IX
Eran ya tres las lunas llenas que habían iluminado mi ventana desde que dejé de saber de Marisol. Tres lunas que habían perdido el esplendor que antes sí tenían. Sus rayos ya no entraban por la noche a través del cristal para guiar mis sueños y conducirlos por la senda del descanso. Se habían olvidado de mí. Tres meses desde que Marisol se había ido, había desaparecido de mi vida dejándome sumido en el vacío más absoluto. La Nada.
Acababa de entrevistarme con Susana, la mujer que presuntamente era engañada por su marido. Había estado investigando durante unos cuantos días, cuando mi cabeza me permitía hacerlo, enfrascado como estaba en el recuerdo de la mujer que pudo haber sido y no fue. Y la conclusión del trabajo se dilató en el tiempo. No me costó mucho esfuerzo conseguir las pruebas que necesitaba para demostrar la infidelidad, pues el sátrapa que Susana tenía por marido apenas se escondía en sus aventuras. Actuaba con total alevosía sospechando que su mujer, de enterarse de sus múltiples fechorías, nada haría por falta de valor.
El marido de Susana, además de crápula, era un empedernido jugador de cartas y trasnochador, no parecía carecer de ninguno de los atributos propios de su especie. E incluso ejercía un protocolo casi carpetovetónico en sus costumbres rancias para con su mujer e hijos. En fin, de esos machos ibéricos de los que afortunadamente ya quedan menos, aunque haberlos, los hay.
Susana estaba en mi despacho, llorando desconsolada después de escuchar el humilde consejo de este investigador que le recomendaba solicitar el divorcio a través de un buen abogado y joderlo todo lo posible. Me ofrecí incluso a facilitarle el teléfono de algún leguleyo de confianza, si es que el atributo fuese posible asignar a esa profesión tan cargada de relumbrón. Mas nada de lo que mi incontinencia verbal me indujo a aconsejarla sirvió para algo más que para ahondar en su herida recién abierta.
Cuando salió del despacho, pude percibir en su semblante cierta aversión hacia mí. No sé si era por la lógica actitud que debía corresponder después de soltar un cheque de setecientos euros para que le dijese que su marido no merecía su cariño, o porque al final el síndrome de Estocolmo realmente es una piedra tan pesada que acaba por doblegar a sus cautivos. Susana desde luego era cautiva, y nada apostaría porque la inercia seguiría siendo la que guiase su camino en el futuro y, paciente, continuase cerrando los ojos mientras los granos de arena del reloj de la vida seguían cayendo.
Son muchas las veces que pienso en quién sería el guasón que nos bautizó a los humanos como seres racionales. Para mí, la mayoría de las veces y, cuando despedí a Susana esta fue una más, las personas somos un manojo de sentimientos incapaces de velar por nuestra propia supervivencia. No física, sino emocional como personas.
Susana no era una mujer dependiente, económicamente hablando, de su marido. Me dijo haber estudiado magisterio, aunque no lo ejercía, pues el legado de sus padres le era más que suficiente para vivir. De ello y de mi charla con ella, se podía deducir que su nivel cultural era amplio. ¿Qué la impulsaba a aguantar la presencia de ese indeseable? ¿Quizá el amor, quizá el miedo a él, o quizá el miedo a comenzar una vida diferente?, no lo sabía y no me quedaba otra cosa más que hacer que un ejercicio de cinismo y decirme a mí mismo que se trataba solo de un trabajo y que nada más podía hacer por ella.
Y de nuevo estaba sin un mal caso en que ocupar mi tiempo. El otoño había irrumpido en nuestras vidas hacía ya un mes y con él no habían venido nuevos clientes. Tan solo un colega me había dado un encargo, pequeño, pero que había servido para rellenar un poco mis largos ratos de asueto laboral forzoso. Había quedado con él por la tarde para tomar una caña, o quizá más y darle mi informe con la conclusión del encargo y las pruebas que necesitaría ante su cliente.
