LA OFENSIVA BRUSILOV

Comprometidos en socorrer a sus aliados franceses, los rusos lanzaron el 18 de marzo de 1916 una ofensiva al norte y al sur del Lago Naroch, al este de Vilna. El encargado de llevar adelante este ataque era el general Aleksei Kuropatkin, un veterano de la guerra Ruso-japonesa, que ya entonces tuvo oportunidad de demostrar ampliamente su ineptitud.

En octubre de 1915, de forma inexplicable, Kuropatkin había sido rescatado del retiro para ser nombrado comandante del frente norte. Su historial reflejaba todos los defectos que podía acumular un líder militar; era indeciso, voluble, excesivamente prudente y un pésimo organizador. Pero este general, pese a estar aferrado a las más rancias tácticas militares, tuvo un rapto de inspiración tras asumir esa inesperada responsabilidad, y creyó haber hallado el modo milagroso para asaltar fácilmente las trincheras alemanas.

Tropas rusas agazapadas en sus trincheras. Los soldados rusos eran muy combativos, pero estaban mal dirigidos y no contaban con una buena red de suministros, lo que condenaba sus ofensivas al fracaso.

Kuropatkin ordenó que se colocaran cientos de potentes focos en sus propias líneas, en dirección al enemigo. Según su plan, al llegar la oscuridad de la noche, los soldados rusos podrían avanzar hacia las líneas alemanas, al quedar los soldados germanos deslumbrados por los reflectores.

Pero, como era de prever, el éxito no acompañó a esta original iniciativa. Una vez encendidos los focos e iniciado el avance de la infantería, Kuropatkin observó anonadado cómo sus hombres, pese a avanzar amparados por la cegadora luz, eran abatidos por los disparos de los soldados del káiser, cuya puntería demostraba que no sufrían de ningún deslumbramiento.

Aun así, Kuropatkin insistió en lanzar nuevas oleadas de asaltantes, que continuaron siendo acribillados por los defensores alemanes, convirtiendo el ataque en una masacre. Esa noche murieron unos 8.000 soldados rusos.

Al día siguiente, a Kuropatkin se le reveló la razón de ese trágico fracaso. La potencia de los reflectores no había sido suficiente para deslumbrar al enemigo; lo único que habían conseguido era marcar con exactitud la silueta de los soldados rusos, una concesión que haría al ocurrente general ruso ganarse involuntariamente la imborrable gratitud de los tiradores germanos.

El fiasco de Kuropatkin fue un episodio más, pero bastante significativo, del fracaso total en el que devino su ofensiva. El general no sería relevado del mando hasta julio de 1916, siendo enviado a un destino en el que fuera difícil que pudiera provocar más daños, como era el de gobernador del Turkestán.

Meses antes de que Kuropatkin fuera defenestrado, ya se había puesto en marcha sin su concurso la que debía ser la gran ofensiva que rompiera el estancamiento del frente oriental. En esta nueva operación de calado, prevista para julio, al general Alexei Brusilov, aristócrata y oficial de caballería de familia de militares, se le había adjudicado un papel secundario. Él iba a ser el encargado de encabezar un ataque de diversión en junio, que prepararía el terreno para la ofensiva principal.

Brusilov era una rara avis en el vetusto organigrama del Ejército ruso. De mentalidad abierta, en contraposición a sus desfasados compañeros de armas, había comprendido que las ametralladoras y la artillería eran las que decidían las batallas, en lugar de las heroicas cargas a la bayoneta, y que la aviación podía jugar un papel decisivo. Brusilov avanzaría también las tácticas que tan buen resultado darían a los alemanes, como la infiltración de tropas para rodear al enemigo. Su apuesta por las innovaciones en el arte de la guerra despertarían suspicacias entre el resto de la oficialidad, un sentimiento del que sería víctima en el momento más inoportuno.

