XVI

Siempre sale el sol, y más en Lanzarote. Abandoné la habitación de mi hotel con la saludable intención de dar cuenta de unos churros recién hechos. Ya en la cafetería, sentado plácidamente, cogí el teléfono y llamé con la esperanza de que ningún acontecimiento hubiera perturbado el sueño de mi clienta:

—Hola, Marisol, ¿has pasado una noche tranquila?

Tranquila y solitaria —seguía jugando conmigo.

Ajeno a su ironía, le dije:

—Tengo noticias importantes que contarte, así que no hay excusas, nos vemos en una hora. ¿Te viene bien?, lleva ropa cómoda. Te recojo en tu casa.

—¿Por qué ropa cómoda? —quiso saber.

—En una hora —finalicé.

Me estaba gustando el haber tomado las riendas de la situación. Y el nuevo papel de malote que había asumido en el devenir de este caso tampoco me disgustaba. Aunque dudaba de que Marisol me permitiera mantener el control de esas riendas durante mucho tiempo. Estaba algo confuso y no sabía cómo abordar lo que vendría a continuación, que era explicar todo lo que me sucedió la noche anterior cuando abandoné su casa y convencerla para tomar la mejor decisión para poner fin a lo que estaba ocurriendo. Así que esta vez acompañé el café con unas gotas de anís. Orujo casero del Bierzo no tenían en el bar. Tenía que hablar con ella y exponerle el riesgo que había asumido con un robo que no había sido tan anónimo como ella hubiera deseado. Ya eran varias personas las que, además de Rose, conocían que ella era la autora del robo y es probable que no pudiera disfrutar del dinero durante mucho tiempo sin más sobresaltos. Había que tomar una decisión y me parecía oportuno planteársela durante una excursión por la isla que había sido testigo de los últimos sucesos.

Con veinte minutos de retraso, salió por la puerta de su casa y pude comprobar que la tensión del día anterior no había dejado mella en su rostro. Estaba extremadamente guapa.

—Buenos días, detective, ¿no pretenderás hacer una excursión en ese coche? Anda, baja, que iremos en el mío, es más seguro —fue su saludo.

Cogimos su X6 y pusimos rumbo norte. Preferí hablar de trivialidades hasta llegar a nuestro destino. Recordaba un pequeño pueblo, casi enfrente de la isla de La Graciosa, llamado Orzola, me apetecía caminar al lado de Marisol escuchando el batir de las olas que allí golpeaban con arrojo. Lo que le iba a contar es probable que no le gustase y, por supuesto, no iba a edulcorar mis palabras. En especial cuando le refiriera como fue utilizada por un joven gañan del que se dejó seducir de manera inocente.

Dimos un rodeo por una carretera local, de perfil pronunciado, para disfrutar del valle de palmeras que nos ofrecía el pueblo de Haria. Allí, me permití la frivolidad de parar en la cuneta y, con mucha precaución para no pincharme, retiré el fruto de una chumbera que estaba repleta de higos, y con ayuda de la arena del suelo, eliminé los pinchos y pelé su fruto ofreciéndoselo a Marisol.

Paseamos por el puerto de Orzola mientras referí, a la que ahora era mi clienta, todos los acontecimientos del día anterior. Le transcribí completa la confesión de Carlos Javier e incluso enfaticé los aspectos que más me convenían para resarcir mi herido orgullo de amante.

—Como puedes comprobar, fui víctima del engaño de Juan. Aunque he de decir que, gracias a esa artimaña, hoy estoy aquí. De no haber sido así, desconozco cuáles hubieran sido los métodos que hubieran empleado para llegar hasta el dinero; sin duda poco amables —finalicé mi exposición con la firme esperanza de haberle introducido algo de miedo en su cuerpo. Resultaba necesario para lo que le iba a proponer a continuación.

Cuando sus lágrimas cristalinas comenzaron a iluminar ese bello rostro que tanto había deseado acariciar durante las noches en Madrid previas al viaje a las islas, traté con esfuerzo de no mostrar más que mi lado puramente profesional, escondiendo mi lado de enamorado. Me costaba no estrechar en mis brazos aquel cuerpo frágil que suplicaba un abrazo. Aun así, no lo hice. Ya tendría ocasión, pero hoy no.

—Los dos hemos sido víctimas del engaño —me dijo con voz triste y negándome su mirada.

Acompañados por el olor del salitre que despedían las olas que golpeaban la costa, continué mi exposición mientras paseábamos por las escasas calles que en el pueblo había, las que por la temprana hora que era aún estaban poco nutridas de turistas.

—Hasta aquí los hechos, Marisol, unos hechos que, resumidos, son que Rose, en contra de lo que yo pensé, no había renunciado a obtener la recompensa del esfuerzo que supuso para ella el robo infructuoso. Contrató a Juan López Montalbán, detective privado, para seguir los pasos de la primera ladrona en entrar en el banco aquella noche y no tardó en dar contigo, la señorita Margarita Alcedo.