Juan López Montalbán estaba sentado en la barra de la cafetería del gimnasio donde solía entrenar y ejercitar mi cuerpo, cuando así me apetecía, que era menos frecuente de lo que resultaba conveniente. El gimnasio se ubicaba en un bajo que debió construirse con la intención de ser un garaje, pero cuyo dueño decidió darle un uso más rentable. No andaba falto de máquinas con las que entrenar, tanto para ejercicios de fuerza como de trabajo para perder peso. Nada más salir del gimnasio, hacia la derecha, había una cafetería a la cual denominábamos, haciendo un derroche de originalidad, como el bar del gimnasio y era en la que habíamos concertado la entrevista.
Mi ángel benefactor tendría unos treinta y cinco años, o quizá algunos menos, físico agradable y un don de gentes del que Nuestro Creador a mí me privó desafortunadamente. Eso hacía que con frecuencia él tuviera más trabajo del que podía atender, de lo cual yo me había beneficiado desde que lo conocí en alguna ocasión. Trabajaba para una gran multinacional aseguradora e investigaba los posibles fraudes en las bajas laborales. A la vez, regentaba una oficina como detective, menos modesta que la mía, facturando a la empresa aseguradora a través de ella.
No lo conocía desde hacía mucho, pero ya habíamos forjado una confianza que, aunque no se podría calificar como amistad, sí nos permitía unos ratos de charla agradables, los cuales no dudábamos en acompañar con unas cañas de cerveza que nos ayudaban a reponer los líquidos desperdiciados en el gimnasio. A mi edad, el riesgo de padecer una severa deshidratación comenzaba a ser peligroso y debía vigilarlo necesariamente.
El susodicho que yo había tenido que investigar, por encargo de Juan, había solicitado la incapacidad laboral por problemas en la rodilla, puesto que trabajaba descargando cajas en una empresa de transporte por carretera y la supuesta lesión le impedía realizar su labor. Y, además, achacaba a la empresa la culpa del daño por no disponer de los medios de prevención adecuados. Pero en mi informe figuraban fotos de cómo, durante su baja laboral, seguía arbitrando partidos de fútbol regional. Supongo que a partir de que mi informe llegase a su empresa, tendría más tiempo para arbitrar.
No soy yo quién para juzgar: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados», creo que le corresponde el mérito a Lucas, aunque no lo podría asegurar, ya que la religión y yo discutimos hacía ya unos cuantos años y nuestra reconciliación no se veía próxima. Cierto es que me sabe mal ser portador de noticias de las que sé que inevitablemente perjudicarán a mi investigado. A él y a su familia, que probablemente sea menos culpable. Pero no es menos cierto que una Sociedad se debe regir por unas normas que, gusten o no, deben ser cumplidas. Y lo que este hombre estaba haciendo era un fraude en su propio beneficio. Por lo menos esa era la reflexión que me ayudaba a liberarme de la carga que me suponía entregar el informe a Juan Montalbán.
—Gracias, Javier, siempre tan eficiente en tus labores —me dijo—. ¿Cómo te trata la vida?
Le contesté:
—Pues como decía el Clodomiro de la canción de los de Palacagüina, me defiendo como gato panza arriba.
Él ya sabía de Marisol y de cómo aquel asunto había excedido lo puramente profesional y me había convertido en un enamoradizo púber. Las conversaciones entre colegas en el gimnasio a veces llevaban a esa intimidad.
—¿Te siguen persiguiendo los carnosos labios de tu directora, sapito? —me lanzó no exento de un cachondeo que no fue bien recibido por mi parte.
—Sí, Juan, sigo con mi mal de amores —le respondí en un tono que en nada invitaba a que continuase con la sorna. De no haberse tratado de alguien que me estaba ayudando a sobrellevar esa etapa de sequía profesional, no le hubiera consentido el tono jocoso de su guasa.
—Pues por dos rondas más estoy dispuesto a hacerte un regalo que no podrías pagarme, aunque vivieses siete vidas, como los gatos —me soltó con voz socarrona y con un volumen de voz que hizo que el camarero, sin más indicación, ya se presentase delante de nosotros, solícito, para recibir el encargo.