El 4 de junio de 1916, los cañones rusos abrieron fuego, dando inicio así a la llamada Ofensiva Brusilov. Los proyectiles destrozaron las baterías austríacas, localizadas por los aviones de reconocimiento. Las tropas rusas avanzaron rápidamente tras una breve pero intensa barrera artillera. El primer día se saldó con una irrupción de ocho kilómetros en las líneas enemigas, un avance con el que hubieran soñado los estrategas del frente occidental.

Las victorias iniciales cosechadas por las tropas de Brusilov sobre las confusas fuerzas austríacas convertirían finalmente su línea de ataque en la principal, obligando a modificar el plan original. De esta forma comenzaba en el frente del este una ofensiva que iba a ser el último esfuerzo militar de la Rusia Imperial.

El éxito fulgurante de la Ofensiva Brusilov hizo creer a los aliados que la «apisonadora rusa» no era un mito, sino una realidad. Los cuatro ejércitos de Brusilov, a lo largo de un frente muy ancho que iba de Lutsk a Czernowitz, habían tomado por sorpresa a los austrohúngaros. Las defensas se desmoronaron por completo, y los rusos se abrieron paso entre dos ejércitos austríacos como el cuchillo en la mantequilla.

Pese a la extensión de las líneas de suministro, Brusilov continuó con su imparable ofensiva; había expulsado a los austríacos de Bucovina y de la mayor parte del este de Galitzia, provocándoles enormes pérdidas en hombres y material. El 9 de junio, las victoriosas fuerzas de Brusilov habían capturado ya a 200.000 prisioneros.

Brusilov había cumplido con creces con su cometido, aunque sus fuerzas se encontraban ahora formando un saliente que debía ser protegido por los flancos. Pero, en ese momento crucial, quedaron fatalmente al descubierto los males endémicos del Ejército ruso.

El general que, según el primer plan, estaba encargado de lanzar la ofensiva principal, Alexei Evert, se mostró remiso a secundar con sus tropas el avance de Brusilov, una actitud a la que no era ajena la envidia que había generado el éxito de su avance. Aunque disponía de las dos terceras partes de la artillería del Ejército ruso y contaba con un millón de hombres, Evert aseguró que sus tropas no estaban todavía preparadas. Se escudaba en que no contaba con reservas suficientes de proyectiles, lo cual no era cierto[24].

Las quejas de Brusilov por la inexplicable pasividad de Evert no surtieron efecto. A Brusilov se le ordenó atrincherarse y esperar el contraataque enemigo, lo que cayó como un jarro de agua fría entre sus tropas. Aunque se sentían traicionados, los hombres de Brusilov se dispusieron a mantener el terreno conquistado, pero comenzaron las primeras deserciones.

Los despropósitos del alto mando ruso no acabaron ahí. El 28 de julio, Brusilov fue conminado a lanzar una nueva ofensiva, sin contar con nuevos refuerzos. Durante el mes de agosto y parte de septiembre, sus hombres atacaron con renovado ímpetu, mientras Evert seguía sin mover un dedo.

Este segundo impulso llevó a los rusos a las estribaciones de los Cárpatos, propinando un severo golpe al Ejército austrohúngaro, un golpe del que ya no se recuperaría. En el transcurso de la campaña, los austríacos perdieron un millón y medio de los dos millones de hombres con los que contaban. La llegada de refuerzos alemanes vino a restablecer el equilibrio en el frente.

Al llegar octubre, Brusilov ya había agotado todos sus recursos.

Aunque Evert se avino con desgana a lanzar algún ataque localizado, la escasa energía desplegada acabó de condenar a la parálisis el esfuerzo de Brusilov. La ofensiva había quedado definitivamente frenada. La posibilidad de explotar las victorias del verano, que incluso habían hecho a los alemanes temer un hipotético avance sobre Berlín, se había perdido definitivamente. Tal como había profetizado Brusilov tras sus primeros éxitos, se había «convertido en derrota lo que había sido una victoria».