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LOS «MICRÓFONOS» DE YAVÉ

Según estos textos apócrifos, coincidentes en buena medida como puede comprobarse, José debía ser un hombre mayor.

El hecho —lo confieso— me llenó de estupor. Siempre había leído, y así me lo enseñaron desde mi más lejana infancia, que san José era un modesto carpintero, más o menos de la misma edad que María. Pues no. He aquí que estudiando dichos apócrifos, uno deduce que se trataba de un hombre de cierta edad, viudo de su primera mujer y con hijos.

Ciertamente extrañado, amén de consultar en cuantas fuentes me fue posible, me dirigí al eminente arqueólogo y reconocida autoridad mundial en el estudio de los Evangelios apócrifos, el franciscano Bellarmino Bagatti, actualmente residente en Jerusalén.

El padre Bagatti me hizo saber —y poco después me lo confirmaría otra gran figura en el estudio bíblico, el padre Ignacio Mancini— «que, tal y como ha sido publicado en la reciente obra Edizione critica del testo arabo della Historia Josephi fagri lignarii e ricerche sulla origine[13], los primeros cristianos, de ascendencia judía, tenían en gran estima y veneración al carpintero de Nazaret y que el hecho de que José —según el citado apócrifo— hubiera tenido seis hijos dé la primera mujer, que le dejó viudo a los 89 años, no rebaja en nada su santidad».

La confirmación de los franciscanos Bellarmino Bagatti, Antonio Battista —que es el responsable de la traducción y transcripción de la Historia de José— y del también Padre Mancini congelaron mi mente durante algún tiempo frente a otra interrogante:

¿Por qué el “estado mayor” eligió precisamente a un hombre tan anciano como esposo de María?

Tenía que haber alguna razón. Dios —eso lo voy aprendiendo poco a poco— siempre tiene “razones” para todo. Y algunas, hay que reconocerlo, muy buenas…

Y he aquí que un buen día, meditando sobre este particular, se me ocurrió algo.

El “equipo” de “astronautas” —lo he repetido hasta la saciedad— lo tenía casi todo previsto. Si ellos sabían que el embarazo de la Virgen podía levantar polémicas, infundios y hasta difamaciones, ¿cuál podía ser el medio más eficaz para que las sospechas de la maternidad de la niña no cayera primero y directamente sobre José, su esposo? Sencillamente, uniendo a María a un hombre que —casi con seguridad— debía ser ya poco menos que impotente para la procreación.

Esa vejez —según Bagatti, José tenía 90 años cuando se unió en matrimonio con María— tenía posiblemente la finalidad de hacer más creíble a los ojos del pueblo la concepción milagrosa de Jesús y la virginidad de María.

Si pensamos un poco sobre ello notaremos que la “estrategia” era buena, muy buena…

Esta ancianidad de José está refrendada en los ya mencionados apócrifos de Mateo y Santiago. Nuestro hombre cree que la custodia de la niña es una obligación temporal. Sus pensamientos van más allá y llega a considerar que la tutela concluirá cuando María pueda casarse con uno de sus hijos. Al parecer, y según todos los indicios, el ebanista-constructor —y éste es otro error que se ha cometido con José— tenía un total de seis hijos, algunos, incluso, de más edad que la propia Virgen. Y decía que se ha cometido un error con el venerable esposo de María porque José no era un “pobre carpintero”, como se ha dicho siempre. José, además de ebanista, era constructor. Pero de este curioso asunto me ocuparé más adelante…

Y antes de pasar a comentar el sabroso episodio de las varas y la paloma, no quisiera olvidarme de otro hecho, que se repite en los pasajes que nos ocupan.

Curiosamente, e ignorando la voluntad de la niña, el “equipo” hace saber a los sumos sacerdotes y a todo el pueblo que María debe ser entregada a aquel que sea previamente designado por la “voluntad divina”.

Esto pone de manifiesto dos cosas:

Primera: que Ana, la madre de la Virgen, no le había hecho mención de aquellas palabras que pronunciara el «ángel» ante ella unos 14 o 15 años atrás. Como se recordará el «astronauta» dejó bien claro ante la «abuela» de Jesús que la niña que iba a concebir sería bendita entre todas las mujeres, puesto que de ella nacería el Salvador.

¿Por qué Ana no se lo comentó a su hija? Una circunstancia tan trascendental hubiera hecho cambiar de idea a la pequeña y, con ello, todos se habrían ahorrado disgustos y quebraderos de cabeza. A no ser, claro, que el «equipo» se hubiera manifestado ante Ana en este sentido. Todo es posible.

Segunda: que en los planes de los «astronautas» no entraba —ni mucho menos— que María siguiera consagrada a Dios y recluida en el Templo. Una vez cubierta la peligrosa etapa del crecimiento, la siguiente fase —la más delicada de todas— obligaba a la Virgen a contraer matrimonio, a fundar un hogar y a cuidar, como cualquier madre de familia judía, a su hijo. Y todo ello, en el marco de la más estricta legalidad.

Y así sucedió. En el fondo, los deseos de la pequeña no fueron tenidos en cuenta. Y los sumos sacerdotes, tal y como estaba previsto, siguieron la voluntad de Dios y de sus «intermediarios». En este caso, de los «astronautas».