»Juan, cuando aún creía que me estaba brindando una impagable ayuda, me dijo que había llegado hasta la empresa que te sirvió de pasaporte en tu huida, a través del funcionario del control de acceso del puerto. Supongo que será cierto. Los medios con los que Juan cuenta para la investigación y la experiencia que acumula durante los años de indagación en múltiples casos, algunos de ellos relacionados con la corrupción, seguro que le ha erigido en acreedor de muchos favores —seguía con la exposición de los hechos—. Puso cerca de ti a Luis, un policía enchufado gracias a un favor que debían a Juan por un asunto de corrupción urbanística, para encontrar cualquier pista que lo llevase a los seis millones de euros. Puso cerca, también, a su hermano para coordinar la operación sobre el terreno. Quizá fue Carlos Javier el que escribió las notas. Mientras, Rose seguía toda la operación desde Madrid, e incluso se habría tomado unos días libres para organizar los detalles y estar informada de todo. Supongo que contemplaba la posibilidad de no tener que trabajar más en el banco si todo salía bien. —Pero no salió bien, por lo menos para ella.

Yo disfrutaba con mi razonamiento, al igual que Hércules Poirot acostumbraba a hacer en presencia de su auditorio una vez resuelto el caso, congregando a todos los implicados y manteniendo el misterio hasta la última página. No podía demostrar el manejo de mi materia gris como lo hacía él, pues distaba mucho mi intelecto del suyo, aun así, estaba disfrutando mientras exponía los hechos a Marisol.

—Sigue, por favor —fue lo único que Marisol me acertó a decir.

—Luis no encontraba nada, y Juan contactó conmigo, ya casi desesperado, mediante un encuentro que para mí pareció totalmente casual. Y me echó algunas miguitas para que llegase hasta ti. ¿Con qué intención? Supongo que para que actuara de revulsivo en una situación que se estaba enquistando y que, de no resolverse por métodos pacíficos, hubiera devenido en algo peor —tuve que reconocer con la modestia de quién había sido vilmente engañado.

Seguía disfrutando con mis conclusiones.

—Creo que el farol de la grabación que supuestamente hice a Carlos Javier después de la paliza que recibió, a Rose no le guste demasiado y abandone, pero no deberíamos fiarnos. Seis millones pueden ser causa para que algunos individuos sean capaces de cualquier cosa. No obstante, sinceramente creo que no tendremos problemas con Juan. Y con Rose aún no hemos acabado.

Una vez determinadas las conclusiones a modo de diagnóstico, había que aplicar el tratamiento. Y nadie mejor para hacerlo que un profesional, o sea yo.

Repusimos fuerzas en un pequeño restaurante que ofertaba una carta poco extensa y en el que optamos por un sancocho canario acompañado de una pella de gofio. Y después de un insulso café, decidimos continuar nuestro paseo. Aún quedaba un asunto que tratar, y la pregunta que debía hacer a Marisol exigía mucha cautela.

Para ello elegí otro escenario de los que la isla era pródiga en ofrecer al visitante, muy próximo a donde estábamos. Llegamos al Mirador del Río que César Manrique proyectó para, desde la isla de Lanzarote, espiar a su isla vecina. La Graciosa es la octava isla habitada del archipiélago y la única que aún no había pisado, hecho que en algún momento debería cambiar, puesto que desde Orzola salían barcos con relativa frecuencia y el viaje era corto. Quién sabe si el más de medio centenar de habitantes que disfrutaban de su isla casi solitaria, en algún momento, podrían requerir de mis servicios.

Estábamos sentados en una mesa frente a uno de los ventanales ovalados del Mirador, degustando un aromático café. Allí decidí exponer a Marisol la única solución posible, o por lo menos la única que yo entendía posible para conciliar el claro y el oscuro, el Yin y el Yang, cuyo conflicto desde que se inició este caso nos estaba persiguiendo. Escuchó pacientemente, en sacro silencio, mi exposición, que concluyó con la siguiente pregunta por mi parte:

—¿Dónde tienes escondido el dinero, princesita?

Tras un par de minutos meditando la solución que acababa de proponerle y comprobando que tampoco andaba ella muy sobrada de alternativas plausibles, contestó a mi pregunta:

—No deseo seguir viviendo así, siempre mirando hacia atrás buscando un perseguidor. Tampoco deseo empezar una vida diferente en un país que no es el mío y donde, probablemente, con una maleta repleta de dinero, sea de nuevo un fácil blanco para cualquier desaprensivo. —Pareció reflexionar unos segundos más y añadió—: El dinero está en una caja de seguridad en un banco de Las Palmas, en la avenida de Mesa y López —me dijo—. No fue fácil abrir una cuenta a nombre de la señorita Alcedo, no tenía la identificación fiscal necesaria para operar en un banco, digamos, normal. Pero resulta que hay entidades que ofrecen ciertos servicios menos escrupulosos con el cumplimiento de la ley. La oficina en Madrid que me entregó mi nuevo carnet de identidad, me lo recomendó a la vez que hizo alguna llamada para allanarme el camino.

