I
El sol castigaba con toda su crudeza el asfalto de la gran ciudad; era una hora temprana, pero todo hacía pensar que la canícula estival no tendría piedad e, inmisericorde, castigaría a todos sus habitantes.
La previsión meteorológica que estaba leyendo en el periódico se presentaba acertada, sería un día muy caluroso. Pero en el diario no encontré pronóstico alguno que aventurase lo que me traería la jornada que acababa de comenzar. Estaba a unos minutos de sucederme un hecho que cambiaría el curso de mi vida, pero eso aún no lo sabía. Todo, de momento, era igual que el día anterior y que el anterior y probablemente que el siguiente. O ya no.
No soy hombre dado a los placeres mundanos y acostumbro a resignarme ante aquello que la fortuna tiene a bien obsequiarme. No obstante, todas las mañanas gusto de tomar un humeante café acompañado de churros, nunca más de tres. Y aunque no siempre, muchas veces los acompaño de un chupito de orujo leonés que el dueño del bar, Manuel, me ofrece como casero. Y eso era lo que acababa de hacer mientras me disponía a acudir a mi oficina situada en un barrio céntrico de la urbe. Allá en una cuarta planta donde el arquitecto, en su día, olvidó proyectar el ascensor.
Era una zona agradable dentro del Madrid tradicional, aunque el edificio donde se situaba la oficina era antiguo. Con tan solo entrar en el portal, el aroma a madera añeja y a humedad de la escalera ya avanzaba lo que sería el resto del edificio. Conoció tiempos mejores y, como prueba testimonial, estaba la ostentosa entrada que aún conservaba una zona habilitada para un portero inexistente en la actualidad.
Cuatro plantas eran las que había que ascender por unas escaleras que crujían con cada paso por las grietas que el tiempo y la falta de mantenimiento de la casa habían producido en ellas. Cuatro largas y tediosas plantas que llevaban a mi oficina y que todos los días debía recorrer. En la puerta de mi despacho colgaba una placa de latón, ya ajada por el tiempo y la humedad, en la cual rezaba «Javier Holmes, Detective Privado». Por supuesto era mi verdadero nombre, pero no mi verdadero apellido. De pequeño crecí disfrutando con la lectura de obras detectivescas de grandes escritores, y Sir Arthur Conan Doyle fue el más destacado de ellos; por lo que en mi vida profesional decidí obsequiarle con un guiño, aunque ello pudiera parecer pretencioso por mi parte. No obstante, no fue el único detective que con su sagacidad me deslumbró. Otros como Poirot o Miss Marple no me dejaron indiferente.
Recuerdo abundantes noches de la infancia acurrucado bajo la colcha de mi cama y perseguido por un enorme perro en Dartmoor, mientras Holmes, agazapado, aguardaba dar con la respuesta al enigma sin más herramienta que su ingenio y sin más aliados que la providencia y su fiel amigo Watson. De estos dos atributos yo carecía, pues amigo y colaborador fiel no tuve ni tengo. Y de ingenio, en fin, el lector más adelante encontrará respuesta.
Pero si en algún detective hubiera de reencarnarme, si es que eso fuera posible, ese sería en Philip Marlowe. Un tipo duro, irreductible y descreído. Con un código moral que en nada encajaba con el de la sociedad en la que le tocó en suerte vivir, pero eso sí, capaz de discernir entre lo claro y lo oscuro, el bien y el mal. Un detective rudo en sus formas y a la vez un personaje entrañable, amante de la poesía y filósofo. Y héroe a su pesar.
Mi despacho cumplía todos los tópicos al uso de los detectives en los filmes de cine negro americano. Era viejo, pequeño, desangelado, con un cierto hedor a cerrado y, por supuesto, falto de clientes. Pero ese día en lo último sería una excepción y, como tal, me sorprendió. Apenas accedí al rellano que daba a mi puerta, en un banco que para las habitualmente inexistentes visitas había y que compartía con la otra oficina de la cuarta planta, que nunca tuve muy claro a qué se dedicaba, reposaba una mujer rubia de edad indefinida, aunque no superior a los cuarenta años, y con unas exquisitas piernas. Este último detalle fue el que más atrajo mi atención. Esperaba paciente, recostada cómodamente y con un brazo apoyado en el respaldo del banco, como si me ofreciera invitación a sentarme a su lado y recostar mi cabeza en su regazo. Pero seguro que no era eso lo que ella esperaba de mí, así que no lo intenté.
Prometo que el siempre frío, húmedo y lúgubre rellano nunca tuvo tanta luminosidad como ese día.
