XIX

Dos días más tarde del preacuerdo al que habíamos llegado en la sucursal, nos encontrábamos en un complejo de edificios, todos ellos nuevos, brillantes y acristalados, en una localidad próxima a la capital y al que habían bautizado con el ostentoso nombre de Ciudad Financiera. Allí estaba la Central del Banco donde celebraríamos el acuerdo definitivo, tal y como habíamos acordado. Marisol estaba a mi lado, cabizbaja e insegura de cuál sería el resultado final. Se había vestido elegante para la ocasión, como si tratase con ello de demostrar que no había derrota en su decisión. Esta vez había prescindido del color rojo en su etiqueta.

Por parte del banco había lo que a mí se me antojó una legión de picapleitos, todos ellos uniformados con el traje de guerra.

Un hombre que aparentaba mayor de sesenta años, calvo y con corbata roja, como el resto de los abogados varones presentes, parecía al mando, aunque permanecía mudo y ajeno a cuanto allí sucedía. Sentado en su sillón, simulaba un inusitado interés por el informe que sostenía entre sus manos y que leía a través de unas antiparras mientras profería, a intervalos regulares, exclamaciones de disgusto, aparentemente motivadas por el contenido de su lectura.

Parecía uno de esos característicos directivos que gustaban presumir de ser malencarados y convencidos de que el perfil de un buen líder exigía mirada fría y carente de humanidad. Uno de esos directivos, sin vida más allá del trabajo, que pretendían instruir a todos sus colaboradores para que continuasen una senda en pro de una empresa que, las más de las veces, al final se acabará tornando en desagradecida con el esfuerzo de sus empleados. No pude evitar sentir un cierto sentimiento de lástima por él, a la vez que pena, por toda aquella pléyade de jóvenes abogados que serían víctimas necesarias de un sistema que se había de valer forzosamente del alma de sus peones para progresar.

Qué paradojas tiene la vida.

El salón donde nos encontrábamos no tenía la solemnidad que esperaba para el evento al que nos íbamos a enfrentar. Se trataba de una sala de reuniones austera, fría, aunque funcional. Una mesa ovalada ocupaba el centro de la sala, rodeada de un cerco de doce sillas forradas de paño rojo. Estábamos situados, Marisol y yo, en un lado de la mesa, en solitario. En el otro lado, las seis sillas estaban ocupadas y, tras ellas, se encontraban no menos de otros tantos empleados que ocupaban sus puestos permaneciendo de pie. Se había hecho un reparto, sin yo saberlo, del campo del terreno de juego donde cada parte debía jugar.

No hubo apretones de manos como, supongo, sería lo habitual en reuniones celebradas en esa sala en anteriores ocasiones. Un saludo frío a mí, que en ningún momento se hizo extensivo a Marisol, fue el único acercamiento por parte de todos los presentes, con la excepción, ya esperada, del que debía ser líder de la jauría a que nos íbamos a enfrentar y que mantenía su vista impertérrito en sus escritos.

Una abogada, de aspecto muy juvenil y un bello rostro afeado por unas inadecuadas gafas de concha de color negro, rompió el gélido silencio inicial.

—Tengo el acuerdo que firmaremos en este acto; en él, Doña Marisol Romerales asume la obligación de entregar seis millones de euros al banco, que se harán efectivos mediante una trasferencia bancaria una vez firmado el acuerdo. —Las palabras resonaban en la sala. Una sala engalanada con mesa de noble, pero sencilla madera, y unas paredes cargadas con diplomas que diversas empresas expertas en asuntos de calidad habían emitido a favor de la entidad bancaria, supongo que a cambio de un precio que no debió ser razonable.

El dinero no lo llevaba encima. El acuerdo exigía primero firmar el documento, momento a partir del cual les realizaría una trasferencia telemática desde la cuenta en el banco canario donde Marisol lo tenía custodiado. A tal fin, habíamos dado instrucciones al susodicho banco.