»Falta algo de dinero —continuó—. He tenido que disponer de parte de él para atender los gastos de la agencia que me ha ayudado y, por supuesto, para el coche y la casa que recientemente me he comprado.

«Nada irresoluble», pensé. Aunque de la casa y de su coche nuevo se tendría que ir despidiendo.

Mostró su acuerdo con mi propuesta y extendió un cheque por mis servicios como si pretendiera agravar, aún más, su situación económica. Un cheque que podría solo hacer efectivo en el banco insular donde tenía custodiada su fortuna. Fue generosa. Pasé a ser diez mil euros menos pobre de lo que era hasta ahora. Me sentía infinitamente rico, y no solo por el cheque.

Aún me quedaba algo por saber. No tenía para mí importancia dentro de la resolución del caso; pero sí quería conocer la verdad sobre qué impulsó a Marisol a no irse fuera de España y en su lugar quedarse en tierras canarias.

Así que pregunté.

—En principio, me dio miedo huir a otro continente; planeé mi huida de Madrid de manera precipitada dado el cariz que tomaban los acontecimientos. Todo ello acelerado por el sentimiento de amor creciente que empezaba a sentir por un detective muy atractivo.

Decidí no dejarme embelesar, no sé si lo iba a conseguir, pero lo iba a intentar.

—No resulta tan sencillo moverse sin papeles, o con papeles falsos. Para los que en nuestra vida ni siquiera hemos sido capaces de sustraer una maldita pila del supermercado, no es nada fácil. Y menos aún sola —dijo resignada—. Conocía Las Palmas, ya que fue un destino temporal que tuve en el banco hace unos años y no tuve dificultades en encontrar una empresa en Madrid que me ayudase con los papeles que me otorgaban otra identidad. Mi intención era pasar unos días allí, pocos, pero los suficientes para organizarme y planear el destino al que debía irme. Reunir el acopio de valor suficiente para dar el gran salto —continuaba con palabras entrecortadas.

»No es tan fácil romper con todo y presentarse en un país desconocido con seis millones de euros robados en una maleta. No supe, no pude o no quise romper todos los lazos que me unían a mi propio pasado. Así que, afianzada por los días que llevaba en Las Palmas, decidí probar a vivir en Lanzarote hasta tomar la decisión final. Por eso compré la casa amparada en mi nueva identidad, probablemente tratando de encontrar la raigambre necesaria que me dificultara la partida a otro país al que no deseaba ir. En esas estaba cuando llegaste tú y mi corazón comenzó de nuevo a recuperar el pulso de mis últimos días en Madrid.

Decidir, cuándo se está enamorado, si creer en la persona amada a pesar de que haya tantas evidencias para no hacerlo, no era fácil. Y yo le creía, quería creerle y, además, necesitaba creerle.

No me importaban las consecuencias futuras de un posible nuevo engaño. Seguía creyendo en la felicidad, aunque no supiera de manera concreta definirla. Quizá los humanos seamos los únicos animales de la Creación que nos planteamos ese concepto y nos atormentamos con él. Y es posible que cuanto más deprisa se desea caminar hacia los brazos de la felicidad, más nos alejemos de ella.

Conservaba aún en mi estantería, bastante manoseado, un sencillo, a la vez que entrañable, libro, escrito por Eduardo Punset que proponía un viaje a la felicidad. El autor, recuerdo, retaba al lector planteando el concepto a través de una fórmula matemática en cuyo numerador figuraban las emociones. Y es que no se puede ser feliz sin sentir, sin amar. Si la emoción es cero, todo lo demás también será cero, decía, en su libro, el autor.

Como tampoco se puede ser feliz viviendo con miedo. El miedo es enemigo de la felicidad. Y yo no deseaba tener miedo a amar.

Marisol decidió aprovechar el silencio que yo había utilizado para mi reflexión sobre el tan etéreo concepto de la felicidad, para probar lo que debió considerar su último cartucho:

—Antes te he dicho que no me resultaba fácil moverme con papeles falsos en solitario. ¿Y si no estuviera sola y tú estuvieras conmigo?, ¿te atreverías, Holmes? —después de decirlo, mantuvo fija su mirada en mis ojos tratando de escrutar aquello que pasaba por mi cabeza. No obstante, tras breves instantes de diatriba interna, quise que permanecieran estancas para Marisol mis reflexiones.

Preferí no enfrentarme de nuevo a la dicotomía entre el bien y el mal. Ya estaba cansado de hacerlo.