Mi cara de asombro debió provocar en ella la dulce sonrisa que tenía dibujada en su rostro y que me sedujo aún más, si cabe, que sus propias piernas. Los labios carmín, gruesos y sensuales que rodeaban su gesto alegre, delataron que disfrutaba con la mirada absorta que yo tenía y de la que era prisionero. Su voz aterciopelada me sacó de mi letargo:
—Observo que no anda usted muy acostumbrado a que lo visiten; lo digo por la sorpresa de su cara al ver una cliente esperándolo, porque no se haga ilusiones, señor Holmes, soy una cliente.
Ella me sacó cruelmente de dudas en previsión de que yo pudiera albergar alguna al respecto de su visita.
—Pues francamente visitas tengo —conseguí a duras penas articular—. Pero a Dios pongo por testigo que de su belleza nunca. —Por supuesto que fue un buen comienzo. Manido sí, pero en circunstancias tan improvisadas no pude hacer mucho más. Un piropo, siempre que sea comedido y dicho con la sana intención de obsequiar a una mujer, debería ser siempre bien recibido, o al menos eso era lo que yo pensaba. Esta vez parece que fue así y mi interlocutora lo encajó con desenvoltura.
Abrí la puerta de mi oficina, con un poco de vergüenza al escuchar el quejido de la antigua puerta de madera que aullaba por su edad y por mi falta de atención a ella. Unas gotas de aceite en las bisagras no la hubieran rejuvenecido, pero sí silenciado. A la vez que a mí me hubiera evitado el sonrojo ante una mujer que a todas luces se hubiera merecido una entrada más triunfal.
Mi despacho contaba, a pesar de su sobriedad, con un par de sillas de madera, que en el lado opuesto a la mesa permitían un cierto grado de comodidad a mis clientes. Pero lo justo para que estos desearan abandonar el despacho una vez concluidas sus pretensiones. La mesa soportaba unas revistas de cine, amontonadas desordenadamente, que habitualmente adquiría en el quiosco y que daban contenido a un escritorio que no acostumbraba a tener encima carpetas con los casos en curso. Las paredes, tan austeras como el conjunto, solo veían interrumpida su uniformidad cromática, de un gris viejo, por un marco que rodeaba y daba forma a un diploma de la Asociación de Detectives a la que yo pertenecía. Exhibía mi certificado con el ánimo de transmitir seguridad y confianza a aquellos clientes que, una vez dentro, sentían un irrefrenable, y, por otro lado, lógico y previsible, deseo de salir.
Por lo demás, el despacho era confortable, a lo cual contribuía un cómodo sillón, de un recubrimiento de tela negra raída por el tiempo y que había sido aliado mío durante no pocas siestas vespertinas.
Mi clienta, que aún no lo era, se sentó mientras balanceaba de manera coqueta su melena rubia y me miró con aire no falto de desdén. Por supuesto que me cautivó. Sus ojos claros, entre grises y azules con la luz del despacho, eran inquietantes, seductores y me miraban escrutándome; probablemente tratando de desgranar cuánto de buen detective había en mi persona. Deseaba que el resultado del análisis por parte de esos ojos me fuera favorable, aunque dudas no me faltaban de que fuera a ser así.
—Mi nombre es Rose, dejémoslo así, sin apellidos, y soy la encargada de seguridad de una entidad financiera cuyo nombre en este momento no es procedente desvelar; más tarde si acaso.
Yo escuchaba absorto por la oficiosidad con que pronunciaba las palabras y por el misterio que deliberadamente otorgaba a su enunciado, omitiendo detalles como su apellido, que deberían ser insignificantes, pero que podrían no serlo.
Prosiguió solemne:
—Hace más de un año, en una de las sucursales de la entidad, de la que soy una directiva responsable de seguridad, se produjo un robo. ¡Seis millones de euros desparecieron de la caja!, o mejor dicho, fueron cambiados por una cacerola oxidada. Todo en billetes grandes, de quinientos euros.
No se me escapó la ostentosidad con la que exhibió su cargo ante este humilde detective, aunque no llegó a impresionarme.
—La cerradura de la caja se encontró destrozada y de forma un tanto chapucera —continuó.
¡Seis millones por una cacerola y encima oxidada!, en ese momento conseguí articular:
—El cambio no fue del todo malo, al menos les dejó la cacerola. Podría haber sido peor.
Pero tan pésimo chiste debió estropear aún más la pobre imagen de mí que mi clienta, que aún no lo era, tenía. Su sonrisa se desdibujó, afeando ligeramente su rostro, mientras se refirió a mí con una mueca que no me resultó agradable.
