MUERTE EN EL SOMME

El primer día de la ofensiva en el Somme tiene el dudoso honor de permanecer hasta la fecha como la jornada más sangrienta de toda la historia del Ejército británico. Solo en la primera hora del ataque lanzado ese trágico 1 de julio de 1916 se produjeron 30.000 bajas, lo que supone un espeluznante promedio de… ¡500 muertos o heridos por segundo! ¿Cómo fue posible semejante baño de sangre? Aparentemente, el general Haig no había dejado nada al azar. Ese primer avance de la infantería iba a estar precedido por una semana de intensa preparación artillera que destruiría las alambradas y forzaría a los alemanes a abandonar sus posiciones de primera línea, dejando así el campo libre a los soldados británicos. Las fábricas de armamento del Reino Unido, funcionando a pleno rendimiento, habían proporcionado al Ejército cantidades ingentes de munición, lo que les permitiría disparar durante esa semana alrededor de un millón y medio de proyectiles. Para sorprender y confundir a los alemanes, también se habían cavado diez túneles que se prolongaban hasta pasar bajo las trincheras germanas, que fueron rellenadas con veinte toneladas de explosivos cada una, destinadas a hacer explosión poco antes de que comenzase el ataque.

Al amanecer de ese 1 de julio, mientras las baterías continúan con su martilleante bombardeo sobre las trincheras germanas, los soldados británicos ya ocupan las posiciones de salida en sus trincheras. Van equipados con una pesada mochila de casi treinta kilos, pero no les preocupa; igual que los alemanes en Verdún, están convencidos de que nada ha podido sobrevivir al bombardeo y, por tanto, creen que la ocupación de las líneas enemigas será un mero trámite. Las órdenes de sus oficiales les confirman la prevista facilidad de su misión; deberán avanzar al paso, hombro con hombro, formando una ancha línea, y limitarse a ocupar las trincheras abandonadas por los alemanes. Todos están impacientes por participar en el que se prevé que será un día histórico para las armas británicas, aunque en ese momento nadie puede pensar que efectivamente lo será, pero en un sentido muy diferente al que imaginan…

Imagen tomada el 1 de Julio de 1916, primer día de la Batalla del Somme. La moral de estos soldados, pertenecientes al primer Batallón de los Royal Irish Rifles, parece mantenerse intacta, pese a los reveses sufridos en esa primera jornada de la ofensiva.

A las 7.20 comienzan a hacer explosión las minas excavadas bajo las trincheras teutonas, de las que solo una fallaría. En medio de grandes estruendos, se levantan enormes masas de tierra y polvo que, por unos momentos, hacen el aire irrespirable. Esa intimidatoria demostración de poderío infunde aún más confianza a los hombres que están a punto de saltar la trinchera.

A las 7.30, coincidiendo con el estallido de la última mina, se produce un brusco e inesperado silencio. Por primera vez desde hace siete días, los cañones ingleses callan. Eso significa que ha llegado el momento de que la infantería entre en acción. Los apremiantes toques de silbato se escuchan en toda la línea británica; los soldados comienzan a trepar por las escalas y a salir a tierra de nadie. El paisaje lunar que encuentran no puede ser más desolador, pero para ellos no es más que el escenario de su inminente victoria.

Líneas de avance de los Aliados durante la Batalla del Somme, en un mapa de la época. El objetivo era tomar Bapaume y Peronne.

Los ingleses comienzan a caminar con paso firme, con la bayoneta calada, en dirección a las trincheras germanas, que suponen vacías. La primera sorpresa que reciben es que las alambradas no han quedado destruidas; algunos se ven con graves problemas para no quedar enredados en ellas. Pero, en menos de un minuto, se escucha el inconfundible tableteo de las ametralladoras germanas. En efecto, allí están los soldados alemanes, retomando sus posiciones en las trincheras, como si el bombardeo no se hubiera producido.

