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¿UNA CONCEPCIÓN VIRGINAL «CONTROLADA»?

Creo que, a veces, el hombre de nuestro tiempo corre un serio peligro de perder el sentido de la perspectiva. Hemos olvidado, por ejemplo, que hace tan sólo ochenta años, la idea de una sociedad manejada por una gran computadora central hubiera sonado en los oídos de los ciudadanos como el más alucinante de los relatos de ciencia-ficción. Hoy, sin embargo, la entrada de los cerebros electrónicos en la sociedad occidental es un hecho generalmente aceptado. Yo diría que, incluso, hasta esperanzador.

¿Quién hubiera apostado hace doscientos años por una comunidad servida y casi a punto de ser manejada por robots?

—¿Cómo hubiera reaccionado la sociedad napoleónica —por no retroceder excesivamente en el tiempo— ante un proyecto como el que hoy maneja Japón: la construcción de una «segunda generación» de robots, encargados del árido y duro ensamblaje de máquinas?

¿Por dónde hubiéramos debido empezar a explicarle al amigo Napoleón que en la segunda mitad del siglo XX se iban a ganar y perder batallas gracias a la existencia de unas «bombas» o proyectiles teledirigidos desde un centro de control?

¿Es que la Santa Inquisición hubiera aceptado que una Ley como la de Trasplantes de Órganos fuera siquiera discutida en el Parlamento de la nación?

¿Cuántos políticos, y no digamos religiosos, hubieran corrido el grave peligro de ser enviados a la hoguera por el Santo Oficio si en aquella época hubieran llegado a cuestionar la necesidad de un control de la natalidad?

¿Qué palabras o terminología habrían empleado los sabios y grandes humanistas del Renacimiento para explicar ante su sociedad los actuales experimentos de «marcapasos cerebrales»?

¿Cómo hubiera reaccionado la Iglesia Católica en pleno Concilio de Trento si alguien hubiese podido mostrar al Sagrado Colegio Cardenalicio una simple película del Papa Juan Pablo II aterrizando en Nueva York en un gigantesco «pájaro» de acero…?

Los esquemas mentales de aquellas sociedades —tanto los individuales como los colectivos— habrían quedado «bloqueados» ante la «terrible» noticia de la consecución pocos cientos de años más tarde de un «niño probeta».

¿Lograr la fecundación del óvulo femenino fuera del molde natural del vientre materno?

El experimento hubiera sido tomado como «cosa del diablo» o, en el mejor de los casos, como un «milagro»…

Hoy sabemos que el «niño probeta» es una realidad, un hallazgo de la Ciencia. A nadie se le ocurre pensar en un milagro ni en la intervención sobrenatural de ángeles o santos.

¿Qué sucede entonces?

¿Por qué hoy, en plena Era Espacial, se registran tan pocos milagros y, en cambio, hace quinientos años estaban a la orden del día?

¿No será que los avances científicos y técnicos han empezado a esclarecer muchos de los puntos oscuros para los que, en el pasado, sólo cabía la explicación milagrosa?

¿Cómo podemos o debemos entender entonces el concepto de «milagro»?

La propia Iglesia nos enseña hoy, en un gesto de prudencia, que el milagro es aquello que rompe las leyes físicas y naturales y que sólo puede ser asimilado a la luz de una intervención exterior al hombre.

Y me estoy aproximando al final de este planteamiento.

Aunque reconozco que el poder de Dios es ilimitado y que puede lograr todo cuanto se proponga, ¿por qué no aceptar igualmente la posibilidad o hipótesis o teoría de una «intervención» o «acción» puramente técnica o científica —no sé qué palabras emplear— en la «fase intermedia», llamémoslo así, de la Concepción Virginal de María?

Intentaré explicarme.

«En el mes sexto fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, por nombre Nazaret a una virgen llamada María…» (San Lucas, 1.)

Si la «Operación Redención» estaba siendo «conducida» en buena medida por todo un «equipo», integrado por lo que hoy podríamos calificar como «astronautas» o «misioneros del Espacio» al servicio de Dios, ¿por qué rechazar la idea de una Concepción Virginal «controlada» o «dirigida» físicamente y mediante un «sistema» que sólo dos mil años más tarde estaríamos en condiciones de empezar a entender?

