III

La ventana estaba abierta y el estridente ruido de las bocinas de los coches, a bordo de los cuales, conductores impacientes trataban de esquivar el tráfico demasiado atascado como era habitual en esa vía, inundaba mi oficina de molestos decibelios. Hubiera preferido que tan entrañable encuentro hubiera estado armonizado con el canon de Pachelbel o las noches de blanco satén del quinteto británico Moody Blues. Pero no podía elegir ni tampoco cerrar la ventana por miedo a que Marisol se considerase maltratada con tanto calor y decidiera privarme de su presencia. Mi deseo era agradar a mi invitada, y hacerla sudar dentro del horno que era mi despacho no era la mejor manera.

La pregunta de Marisol era, por supuesto, además de cortés, obvia. Pero tan absorto como estaba en ese momento no había tenido tiempo de predisponerme para la respuesta. Así que improvisé y lo hice de la peor manera. Con una sandez que marcaría el devenir de la investigación:

—¿Sabe usted, señorita, lo que es un chantaje?

Sí, yo fui el primer sorprendido por las palabras que se escaparon sin mi permiso por mi boca de forma improcedente. Lo sé.

El claxon de un vehículo sonaba por encima de los demás. Pero paradójicamente había silencio en el despacho; un silencio amenazador que duró unos interminables segundos. Un silencio que fue roto por Marisol:

—Señor Holmes, soy licenciada en derecho y hasta ahora nunca he reñido con las palabras, a las cuales aprecio y trato de dominar.

Pensé si sólo a las palabras era a las que acostumbraba dominar, pero me lo callé. Prosiguió:

—Sé lo suficiente como para decirle que es un delito perfectamente tipificado en nuestro ordenamiento jurídico. ¡Y ahora dígame a qué viene esa estupidez!

Me había leído el pensamiento, se trataba de una estupidez.

Enredado como andaba en mi laberinto, no me quedaba otra posibilidad que seguir con la improvisación, rezando para no toparme con el Minotauro enfrente de mí.

—Señorita, he sido contratado por una persona que dice tener pruebas de que el robo de seis millones que se produjo hace un año en su oficina no fue obra de unos profesionales. O por lo menos si lo fue, los profesionales lo eran menos de lo que pensaban.

Yo observaba, como antiguo jugador de mus que era, la cara de mi interlocutora tratando de encontrar un rictus que la delatase; pero no se produjo. Sus ojos, ocultos tras oscuras gafas de sol, no me dejaban adivinar sus pensamientos. Ni una sola mueca la delató.

—¿Y qué tengo que ver yo con esta sucia maniobra que está tratando usted de manejar con tan escaso éxito?

Desde luego Marisol no era de esas mujeres que a la menor presión psicológica se desarmaban contando la verdad. No, estaba ante una contrincante más que digna, de la que podía esperar pocas facilidades para la resolución del caso.

Dije:

—He leído toda la información que la policía elaboró a raíz del robo. El informe oficial concluye que, durante el fin de semana, unos atracadores profesionales reventaron la caja y se llevaron el dinero, dejando en su lugar una cacerola vieja y oxidada. Pero el informe no dice de dónde sacaron la información los atracadores. Corríjame si me equivoco, pero el banco nunca acostumbra a disponer de tanto efectivo.

—No acostumbra a tener tanto dinero el banco en depósito, fue un ingreso inusual e inesperado —explicó Marisol en actitud seca y cortante que en nada invitaba al coloquio.

Pero no me dejaría amilanar y permanecí impávido. Proseguí intuyendo que la tempestad remitiría, aunque fuera levemente:

—Sé que usted declaró haber pasado el fin de semana en la provincia de Albacete, fue con su coche. Así, además, lo corroboraron algunos empleados que añadieron que usted fue la última en salir el viernes del banco predispuesta a comenzar el fin de semana. Y sé que a su llegada el lunes por la mañana, aún con la maleta de la mano, se encontró usted con todo el dispositivo policial en la sucursal.

—Usted me sorprende, señor Holmes, todo un ejemplo de detective sagaz. ¿Y le ha costado mucho deducir toda esa información de la lectura del informe policial o ha precisado ayuda para hacerlo? —mordaz, me espetó, obligándome a un imponente esfuerzo para encajar el golpe sin exteriorizar el daño sufrido.

