LA GRAN AVENTURA DEL SEEADLER
Para llevar a cabo la guerra del corso, los alemanes no empleaban solo sus barcos de guerra, sino que recurrían a cualquier buque que cayese en sus manos y que reuniese las condiciones necesarias para ello. En este caso, un velero norteamericano había sido capturado por los alemanes cuando cubría la ruta entre Nueva York y el puerto ruso de Arcángel, con un cargamento de algodón. Pese a ser un barco neutral, el velero fue confiscado y se le rebautizó en el nombre de Seeadler (Águila del mar).
El barco fue transformado totalmente para emprender esta guerra naval irregular; se disimularon en su casco cañones y ametralladoras, que aparecían de repente detrás de ingeniosas trampillas.
Además, se añadió un motor diésel con su correspondiente depósito de combustible. Las reservas de agua y víveres podrían permitir al Seeadler estar dos años sin tocar puerto.
Como ejemplo de la insólita caballerosidad que regulaba esta anacrónica guerra naval, en las bodegas del velero se habían instalado cuatrocientas literas para alojar a los tripulantes de los barcos hundidos. Del mismo modo, se habían preparado varios camarotes para albergar a los oficiales; con el propósito de hacerles agradable esa estancia forzosa se había pensado hasta en el mínimo detalle, ya que se habían reunido discos de canciones francesas e inglesas para que se sintiesen como en casa.
Pero lo más importante era hacer pasar al Seeadler por un barco de bandera neutral para que los buques enemigos se aproximasen sin sospechar la treta, o para zafarse de la marina de guerra británica.
A partir de entonces sería un falso navío noruego, el Irma; este nombre era el de la mujer del capitán, el conde Felix Von Lückner (1886-1966). El mismo y buena parte de la tripulación hablaban noruego, y hasta sus trajes llevaban etiquetas de este país. Los ornamentos y la decoración eran típicamente escandinavos, así como los termómetros o las brújulas, que eran de fabricación noruega. Incluso llevaban un saco con correspondencia de los marineros con sus supuestas novias noruegas y fotos de ellas —todas de aspecto inequívocamente nórdico— colgaban de las paredes.
Con este atrezzo se pretendía que, si el barco era interceptado y subía un equipo de inspección británico, se convencieran de que era un buque neutral. En el caso de que algún inspector fisgonease más de la cuenta, se había preparado un ingenioso dispositivo hidráulico por el que el comedor de oficiales —en el que se encontrarían en ese momento los ingleses— descendería hasta la bodega, en donde les esperaría un comité de recepción formado por rudos marineros alemanes armados hasta los dientes.
El 21 de diciembre de 1916, el Seeadler zarpa de Alemania, bordeando la costa danesa y adentrándose luego en el mar del Norte.
Para superar el bloqueo de la Royal Navy, enfila hacia Islandia y comienza a sufrir los rigores del clima ártico. Recubierto de hielo, el barco avanza por esas aguas gélidas hasta que vira hacia el sur, en dirección a las aguas templadas del Atlántico. Precisamente el día de Navidad tienen el primer encuentro con un barco británico, el Avenge, un crucero. De él se bota una embarcación en la que un oficial y varios marineros se dirigen al Seeadler para inspeccionarlo.
El nerviosismo se apodera del capitán Von Lückner y sus hombres, pero no hay más remedio que mantener la calma si no quieren ser apresados.
Una vez en el barco, los ingleses lo revisan y no advierten que todo lo que les rodea no es más que tramoya. Examinan la documentación y la dan por buena, pero antes de despedirse indican amablemente a Von Lückner que deberán aguardar hasta que, puestos en comunicación radiotelegráfica con Oslo, comprueben que las características del Irma coinciden con las anotadas en los registros noruegos. Todo parece fatalmente perdido, pero sucede el milagro; al cabo de una hora, desde el crucero británico le dan permiso para continuar. ¿Qué ha sucedido? Más tarde caen en la cuenta de que, al ser Navidad, seguramente la oficina noruega estaría cerrada, por lo que los ingleses, tras algunos intentos, habrían desistido de establecer comunicación con ella. La suerte, en forma de inesperado regalo navideño, les había sonreído por primera vez, y no dejaría de hacerlo durante mucho tiempo.
A partir de ahí, el corsario alemán se convierte en el auténtico dueño de los mares. El método es siempre parecido; amparado en su bandera neutral se aproxima a un carguero británico o francés y, tras cambiar rápidamente la enseña noruega por la bandera de guerra de la Kriegsmarine[16], efectúa un disparo de advertencia. La tripulación del buque amenazado es trasladada al Seeadler y luego el carguero es cañoneado y hundido.