Si la propia presencia de las naves y de sus ocupantes —de los «ángeles»— era ya, en mi opinión, motivo de asombro y sólo podía encajar en las conciencias de los israelitas como la «gloria de Yavé», ¿cómo conseguir que aquella comunidad llegase a asimilar el carácter quizá puramente científico de una concepción virginal?

Es lógico que los «responsables» de la misión, conscientes del corto grado evolutivo de aquellos hombres y mujeres, acudieran sencillamente a la fórmula de la «intervención sobrenatural».

¿Para qué y por qué complicar más las cosas?

Pero ¿qué entiendo por una Concepción Virginal «controlada o dirigida físicamente»?

Es posible que muchas personas se rasguen las vestiduras ante lo que voy a exponer…

ALGUNAS HIPÓTESIS

Sólo se me ocurre adelantar algo que intentaré exponer con más calma al final de este apartado: que no cuestiono ni pongo en tela de juicio —Dios me libre— el origen absolutamente divino de Jesús de Nazaret. Creo firmemente en ello.

Pero vayamos con las teorías o posibilidades que hace tiempo anidan en mi corazón y que, quizá, encierran la clave de la concepción virginal de María:

Primera teoría: ¿Inseminación artificial?

Hoy sabemos que, gracias a los avances de la Medicina, la inseminación artificial es una realidad. Existen numerosos bancos de esperma en el mundo, utilizados para lograr, cuando así se desea, la fecundación del óvulo femenino.

Los niños nacidos por este procedimiento son cada vez más.

Hoy, en España, existen ya tres bancos de esperma.

El primero, obra del doctor Simón Marina, en Barcelona, El segundo, en la Residencia Sanitaria Enrique Sotomayor de la Seguridad Social, en Bilbao, que dirige el doctor Portuondo y el tercero, en Madrid, obra del doctor Giménez y ubicado en el centro Ramón y Cajal.

Los primeros y afilados problemas de la supervivencia del esperma masculino han quedado ya definitivamente resueltos, merced a los prodigiosos adelantos técnicos. La verdad es que almacenar los espermatozoides, congelados a —196 grados centígrados en nitrógeno líquido, sin que sufran daños y así conserven su poder fecundador no fue posible hasta que se encontró un medio crioprotector adecuado. Los cristales de hielo que se formaban dañaban las estructuras celulares y en el caso de los espermatozoides se perdía la capacidad de fecundación. Jean Rostand encontró un medio idóneo para impedir que se formaran estos cristales de hielo, a la vez que no afectaba químicamente a las células vivas. Esto ocurría en 1954. Desde entonces, el desarrollo de los bancos de semen ha ido hacia arriba.

El semen, almacenado en unas pajuelas de plástico de unos 0,25 mililitros de capacidad, puede conservarse intacto durante más de cinco años.

Y surge la pregunta: ¿es qué la concepción virginal de María pudo practicarse a través del método de la inseminación artificial?

Aunque el sistema hubiera sido absolutamente «milagroso» para los hombres de hace 2000 años[24], personalmente «no» creo que los «astronautas» utilizasen este procedimiento.

Además de su carácter irremediablemente grosero —hay que introducir una jeringa especial por vía vaginal—, la inseminación artificial, tal y como la conocemos hoy, no es segura. Los porcentajes de éxito en dicha inseminación son todavía difícilmente calculables, debido a los muchos factores todavía desconocidos que intervienen. Se puede decir, sin embargo, de forma aproximada, que de todas las mujeres que solicitan la inseminación artificial, y teniendo en cuenta los abandonos por distintos motivos, el porcentaje de fecundación es de un 40 por ciento al cabo de seis meses de iniciarse, no sobrepasando el 60 por 100 al cabo de un año.

Evidentemente, el «equipo» no podía correr estos riesgos…

Aparece claro, además, a través de los libros sagrados, que la concepción de la Virgen debió producirse prácticamente en el momento mismo del anuncio del «astronauta» o poco después.

Pero hay, además, otro factor que invalida —según nuestros actuales conocimientos, claro está— la teoría de la inseminación.

Me refiero a la presencia física de los espermatozoides. Éste, ni más ni menos, es el gran «caballo de batalla» que tiene enfrentados a la Iglesia y al racionalismo científico.

