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TRES AÑOS DE LACTANCIA

El Evangelio apócrifo de Mateo prosigue su relato. Joaquín, tras la segunda aparición del ángel, decide levantar su campamento y se pone en camino.

Y dice textualmente el autor sagrado:

Anduvieron treinta días consecutivos y cuando estaban ya cerca, un ángel de Dios se apareció a Ana mientras estaba en oración y le dijo:

«Vete a la puerta que llaman Dorada y sal al encuentro de tu marido, porque hoy mismo llegará».

Ella se dio prisa y se marchó allá con sus doncellas. Y, en llegando, se puso a orar. Mas estaba ya cansada y aún aburrida de tanto esperar cuando de pronto elevó sus ojos y vio a Joaquín que venía con sus rebaños. Y en seguida salió corriendo a su encuentro, se abalanzó sobre su cuello y dio gracias a Dios diciendo:

«Poco ha era viuda, y ya no lo soy; no hace mucho era estéril y he aquí que he concebido en mis entrañas». Esto hizo que todos los vecinos y conocidos se llenaran de gozo, hasta el punto de que toda la tierra de Israel se alegró con tan grata nueva.

Como vemos, se confirma nuevamente la hipótesis de que María, la madre de Jesús, fue engendrada también por obra del Espíritu Santo. O, lo que viene a ser lo mismo, por un procedimiento misterioso o sobrenatural.

Un hecho que —dicho sea de paso— jamás ha sido valorado o divulgado por la Iglesia Católica…

Por su parte, el Libro sobre la Natividad de María concluye este capítulo de la historia de Ana y Joaquín, los abuelos de Jesús, con un relato básicamente similar al anterior. Dice así este apócrifo:

Después se dejó ver de Ana (se refiere al mismo ángel que se había mostrado a Joaquín en las montañas) y le dijo:

«No tengas miedo, Ana, ni creas que es un fantasma lo que tienes a tu vista. Soy el ángel que presentó vuestras oraciones y limosnas ante el acatamiento de Dios. Ahora acabo de ser enviado a vosotros para anunciaros el nacimiento de una hija cuyo nombre será María, y que ha de ser bendita entre todas las mujeres. Desde el momento mismo de nacer rebosará en ella la gracia del Señor y permanecerá en la casa paterna los tres primeros años hasta que termine su lactancia. Después vivirá consagrada al servicio de Dios y no abandonará el templo hasta que llegue el tiempo de la discreción[11]. Allí permanecerá sirviendo a Dios con ayunos y oraciones de noche y de día y absteniéndose de toda cosa impura. Jamás conocerá varón, sino que, ella sola, sin previo ejemplo y libre de toda mancha, corrupción o unión con hombre alguno, dará a luz, siendo virgen, al hijo, y siendo esclava, al Señor que con su gracia, su nombre y su obra es Salvador de todo el mundo.

»2. Levántate, pues, sube hasta Jerusalén. Y cuando llegues a aquella puerta que llaman Aurea por estar dorada, encontrarás allí, en confirmación de lo que te digo, a tu marido, por cuya salud estás acongojada.

»Ten, pues, seguro, cuando tuvieren cumplimiento estas cosas, que el contenido de mi mensaje se realizará sin duda alguna».

Ambos obedecieron al mandato del ángel y se pusieron camino de Jerusalén desde los puntos donde respectivamente se hallaban. Y cuando llegaron al lugar señalado por el vaticinio angélico, vinieron a encontrarse mutuamente. Entonces, alegres por verse de nuevo y firmes en la certeza que les daba la promesa de un futuro vástago, dieron las gracias que cumplía a Dios que exalta a los humildes.

«ALABADO SEA DIOS POR NO HABERME HECHO MUJER»

Es de suponer que el «equipo» de seres del Espacio que «trabajaba» ya en esta «fase» del «plan» de la Redención humana se plantease —y con extrema preocupación— qué clase de reacciones podía provocar en Joaquín y Ana el anuncio, por parte de uno de sus «hombres», del futuro nacimiento de una niña.

La razón era simple. En aquella época —e incluso en la actualidad— la situación de la mujer en Oriente no era muy justa, que digamos…

Tener niños era de suma importancia para la mujer judía. Es más, la carencia de hijos era considerada como una gran desgracia. Incluso como un castigo divino. Si la esposa daba a su marido un varón, aquélla empezaba a ser respetada y considerada entre las familias fieles al cumplimiento de la Ley. Si, por el contrario, tenía una hembra, el acontecimiento se veía acompañado con frecuencia de indiferencia y tristeza.

La inferioridad de la mujer en tiempos de Jesús llegaba a tales extremos que uno de los escritos rabínicos (el llamado Berakot) recomendaba rezar todos los días la siguiente oración: «Alabado sea Dios por no haberme hecho mujer».

Resulta, por tanto, poco comprensible que Ana —y no digamos su marido— expresase una tan grande alegría ante el nacimiento de una hija.