—No es cosa de bromas, por favor.
Aprendí la lección.
No es que me tome los asuntos profesionales a broma ni que con mi comentario pretendiera restar oficiosidad al asunto que se me presentaba. Lo cierto es que considero que la vida tiene demasiados tintes dramáticos como para no saber edulcorarlos con alguna broma inocente, como había sido el caso. Pero Rose no lo debió considerar así y tuve que pedir disculpas por si ella hubiera considerado inapropiado mi comentario. No se trataba de ahuyentar en la primera oportunidad que se me presentaba a la primera cliente importante que había pisado este despacho.
—El caso es que el banco grababa el interior de la oficina en una cinta de vídeo, en formato VHS, y esta apareció destrozada. Todo apuntó a que unos profesionales habían saqueado la caja y se llevaron el dinero. Ese fue el resultado del informe policial que se archivó y que resumía las tres semanas de investigación —prosiguió Rose mientras yo, con los codos sobre mi mesa, sujetaba mi cabeza para que mis ojos se mantuvieran a la altura de los suyos.
¡Díscolas pupilas que dirigían su mirada al libre albedrío sin el permiso previo de su dueño!
Rose continuaba su exposición:
—El personal de la sucursal fue interrogado. Normalmente, el banco no custodia en su caja una cantidad superior a los cien mil euros durante el fin de semana, pero ese viernes, un cliente importante había hecho un depósito extraordinario de forma inesperada. No nos dio tiempo a organizar el traslado a la caja central que la entidad tiene y que, lógicamente, cuenta con importantes medidas de seguridad para su custodia. Eso hizo saltar las alarmas del banco. ¿Por qué los ladrones conocían la existencia de una cantidad extraordinaria de efectivo? Durante toda la investigación, tanto desde la que se inició por parte del banco, como la llevada a cabo por la policía, se trabajó con la hipótesis de que los ladrones habían contado con el apoyo, directo o indirecto, de alguien de dentro y que les había facilitado cierta información, incluyendo no solo el dato del dinero, sino la forma de entrar sin hacer saltar la alarma. Aunque lo cierto es que el estropicio de la cerradura a veces hizo dudar de la profesionalidad de los cacos.
Poco a poco, mientras Rose iba desvelando los entresijos de su relato, el embelesamiento por ella se iba transformando en interés por la historia que me transmitía. Y por supuesto comenzaba a inquietarme la posibilidad de negocio que mi olfato percibía. No es que este anduviera demasiado acostumbrado a los grandes negocios, es más, andaba algo atrofiado por la falta de uso, pero ya iba siendo hora de estimularlo y esta parecía ser una ocasión prometedora.
—Resulta que la directora de la sucursal, de nombre Marisol y apellido Romerales, había viajado a Albacete durante el fin de semana y fue la última en salir el viernes. Así lo corroboró el personal de la propia oficina —prosiguió Rose—. El banco no pudo más que asumir que el robo fue realizado por profesionales, y con el informe policial que así lo atestiguaba, el asunto se archivó y no hubo más investigación. Esto fue hace doce meses y una semana, y hasta ahora no habíamos tenido noticia alguna del robo —acabó la frase dando paso a un silencio premeditado, supongo que para darme tiempo a deglutir la información que me había proporcionado.
Rose, no lo había dicho, llevaba un perfume intenso, una fragancia que desde que mi pituitaria la percibió no paraba de evocarme el recuerdo placentero de otra mujer. En mi vida no había habido demasiadas mujeres, pero digamos que la fortuna me ha sonreído en ese aspecto más que en el terreno profesional. Creo que al igual que el Grenouille de Patrick Süskind, he nacido con un sexto sentido ubicado en mi pituitaria, lo cual me hace especialmente sensible al evanescente reino de los olores. Resulta interesante cómo un olor, que a menudo puede pasar desapercibido de manera consciente, logra ser el ingrediente decisivo para influir ante quién lo percibe. Me gustaba el perfume de Rose.
—Hace unas semanas, una de las empleadas de la sucursal donde se produjo el robo se puso en contacto con un ejecutivo de alto nivel de la corporación central del banco. Se trataba tan solo de una conversación informal entre conocidos frente a un desayuno en la cafetería. La empleada, cuyo nombre no le voy a desvelar, de manera informal, puso al descubierto sus impresiones sobre el robo que se produjo. No fue demasiado explícita en su comentario, pero sí lo suficiente como para sembrar la semilla de la duda. Una semilla que germinó por azar cuando dicha conversación llegó al responsable de seguridad interna del banco.