Mientras la Teología no acepta la presencia de tales cuerpos, puesto que ello podría implicar el reconocimiento de la presencia de varón en la concepción, algunos sectores de la Ciencia —a los que resulta muy duro aceptar el «misterio» religioso— se plantan en la imposibilidad de fecundación y posterior gestación natural si no existe ese aporte de, al menos, un espermatozoide.

Y digo que la inseminación artificial queda anulada en este sentido porque —al menos en la actualidad—, la cantidad de espermatozoides que se lanzan a la carrera del óvulo en cada inseminación es astronómica. El poder fecundante del semen viene caracterizado, precisamente, por la concentración en espermatozoides y la movilidad de éstos. El eyaculado de una persona normal tiene un volumen variable de 2 a 5 mi con más de 70 millones de espermatozoides por mililitro, de los cuales más del 80 por 100 son móviles. Esto quiere decir que una persona normal lanza entre 140 y 350 millones de espermatozoides en cada acto sexual.

Recientemente, el gran científico David Epel aseguraba que, por medio de fotografías efectuadas con microscopio electrónico de barrido, Mia Tegner había observado en el laboratorio de la Scripps Institution of Oceanography que, en condiciones de saturación, pueden unirse a un único óvulo hasta 1500 espermatozoos. (Se refiere en este caso a experiencias hechas con erizos de mar). Pues bien, transpolando el tema al óvulo humano, aunque esta superabundancia es necesaria para asegurar que al menos un espermatozoo llegue a fecundar el óvulo, puede derivar también, en potencia, en otros graves problemas. A saber: si más de un espermatozoide perfora el óvulo —fenómeno que se conoce como «polispermia»—, el número de cromosomas será mayor que el de una dotación normal, y el desarrollo se detendrá en los primeros estadios de la embriogénesis. Por ello, las especies animales —y también el hombre— han debido crear mecanismos que impiden que más de un espermatozoide penetre en el óvulo.

Si aceptásemos la tesis de la «inseminación artificial» como el procedimiento de que se valieron los «astronautas» en la concepción virginal de María podríamos tropezar —casi con seguridad— con este grave riesgo de la «polispermia».

¿Y qué hubiera sucedido si el embarazo de la Virgen se hubiera malogrado como consecuencia de la perforación de su óvulo por parte de más de un espermatozoide?

Y lo que hubiera sido aún más insólito: ¿qué habría ocurrido si María hubiese concebido… ¡gemelos o trillizos!?

Eran demasiados riesgos, en mi opinión, para que el «equipo» celeste pudiera adoptar este sistema. A no ser, naturalmente, que la «inseminación artificial» que pudiera haber practicado una civilización tan extraordinaria reuniera otras características.

De todas formas, siempre terminaríamos por tropezar en la misma piedra: el espermatozoide o los espermatozoides estarían igualmente presentes. Y esto, como digo, no encaja con la acción sobrenatural y misteriosa del Espíritu Santo.

Segunda teoría: ¿Fecundación in vitro?

Todos quedamos confusos o sorprendidos cuando, en la madrugada del 26 de julio de 1978, los médicos del Hospital General de Oldham, en Inglaterra, traían al mundo a una niña «probeta». El bebé, con un peso de dos kilos y 700 gramos y un estado de salud «excelente», era la primera criatura de este planeta que había sido fecundada fuera del seno materno.

La técnica de los doctores Steptoe y Robert Edwards consiste en tomar un óvulo de la mujer y fertilizarlo con los espermatozoides del marido en un tubo de ensayo. Tras un período de incubación, el nuevo ser humano es implantado en la matriz materna, donde prosigue ya su desarrollo normal hasta el nacimiento.

Si el sistema de la «inseminación artificial» hubiera sido «cosa del diablo» para nuestros ancestros —y no digamos para los israelitas de hace 2000 años—, ¿qué habrían pensado de la concepción de un hombre «fuera» de la mujer? En tiempos de Galileo —e incluso en épocas más cercanas— los doctores Steptoe y Edwards y todo el hospital habrían sido «purificados» con el fuego de las hogueras…

Este revolucionario y prometedor hallazgo de la Medicina difícilmente habría sido entendido por los hombres de la Edad Media o por nuestros propios abuelos. He aquí otro hecho que fortalece mi creencia respecto a la incomprensión de los hombres de hace 4000 o 2000 años en relación a seres que fueran capaces de desplazarse en naves siderales o que procedieran de otros astros.

