MITOS DE CARNE Y HUESO

En la Primera Guerra Mundial, además de episodios de naturaleza legendaria como los que hemos visto, surgieron auténticos mitos vivientes, cuya celebridad ha perdurado hasta nuestros días.

En el capítulo dedicado a la guerra en el aire vimos cómo un aviador alemán, el Barón Rojo, saltó a la gloria convirtiéndose en un ser que encarnaría para siempre los valores de la audacia y la libertad individual. Más adelante se referirá la vida de otro personaje que rivaliza con el piloto germano a la hora de despertar fascinación: Lawrence de Arabia. Pero en este capítulo dejaremos constancia de dos mujeres que encarnan, en cambio, valores muy distintos.

El nombre de Edith Cavell está ligado para siempre a la solidaridad, al cuidado de los necesitados y, por desgracia, a la tragedia de la guerra. Desde su labor como enfermera durante el conflicto, esta inglesa nacida en 1865 supo mucho de ambas cosas. El drama que Cavell vivió en carne propia conmocionaría a la sociedad inglesa durante la Gran Guerra, y fue el primer caso en el que la comunidad internacional se volcó en una unánime petición de clemencia.

Edith mostró desde muy joven su vocación por la enfermería.

Aunque había nacido en Inglaterra, pasó casi toda su juventud en Bélgica, que consideró como su segundo hogar. Allí se convirtió en una de las grandes profesionales de su época, fundando el después famoso centro Berkendael, en el que se desarrollaban nuevos y avanzados métodos de atención a los enfermos.

Al estallar la Primera Guerra Mundial, Cavell decidió quedarse en suelo belga a pesar de la invasión alemana. Al irrumpir las tropas germanas, Cavell fue considerada una inglesa en territorio ocupado. Podía haber optado por limitarse a cumplir con su labor como enfermera y esperar tiempos mejores, pero Cavell decidió integrarse en una red clandestina que tenía como objetivo ayudar a sus compatriotas ingleses prisioneros de los alemanes a abandonar la Bélgica ocupada rumbo a la neutral Holanda, y poder regresar así a Inglaterra.

Aunque durante unos meses Cavell pudo disimular su abnegada pero arriesgada tarea, los alemanes acabaron por descubrirla, siendo detenida. Fue interrogada sobre sus actividades clandestinas, pero ella negó cualquier acusación. Sin embargo, no se sabe si cediendo a las torturas o, según se dice, al confiar equivocadamente en uno de sus carceleros, la realidad es que Cavell acabó revelando el nombre de los integrantes de esa red de ayuda a los soldados británicos. Esto causó una cadena de detenciones y el posterior juicio contra la mayoría de los miembros de la organización clandestina, incluida Cavell.

La condena a muerte de la enfermera británica Edith Cavell movilizó a la opinión pública mundial para pedir clemencia al káiser. Los alemanes la acusaban de ser una espía.

En contraste con la heroína Edith Cavell, este cartel inglés presenta a una sádica enfermera alemana derramando un vaso de agua mientras un prisionero británico se muere de sed. Estos burdos mensajes acababan calando entre la población.

Durante el juicio, la defensa intentó probar que ella no era una espía, sino que tan solo había procurado ayuda a sus compatriotas por motivos humanitarios. Pero los jueces alemanes la declararon culpable de todos los cargos, siendo la única del grupo de acusados condenada a muerte.

Se levantó entonces una ola de indignación entre los Aliados.

Diplomáticos británicos y norteamericanos trataron por todos los medios de impedir que la sentencia capital se cumpliese. Desde Washington se vertieron todo tipo de amenazas sobre Berlín, situando la prevista ejecución de la enfermera al mismo nivel de iniquidad que el reciente hundimiento del Lusitania. El caso de Edith Cavell concitaría la atención mundial; el káiser recibió peticiones de clemencia enviadas desde todos los puntos del globo. La enfermera británica era ya un símbolo de las víctimas de la brutalidad germana.

Por su parte, los alemanes desoyeron las peticiones de clemencia y fusilaron a Cavell a las dos de la madrugada del 16 de octubre de 1915. Al conocerse la noticia de su muerte, la rabia y la impotencia se elevaron desde las naciones aliadas y neutrales, pero el cuerpo de la enfermera ya estaba sin vida. La noche antes de su ejecución había comulgado de manos de un capellán inglés, que luego recordaría las palabras que ella le dirigió: «Comprendo que el patriotismo no es bastante, no debo guardar rencor ni amargura hacia nadie». Años después, sus últimas palabras figurarían en una estatua que se dedicaría en Saint Martin Place, muy cerca de la londinense Trafalgar Square. Durante años, hubo voluntarios que se turnaban junto a esa estatua para pedir a los viandantes que se quitaran el sombrero cuando pasasen ante ella.

Tras la guerra, el cuerpo de Cavell fue exhumado y trasladado a Gran Bretaña. Se le dedicó una ceremonia en Westminster, a la que asistió el rey, y después fue trasladada a Norwich en un tren especial, siendo enterrada junto a su catedral. En todo el mundo se le dedicaron memoriales destinados a inmortalizar su nombre, un nombre con el que, por cierto, serían bautizadas miles de niñas nacidas después de la guerra, como la cantante francesa Edith Piaf. Hoy abundan los hospitales y escuelas de enfermería de los países de la Commonwealth consagrados a su memoria. Pero el homenaje más curioso fue el impulsado por el gobierno canadiense, que le dedicó en 1916 un pico en las Rocosas, que desde entonces lleva su nombre; el Monte Edith Cavell.

