22

LA CUEVA, PERMANENTEMENTE ILUMINADA

Según el Evangelio apócrifo de Santiago, los «ángeles» debieron esperar quizá a que José se alejara de la cueva, donde acababa de entrar María, para —definitivamente— asistir al gran instante.

Mateo, en su texto, también apócrifo, viene a vivificar esta idea cuando dice:

3. Hacía un rato que José se había marchado en busca de comadronas. Mas cuando llegó a la cueva, ya había alumbrado María al infante. Y dijo a ésta:

«Aquí te traigo dos parteras: Zelomí y Salomé. Pero se han quedado a la puerta de la cueva, no atreviéndose a entrar por el excesivo resplandor que la inunda».

Creo que hemos llegado a otra fascinante interrogante:

¿Qué era, y sobre todo, de dónde provenía ese «excesivo resplandor» que inundaba la gruta?

Mateo, a la hora de describir la entrada de la Virgen en dicha cueva subterránea, pone especial cuidado en dejar bien sentado que el sol jamás había penetrado en la misma. Y por una razón fácil de comprender: porque aquella oquedad —posiblemente natural— estaba configurada de tal forma que la luz no podía llegar al interior.

«Mas, en el momento mismo en que entró María —continúa Mateo— el recinto se inundó de resplandores y quedó todo refulgente, como si el sol estuviera allí dentro. Aquella luz divina dejó la cueva como si fuera el mediodía. Y mientras estuvo allí María, el resplandor no faltó ni de día ni de noche».

También Santiago coincide con Mateo en tan enigmática y potente luz:

Al llegar al lugar de la gruta se pararon (se refiere, como sabemos, a José y a la partera), y he aquí que ésta estaba sombreada por una nube luminosa. Y exclamó la partera:

«Mi alma ha sido engrandecida hoy, porque han visto mis ojos cosas increíbles, pues ha nacido la salvación de Israel».

De repente —prosigue el Evangelio apócrifo— la nube empezó a retirarse de la gruta y brilló dentro una luz tan grande, que nuestros ojos no podían resistirla.

Ésta, por un momento, comenzó a disminuir hasta tanto que apareció el Niño…

Quizá la clave nos la da ya Santiago al referirse a esa «nube luminosa» que estaba sobre la boca de la cueva.

De nuevo aparece la «nube»…

Si analizamos el pasaje con detenimiento, notaremos que la «nube» en cuestión estaba «sombreando la gruta». Señal ésta —inequívoca— de que los hechos transcurrían a plena luz del día. De lo contrario, la «nube» no habría arrojado su sombra sobre tierra…

Sin embargo, el autor sagrado califica dicha «nube» como «luminosa». ¿Cómo podía ser si, generalmente, las «columnas» o «nubes» de fuego sólo aparecían durante la noche?

La posible explicación, para mí, surge con idéntica claridad.

Si era efectivamente de día, el sol debía estar cayendo de plano sobre la nave. Los datos obtenidos hoy por la Ufología nos dicen que los ovnis observados a pleno sol brillan o espejean extraordinariamente. Su fuselaje, según la inmensa mayoría de los observadores, resplandece al sol como el acero inoxidable o como un metal muy pulido.

Y dicen los Evangelios apócrifos: «Al llegar al lugar de la gruta se pararon —José y la partera—, y he aquí que ésta estaba sombreada por una nube luminosa».

Ésta podría ser, quizá, una de las explicaciones.

También podía ocurrir, naturalmente, que la nave en sí estuviera emitiendo luz en esos momentos…

No sería el primer caso en la ya amplia casuística ovni.

Sea como fuere, lo importante es que la nave —sin duda con cierta forma de nube— se había colocado sobre la gruta. Pero ¿por qué?

Al empezar a retirarse de la gruta —dice Santiago— los testigos pudieron contemplar cómo del interior de dicha cueva salía luz. Una luminosidad tan extremada que «nuestros ojos no podían resistirla».

¡Cuántos casos he podido investigar hasta ahora en que los testigos del paso o aterrizaje de ovnis me han hablado de «aquella formidable luz que despedía el objeto y que les permitía ver como si fuera de día…»!.

Mientras María estuvo en el interior de la cueva, «el resplandor no faltó ni de día ni de noche». Así lo cuentan los Evangelios apócrifos.

Decenas de personas me han repetido que la luminosidad era tan intensa que llegaba a herir sus ojos.