Las nutridas filas inglesas comienzan a caer como espigas maduras bajo una implacable guadaña. Los cuerpos sin vida caen rodando en los embudos, mientras más y más alemanes afloran desde sus madrigueras, en donde han resistido pacientemente el bombardeo. Inexplicablemente, los aliados desconocían que, en todo el área del Somme, los alemanes habían construido profundos refugios perfectamente equipados, que disponían incluso de paredes de madera, iluminación eléctrica y líneas telefónicas.

Los británicos no salen de su asombro ante la inesperada presencia germana, pero no tienen tiempo ni para maldecir a los que les habían asegurado que el avance iba a ser un paseo. Muchos de ellos caen antes de poder prestar atención a la gran cantidad de proyectiles británicos intactos que se encuentran desparramados por el suelo, al no haber hecho explosión tras ser disparados sobre las líneas alemanas; ahora se comprueban las consecuencias de los defectos de su apresurada fabricación.

Mientras, los oficiales ingleses, desde sus trincheras, observan con horror cómo van cayendo todos los hombres que tan animosamente habían salido al exterior unos minutos antes. Como fogoneros encargados del funcionamiento de una diabólica locomotora que no puede parar, se disponen a arrojar más soldados a las llamas del campo de batalla. Hacen sonar de nuevo los silbatos y la segunda línea comienza a trepar por las escaleras de mano. Pero las ametralladoras alemanas ya se encuentran a pleno rendimiento y no les permiten el más mínimo avance. Algunos soldados ingleses resultan heridos nada más asomar la cabeza por el parapeto y caen pesadamente sobre la propia trinchera, arrastrando en su caída a los que esperan su turno para salir. Aún así, el miedo no hace mella en los ingleses y, en una actitud heroica pero incomprensible para nosotros, hacen lo posible para saltar la trinchera, exponiéndose así a la lluvia de balas germanas que convierte ese gesto de valentía en un auténtico suicidio.

Las informaciones que llegan al Alto Mando británico no pueden ser más dramáticas, pero Douglas Haig no hace nada para poner fin a esa inútil hemorragia de vidas. La ofensiva se ha venido preparando durante seis meses y se han empleado recursos que han ido siendo almacenados durante casi dos años, así que el general inglés no está dispuesto a certificar el fracaso de la ambiciosa ofensiva cuando aún no ha transcurrido ni una hora desde su comienzo.

Por lo tanto, nuevas masas de soldados son enviadas a la muerte, masacradas por las ametralladoras teutonas, cuyos cañones humeantes ya se encuentran tan calientes que llegan al rojo vivo.

A lo largo del día, el resultado de la ofensiva es catastrófico. Al norte de la antigua calzada romana que une Albert con Bapaume, el avance aliado se convierte en una masacre. El I Regimiento de Terranova, por ejemplo, sufre un 91 por ciento de bajas antes incluso de alcanzar su propia primera línea, puesto que sale de la línea de reserva. Pero al sur de la carretera, en un sector en el que también se encontraban tropas francesas, se consigue algún éxito puntual gracias a la mayor experiencia de la artillería gala, en lo que sería la única nota positiva para los aliados.

Al finalizar esa jornada negra, el balance es escalofriante. En ese momento no se dispone de cifras fiables, pero más tarde se sabrá que en ese día han muerto 19.240 soldados británicos, 35.493 están heridos, 2.152 han desaparecido y 585 han sido hechos prisioneros, de un total de 57.470 hombres que han participado en la ofensiva.

Por su parte, los alemanes han sufrido unas 8.000 bajas.

Aunque el Alto Mando sabe que ese primer asalto no ha alcanzado sus objetivos, la confusión generalizada y las deficientes comunicaciones le impiden hacerse una idea completa del desastre.

Por tanto, esa misma noche, a las diez, Douglas Haig ordena que se reanude la ofensiva, una disposición que tropezaría con la firmeza de algunos oficiales, que la rechazan al comprobar el deplorable estado que presentan sus diezmadas tropas.