Un «equipo», como vemos, que estaba pendiente de todo. Incluso, de la comunicación directa —directísima— con el pueblo de Israel. Veamos cómo.

LA TIENDA DEL ENCUENTRO

Mateo, en su apócrifo, nos está diciendo —nos está recordando en realidad— el sistema que usaba Yavé y sus «ángeles» para expresar su voluntad, sus decisiones y hasta sus disgustos…

Y digo que nos lo está recordando porque el libro sagrado que llamamos Éxodo detalla con minuciosidad las características y el modo de construir la «Tienda del Encuentro o de la Reunión» y que, en el fondo, no debía ser otra cosa —siempre hablando en hipótesis— que un «Centro de Comunicaciones».

Hasta ese lugar —primero en el desierto y años después en el gran templo que hizo levantar Salomón en plena ciudad de Jerusalén— acudían los pontífices y sumos sacerdotes, que «consultaban» a Yavé y obtenían de él la «respuesta» adecuada…

Previamente, claro, una sospechosa «nube» descendía sobre la Tienda del Encuentro y sobre el Santo de los Santos, en el Templo, y «la gloria de Yavé —dice la Biblia— llenaba la Tienda del Encuentro…».

En el caso del apócrifo de Mateo, como digo, se repite parte de la historia.

… Y el sumo sacerdote —relata el autor— después de recibirlas todas (las varas), ofreció un sacrificio e interrogó al Señor, obteniendo esta respuesta:

«Mete todas las varas en el interior del Santo de los Santos y déjalas allí durante un rato. Mándales que vuelvan mañana a recogerlas. Al efectuar esto, habrá una de cuya extremidad saldrá una paloma que emprenderá el vuelo hacia el cielo. Aquél a cuyas manos venga esta vara portentosa, será el designado para encargarse de la custodia de María».

3. Al día siguiente todos vinieron con presteza. Y una vez hecha la oblación del incienso, entró el pontífice en el Santo de los Santos para recoger las varas…

Acostumbrados como estamos en los tiempos que corren a que Dios no se manifieste ya de una forma física —incluida su voz— podríamos caer en la tentación de imaginar que el autor sagrado ha empleado en este caso una nueva metáfora. Algo así como si Dios hubiera inspirado, simplemente, al sumo sacerdote.

Yo pienso, en cambio, que el Evangelio apócrifo de Mateo está recogiendo —al igual que ocurre en los restantes libros sagrados que constituyen la Biblia— todo un hecho real. En otras palabras: que Yavé habló en verdad al pontífice. Y éste escuchó la «respuesta divina» como cualquiera de nosotros puede captar hoy la voz que amplifica un micrófono.

La «voz» que salió del propiciatorio y que fue escuchada por miles de testigos tenía que ser, obviamente, una voz «física» y en el idioma común de los habitantes de Jerusalén. No creo que los «astronautas» tuvieran demasiados problemas para dirigirse al pueblo judío. Llevaban casi dos mil años tratando con aquellas gentes y, dada su tecnología, así como su capacidad mental, aprender los idiomas y dialectos de la zona debía ser un juego de niños.

Mientras la «columna de fuego» permanecía sobre la Tienda de la Reunión, el pueblo aguardaba en su campamento. Cuando se elevaba, los judíos se ponían en camino por el desierto.

Y aunque me referiré a ello al llegar al capítulo de «Yavé», y de su posible interpretación, es posible que el lector haya empezado ya a intuir por qué el «equipo de astronautas» al servicio de la Gran Fuerza o del Gran Dios ordenó —desde un principio— el levantamiento de una «Tienda de la Reunión», en pleno desierto primero, y de un gran Templo en Jerusalén, algunos siglos más tarde… ¿Y qué otra cosa podían hacer para establecer una estrecha vigilancia y un «diálogo» con el pueblo elegido?

En cuanto al sucedido de las varas y la paloma, si tal hecho fue cierto, la «operación» debió ser tan pueril como divertida para los «astronautas». Pero, precisamente por su sencillez, el procedimiento resultó de lo más directo y positivo. Todos, sencillamente, quedaron con la boca abierta.

Y sin ánimo de menospreciar el hecho, supongo que hoy podría repetirlo —y hasta mejorarlo— cualquiera de los grandes prestidigitadores que andan por el mundo sacando conejos de las chisteras o palomas de las mangas de sus americanas.

Lo que verdaderamente debía importarle al «equipo» era que la totalidad del pueblo y de los sacerdotes fueran testigos de otro hecho «milagroso» que, además, vinculaba a José a la pequeña María. Un hecho que, por añadidura, daba cumplida cuenta de la mencionada profecía de Isaías.

Sea como fuere, este encuentro de José con María —tal y como lo detallan los apócrifos— resulta quizá «aparatoso», aunque, bien mirado, la narración es mucho más «informativa» que la suministrada por los evangelistas «titulados», que nos presentan los «esponsales» de ambos como un hecho consumado, sin que nadie logre saber cómo, cuándo y dónde aparece José.

Pero, llegados a este punto, quizá fuese conveniente hacer un alto en los Evangelios apócrifos y contemplar la dura tarea que llevaban ya realizada los «astronautas» y que fue recogida a las mil maravillas en ese libro fascinante que llamamos Éxodo.

Las «sorpresas» en dicho texto son inagotables.