Pero volvamos al espinoso tema de la concepción virginal de María.

¿Podemos pensar que los «astronautas» se valieron de este sistema de la fecundación in vitro para fertilizar el óvulo de la Virgen?

Aunque tal procedimiento resulta más sofisticado y sutil que el de la inseminación artificial, tampoco me inclino a creer en él como una solución.

En definitiva nos encontramos en el mismo callejón sin salida: la presencia de los necesarios espermatozoides. El problema se repite.

Como ya he insinuado anteriormente —y utilizando las palabras más elementales del mundo—, si Jesús de Nazaret era el Hijo de Dios, su concepción en el seno de María no podía ser obra de un espermatozoide, puesto que éste es un «transmisor» humano de la vida.

Ahora bien, en mi opinión, la naturaleza humana de Cristo fue total y absolutamente normal, dentro de su marco físico-biológico. Era, en definitiva, un hombre como cualquier otro. Y no me estoy refiriendo ahora, lógicamente, a su carácter o sello divino…

Y la Ciencia nos dice que para el desarrollo embrionario y la perfecta gestación de un ser humano, es condición básica una carga perfecta y completa de lo que se denomina «código genético». Lo normal es que el óvulo de la mujer encierre la mitad de ese «código» (23 cromosomas) y el espermatozoide del varón el resto (otros 23 cromosomas). Si ambas células se funden con éxito tiene lugar la conocida fecundación y ya tenemos un nuevo individuo, con su dotación normal de cromosomas: 46. Cualquier alteración en este «paquete» de cromosomas puede conducir al aborto o a la aparición de alteraciones en el futuro ser humano. Nada de esto sucedió, evidentemente, con Jesús.

Pero, entonces, ¿cómo pudo ser la fecundación del óvulo de María?

Tercera teoría: ¿Transporte por una radiación desconocida?

Llegados a este límite, aparentemente infranqueable para la Ciencia y la tecnología humanas de 1980, uno entra sin querer en el mismo y oscuro terreno del misterio en que se ha desenvuelto y se desenvuelve la Iglesia durante 20 siglos. A partir de aquí, por tanto, mis planteamientos tienen que despegarse de lo que sabe o marca el conocimiento del hombre. Lo cual no quiere decir que me someta a la fácil situación de los que profesan la «fe del carbonero»…

Creo con fuerza en la sensatez de Dios. Ya lo he dicho. Una sensatez que dudo mucho le haga saltarse, así como así, las leyes físicas que proceden de su poder y de su inteligencia. Aquí, precisamente, puede estar la clave para entender o aproximarse algún día al todavía «misterio» de la concepción de Jesús.

Si la Gran Fuerza o Dios quiso que su Hijo se hiciera como uno cualquiera de nosotros, seguramente intentó respetar las líneas maestras de su desarrollo embrionario. Algo estaba claro y así fue anunciado por el «astronauta» a la futura madre:

«… Concebirás sin obra de varón».

Pero esto no tenía por qué significar que el óvulo de María quedara «huérfano» de esos 23 cromosomas restantes e indispensables, según la genética, para que prosperase un hombre. Hoy sabemos que con la fecundación se produce una activación general del aletargado metabolismo de la célula, dando comienzo así al desarrollo embrionario. Y está demostrado igualmente que esta activación e iniciación no se deben a que el espermatozoide aporte algún factor del que carezca el óvulo. La investigación ha demostrado en este sentido que el «despertar» del citado óvulo femenino puede inducirse con sólo punzarlo mediante una aguja o bien exponiéndolo a soluciones ácidas o salinas. La diferencia entre estos últimos métodos de estimulación del óvulo y el natural del espermatozoide es que los embriones resultantes por aquellos procedimientos no sobreviven. Y la razón es clave: esos «posibles» seres mueren porque carecen de la mitad de la dotación cromosómica característica de la especie.

¿Cómo podría haber sobrevivido, entonces, el embrión de Jesús de Nazaret si sólo hubiera contado con los 23 cromosomas propios del óvulo de María?