—No he acabado aún con mi exposición, señorita; además, no mate usted al mensajero, por favor. Yo solo soy un mediocre detective al que lo ha contratado una persona que conoce bien las entrañas del banco, que conoce bien su vida y que puede probar que el dinero robado no está en poder de unos atracadores profesionales. Sino que está en su poder —me atreví a seguir improvisando arriesgando cada vez más. Sentía que la tela de araña que estaba tejiendo de manera desordenada tenía unas imbricaciones que me superaban.

—¡Lleva usted razón!, señor Holmes —me dijo en actitud mucho más amable que la mantenida por ella hasta el momento.

Pero sin darme tiempo a regodearme de mi efímero éxito, continuó recuperando el tono abrupto anterior:

—¡Es usted un mediocre detective!

Marisol se levantó, me miró fijamente a través de los cristales de sus gafas de sol, opacos para mí, me señaló con el dedo de forma amenazante y profirió en tono demasiado alto para la discreción que hasta ahora había exhibido:

—La próxima vez que lo vea será en el juzgado, ¡payaso! —El adjetivo con el que me obsequió, debidamente enfatizado, había retumbado dentro de mi cabeza como si la hubieran golpeado con un bate de béisbol. Desde luego Marisol dominaba el arte de la seducción a través del lenguaje, pero también, y por el tono con que se acababa de dirigir a mí, dominaba el arte del insulto hiriente.

Y así se marchó; esta vez no le molestó que pudiera ser observada por detrás cuando salió por la puerta dejándola abierta. Y abierta se quedó mi boca, que fue incapaz de articular ni tan siquiera una amable despedida.

Eran las cinco de la tarde y, francamente, el empuje que me suele caracterizar había desaparecido. Maldecía mi falta de planificación a la hora de enfocar mi investigación. Una falta de previsión que me había conducido a que el único canal que tenía para investigar el caso se hubiera cerrado. Fueron muy pocas las evidencias que me había trasmitido Rose Camps cuando cerramos el acuerdo, previo pago de un talón de quinientos euros como adelanto de lo que sería un cinco por ciento del dinero, si conseguía el propósito pretendido.

No sé si, en el momento de asumir el encargo, lo que me encandiló fue la personalidad de la responsable de seguridad, o lo que me llevó a aceptarlo fue la avaricia mezclada con la necesidad de trabajo que padecía, pero lo cierto es que no dudé en admitir un caso del que no disponía mucho para comenzar. Llamé a Rose, quería preguntarle por la persona que, con sus primeras impresiones, destapó el asunto; esa compañera de Marisol que emuló a Judas poniendo de manifiesto el fleco que había permanecido oculto hasta ese momento. Me parecía conveniente charlar con ella y profundizar en cuales fueron sus impresiones que la llevaron a destapar la caja de los truenos. Y con tanto retraso, además.

«No se lo voy a decir, señor Holmes, la vía de su investigación deberá ir por otro lado», fue muy escueta Rose. Y muy desagradable; me colgó dejándome de nuevo sumido en el desconcierto y sin ninguna aparente vía de continuidad. Definitivamente, se trataba de un día cargado de desplantes en el que dos mujeres se habían confabulado contra mi humilde persona.

Así que no quedaba otra cosa que continuar con el ejercicio de improvisación que había iniciado. Trataría de asustar con un farol a Marisol, que bien podría acabar con una denuncia contra mí, pero debía intentarlo.

Wiston Churchill, según le es atribuido, lo definió perfectamente: derrota tras derrota hasta la victoria final. Pero en mi caso, más que hacia la victoria definitiva, con tanta derrota parecía que estaba opositando para el desastre más absoluto.

Al día siguiente, a las nueve de la mañana, con mis churros aun descendiendo por mis conductos gástricos, me personé ante Nuria en la sucursal. Estaba sentada en una pequeña mesa próxima a la entrada. No aparentaba los cuarenta años, era morena y lucía un corte de pelo desigual y asimétrico, con un flequillo teñido de azul añil. Este lo llevaba peinado hacia el lado derecho para compensar el pelo rapado en ese lado y que contrastaba con el lado opuesto, que lo tenía más largo. Su vestuario, en cambio, parecía haber sido diseñado por un estilista diferente al que esbozó su peinado. Nuria conjuntaba su vestuario a la perfección y vestía su traje pantalón, rojo, con suma elegancia.

