V
Compré unas pobres viandas en el supermercado que estaba de camino a mi oficina y me las llevé a mi despacho, ya que no me sobraba mucho tiempo hasta las cinco de la tarde, hora en la que había quedado con Marisol. Mientras engullía lo que en la publicad del envase se definía como sándwich de atún, ojeaba los escasos papeles que Rose me había entregado mencionando a los empleados e insistiendo en que entre ellos figuraba su confidente. Buscaba si alguno pudiera haber sido cómplice de Marisol o si pudiera tener alguna relación con el robo. Y sobre todo me interesaba conocer quién, con su delación, había alertado sobre el comportamiento de la directora. Probablemente ella, ya que Rose se había referido a una empleada, pudiera tener algún otro interés en este asunto.
Eran en total catorce empleados. Dos hombres, un subdirector y un gestor comercial. El resto eran mujeres repartidas en categorías comerciales y administrativas, además de Marisol. No podía descartar a priori a nadie, pero los únicos que poseían acceso de manera individual a la caja eran Marisol y el subdirector. Aunque, claro, la caja la habían reventado. ¿Para qué tendría que forzar la caja alguien que la podía abrir porque conocía cómo hacerlo? Quizá la apertura era retardada, o precisaba de dos llaves. No lo sabía, pero tendría que comprobarlo.
Marisol fue la última en salir del banco ese viernes. Lo que ocurrió desde que ella abandonó la sucursal hasta que el lunes dio comienzo con el aviso de robo, de momento yo no lo sabía.
Repasé las últimas conclusiones de mi investigación. A Marisol le dije que alguien había entrado con posterioridad y que había visionado la cinta adicional, obteniendo pruebas de que ella había sustraído el dinero. Poco después, el segundo ladrón decidió simular daños en la caja fuerte para, siendo empleado del banco, desviar la atención. Pobre engaño el mío, pero era el único punto de partida para avanzar; un señuelo. Eso explicaría el motivo de por qué la caja estaba abierta y estropeada, cuando a Marisol no le era necesario. A ella le hubiera bastado con abrir la caja el mismo viernes, llevarse el dinero y destruir la cinta.
¿Por qué el lunes la caja estaba reventada?, ¿quién sabía que dentro había una cantidad inusual de dinero?
Las preguntas venían de manera desordenada; una en especial que ya repetí a Rose cuando vino a verme: ¿Por qué el banco acudió a un detective de medio pelo para investigar el robo de seis millones de euros?
Marisol fue puntual al presentarse en mi oficina; y no perdió el tiempo con florituras y mucho menos presentando alguna excusa por haberme dejado abandonado esa misma mañana en el hotel. Ni tan siquiera me dio dos besos antes de sentarse ante mi mesa, que probablemente fuera lo que más me dolió.
Comenzó sin preámbulos su premeditado discurso:
—Ese viernes, yo me disponía para ir de viaje; Pepa fue la última en verme. Ya no trabaja en la sucursal, la sustituyó Nuria, a la que ya conoces, la del pelo azul. Cuando me fui, dejé la alarma activada, la cual no saltó en todo el fin de semana. A la vuelta me encontré a un inspector que me interrogó. Acudí a múltiples interrogatorios más, donde me preguntaron sobre quién sabía lo que la caja contenía, sobre quién podía desconectar la alarma, quién podía abrir la caja. Me preguntaron si sospechaba de alguien. Pero todo el esfuerzo policial fue estéril.
La miraba, o mejor dicho la contemplaba, expectante.
—De la actuación policial que apenas duró un par de semanas —continuó—, lo único que pude corroborar es el por qué esa institución, en general, es tan denostada por la ciudadanía. Aprecié motivos más que suficientes. —Desde luego Marisol había hecho sus deberes y tenía la lección aprendida.
Yo escuchaba y mostraba interés por las respuestas que en su momento dio a la policía, pero más que eso, deseaba levantarme y hacerle el amor al igual que la noche anterior. Acerté a preguntar:
—¿Quién sabía dentro de la sucursal que había seis millones en la caja y que estarían durante todo el fin de semana en ella?