Ni siquiera las palabras del «astronauta» —«… y que ha de ser bendita entre todas las mujeres»— podía tranquilizar con seguridad el inquieto corazón de la futura «abuela» de Jesús. Era lógico.

Ella, como mujer, conocía el grado de sumisión a que estaban sometidas todas las féminas. Cuando una mujer judía de Jerusalén salía de casa, por ejemplo, llevaba la cara cubierta con un tocado que comprendía dos velos sobre la cabeza, una diadema sobre la frente con cintas colgantes hasta la barbilla y una malla de cordones y nudos; de este modo no se podían reconocer los rasgos de su cara. La mujer que salía sin llevar la cabeza cubierta —cuenta Joachim Jeremías—, es decir, sin el tocado que velaba el rostro, ofendía hasta tal punto las buenas costumbres que su marido tenía el derecho —incluso el deber— de despedirla, sin estar obligado a pagarle la suma estipulada, en caso de divorcio, en el contrato matrimonial. (Así se especifica en el también escrito rabínico Ketubot).

Esto me inclina a pensar que la Virgen María, siendo ya adulta y madre de Jesús, también se vería obligada a respetar la referida norma. He aquí, en fin, otro hecho que tampoco ha sido recogido con fidelidad por la tradición pictórica mundial… La Virgen, como sabemos, aparece siempre con el rostro descubierto cuando, en realidad, debía ser todo lo contrario.

Esta precaria situación social de la mujer en Oriente llegaba a situaciones tan calamitosas como las siguientes y que son perfectamente registradas por los escritos rabínicos Qiddushin, Ketubot y Berakot:

La buena educación prohibía encontrarse a solas con una mujer en la calle; mirar a una mujer casada e incluso saludaría. Una mujer que se entretenía con todo el mundo en la calle, o que hilaba en público, podía ser repudiada sin recibir el pago estipulado en el contrato matrimonial. Filón dice a este respecto: «Mercados, consejos, tribunales, procesiones festivas, reuniones de grandes multitudes de hombres, en una palabra: toda la vida pública, con sus discusiones y sus negocios, tanto en la paz como en la guerra, está hecha para los hombres. A las mujeres les conviene quedarse en casa y vivir retiradas. Las jóvenes deben estarse en los aposentos retirados, poniéndose como límite la puerta de comunicación (con los aposentos de los hombres), y las mujeres casadas, la puerta del patio como límite».

Los derechos religiosos de las mujeres, lo mismo que los deberes, estaban limitados. Según Josefo, las mujeres sólo podían entrar en el templo al atrio de los gentiles y al de las mujeres. Durante los días de la purificación mensual y durante un período de 40 días después del nacimiento de un varón y 80 después del de una hija, no podían entrar siquiera en el atrio de los gentiles.

La enseñanza estaba rigurosamente prohibida a las mujeres. En casa, la mujer no era contada en el número de las personas invitadas a pronunciar la bendición después de la comida. Tampoco estaba obligada a prestar testimonio puesto que, como se desprende del Génesis (18,15), «era mentirosa»…

Ante un panorama tan oscuro y poco grato, ¿qué clase de futuro podía adivinarse para cualquier mujer nacida en aquella época? De ahí que la alegría de Ana y Joaquín por los anuncios del «ángel» —según los apócrifos— estuviera provocada quizá, más que por la llegada de una niña, por el hecho en sí de quedar encinta y, supongo, porque esta circunstancia les «reivindicaba» de cara a la sociedad en la que vivían. Amén, naturalmente, del hecho de haber podido contemplar a un ser «sobrenatural». Si tenemos en cuenta que las mujeres de aquella época —y muy especialmente las de la clase alta, como era el caso de Ana— casi siempre permanecían acompañadas de doncellas, esclavas, etc., era muy probable que el «astronauta» o su nave —o ambos— hubieran sido vistos también por aquéllas. Y la noticia habría corrido como la pólvora por la ciudad y comarca.

Si uno reflexiona sobre este tardío embarazo de Ana —que posiblemente había entrado ya en los cuarenta años— no necesita mucho tiempo para caer en la cuenta de lo maravillosamente bien planeada que debió estar la llegada del Mesías. Me refiero, una vez más, al «estado mayor»…

Lo fácil —aunque al mismo tiempo menos efectivo hubiera sido suscitar en Ana y Joaquín uno o varios hijos, y en la edad habitual. Esto, sin embargo, no habría contribuido tanto a subrayar la acción divina. Era, por supuesto, mucho más «espectacular» cerrar temporalmente la maternidad de las «abuelos» de Jesús, someterlos a una situación tensa y difícil como debió ser el reproche del sumo sacerdote y, por último, hacer brillar ante la pareja y ante todo el pueblo judío el inmenso poder de los Cielos.