Y he aquí que —¿por casualidad?— dos escritores de hace casi dos mil años están señalando lo mismo.

El espectáculo debió ser tan fuera de serie para José y las parteras que, como afirma Mateo, éstas prefirieron quedarse en el exterior, por miedo a semejante resplandor.

Y supongo que José —aunque el autor sagrado no hace referencia a ello— también «tropezaría» con algún que otro problema a la hora de decidirse a traspasar la entrada de la gruta…

EL PARTO

¿Cómo pudo ocurrir realmente el nacimiento de Jesús?

Ni los evangelistas «oficiales» ni los que nos dejaron los textos apócrifos aportan datos concretos como para establecer la «mecánica» del mismo. Y la Iglesia, con un prudencial criterio, proporciona un sonado carpetazo al asunto, dejándolo envuelto en el misterio. Otro más…

Yo, por mi parte, no me siento con fuerzas como para descender y bucear en dicho misterio.

Salvando las distancias, viene a ser como plantear a la Medicina actual cuáles pueden ser los sistemas o mecanismos clínico-quirúrgicos que imperarán en la especialidad ginecológica dentro de quinientos o mil años.

¿Qué madre del siglo XV hubiera imaginado que, cinco siglos más tarde, los dolorosos partos podrían practicarse… sin dolor?

Una afirmación como ésta, hecha en pleno tiempo de la Inquisición, me hubiera conducido —sin remedio— a la hoguera.

¿Qué puedo suponer que ocurrió en aquellas horas tensas, en el interior de la gruta?

¿Por qué aquella nave espacial se había aproximado a la gruta? ¿Por qué el interior de la cueva se vio inundada de luz? ¿De dónde nacía aquella luminosidad?

Sólo una idea —casi un presentimiento— aletea en mi corazón: es posible que el «equipo» de «astronautas» —llegado el momento— hubiera descendido materialmente a tierra y entrado, incluso, en el lugar donde se encontraba la joven María. Y que —de alguna forma que ni siquiera podemos sospechar— contribuyeran o ayudaran en el parto.

¿Qué «técnicas» utilizaron en el alumbramiento? Es posible que ninguna. Es posible que el parto en sí fuera realmente «milagroso», en el más literal de los sentidos.

O es posible que Dios —una vez más— se sirviera de la más compleja y depurada Ciencia para hacer realidad el nacimiento de su «Enviado».

¿Cómo saberlo? ¿Cómo saber si María sufrió los mismos dolores que el resto de las mujeres?

En el apócrifo denominado Liber de infantia Salvatoris pude encontrar unos pasajes que arrojan un rayo de luz sobre la forma en que, quizá, se produjo el gran acontecimiento:

… Y la comadrona entró en la cueva. Se paró ante la presencia de María. Después que ésta consintió en ser examinada por espacio de horas, exclamó la comadrona y dijo a grandes voces:

«Misericordia, Señor y Dios grande, pues jamás se ha oído, ni se ha visto, ni ha podido caber en sospecha humana que unos pechos estén henchidos de leche y que a la vez un niño recién nacido esté denunciando la virginidad de su madre. Virgen concibió, virgen ha dado a luz y continúa siendo virgen».

70. Ante la tardanza de la comadrona, José penetró dentro de la cueva. Vino entonces aquélla a su encuentro y ambos salieron fuera, hallando a Simeón (uno de los hijos de José) de pie. Éste le preguntó:

«Señora, ¿qué es de la doncella?, ¿puede abrigar alguna esperanza de vida?».

Dícele la comadrona:

«¿Qué es lo que dices, hombre? Siéntate y te contaré una cosa maravillosa».

Y elevando sus ojos al cielo, dijo la comadrona con voz clara:

«Padre omnipotente, ¿cuál es el motivo de que me haya cabido en suerte presenciar tamaño milagro, que me llena de estupor?, ¿qué es lo que he hecho yo para ser digna de ver tus santos misterios, de manera que hicieras venir a tu sierva en aquel preciso momento para ser testigo de las maravillas de tus bienes? Señor, ¿qué es lo que tengo que hacer?, ¿cómo podré narrar lo que mis ojos vieron?».

Dícele Simeón:

«Te ruego me des a conocer lo que has visto».