Eran cuatro las rondas que acumulábamos y el camarero, para nuestra vergüenza, conservaba las jarras vacías en la barra. Afortunadamente, se trataba de una cerveza rubia y bastante floja en cuanto a graduación. En alguna ocasión anterior, habíamos consumido otro tipo de cerveza, de tono más oscuro y con más grados, que nos había hecho considerar seriamente el quedarnos a dormir en el bar. Por fortuna esta vez no fue así.
Yo estaba dispuesto a las cervezas que hicieran falta hasta que Juan López me desvelara ese regalo que tan buen pálpito me daba.
—Verás —arrancó—: Cuando me hablaste hace unos días de tu lance con la ladrona del banco, hice un par de llamadas, digamos que como consecuencia de mi deformación profesional. Me referiste que Marisol te había dicho que después de cometer el robo se fue a Portugal con intención de abandonar el país, y llamé a algún amigo que tengo en Lisboa. Bueno, más que amigo, es un confidente que acostumbra a trabajar para la policía de allí y que, por coincidencia con un caso que tuve yo en Lisboa, conocí con satisfacción mutua. No tenía muy claro, cuando lo llamé y le pedí ayuda, que fuese a pescar algo, pero el anzuelo lo lancé.
Mi corazón estaba latiendo a un ritmo que me parecía difícil de seguir soportando.
—Sigue, por favor, y deprisa —acerté a decirle con la esperanza de que un pez muy grande hubiera acudido al señuelo.
—Tranquilo, Javier, que a tu edad el riesgo cardíaco es más que una posibilidad —seguía mofándose de este humilde servidor, disfrutando de su posición de dominio—. Verás, ayer me llamó para decirme que en las fechas siguientes a la que yo le di, partió un carguero desde Lisboa, en el cual, y por la noche, se subió una pasajera que se aproximó en un taxi. Parece ser que quién estaba a cargo del control de acceso no le preguntó a tu princesita hacia donde se dirigía, a pesar de que a esa hora no había barcos comerciales de pasajeros y era de noche. El dinero, supongo, lo puede todo. Un empleado del puerto la vio, cargada con dos maletas, subir al carguero con la ayuda de uno de los oficiales que bajó por la pasarela para recibirla y coger su equipaje.
Descansó un instante, supongo que para dar más emoción y teatralidad a su discurso y a la vez para remojar una boca que con tanta palabrería se le debía estar secando.
—Según me han trasmitido, la chica estaba de muy buen ver —y acompañó la frase de un guiño y un leve codazo de complicidad.
—Dime, Juan, hacia dónde iba ese maldito barco —dije a mi colega incapaz de seguir soportando la incertidumbre a la que me estaba sometiendo con su parsimonia y con su deliberada mofa.
—Otra jarra y, por favor, deja la galbana aparcada y retira esto de la barra, simpático —le increpó Juan al camarero. Y continuó—: Verás, seguimos la pista del empleado que permitió el acceso al puerto a tu directora y con un poco de, digamos, calderilla, y con la palabra de que no revelaríamos su nombre en ningún caso, nos dio los datos de la empresa que lo había llamado para que no pusiera objeciones al acceso de una pasajera que iría esa noche con dos maletas para subir a un carguero en el cual le habían acondicionado un camarote. Supongo que a cambio de dinero.
—El dinero que todo lo puede —me lamenté haciendo uso de una frase en nada original, aunque no por ello carente de verdad.
—Seguimos la pista de la empresa y resulta que se trataba de unos viejos conocidos nuestros que tienen su sede aquí, en Madrid. Ya sabes que el mundo es un pañuelo. En fin, que después de soltar otro poco de calderilla, ya sabes, y de prometerles que la información no era para la policía, sino para que un amante pudiera recomponer su corazón, me dieron toda la información que necesitábamos, incluido el nombre que consignaron en el nuevo pasaporte que le entregaron a tu princesita, junto al pasaje y a una reserva en un hotel de la capital canaria. Aunque ya lo habrá sustituido por otro hotel —me dijo.