El recuerdo de su trágico final quedó grabado a fuego en la mentalidad colectiva de la época, creando un deseo de venganza que se vería cumplido dos años más tarde. La víctima sería otra mujer, aunque de biografía bastante menos modélica, Geertruida Margaretha Zelle, más conocida por su nombre artístico, Mata Hari.

Nacida en Holanda en 1876, siendo muy joven respondió a un anuncio en la prensa para casarse con un oficial veinte años mayor que ella, destinado en Java. Tuvo dos hijos, siendo el varón envenenado presuntamente en venganza por el trato dado por su marido a un sirviente nativo. La muerte del hijo supuso un duro golpe para la familia. El marido se dio a la vida disoluta, pero la soledad de Margaretha le llevó a introducirse en las técnicas amatorias y danzas sensuales propias de oriente. Ambas le serían muy útiles a su regreso a Europa.

De nuevo en Holanda, Margaretha fue abandonada por su marido —que obtuvo la custodia de su única hija— y se decidió a poner en práctica lo aprendido en Java para abrirse camino en su nueva vida. Al principio fracasó en sus intentos de convertirse en modelo, pero en París lograría introducirse en el mundo del espectáculo como bailarina exótica. Haciéndose pasar por una supuesta princesa de Java, adoptó el nombre de Mata Hari («Ojo del Amanecer»). En poco tiempo, su popularidad en media Europa llegaría a ser inmensa, lo que le abriría las alcobas de destacadas personalidades, desde funcionarios militares a políticos de alto nivel.

Su particular camino a la perdición lo inició al enamorarse de un joven oficial ruso, por el que aceptó el encargo de espiar para Francia al embajador alemán en Madrid. De ese modo se le facilitaría un visado especial para el tránsito por el territorio en guerra, necesario para acudir donde estaba ingresado su amante. Además, se le prometió que sus servicios a Francia serían recompensados con un millón de francos de la época.

Aunque popularmente se cree que era una maestra en el arte del espionaje, esto está muy lejos de la realidad. Mata Hari no tenía ninguna preparación en este campo, y siempre se tomó su labor como un juego. De hecho, las revelaciones conseguidas fueron de escasa importancia, como algunos movimientos militares de reducido alcance. Pero los alemanes, al descubrir las actividades de Mata Hari, le tendieron en enero de 1917 una trampa para convencer al contraespionaje francés de que era un agente doble que trabajaba para Berlín y, de este modo, dejar que fueran sus enemigos los que la neutralizasen.

En un mensaje interceptado por los franceses desde su antena en la Torre Eiffel, los servicios secretos germanos se referían a un movimiento previsto de su espía H21 en París. La información había sido emitida con la intención de que fuera captada por el enemigo, puesto que la clave utilizada ya había sido descodificada por los franceses con anterioridad. Cuando Mata Hari acudió a un banco parisino a retirar dinero, tal como habían avanzado los alemanes en su supuesto mensaje secreto, las autoridades de París concluyeron que ella era el agente H21. El 13 de febrero la espía fue detenida en la habitación de su hotel parisino.

Mata Hari demostró después que todas sus acciones, incluso la de acudir a ese banco, estaban controladas por los servicios secretos franceses. Pero sus contactos en las altas esferas del poder, que podían haber corroborado estas palabras, no movieron un dedo para probar su inocencia. En el juicio se le declaró culpable sin pruebas concluyentes y basándose en hipótesis no probadas, que no se sostendrían en un juicio moderno. Se cree que los franceses pretendían más bien achacar los fracasos de su Ejército en ese funesto 1917 a un supuesto «enemigo interno» en lugar de a la incapacidad de sus dirigentes, siendo elegida Mata Hari como cabeza de turco.

Pero tampoco hay que desdeñar el hecho de que Margaretha había devenido en un personaje incómodo y comprometedor para un buen número de militares y políticos, por lo que no había duda de que su desaparición iba a suponer un alivio para todos ellos.

Mata Hari fue condenada a muerte y, al contrario que en el caso de Edith Cavell, nadie clamó por su inocencia. Fue fusilada el 15 de octubre de 1917 en el Bois de Vincennes. Antes de la ejecución, la espía lanzó un beso de despedida a los soldados del pelotón; el gesto tuvo su efecto, ya que de los doce hombres que lo formaban solo acertaron cuatro, uno de ellos en el corazón, lo que le causó la muerte instantánea.

Postal de Geertruida Margaretha Zelle, más conocida por su nombre artístico, Mata Hari.

Otra postal de la época dedicada a la mítica espía holandesa. Sus habilidades como bailarina exótica no tuvieron continuidad en su carrera como espía, pues cayó ingenuamente en una trampa pergeñada por los alemanes.

Como no podía ser de otro modo en un personaje de leyenda, el misterio no le abandonaría después de su muerte. Su cuerpo no fue enterrado, sino que se empleó para el aprendizaje de anatomía de los estudiantes de medicina —como era habitual para los ajusticiados en aquella época—, pero su cabeza seguiría un curso más macabro.

La cabeza, que tenía el pelo teñido de rojo, fue embalsamada y expuesta en el Museo de Criminales de Francia, hasta que en 1954 desapareció sin dejar rastro, siendo seguramente robada por algún admirador. Nunca se recuperó, por lo que el enigma sobre su paradero último continúa vigente. Ese misterio vendría a sumarse a todos los que atesora celosamente la Primera Guerra Mundial.