Dícele la comadrona:

«No quedará esto oculto para ti, ya que es un asunto henchido de muchos bienes. Así pues, presta atención a mis palabras y retenías en tu corazón»:

71. «Cuando hube entrado para examinar la doncella, la encontré con la faz vuelta hacia arriba, mirando al cielo y hablando consigo. Yo creo que estaba en oración y bendecía al Altísimo. Cuando hube, pues, llegado hasta ella, le dije:

»“Dime, hija, ¿no sientes por ventura alguna molestia o tienes algún miembro dolorido?”. Mas ella continuaba inmóvil mirando al cielo, cual una sólida roca y como si nada oyese.

72. »En aquel momento se pararon todas las cosas, silenciosas y atemorizadas: los vientos dejaron de soplar; no se movió hoja alguna de los árboles, ni se oyó el ruido de las aguas; los ríos quedaron inmóviles y el mar sin oleaje; callaron los manantiales de las aguas y cesó el eco de voces humanas. Reinaba un gran silencio. Hasta el mismo polo abandonó desde aquel momento su vertiginoso curso. Las medidas de las horas habían ya casi pasado. Todas las cosas se habían abismado en el silencio, atemorizadas y estupefactas. Nosotros estábamos esperando la llegada del Dios alto, la meta de los siglos.

73. «Cuando llegó, pues, la hora, salió al descubierto la virtud de Dios. Y la doncella, que estaba mirando fijamente al cielo, quedó convertida en una viña, pues ya se iba adelantando el colmo de los bienes. Y en cuanto salió la luz, la doncella adoró a Aquél a quien reconoció haber ella misma alumbrado. El niño lanzaba de sí resplandores, lo mismo que el sol. Estaba limpísimo y era gratísimo a la vista, pues sólo Él apareció como paz que apacigua todo…

»Aquella luz se multiplicó y oscureció con su resplandor el fulgor del sol, mientras que esta cueva se vio inundada de una intensa claridad…

74. «Yo, por mi parte, quedé llena de estupor y de admiración y el miedo se apoderó de mí, pues tenía fija mi vista en el intenso resplandor que despedía la luz que había nacido.

»Y esta luz fuese poco a poco condensando y tomando la forma de un niño, hasta que apareció un infante, como suelen ser los hombres al nacer.

»Yo entonces cobré valor: me incliné, le toqué, le levanté en mis manos con gran reverencia y me llené de espanto al ver que tenía el peso propio de un recién nacido. Le examiné y vi que no estaba manchado lo más mínimo, sino que su cuerpo todo era nítido, como acontece con la rociada del Dios Altísimo; era ligero de peso y radiante a la vista.

75. …«Cuando tomé al infante —prosigue su explicación la comadrona— vi que tenía limpio el cuerpo, sin las manchas con que suelen nacer los hombres, y pensé para mis adentros que a lo mejor habían quedado otros fetos en la matriz de la doncella. Pues es cosa que suele acontecer a las mujeres en el parto, lo cual es causa de que corran peligro y desfallezcan de ánimo.

»Y al momento llamé a José y puse al niño en sus brazos. Me acerqué luego a la doncella, la toqué, y comprobé que no estaba manchada de sangre.

»¿Cómo lo referiré?, ¿qué diré? No atino. No sé cómo describir una claridad tan grande del Dios vivo…».

NINGÚN RESTO DE SANGRE

Prescindiendo de la multitud de exclamaciones, más o menos poéticas, de la comadrona —y que se deben sin duda al entusiasmo o fervor del autor sagrado— el texto en sí, suponiendo que recoja la verdad, aporta algunos detalles interesantes.

Por ejemplo, la partera queda lógicamente aterrorizada al comprobar cómo el niño y su madre están limpios de sangre y de aquellos flujos y humores propios en todo parto.

¿Cómo podía ser?

¿Cómo los pechos de María se encontraban ya repletos de leche, si prácticamente acababa de registrarse el alumbramiento?

Y lo más curioso:

¿Por qué la comadrona habla de una «luz que, poco a poco, va condensándose y tomando la forma de un infante»?

El Evangelio apócrifo de Mateo, así como el de Santiago, coinciden con este último en la falta de manchas de sangre, en los pechos henchidos de leche, y, por supuesto, en la virginidad de la joven. Y de nuevo bajo el «camuflaje» del milagro, surge otra interrogante, no menos sospechosa:

¿Qué sucedió realmente con la mano de una de las comadronas? ¿Por qué dice Mateo que quedó seca nada más tocar la vagina de María?