Me sentía incómodo; me disgustaba la mirada pobre de Marisol que, a mi lado, permanecía meditabunda, supongo que confundida por el giro que en unas semanas había dado su vida. O quizá mi desasosiego era consecuencia de que se aproximara el final de un caso que, a pesar de todo, me había resultado apasionante a la vez que gratificante.

—A cambio, el banco retira la denuncia interpuesta por el robo de seis millones de euros hace más de un año, todos ellos en billetes de quinientos —prosiguió la empleada dirigiéndose a mí para buscar mi conformidad como mediador—: Don Javier… ¿Qué más, por favor? —me preguntó.

Yo, sin saber si me preguntaba por mi apellido o por si quería añadir algo más a su exposición, respondí:

—Holmes, Javier Holmes, detective privado para servir a Dios y a Usted.

Es evidente que en este caso no hubo sonrisa por respuesta a mi comentario jocoso y sí una mirada de desaprobación. La abogada, me parecía, era fiel seguidora de las enseñanzas de su amo, el directivo que parecía estar al frente del grupo y que seguía fiscalizando unos documentos que parecían no tener fin.

Había cumplido la promesa que me hice de proteger a Marisol. Ya no sería más directora de la sucursal bancaria, pero estaba seguro que el acuerdo al que habíamos llegado era lo mejor a lo que se podía optar. Dormiría tranquila, sin esperar que en el futuro otra Rose turbara sus sueños convirtiéndolos en pesadillas. Si eso valía los seis millones de euros que había costado, era algo que no sabía valorar. Por el semblante en el rostro de Marisol, deduje que ella sí lo estaba valorando en ese momento.

En el acuerdo figuraba, además, que Marisol debería tener un cargo equivalente a un puesto técnico, o bien dentro de la entidad, o dentro de alguna de las empresas filiales y con un blindaje por cuatro años dentro de los cuales no podría ser despedida. O si lo era, recibiendo un finiquito desorbitante. Era tiempo suficiente para que pudiera explorar alguna otra alternativa profesional.

Y, por supuesto, el acuerdo incluía que se les facilitase el nombre de la responsable del robo frustrado posterior al de Marisol. No supe cuál sería el destino de Rose Camps, ni tan siquiera me importaba. Sí he de reconocer que disfruté bastante cuando comuniqué su nombre y añadí su cargo tal y como ella, en su día, lo remarcó, directiva responsable de seguridad. A modo de propina, obsequié al banco con los detalles de la empresa de detectives que había colaborado con Rose sabiendo que, aunque el banco directamente poco podría hacer contra ellos, los tentáculos que este podía ejercer eran largos y fuertes y no me cabía duda alguna de que llegarían bastante lejos.

Sé que después de la molestia que me tomé en llamar a Juan Montalbán para tratar de dejar las cuentas claras y el balance entre ambos equilibrado, no parecía muy ético el dar su nombre a la entidad. Pero, bueno, podríamos calificar esta jugada como un limpio movimiento para desplazar a un competidor de la profesión. Algo que resulta totalmente habitual en otros sectores, ¿por qué no iba a ser así en el mundo de los detectives privados?

La joven abogada sobre la cual había recaído la responsabilidad de la lectura del acuerdo se encontraba a punto de dar por concluido este y preguntó de forma protocolaria:

—Y si no hay nada más, podemos dar por finalizado el presente acuerdo.

No pude resistirme. Sabía que mi apostilla no sería bien recibida y que me haría merecedor de algún calificativo poco amable, pero no estaba dispuesto a abandonar mi costumbre. Así que solté:

—Señorita, ¿no cree que para ser justos nos deberían devolver la cacerola vieja?

El directivo al mando levantó la vista por encima de sus gafas, que llevaba caídas sobre su nariz chata, y me dedicó una fría mirada durante unos breves instantes después de los cuales volvió a dedicar su atención a sus escritos. Solo eso.