No me gustaba cada vez que se dirigía a Marisol con el calificativo de tu princesita, pero no era momento para interrumpir a Juan, del cual esperaba ansioso que continuase hablando. Las dos jarras estaban sobre la barra, con la espuma desbordando sobre el posavasos. Era uno de esos camareros engalanado con un traje que a todas luces no merecía y cuyos ademanes, aparentemente exquisitos, no se correspondían con su profesionalidad.
—Qué estirado es este pavo —me dijo. Y prosiguió con su perorata—: El barco no partió a tierras sudamericanas, Javier. Zarpó al Puerto de la Luz, en Las Palmas de Gran Canaria.
Cuarenta euros de cerveza me había costado la información. Cuarenta euros pagados con el mayor de los gustos, y toda mi fortuna hubiera pagado por esa información de haber sido preciso y, por supuesto, de haberla tenido.
La información lo valía. Pero ahí no terminaba el regalo de mi camarada, al que acababa de ascender a la categoría de amigo para toda la vida. Juan, que no andaba escaso de recursos, había contratado un detective local para que visitara los hoteles de la zona, primero los más lujosos y acabando en pensiones próximas al puerto de La Luz si hubiera sido necesario. Enseñando su fotografía, no fue difícil localizarla en un establecimiento de la capital, cerca del puerto, después de rastrear desde el primer hotel donde inicialmente se alojó. Su nombre, Margarita Alcedo, de cuarenta y siete años y natural de Valladolid.
—Considéralo mi regalo de bodas —me dijo levantando su jarra, haciendo gesto de brindar. Un gesto que correspondí, sabedor de que acababa de contraer con mi amigo una deuda de colosales proporciones.
Marisol se había despedido de su trabajo, por carta, el mismo día en que partió. En el banco dijeron que no había pedido indemnización alguna, y ellos habían renunciado ya a cualquier reclamación por incumplimiento del preaviso que tenía consignado en su contrato. Tampoco en el banco tenían sospecha alguna de que los seis millones en billetes de quinientos estuvieran en una maleta en tierras canarias. Solo una persona sabía lo del robo de Marisol en el banco y, probablemente, Rose no volvería a abrir la boca a ese respecto. O por lo menos esa era mi esperanza.
Ya en casa, tardé unos minutos, mejor dicho, unos segundos, en repasar los trabajos que me quedaban pendientes de concluir, previendo el tomarme unos días sabáticos y desaparecer de la geografía madrileña durante unos días. Efectivamente, y tal y como suponía, ninguno.
No obstante, decidí poner un cartel en la puerta de mi despacho, al lado del que contenía mi nombre profesional grabado sobre la placa de latón marchitada, y derivar las potenciales visitas a mi amigo y colega Juan, al que nunca le podría estar lo suficientemente agradecido.
Con no poco esfuerzo, conseguí acceder a internet y localicé un billete de avión con un buen precio en una compañía de bajo coste con destino a Las Palmas, Aeropuerto de Gando. La energía gastada para obtener mi billete de avión resultó desproporcionada, ya que nunca he mostrado un arte especial en las lides informáticas, mas no ímproba. Y tras poco más de una hora, conseguí tener en mi mano impreso el pasaporte a lo que podía ser mi felicidad. O al menos eso era lo que yo esperaba.
¡Ingenuo el ignorante que mira a su futuro cargado de optimismo!
Sabía que el riesgo de no encontrar a Marisol era elevado, pero no era eso a lo que más temía, sino a su posible rechazo al verme, el cual, de producirse, se me clavaría en el corazón. Pero lo iba a intentar. No estaba dispuesto a continuar mi vida de detective sin explorar la única baza para obtener la felicidad que en este momento tenía en mi poder. Porque sin Marisol Romerales, no tenía ninguna posibilidad de ser feliz.
Así que dispuse de lo necesario para el viaje y tomé un taxi hacia el aeropuerto.