He aquí el texto de dicho apócrifo:

4. La otra comadrona, llamada Salomé, al oír que la madre seguía siendo virgen a pesar del parto, dijo:

«No creeré jamás lo que oigo, si yo misma en persona no lo compruebo».

Y se acercó a María diciéndole:

«Déjame que palpe para ver si es verdad lo que acaba de decir Zelomí». Asintió María, y Salomé extendió su mano, pero ésta quedó seca nada más tocar. Entonces la comadrona empezó a llorar vehementemente…

Santiago es más explícito y afirma que la mano de la partera quedó carbonizada.

¿Qué fue lo que pasó?

Sin querer me viene a la memoria un hecho igualmente misterioso, registrado precisamente en el instante de la resurrección de Jesús de Nazaret y que los técnicos de la NASA han demostrado recientemente como una formidable radiación, emitida por la totalidad del cadáver del Nazareno.

Una energía o radiación desconocida por la técnica del hombre, pero que dejó impresa la huella de Jesús en la célebre Sábana Santa que se conserva en Turin.

¿Pudo ocurrir algo parecido en aquel momento, igualmente decisivo, del nacimiento del «Enviado»? ¿Pudo aquella «luz» que vio la partera en el alumbramiento haber dejado algún tipo de radiación en el bajo vientre de María? ¿Fue esto lo que provocó accidentalmente la grave quemadura en la mano de la comadrona incrédula?

Me cuesta trabajo creer que fuera la «maldad» o la lógica duda de Salomé lo que provocó la carbonización de su mano…

Para aquélla y para todas las comadronas del mundo hubiera sido un acontecimiento singular comprobar con sus propios ojos cómo una mujer da a luz un bebé, conserva intacta su virginidad y, sobre todo, no presenta manchas de sangre. Ni ella ni el niño.

Considero este último asunto como más importante que la conservación de la virginidad porque —según los criterios médicos actuales— resulta mucho más difícil esa insólita limpieza que la rotura del himen. Se han llegado a dar algunos casos de partos en los que la madre sigue conservando su virginidad. La razón nada tiene que ver con hechos milagrosos o sobrenaturales. Simplemente, la naturaleza de dicho himen —que es la membrana que cierra el conducto vaginal y, por tanto, prueba evidente de virginidad— es lo suficientemente elástica o resistente como para dilatarse al máximo, permitiendo el paso del recién nacido. Una vez terminado el alumbramiento, dicho himen vuelve a sus dimensiones naturales. Y nadie diría que aquella mujer había sido madre.

Ignoro si fue éste el caso de María. Posiblemente no. Posiblemente, como digo, la «técnica» desplegada por el «equipo» fue tan perfecta, maravillosa y desconocida, tanto para los israelitas como para nosotros, que difícilmente podríamos asimilarla.

De lo que no cabe duda es de que los «astronautas» estuvieron nuevamente muy cerca.

Tan cerca como para proporcionar a aquella cueva subterránea la iluminación necesaria en un trance como aquél.

Tan cerca como para inmovilizar a cuantos seres vivos se encontraban en las proximidades.

Tan cerca —¿por qué no?— como para atender a la joven en el instante del parto. Es Mateo quien afirma en su Evangelio apócrifo:

«Finalmente, dio a luz un niño, a quien en el momento de nacer rodearon los ángeles…».

Tan cerca y tan pendientes de la seguridad del niño y de su madre como para que una «voz» dijera a Salomé la comadrona, cuando salía de la gruta:

«Salomé, Salomé, no digas las maravillas que has visto hasta tanto que el Niño esté en Jerusalén».

Una medida muy prudente si tenemos en cuenta, como digo, la existencia del cruel Herodes y de los acontecimientos que estaban a punto de ocurrir con la llegada de los Magos…

Era normal que los «astronautas», que indudablemente debían sentirse satisfechos por el éxito de la llegada del «Enviado», no quisieran remover del lugar a María y José y al recién nacido, hasta tanto no hubieran transcurrido los hechos que, necesariamente, debían acontecer.

LOS GINECÓLOGOS NO SABEN QUÉ PENSAR

He consultado a prestigiosos médicos. Al concluir la lectura de estos apócrifos no quise quedarme ahí, en la pura especulación. Deseaba escuchar la voz de la Ciencia. ¿Qué puede aportar la medicina actual al subyugante misterio del parto de María?

Casi en su totalidad, los ginecólogos a quienes interrogué me contemplaron con asombro. Tanto los creyentes como los indiferentes o ateos.