Es por esto por lo que creo firmemente en algún tipo de acción física a la hora de fecundar a la Virgen.

Pero ¿cómo?

La pregunta termina siempre en primer plano…

Permítanme un último rodeo antes de exponer mi hipótesis.

Esa lamentable falta de perspectiva a que está sometido el hombre de nuestro tiempo le lleva, por ejemplo, a no percatarse de que hasta 1877, la Humanidad no había logrado ver aún la «carrera de un espermatozoide hacia un óvulo». Sólo entonces, y gracias al zoólogo suizo Hermann Fol, que observó al microscopio cómo un espermatozoo de estrella de mar se adhería al óvulo y lo fecundaba, concluyeron siglos de especulaciones sobre el cómo, dónde y por qué se producía realmente la fertilización de una mujer.

Es decir, hace sólo 100 años que hemos «descubierto» el «secreto» de la vida…

¿Cómo podríamos imaginar siquiera los medios o canales de fecundación de una civilización que pueble nuestro propio planeta o cualquier otro, dentro de un millón de años?

Esto, precisamente, pudo ser lo ocurrido hace 2000 años en las tierras de Israel con aquellos «astronautas» llegados de Dios sabe dónde.

Aquellos seres —tan cercanos a la Fuerza Creadora— pudieron «transportar», incluso a distancia, la «carga genética» necesaria para colmar el óvulo de la Virgen. Quizá algún día nosotros también lleguemos a descubrir que la fecundación de la mujer es posible sin tocarla siquiera. Imaginemos por un momento la posibilidad de manejar esa «carga genética», pero sin necesidad del «estuche» que lo transporta: el espermatozoide. Si descubriésemos un sistema para que dicha «carga» no se dañase en su nuevo estado, quizá fuese posible «lanzarla» o «dirigirla» desde el exterior hasta el óvulo de la mujer.

En este caso, la fecundación sería perfecta y normal.

Pero María habría conservado su virginidad. Esto, por otra parte, permitiría la selección previa de esa «carga genética», de forma que siempre obtendríamos individuos sin taras o alteraciones. Por este procedimiento, todavía ideal para nosotros, no serían necesarios esos millones de «cargas genéticas» que —merced a los espermatozoides— ascienden en cada eyaculación hacia el óvulo.

Para ese «lanzamiento» o «transporte» a distancia habría que arbitrar igualmente un adecuado «apoyo logístico». Quizá una determinada radiación. Quizá un láser.

De aceptar esta posibilidad, el mismo «astronauta» que dio el anuncio a María pudo «disparar» sobre ella la citada «carga genética». Era lógico suponer que el «equipo» tuviese controlada la menstruación de María.

Es posible también que los «astronautas» llegaran a «desmaterializar» esa «carga genética» fuera del cuerpo de María, «materializándola» casi instantáneamente una vez en el óvulo de la Virgen. Si eran seres que podían manipular los cambios de dimensiones, ¿por qué rechazar la hipótesis? Hubiera sido suficiente, quizá, un cambio o variación en los ejes de las partículas subatómicas que integraban esos genes para hacerlos «saltar» de dimensión.

El gran problema del origen de esa «carga genética» —y puesto que estamos hablando de la Divinidad— es algo que escapa ya definitivamente a mi ridículo cerebro.

Cuarta teoría: Una acción absolutamente directa de la Divinidad.

Por último, ya lo he dibujado en otros rincones de este ensayo, no podemos descartar —incluso desde el punto de vista científico— otro tipo de «acción», absolutamente vinculada quizá a la mano o a la voluntad de esa Gran Fuerza.

Caería en mi propia trampa si cerrase el camino a otra o a otras posibilidades, tal como la fecundación de dicho óvulo humano «por la simple voluntad de esa Gran Energía que llamamos Dios».

No es mi propósito violar los límites de mi propio entendimiento. Y sé que Dios o la Verdad están mucho más allá…

Esta última tesis, naturalmente, no habría afectado al «equipo». La acción y responsabilidad habrían recaído directamente en esa Divinidad.

En cualquier caso, la virginidad de la niña podría haber quedado perfectamente a salvo. Cuantas consultas he hecho con ginecólogos han arrojado siempre el mismo fin:

La virginidad no constituye hoy un obstáculo insalvable para alcanzar la concepción.