Y no me referiré ahora a ese asombroso o misterioso o sobrenatural fenómeno —anunciado por el «astronauta.»— por el que el óvulo de Ana quedó evidentemente fecundado y que nada tuvo que ver con acción de varón alguno. Prefiero esperar a ese otro instante —prácticamente «gemelo» del que hemos leído— y en el que otro «tripulante» anuncia a la joven María que concebirá un hijo sin mediación humana. Desde el punto de vista genético, por ejemplo, la incógnita es apasionante…

EL DILEMA DE LA LACTANCIA

Otra parte de ese «plan» —y que me fascina por su carácter preventivo— es el que hace referencia a los primeros años de la infancia de María. Recordemos las palabras del «astronauta»: «… y permanecerá en la casa paterna los tres primeros años hasta que termine su lactancia».

Al principio, sin embargo, me asaltó una duda… Los pediatras con quienes he consultado han coincidido en algo: tres años de alimentación a base de leche materna constituye, o puede constituir, un error.

He aquí algunas razones:

En un bebé normal —y no hay razones para que, fisiológicamente hablando, María fuera diferente—, los dientes empiezan a brotar entre los seis y nueve meses de vida. Es precisamente a esa edad cuando los médicos recomiendan que cese la lactancia natural. En el caso de que la madre siga dando el pecho al pequeño, éste puede morder los pezones, dando lugar a la aparición de grietas, etc. Paralelamente, en esos momentos surge en la madre una especie de rechazo a la lactancia.

Está demostrado también que, precisamente a partir de esos nueve meses, la secreción láctea pierde su valor proteico. Como se sabe, la leche materna reúne entre sus principales elementos los hidratos de carbono, grasas, sales minerales, proteínas y vitaminas.

Una alimentación exclusivamente anclada durante tres años en la leche materna podría provocar en el niño un déficit general que podríamos traducir, por ejemplo, en anemia, desnutrición, avitaminosis, distrofias, falta de defensas, eczemas, deficiencias respiratorias…

Pero, frente a estas realidades —científicamente probadas— nos encontramos también con otro dato muy significativo. En pleno siglo XX, los médicos han observado cómo en países como el Zaire, la mortalidad infantil es muy elevada, pero a partir de los dos años de edad. ¿Por qué?

La explicación parece sencilla: los niños africanos son amamantados justamente hasta esa edad de dos años…

¿Es que la leche de la madre encierra también defensas especiales? Según los expertos, rotundamente sí. Y como muy bien plantean especialistas en pediatría tan célebres como Waldo E. Nelson y Schaffer, es muy probable que, a pesar de todos nuestros conocimientos, todavía no hayamos descubierto la totalidad de los elementos que integran la leche materna.

En ese caso, la acción del «equipo» de «astronautas» que ordenó la lactancia de María por un período de tres años pudo ser correcta. Desconozco si existen cifras fiables sobre los índices de mortalidad infantil en la época de Jesús, pero supongo que debían ser preocupantes. Si aquellos seres súper-tecnificados eran conscientes de semejante amenaza, cosa más que segura, la medida en cuestión resultaba del todo razonable, por encima, incluso, de los problemas anteriormente referidos.

La medicina de hace 2000 años no estaba en condiciones de saber que, por ejemplo, el calostro (la leche materna de la primera semana) es rico en anticuerpos contra el virus poliomielítico, contra el Coli y contra los estafilococos.

Según los médicos de hoy, el niño alimentado con leche materna está prácticamente inmunizado contra infinidad de infecciones y su flora intestinal presenta igualmente considerables ventajas.

Los psiquiatras y pediatras se muestran también de acuerdo en otro hecho de gran trascendencia para el equilibrio emocional del niño: un bebé que recibe la correspondiente alimentación láctea experimenta normalmente una mayor afectividad. Crece sin miedos y traumas y el mero hecho de ponerle al pecho anula en él el llamado «reflejo de Moro». Éste consiste en un susto natural que invade al pequeño cuando se ve boca arriba.

Si los «astronautas» —se supone que infinitamente más adelantados que nuestros actuales pediatras y psicólogos— pretendían que María creciera plena de afectividad, sin miedos y traumas y con un mínimo de defensas, de cara a las muchas enfermedades que debían asolar a la población infantil, una lactancia prolongada podía ser el «tratamiento» ideal.

Por otra parte, y puesto que los padres de la niña habían hecho voto solemne de entregar el hijo al servicio del Templo, cabe pensar que el «equipo» estableció ese margen mínimo de tres años, con el fin de evitar una prematura entrega de la pequeña a los sacerdotes. Está claro que el lugar natural donde debe permanecer todo infante es siempre el seno familiar.

Me resisto a creer, además, que María fuera alimentada en sus tres primeros años única y exclusivamente a base de leche materna. Lo más probable es que esta dieta fuera acompañada de otros productos, propios para dicha edad y que podían servir como complemento.

En suma: la afirmación de los Evangelios apócrifos sobre los tres años de lactancia de la pequeña María podría estar plenamente justificada, desde el punto de vista médico.

Esto fortalece mi criterio de que muchos de los pasajes de estos textos olvidados ocurrieron en verdad.