Yo llevaba en mi mano un ramo de rosas blancas atado con un ancho lazo de raso, y al verme, dibujó una sonrisa salpicada de un tono malicioso que la delataba.

—¿Desea ver a Marisol o lo puedo atender yo? —me preguntó sin perder de vista las flores. Si bien el atuendo que portaba era el adecuado para su trabajo y su elegancia no desmerecía, había algo en su sonrisa que no acababa de gustarme. Y por supuesto el tono de sus palabras, cargado de sorna, menos aún.

—De buena gana me entregaría a sus atenciones, pero he de decirle que mi corazón está ocupado en este momento. ¿Podría hablar con la directora? —le dije, arriesgando con la chanza, la cual estaba siendo correspondida con otra falsa sonrisa por parte de Nuria. Hasta que Marisol, que tenía la puerta abierta, salió sin dejar posibilidad a la respuesta de la empleada, seguro que de nuevo mordaz, que debía estar maquinando y que no tardaría en expeler.

—Pase usted —me soltó de forma desabrida, y esta vez sí pasó delante de mí. Llevaba un traje chaqueta con una falda negra ligeramente por encima de sus rodillas, la casaca era roja y no había abandonado sus altos zapatos, esta vez rojos. Como roja era la corbata del compañero que abandonaba el despacho de ella en ese momento. Debía tratarse del día nacional de exaltación al rojo.

Me senté, pero ella, al otro lado de la mesa, permaneció de pie, en pose altiva y arrogante, lo que hizo que me tuviera que levantar por cortesía y por miedo a una reprimenda por parte de la dueña del despacho. Le entregué las flores y me apresuré a decir que no buscaba más que el placer de volver a verla. No esperaba que se lo creyera, pero por algún sitio tenía que empezar.

Yo sabía, por lo que pude deducir de su perfil en las redes sociales en las que estaba registrada, que se encontraba divorciada desde hacía un par de años, sin hijos y que, si bien no se caracterizaba por su promiscuidad con los varones, tampoco sus amistades la calificarían de recatada. Tomó las flores sin mirarlas apenas y sin comentario de agradecimiento alguno, llamó a Nuria y pidió que se las pusieran en un jarrón con agua. Por el tono que empleó con su subalterna, deduje que se trataba de una mujer poco dada a las confianzas con su equipo, o cuando menos, con un carácter difícil, del cual yo también tenía sobrados motivos para opinar.

—¿Y bien Sr. Holmes? —me espetó demasiado agria para ser una mujer que acababa de recibir un ramo de flores.

—Quiero invitarla a cenar, señorita Romerales, deme la oportunidad, por favor. No se arrepentirá —esta vez no improvisé—. Conozco un restaurante en El Escorial que estará a su altura. Permítame disfrutar de su compañía, por favor.

Como sabía que el argumento no sería suficiente por sí solo, aprovechando su silencio y sabedor de que Marisol deshojaba la margarita en ese mismo momento, decidí contribuir a su decisión añadiendo:

—Señorita, aunque usted no lo podía saber, había oculta una segunda cámara en la sucursal. No lo sabía nadie que trabajara en la propia oficina. Se trataba de una medida de seguridad instalada por la seguridad corporativa del banco. La cinta fue visionada por un empleado de seguridad de la entidad que, después de verla, decidió destruirla, aduciendo ante sus superiores un fallo del dispositivo, y esperó su momento. Todo ello no sin antes haber sacado algunas fotos del visionado que conserva en su poder. Unas fotos donde aparece usted luciendo su belleza mientras retira el dinero de la caja del banco. Por supuesto, sin hacer el más mínimo gesto para ocultarse, puesto que desconocía la existencia de la otra cámara.