Pero llega el momento en el que el corsario se parece más bien a un hotel flotante; los marineros que han sido capturados toman el sol en cubierta y dan buena cuenta de las provisiones que se van capturando. Mostrando síntomas de haber contraído ya el síndrome de Estocolmo, avizoran el horizonte en busca de nuevas presas que puedan ayudar a enriquecer la despensa. Además, la presencia de las mujeres de los capitanes apresados ayuda a crear un ambiente distendido. No obstante, para todos ellos concluirá, con indisimulada contrariedad, este crucero de placer por cuenta del enemigo, puesto que Von Lückner acaba transfiriéndolos a un barco francés para que puedan regresar a casa.
La indeseada presencia del Seeadler en el Atlántico ya ha sido detectada, por lo que desciende hasta las islas Malvinas y dobla el peligroso cabo de Hornos en abril de 1916, en busca de las tranquilas aguas del Pacífico. El tan audaz como escurridizo Von Lückner, que empieza a ser conocido por los aliados como «El Diablo del Mar», establece su coto de caza al sur de las islas Hawai, en donde hunde numerosos barcos norteamericanos. Mientras, las bodegas vuelven a poblarse de huéspedes, que matan el tiempo dedicándose a la pesca del tiburón con caña.
En su vagabundeo, el corsario llega al atolón de Mopelia —cuyo nombre actual es Maupihaa—, en el archipiélago francés de la Sociedad. Esta sería la única isla del Pacífico que sería tomada por los alemanes durante la contienda. Así, Mopelia, de solo cuatro kilómetros cuadrados, es anexionada al Imperio germano. Su población, que pasa a ser lejana súbdita del káiser, está integrada por una decena de despreocupados polinesios que se dedican a pescar tortugas, ajenos a las cuitas que ocupan a los europeos.
Los viajeros del Seeadler pueden saciarse allí de agua fresca y fruta, frenando así el incipiente escorbuto. Tripulantes y prisioneros recorren las blancas playas de la isla, pescando y recolectando frutos, hasta que el 2 de agosto de 1917 sucede un hecho catastrófico. El agua comienza a retirarse de la orilla mientras que en la lejanía se advierte una gigantesca ola que se aproxima a la isla.
Rápidamente, todos corren hacia las zonas más elevadas, mientras los marineros que en ese momento se encuentran en el barco tratan apresuradamente de alejarlo de la orilla. La pared de agua, de unos 12 metros de altura, se lleva por delante al Seeadler, arrojándolo a la playa y cayendo sobre un arrecife de coral. Milagrosamente, la ola gigante no provoca ninguna víctima mortal, pero el barco queda destrozado.
Convertidos en náufragos y alejados de las rutas marítimas, el futuro no se presenta muy prometedor. Pero el animoso Von Lückner ordena construir un bote de vela con los restos del Seeadler y parte con algunos hombres en busca de un nuevo barco que, una vez capturado con alguna que otra marrullería, sirva para rescatar al resto del grupo y regresar a Alemania.
Después de tres semanas de travesía, llegan a Katafanga, en las Fidji, presentándose como náufragos noruegos, pero Von Lückner y sus hombres despiertan las sospechas de la policía y acaban siendo apresados por los neozelandeses, que los trasladan a su país como prisioneros de guerra.
Los alemanes que habían quedado en Mopelia logran apoderarse de una goleta francesa que había recalado en la isla. En tierra dejan a sus prisioneros y a la tripulación de la goleta, y parten rumbo a la isla de Pascua. Allí chocan con un arrecife y naufragan de nuevo. Los marineros germanos son entonces capturados, siendo confinados en Chile hasta el final de la guerra, y se envía un barco de rescate a Mopelia.
Pero Von Lückner, en Nueva Zelanda, no se resigna a la idea de que la guerra ha terminado para él. Mediante engaños, en diciembre de 1917 toma prestado un bote que pertenece al jefe del campo y huye junto a sus hombres, apoderándose después de un barco mayor.
Pero los neozelandeses le echan el guante en las islas Kermadec y, esta vez sí, la guerra acaba para el inquieto marino.
Von Lückner regresaría a Alemania en 1919, siendo recibido como un héroe. Más tarde publicaría el relato de sus azarosas aventuras, un éxito de ventas no solo en su país, sino también en Estados Unidos, en donde alcanzaría una cierta popularidad. Todos estaban de acuerdo en que Von Lückner había demostrado ser un caballero; su particular guerra corsaria, que le había llevado a hundir un total de 23 buques, no había causado ni una sola víctima.