—Sólo cuatro personas, el subdirector Antonio, Noelia, la cajera que me acompañó a la caja a depositar el dinero, Pepa, que era mi asistente, y yo —me contestó. Tendría que profundizar en las causas de por qué Pepa ya no estaba en la oficina.
—De la sucursal, nadie más. Del banco, sí. Tengo obligación de comunicar a Luis Marín, mi jefe de zona, cuando alguien hace depósitos cuantiosos —me explicó Marisol.
—Y supongo que así lo hiciste —dije yo.
—No cuando debía haberlo hecho. El ingreso se produjo de forma inesperada a lo largo de la mañana, y los clientes, que no pararon de entrar, me impidieron hacer la llamada a tiempo para que vinieran a recoger el dinero los de la empresa de seguridad que teníamos contratada. Envié un mensaje cuando abandonaba el banco. Mi jefe me amonestó por ello el lunes siguiente, aunque sin razón, creo —respondió.
—¿Y eso no fue un hilo del que la policía tirase durante la investigación? —inquirí desafiante.
—Sí, me sometieron a múltiples preguntas y, supongo, que investigaron todo de mí. Pero siendo inocente, como soy, nada más pudieron hacer —resolvió sin que me consiguieran convencer plenamente sus argumentos.
—¡Dime, Marisol!, ¿por qué volviste al banco el lunes si te hubiese sido sencillo huir con el dinero? —le pregunté de manera aparentemente inocente, pero cargada de maldad.
—No te enteras, sapito; debes dirigir tus pesquisas mejor, estás pinchando en hueso duro —me dijo con sangre fría—. Sabes tan bien como yo que nadie ha visionado esa otra cinta. Me subestimas, no hay cámaras adicionales.
¿Cómo podía estar tan segura? ¿Lo había investigado? Mi teoría se iba por el retrete. Aun así, me la jugué.
—Entonces, querida princesita, cómo me explicas que una persona esté dispuesta a pagarme trescientos mil euros, el cinco por ciento del botín, por descubrir al culpable y entregar el dinero. ¿Cómo explicas que esa persona, con toda precisión, sea capaz de aseverar que tú eres la ladrona y que tiene pruebas que así lo certifican?
Se quedó pensando tan sólo unos segundos, tras los cuales me contestó aparentemente muy tranquila:
—Eso solo puede ser posible por dos razones. O que me estás mintiendo y eres un vulgar chantajista que dispara a ráfaga, sin apuntar, con la esperanza de que una bala perdida alcance el blanco —y continuó con un tono más sosegado aún—: o que hay alguien que te está utilizando sin tú quererlo, con unas intenciones que en este momento desconozco. Y no creo que seas un chantajista.
Acto seguido, se levantó, giró hacia donde yo estaba, se sentó en mis rodillas, me rodeó con sus brazos y comenzó a besarme con pasión desenfrenada mientras yo me dejaba hacer. Poco a poco, los besos pasionales fueron dando paso a otros más desenfrenados, hasta que la lascivia se apoderó de nuestros cuerpos.
Adentrados ya en los procelosos barrizales de la lujuria, se me olvidaron las preguntas que faltaban por hacer. Se me olvidó hasta lo que hacía yo en ese despacho, e incluso lo que hacía en este mundo. Si es que alguna vez lo supe.
Hicimos el amor sobre la mesa de mi despacho. Esa mujer era fantástica, incansable. Yo también estuve fantástico, pero lamentablemente no incansable, aunque me esforcé todo lo que pude. Por el propio prurito personal de un divorciado y por tratar de no dar motivos para otra nota cuestionándome como amante, como la que me había dejado en el restaurante de El Escorial.
Hasta ahora, yo siempre había finalizado el acto sexual con besos tiernos, con palabras de cariño, con una copa, e incluso alguna vez había concluido con algún reproche solapado. Eso sí, las menos.
Pero nunca con una confesión. Esa iba a ser la primera vez.