«¿Que cómo pudo ser el nacimiento de Jesús? Eso deberías preguntárselo a los teólogos…». Pero, naturalmente, los exégetas no tienen respuesta. Cuando acudí a los más preclaros representantes del Magisterio de la Iglesia, se encogieron de hombros y con una sonrisa de benevolencia me aconsejaron que no me «metiera en estos líos».

Los médicos —mucho más humildes— sí trataron, al menos, de satisfacer algunas de las cuestiones que hervían en mi mente… Trataré de resumir las muchas horas de diálogo con estos especialistas:

1. Prácticamente, la totalidad de los ginecólogos consultados respondieron afirmativamente a la posibilidad de que una mujer pueda concebir sin que por ello pierda su virginidad. Es difícil, pero no improbable.

2. La medicina actual no conoce, por ahora, otros métodos para fecundar el óvulo femenino que los estrictamente naturales, así como la inseminación artificial, in vitro, y los experimentales de punción o estimulación ácida o eléctrica del óvulo. Estos últimos, no obstante, no conducen a un desarrollo embrionario normal.

3. En cuanto a los partos, la ginecología de 1980 reconoce y ha podido comprobar cómo en determinadas circunstancias —no muy frecuentes— una mujer puede dar a luz y seguir conservando su virginidad. Todo depende de la elasticidad de la membrana que cierra el canal vaginal y que se denomina «himen».

4. Los médicos consideran que —excepción hecha de las operaciones llamadas «cesáreas»— cualquier embarazo normal tiene como única salida natural el canal vaginal. Cualquier parto que no se realizara por este método iría contra las leyes de la propia naturaleza.

5. Cabe la posibilidad —manifestaron los especialistas— que en determinados partos, en los que el periné cede de forma natural y durante un tiempo prolongado, no se produzca derrame alguno de sangre.

Si en los partos de hoy en día se registran hemorragias o pérdidas normales de sangre se debe, fundamentalmente, a que, dada la celeridad con que se practican, es preciso rasgar los tejidos. En tiempos pasados —y sin las prisas que caracterizan a nuestros días— la preparación al parto podía durar hasta dos y tres días. Hace 40 o 50 años, por ejemplo, el parto en sí podía tener una duración normal de 10 a 12 horas. Hoy, y por razones que todos conocemos, los partos pueden durar entre 4 y 6 horas, por término medio.

Lo que ya resulta casi imposible es que el niño aparezca absolutamente limpio. Los líquidos y secreciones que lo cubren y protegen en el seno materno no son eliminados en el proceso del alumbramiento.

6. Un parto que se salga de estos límites sólo podría ser asimilado por el hombre en base a una ciencia o tecnología superiores y actualmente ignoradas o por la vía del «milagro». Es decir, por encima de las leyes físicas naturales conocidas.

TRES «TÉCNICAS»… «MILAGROSAS»

El juicio de la Medicina sobre el espinoso tema no puede ser más prudente.

Y en buena medida comparto esos criterios. Creo que un parto podrá ser considerado como «natural», siempre y cuando la criatura venga al mundo tal y como ha marcado la naturaleza. Pero entiendo que éste no es el caso de Jesús. Los Evangelios coinciden en ello: el Hijo de Dios hecho hombre fue parido de forma misteriosa.

Y sin querer nos deslizamos nuevamente al origen del planteamiento:

¿Era un parto «milagroso» o «misterioso» porque las gentes sencillas de hace 20 siglos no estaban capacitadas para comprender técnicas quirúrgicas como las nuestras, por poner una comparación? ¿O fue un parto «sobrenatural», en el sentido literal de la palabra? Es decir, un alumbramiento «por encima de las leyes naturales»…

Por supuesto, no puedo contestar a semejante interrogante. ¡Qué más quisiera yo…!

Sí haré otra cosa: Depositar en el corazón del lector una nueva incógnita. Y para ello me serviré de tres hechos reales y concretos:

Uno. Parece ser que en algunos centros hospitalarios de los Estados Unidos se trabaja en la investigación de un láser que podría sustituir en buena medida a la comadrona e incluso, al médico.

Si el descubrimiento prospera, no tardaremos mucho en ver en nuestros hospitales un láser especial que, en segundos, abre el vientre de la futura madre. El niño es extraído limpiamente y ese mismo rayo cierra y cauteriza la herida, ¡sin dejar cicatriz alguna! La operación puede durar menos de cinco minutos.