Dejé que asimilara la información sin perderme detalle de su reacción y añadí:

—Y él, o ella, ahora quiere su parte. —Mentía como un bellaco y sin poder evitar percibir que el argumento que estaba empleando tenía algún agujero que aún no había sido capaz de prever y rogando en mi interior para que, de existir ese fallo en mi demostración improvisada, este no fuera detectado por la directora.

Cuando salí del banco, era otro hombre. Inesperadamente me había dicho que sí, y a pesar de que el tono de su voz no fue muy efusivo, lo cierto es que era un segundo comienzo, aunque suene a contradicción. Esa misma tarde cenaría con Marisol Romerales, directora de la sucursal que fue robada hacía un año, presunta ladrona y mujer cautivadora.

Eso sí, antes de abandonar la sucursal, me había hecho cliente de la entidad, abriendo una cuenta a mi nombre salpicada de infames comisiones con el compromiso de traspasar todos mis ahorros a ella. Suscribí un plan de pensiones que a todas luces no me era de interés y solicité, además, el traspaso de la hipoteca que tuve que constituir hace unos años para la compra de mi despacho; todo ello a pesar de que las condiciones del préstamo no eran más favorables para mí que las que en mi actual banco tenía.

Pero ya se sabe que cuando se entra en un banco, es difícil abandonarlo indemne. Aun así, era feliz en ese momento, qué simple.

Habíamos quedado a las nueve de la noche a pie del Monasterio que marcó la transición del plateresco renacentista al clasicismo. Fundado por los monjes Jerónimos, albergaba las tumbas de los reyes que poco a poco derrotaron, ellos solos, al imperio donde no se ponía el sol. Mientras paseaba por su perímetro, contemplaba majestuoso el monte Abantos en la propia sierra de Guadarrama, guardián del Monasterio y su compañero inseparable. Él sería vigilante y espectador de mi encuentro deseado. Y en ese momento testigo mudo de la ilusión que me embriagaba.

Di gracias en ese momento a Felipe II, y a su arquitecto Juan Bautista de Toledo, por idear tan magnífico escenario para mi encuentro con la mujer más bella conocida por mí.

Pero esa majestuosidad del monte, del Monasterio y de todos los reales difuntos que allí reposaban, quedó eclipsada cuando Marisol se acercó a mí. Desde más de cien metros divisé su silueta caminando con aire calmo, seguro, como exigía su porte acostumbrado. Y, por supuesto, su paso corto, consecuencia de los enormes tacones que llevaba y que trataban de sortear el adoquinado del pavimento. Se había puesto mucho más guapa que las dos veces anteriores que la vi, y en ese momento algo en mi interior me dijo que la investigación me importaba un pimiento y que un solo momento con esa mujer compensaba el estrepitoso fracaso al que caminaba irremisiblemente la resolución de mi caso.

Si la directora se había puesto tan preciosa para la cita, solo podía significar dos cosas. O que había quedado prendada por los encantos que la edad aún me permitía conservar, o que era culpable hasta la médula y estaba utilizando su belleza para llegar hasta mí e influir en mi investigación. Huelga decir que sabía sobradamente que una de las dos posibilidades no era plausible, pero, aun así, me resistí a renunciar a ella.

Se aproximó, me dedicó una sonrisa perturbadora, sacó un cigarrillo de una pitillera plateada reluciente que llevaba grabado en relieve el escudo del Real Madrid, me dio su encendedor y, olvidándose de formalismos, procedió con un tuteo…

—¿Me das fuego, sapito?

El sol estaba cayendo por el horizonte rojizo y, a duras penas, conseguí disimular mi nerviosismo cuando le tomé el encendedor de su mano, posiblemente de oro, rozándola levemente, lo justo para sentir la calidez de su piel, y encendí su cigarrillo.

Marisol, reproduciendo fielmente el fotograma de una película de cine negro americano digna de Ingrid Bergman y Humphrey Bogart, dio una larga calada a su cigarrillo, inundando sus pulmones, para, acto seguido, expeler el humo hacia mí. No perdía ocasión para demostrarme quién era la que sostenía la batuta. Fiel a mi insana costumbre de proferir manidas e improcedentes frases, la miré y añadí:

—Siempre nos quedará París.

Me correspondió mi cinéfila broma con una sonrisa.