La Medicina actual está cuajada de casos en los que mujeres que no han perdido su virginidad han quedado, sin embargo, embarazadas. Todo depende, por ejemplo, de las circunstancias y de la resistencia del himen.

Me contaba un veterano ginecólogo cómo en las Facultades de Medicina se sigue poniendo como ejemplo aquel caso de una muchacha que, tras bañarse en la bañera de su casa, quedó fecundada. La explicación era muy simple. Minutos antes, un hermano de la chica se había bañado en el mismo lugar, masturbándose. Millones de espermatozoides quedaron flotando en los restos de agua. Cuando la joven procedió a bañarse —ya pesar de haber llenado la bañera con agua limpia—, algunos de los espermatozoides lograron penetrar en la vagina, fecundándola.

Y aunque esto, evidentemente, resulta poco menos que anecdótico, los médicos sí coinciden y conciben que una mujer pueda seguir siendo virgen, incluso, después de un parto. Como decía, todo depende de la naturaleza y elasticidad del himen.

Es evidente que aquel «equipo» lo tenía todo previsto. Y entre otros «detalles», el momento oportuno para dicha concepción. Si los «astronautas» sabían de antemano el lugar y las circunstancias del alumbramiento del Enviado, no tuvieron más remedio que enfrentarse al entonces insalvable problema de las lluvias.

La época de los viajes en aquellas tierras comenzaba hacia febrero o marzo. Esto se debía básicamente al clima. En estos meses precisamente concluye la época de lluvias y sólo entonces se podía pensar en viajar. Los caminos mojados eran una grave amenaza para los peregrinos, que sólo podían desplazarse a pie o a lomos del ganado. «Rezad para que vuestra huida no sea en invierno», dice san Mateo.

Era, pues, necesario esperar a los meses secos —de marzo a septiembre— para ponerse en marcha y acudir, por ejemplo, a las fiestas y mercados de Jerusalén.

Precisamente en esa época del año crecía enormemente el número de extranjeros en la gran ciudad, que llegaban desde todas las partes del mundo para celebrar las tres grandes fiestas de peregrinación: Pascua, Pentecostés y los Tabernáculos.

Esto debían saberlo muy bien los miembros del «equipo». Y puesto que Jesús debía nacer en Belén de Judá, lo lógico es que el desplazamiento de José y María se llevara a cabo durante la época seca.

La meteorología actual ratifica esta idea.

Según san Lucas «… había unos pastores en aquella misma comarca que pernoctaban al raso y velaban por turno para guardar sus ganados» (2,8). Los meteorólogos han efectuado mediciones muy precisas de las temperaturas en el Hebrón. Esta localidad, situada al sur de las montañas de Judá, tiene el mismo clima que la cercana Belén. La curva de la temperatura ofrece heladas en tres meses: en diciembre, con 2,8 grados bajo cero; en enero, con 1,6 bajo cero y en febrero, con 0,1 bajo cero (temperaturas Celsius).

Los dos primeros meses ofrecen, al mismo tiempo, las precipitaciones más altas del año: 147 milímetros en diciembre y 187 en enero. Y puesto que el clima de Palestina no ha sufrido variaciones notables en los últimos 2000 años, estas cifras pueden servirnos de base para nuestro planteamiento.

En tiempo de Navidad reina en Belén la helada. Esto quiere decir que los pastores no podían estar al raso en pleno mes de diciembre. En esas fechas, como en los meses de enero y febrero, lo normal es que los rebaños se encuentren bajo techo. Esto coincide, además, con el ya mencionado problema de las lluvias. Este hecho, por otra parte, queda reforzado por una noticia del Talmud según la cual en aquellos lugares, los rebaños salían al campo en el mes de marzo y eran recogidos a principios de noviembre.

Esto demuestra que el nacimiento de Jesús no pudo ser en diciembre, sino hacia los meses de octubre o quizá septiembre. En ese caso, la concepción pudo tener lugar a primeros de año. Más o menos hacia enero o febrero.

Una concepción que, aunque parezca mentira, y según los textos de los Evangelios apócrifos, llenó de problemas y amargura a José y María…