Dos. En muchas clínicas se utiliza ya la llamada «vigilancia electrónica». Fue la Maternidad Baudeloque, en París, una de las primeras en utilizar este nuevo descubrimiento. Aunque la mortalidad infantil está disminuyendo en los países occidentales, no sucede lo mismo con los niños anormales. Cada vez hay más. Y parece ser que una de las causas primarias son los partos difíciles. Pues bien, mediante la «vigilancia electrónica», los médicos disponen de la necesaria información para saber «si el bebé puede o no sufrir antes y durante el parto». Para ello colocan sobre el vientre de la madre un pequeño aparato detector del que pende un cable electrónico, unido directamente a una máquina registradora. Este ingenio se encuentra en una habitación contigua, donde médicos especialistas observan las bandas magnéticas, las gráficas, las pantallas y toda la información que les viene a través del cable. Paso a paso y minuto a minuto, los médicos saben cómo va a desarrollarse el parto.

La información más importante es la del ritmo cardíaco del feto. Si se comprueban síntomas de insuficiencia cardíaca, la intervención de los médicos puede ser decisiva para salvar la vida del pequeño.

Se sabía ya desde hace tiempo que el niño puede sufrir en el vientre de la madre, pero lo que no se conocían eran las causas ni la intensidad de ese sufrimiento.

Durante las contracciones de la madre, la circulación de la sangre en la placenta se para y el feto se queda momentáneamente sin oxígeno. Si esta situación se prolonga unos segundos de más, el niño corre el peligro de sufrir una lesión cerebral irreversible. La experiencia llevada a cabo con dos monas demostró que si esta situación —denominada «anoxia»— se prolonga durante seis minutos, las células del cerebro se destruyen totalmente, mientras que el corazón resiste perfectamente.

Este nuevo «robot» para la «vigilancia electrónica» puede remediar este grave riesgo. Y como estos problemas, los de la comprensión del cordón umbilical, RH, mala colocación del bebé, etc.

Tres. En los países más avanzados se han instalado en hospitales y clínicas privadas sofisticados aparatos para el diagnóstico, mediante ultrasonidos, en obstetricia y ginecología. Gracias a estos ultrasonidos[27], los ginecólogos pueden «ver» en pantallas bidimensionales el desarrollo, posición, anomalías y características del feto en todo momento.

Pues bien, a la vista de estos tres frentes concretos de la ginecología moderna, yo preguntaría al lector:

«¿Cómo hubieran sido calificadas estas técnicas y sistemas científicos en las épocas de Abraham, Herodes el Grande, Carlomagno, santo Tomás de Aquino, Alfonso X el Sabio, Calvino o Benedicto XV?»

¿Se hubiera hablado de «milagro», de «misterio» o de «intervención sobrenatural»?…

¿UN CAMBIO TRIDIMENSIONAL INSTANTÁNEO?

¿Cómo reaccionaríamos nosotros si un grupo de científicos de la Tierra anunciara al mundo el descubrimiento de los «cambios tridimensionales» a voluntad?

No hace mucho pude estudiar un informe de los supuestos habitantes de un planeta supuestamente ubicado en las inmediaciones de la estrella «Wolf 424», a unos 14 años-luz de la Tierra. Se trataba, como ya habrán adivinado los seguidores de la Ufología, de «Ummo».

En ese «informe», y al hablar de cómo hacen desaparecer sus naves, dicen textualmente:

«Un observador que se encuentre a una distancia no excesiva, puede observar la aparente “aniquilación” instantánea de una astronave de este tipo visualizada por él[28]. Dos pueden ser los motivos de esa pseudo-desaparición:

»Como hemos reiterado en páginas precedentes, en el instante en que todos los “ibozoo uu” (modelo de entidad física elemental) correspondientes al recinto limitado por la “itooaa” (zona exterior envolvente de sus naves) cambian de “ejes” (dimensión) en el marco tridimensional en que está situado el observador, toda la MASA integrada en dicho recinto deja de poseer existencia física. No es que tal masa sea “aniquilada”, puesto que el substrato de tal masa la constituyen los “ibozoo uu” o dicho de otro modo la “MASA” se interpretará como un “plegamiento de la urdimbre de los ibozoo uu”. Nuestra física —prosiguen los supuestos “ummitas”— interpreta este fenómeno como si la orientación de esta depresión o pliegue de las entidades constitutivas del espacio, cambie de sentido de modo que los órganos sensoriales o los instrumentos físicos del observador no son capaces de captar tal cambio.