La historia comenzaba a calar en mi olfato de detective; aún era pronto, pero olisqueaba algo bueno. Algo diferente a lo que tristemente estaba acostumbrado. Esperaba no estropearlo.
—Parece ser que la directora de la sucursal había cambiado de actitud a raíz del atraco. O al menos esto fue lo que la empleada transmitió. Al poco tiempo, sustituyó su coche por otro, nada demasiado ostentoso, pero nuevo y grande. Además, redujo su jornada y dedicación de manera progresiva, lo que supuso un punto de inflexión en su tradicional buen hacer. Su actitud frente a los problemas cotidianos de la oficina, o su actitud frente a la propia corporación bancaria había variado. Y también estaba esa sonrisa perenne que se había adueñado de su cara, una sonrisa que en muchas ocasiones, cuando hablaba del propio banco, dirigiéndose a sus compañeros, rayaba lo insolente. Nada demasiado anómalo como para que la entidad comenzase una investigación que la pudiera llevar al escándalo. Pero sí lo suficiente como para que yo esté aquí para pedirle que investigue si fue Marisol quién se llevó el dinero. De ser así, ya sabríamos a quién devolver la cazuela oxidada —me correspondió a mi anterior broma.
«Muy suspicaces estos de seguridad», pensé, pero no dije ante el temor de espantar a Rose, lo que después de la tarjeta amarilla ya acumulada hubiese podido suponer expulsión directa.
En ese momento me arrepentí sobremanera de no haber instalado ese equipo de aire acondicionado que una publicidad furtiva en mi buzón me aconsejó instalar al inicio del verano. El calor comenzaba a ser asfixiante. Mi clienta, que aún seguía sin serlo, pero ya se aventuraba que lo sería, impertérrita y ajena a cualquier atisbo de sofoco, amenazaba continuar con su relato. Pero preferí irrumpir con una de mis intempestivas preguntas, eso sí, esta meditada previamente:
—¿Y por qué acude a mí y no a otro detective?
He de decir de mí que soy de esas personas anodinas que no acostumbran a concentrar las miradas de los demás. Ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni fuerte ni débil, aunque a fuerza de gimnasio he conseguido desarrollar ciertos músculos que confieren a mi físico un cierto atractivo. En fin, que podría pasar desapercibido perfectamente. La cincuentena estaba tan próxima que ya la daba por descontada. Y por si en algún momento el hecho de que en breve cumpliría medio siglo se me olvidaba, un espejo grande suspendido en la pared de mi habitación se empecinaba todas las mañanas en devolverme la imagen de un hombre serio, con sienes plateadas, que es como eufemísticamente se llama al pelo canoso, y unas más que incipientes arrugas en mis ojos. Afortunadamente, el deporte habitual retrasaba los efectos devastadores del tiempo.
Pero como de todos es sabido, el tiempo es el peor enemigo del ser humano, siempre vence.
La pregunta no fue un ejercicio de falsa humildad. Se me hizo especialmente interesante, pues no acaba de entender que una ejecutiva deslumbrante, representando a una entidad financiera que intuía muy solvente, acudiera a este humilde investigador en cuyo haber no se contaban muchas llamativas resoluciones de casos relacionados con robos a bancos. Bueno, para ser honesto, no se encontraba ninguna. Aunque eso pudiera cambiar en algún momento.
Pero la respuesta me sorprendió por lo inesperada, y mi autoestima bajó unos cuantos enteros.
—Verá —dijo Rose—, no queríamos un escándalo, sobre todo si errábamos el tiro. Por eso entramos en una página de búsqueda en internet y elegimos la agencia que menos fama parecía tener. Alguien a quién la prensa no fuera a asociar con el banco, en el caso de enterarse de que este seguía investigando el robo. No queríamos reabrir oficialmente el caso y, mucho menos, que de ello se enterasen en los medios de comunicación, y más señalando la culpabilidad potencial de un empleado. No queremos revestirlo de oficialidad, pero sí quiero que sepa que se trata de algo importante para el banco y para mis objetivos profesionales dentro de mi departamento.
Se produjo un breve y molesto silencio.
—Porque esto, señor Holmes, es un gran asunto. Supongo que estará usted a su altura —remató.
Fue duro el golpe, mas lo supe encajar. ¡La agencia que menos fama parecía tener!
—Prosiga, por favor —dije haciendo un alarde de entereza y presumiendo de una flema británica que en absoluto tenía.
El encargo no se hizo esperar.
—¡Señor Holmes!, quiero que investigue a Marisol Romerales.