Los Aliados no retoman los ataques hasta el 3 de julio. A los mandos británicos se les presenta entonces una oportunidad única para convertir el desastre en un éxito. Al sur de la carretera, el único lugar en donde se había logrado un avance el primer día, se ha abierto una rendija en las tupidas defensas alemanas gracias al fuego concentrado de la artillería. Por ese hueco penetra una patrulla de reconocimiento que se adentra tres kilómetros casi sin oposición, pero los británicos no se muestran suficientemente ágiles para penetrar por él, y los alemanes acuden a taponar la grieta. Los aliados no disfrutarán de una oportunidad igual para romper el frente en el Somme.

En los días siguientes quedaría en evidencia la táctica empleada por los británicos, consistente en presionar a lo largo de toda la línea, con pequeños golpes de mano encaminados a tomar un bosque o una colina. Entre el 3 y el 13 de julio, estas pequeñas acciones costarían 25.000 bajas, sin una ganancia de terreno apreciable. En cambio, los franceses, bregados en el infierno de Verdún, apostaban por reservar a sus hombres y emplearlos solamente para llevar a cabo alguna acción de cierta envergadura.

La llegada al frente del Somme de catorce divisiones alemanas en la primera semana, además del reforzamiento de las fortificaciones, hizo que las defensas teutonas fueran aún más poderosas que antes de iniciarse la ofensiva. Constatar esta dura realidad causó gran pesadumbre en el mando aliado; este lamentó no haber sabido aprovechar esos primeros días, en los que la proporción de fuerzas a su favor era casi de cuatro a uno.

Tras algunos contraataques alemanes, el frente acabó por estabilizarse y ambos bandos emplearon todo el mes de julio en atrincherarse. De todos modos, las fuerzas británicas nunca dejarían de lanzar ofensivas de alcance reducido, como la del 14 de julio en el bosque de Bazentin, que incluyó una anacrónica carga de caballería; aunque se tomaron los objetivos previstos, los aliados no supieron tampoco aprovechar esta ventaja.

El calor del verano comenzó a hacer estragos entre las tropas.

El aprovisionamiento de agua potable era cada vez más difícil, y las altas temperaturas favorecían la putrefacción de los cadáveres y la propagación de enfermedades. Los británicos se plantearon de nuevo lanzar una gran ofensiva, pero los franceses, enzarzados en esos momentos en la batalla de Verdún, no se mostraron partidarios de afrontar ese riesgo.

Así pues, los Aliados se dispusieron a afrontar otra batalla de desgaste, en la que se luchaba por cada centímetro de terreno como si de él dependiese el desenlace de la contienda. Nombres que hoy en día ya no nos dicen nada, como Elville, Longueval, Pozières o Fromelles, corresponden a sendos lugares en los que se derramó abundante sangre en la encarnizada lucha por su posesión. Con el objetivo de que el frente dibujase una línea recta que facilitase una ofensiva general, los aliados perdieron más de 80.000 hombres en un total de noventa ataques, para unas ganancias que nunca llegaban más allá de un kilómetro.

Tan solo la granja Mouquet es recordada como escenario de combates heroicos, en los que las tropas de la Commonwealth se batieron generosamente para tomar esta granja que no tenía nada de bucólica; había sido fortificada por los alemanes con búnkeres, túneles y trincheras como bastión defensivo para proteger la fortaleza de Thiepval. A lo largo del todo el mes de agosto, soldados australianos intentaron tomarla sin éxito. La granja no caería hasta el 26 de septiembre, tras ser sustituidos por tropas canadienses de refresco.

Aunque las divisiones australianas estarán ligadas para siempre a la campaña de Gallípoli, sus pérdidas fueron mayores en el Somme; en solo ocho semanas habían sufrido más bajas que en los ocho meses que duró su lucha en tierras turcas.

Falkenhayn coincidía con sus enemigos en este absurdo planteamiento de mantener a ultranza todo el territorio conquistado; cualquier pequeño avance de la Entente era inexorablemente contestado con un contraataque alemán, sin importar el coste humano. El cese de Falkenhayn tras el fracaso de Verdún llevaría a los alemanes a adoptar también en el Somme una estrategia defensiva. El fruto de este nuevo concepto sería la construcción de un vasto sistema de fortificaciones, que sería conocido como la Línea Hindenburg.