procedía de los primeros judíos llegados del destierro de Babilonia. Pero nadie le creyó. Y muy especialmente después del sospechoso y gravísimo gesto de mandar quemar los registros y archivos genealógicos judíos…

Herodes, descendiente de prosélitos, es posible, incluso, que de esclavos emancipados, no tenía por ello derecho alguno al trono real de los judíos. El Deuteronomio (17,15) lo prohibía expresamente: «Nombrarás rey tuyo a uno de tus hermanos, no podrás nombrar a un extranjero». La exégesis rabínica de este texto excluía igualmente de la dignidad real al prosélito. Y Herodes había dicho: «¿Quién interpreta el Deuteronomio?». Los rabinos se lo explicaron pero, como esto no convenía a Herodes, los mandó matar. Esto, según Josefo, debió ocurrir a su llegada al poder, en el año 37 antes de Cristo. Y cayeron bajo su espada «los 45 principales miembros del Sanedrín, miembros del partido de Antígono», rey y sumo sacerdote.

¿Cómo no iba a preocuparse Herodes el Grande por el nacimiento de un Mesías salvador? Y mucho más a la vista de la conmoción que, sin duda, provocó en Jerusalén y en media Judea la llegada de varios y exóticos personajes de tierras orientales que afirmaban «haber visto la estrella del rey de los judíos por el Oriente»…

Aquella oleada de entusiasmo popular, que debió coincidir con la aparición de la estrella vista en las proximidades de la gruta donde había nacido Jesús, tuvo que poner tan nervioso al sanguinario rey que no dudó en mandar eliminar a todos los niños menores de dos años.

¿Y por qué de esas edades?

La explicación parece brotar de la entrevista sostenida entre Herodes y los Magos. Si aquella «estrella» había sido vista aproximadamente dos años atrás, el «rey» de los judíos tenía que tener ya esa edad.

Si estos misteriosos personajes orientales —posiblemente filósofos, doctores y astrólogos, que no reyes— procedían de alguna de las ciudades de Babilonia, el tiempo normal para llegar hasta Jerusalén podía estimarse en varios meses. Es posible, incluso, que hasta en un año. Todo dependía de la prisa de la caravana y de las circunstancias y contratiempos del camino.

Entre unas cosas y otras, quizá los Magos llegaron a Belén cuando el Niño tenía ya más de un año. Esto explicaría perfectamente que la estrella se detuviera, justamente, encima de la casa donde habitaban María y José. Los Evangelios no hablan de establo o cueva. Citan una «casa».

Después de tantos meses, lo lógico es que la familia de José —que había viajado hasta Belén para empadronarse, no para dar a luz— viviera ya en cualquiera de las casas de sus familiares o amigos o, repito, de su propiedad.

Si José no hubiera tenido intereses o propiedades en dicha aldea, ¿por qué permanecer tanto tiempo en la misma? Es más. ¿Qué hubiera sucedido si el «astronauta» no se presenta ante José y le ordena salir de inmediato hacia Egipto? Es muy probable que la familia de Jesús se hubiera asentado definitivamente en Belén.

Pero el relato de la «estrella» y los Magos no termina aquí. Veamos otro interesantísimo apócrifo —el Evangelio árabe sobre la Infancia de Jesús—, que coincide con los anteriores y aún los enriquece:

1. Y sucedió que, habiendo nacido el Señor Jesús en Belén de Judá durante el reinado de Herodes —dice el manuscrito— vinieron a Jerusalén unos Magos según la predicción de Zaradust (Zoroastro). Y traían como presentes oro, incienso y mirra. Y le adoraron y ofrecieron sus dones. Entonces María tomó uno de aquellos pañales y se lo entregó en retorno. Ellos se sintieron muy honrados en aceptarlo de sus manos.

Y en la misma hora se les apareció un ángel que tenía la misma forma de aquella estrella que les había servido de guía en el camino. Y siguiendo el rastro de su luz, partieron de allí hasta llegar a su patria.

La predicción de Zaradust o Zoroastro —según el manuscrito laurentino del siglo XIII conservado en Florencia— es una profecía hecha por el propio Zoroastro y en la que afirmaba que una virgen había de dar a luz un hijo que sería sacrificado por los judíos y que luego subiría al cielo. A su nacimiento aparecería una estrella, bajo cuya guía se encaminaran los Magos a Belén y adorarían allí al recién nacido.

Esta misma profecía de Zoroastro se encuentra firmemente vinculada con la redacción siríaca de este mismo Evangelio árabe de la Infancia. En dicha versión se presenta el mismo episodio de la adoración de los Magos, aunque notablemente amplificado.

En la siríaca, por ejemplo, se dice que aquella misma noche del nacimiento de Jesús fue enviado a Persia un «ángel guardián». Y que éste apareció en forma de «estrella» brillante a los magnates del reino, adoradores del fuego y de las estrellas, cuando se encontraban celebrando una gran fiesta.

Entonces, tres reyes, hijos de reyes, tomaron tres libras de oro, incienso y mirra; se vistieron de sus trajes preciosos, se ciñeron la tiara y, guiados por el mismo «ángel» que había arrebatado a Habacuc y alimentado a Daniel en la cueva de los leones, llegaron a Jerusalén.

Preguntaron a Herodes sobre el paradero del nuevo rey y, al salir del palacio, volvieron a ver la «estrella», pero esta vez en forma de «columna de fuego».

Adoraron al niño y durante la noche del quinto día de la semana posterior a la Natividad, se les apareció de nuevo el «ángel» que vieron en Persia en forma de «estrella», quien les acompañó hasta que llegaron a su país.

Mi hipótesis acerca de la constante asociación de «ángeles» con «estrellas» y «nubes luminosas» o «columnas de fuego» y viceversa se ve fortalecida en este caso con el testimonio del citado Evangelio árabe.

Ya no cabe duda de que aquellos pueblos —tanto los persas como los israelitas— tenían un mismo concepto para las naves espaciales como para sus ocupantes o «astronautas».

Encuentro hasta obligado, en fin, que si aquel «equipo» había sacado de sus tierras a los Magos —guiándoles con una de sus naves espaciales— les condujera nuevamente, sanos y salvos, al mismo territorio.

De ahí que el testimonio de san Mateo en el Nuevo Testamento se me antoje, una vez más, incompleto cuando dice que los magos, «avisados en sueños, se retiraron a su país por otro camino».

Es mucho más preciso, pues, el pasaje del Evangelio apócrifo árabe, que deja bien sentado que aquel mismo «ángel» que vieron en Persia con forma de «estrella» fue el encargado de acompañarles por el nuevo rumbo.

UN ANÁLISIS CIENTÍFICO

Un «ángel» con forma de «estrella»…

Pero ¿es que se puede hablar con mayor claridad?

Y sigo preguntándome: ¿qué clase de «estrella» puede guiar a una caravana durante semanas o meses, a través de desiertos, valles y montañas?

¿Una «estrella» que es capaz de posarse en tierra?

Eso dice el apócrifo de Santiago:

«3. Y en aquel momento —al salir del palacio de Herodes— la estrella aquélla, que habían visto en el Oriente, volvió de nuevo a guiarles hasta que llegaron a la cueva, y se posó sobre la boca de ésta. Entonces, vieron los magos al Niño con su Madre, María, y sacaron dones de sus cofres: oro, incienso y mirra».

Como adelanté en las primeras páginas, este pasaje, precisamente, me electrizó de tal forma que decidí emprender la presente aventura.

¿Una «estrella» que toma tierra frente a la boca de una gruta? ¿Dónde y cuándo se vio maravilla semejante?