»En este instante, t0 el vacío en el recinto es absoluto. No ya una sola molécula gaseosa y por supuesto cualquier partícula sólida o líquida, sino ni siquiera una partícula subatómica (protón, neutrino, fotón, etc.) puede localizarse probabilísticamente en ese recinto. Dicho en lenguaje de ustedes:

»La función de probabilidad es nula en t0. Sin embargo, tal situación inestable dura una fracción infinitesimal de tiempo. El recinto se ve “invadido” consecutivamente por “iboayaa” (quantum energéticos), es decir, se propagan en su seno campos electromagnéticos y gravitatorios de distintas frecuencias, inmediatamente es atravesado por radiaciones iónicas y al final se produce una “implosión” al precipitarse el gas exterior en el vacío dejado por la estructura “desaparecida”. Esta “implosión” es la explicación de esos “estampidos” o “truenos» que algunos observadores de ovnis hermanos terrestres suyos han creído percibir en alguna ocasión tras la desaparición aparente del vehículo”.

Este documento, en mi opinión, podría estar dándonos una «pista» sobre un futuro conjunto de métodos científico-técnicos para «viajar» por el espacio y —¿por qué no?— para «hacer desaparecer» cualquier cuerpo (líquido, sólido o gaseoso o todos ellos a un mismo tiempo) y volverlo a «recomponer» o «materializarlo» en otro lugar.

Si la Ciencia humana llega algún día a semejante grado de perfección, el «cambio tridimensional», instantáneo y a voluntad, de un feto, por ejemplo, sería como un juego. Momentos antes del alumbramiento, esa tecnología superior podría variar los «ejes» de todas y cada una de las partículas subatómicas del bebé, haciéndolo «saltar» al exterior de la madre y «materializándolo» segundos más tarde.

Supongo que sería necesario salvar ese grave arrecife del «vacío» de que habla el «informe» de «Ummo» y que, según parece, se presenta en el lugar donde «estaba» el cuerpo «aniquilado».

Aunque este esquema resulta hoy puramente hipotético —casi ciencia-ficción—, ¿no estaremos planteando una duda «gemela» a la que podrían haber tenido los Caballeros de la Tabla Redonda si alguien hubiera intentado explicarles el funcionamiento de un portaaviones o de una cámara fotográfica Polaroid?

Quizá ese «transporte» de la totalidad de una masa de un marco tridimensional concreto a otro y su posterior «retorno» al primero, pudiera dar cumplida explicación a esa misteriosa frase de la partera del Evangelio apócrifo:

Yo, por mi parte, quedé llena de estupor y de admiración y el miedo se apoderó de mí, pues tenía fija mi vista en el intenso resplandor que despedía la luz que había nacido.

Y esta luz fuese poco a poco condensando y tomando la forma de un niño, hasta que apareció un infante, como suelen ser los hombres al nacer.

¿Es que esta forma de «nacer» no se aproxima maravillosamente a la omnipotencia divina?

Quizá alguien pueda esgrimir aquel argumento de «que va contra la naturaleza». Es posible que vaya, en efecto, contra las vías que nosotros, hasta hoy, interpretamos como «naturales», pero ¿quién puede jurarnos que ese cambio de dimensiones no sea igualmente otra de las infinitas «vías» de la Naturaleza? Una Naturaleza, claro está, a la que ni siquiera hemos tenido acceso.

Durante siglos —aunque ya lo hemos olvidado—, el promedio de vida de un hombre normal venía siendo de 40 o 45 años. Incluso menos. Hoy, esa esperanza de vida se fija ya en los 70 u 80 años. ¿Quiénes están o estaban atentando contra la Naturaleza: los hombres de la Edad de Piedra, que podían aspirar a vivir 20 o 30 años como máximo o nosotros, con 70 u 80? Posiblemente, ni los unos ni los otros…

¿Qué podemos pensar, por tanto, de unos «astronautas» capaces de desplazarse hace 2000 años en naves siderales y cuyos hogares podían hallarse en remotos confines de nuestro Universo o de otros Universos «paralelos»?

¿Quién tirará la primera piedra de la duda sobre sus posibilidades tecnológicas?

Y por si alguien puede seguir dudando sobre la presencia de esas naves hace 2000 años, he aquí, en el siguiente capítulo, lo que nos cuentan los asombrosos apócrifos.