LOS MITOS DE LA PROPAGANDA

La Primera Guerra Mundial fue el primer conflicto en el que tuvo un papel destacado la propaganda. Los gobiernos descubrieron que para influir en el sistema de valores de sus ciudadanos y en su conducta era muy útil difundir información a través de los medios de comunicación masivos. Estos mensajes podían contener información verdadera, aunque incompleta y no contrastada, pero podía también ser falsa; lo único importante era convencer a la opinión pública. La información era normalmente presentada con una alta carga emocional, apelando a la afectividad más que al raciocinio. Se solía insistir en la defensa de los valores patrióticos, el odio hacia el enemigo, el amor hacia a los seres queridos o la explotación de los miedos personales.

Con el fin de justificar el esfuerzo de guerra y los enormes sacrificios que debían asumirse —como la muerte de un hijo o un marido—, era necesario presentar al enemigo como un bárbaro sediento de sangre que era necesario detener a tiempo si uno no quería ver cómo penetraba en su propio hogar y asesinaba salvajemente a toda su familia.

Las posiciones quedaron fijadas en el primer mes de la guerra.

La invasión de Bélgica por parte de las tropas alemanas fue el pistoletazo de salida a esas campañas de propaganda. Aún estaba fresco en Alemania el recuerdo del hostigamiento sufrido por los soldados germanos durante la guerra franco-prusiana; un millar de ellos cayeron entonces por la acción de los francotiradores o por golpes de mano llevados a cabo por guerrilleros. En agosto de 1914, la reedición de esas acciones aisladas de resistencia armada se encontraron con una respuesta desproporcionada por parte de los alemanes.

Como se indicó en el segundo capítulo, fueron numerosas las localidades en las que se produjeron ejecuciones masivas de civiles inocentes.

Para autojustificar estas matanzas, los propios alemanes pusieron en circulación historias de mujeres y niños belgas arrojando aceite hirviendo por las ventanas al paso de las columnas germanas, envenenamientos, cigarrillos explosivos, secuestros de soldados que aparecían luego con la lengua cortada e incluso la existencia de cubos rebosantes de ojos arrancados a los alemanes capturados. Estos relatos eran publicados en la prensa germana y, cuando eran leídos en el frente, ya fuera en los diarios o en las cartas remitidas por los familiares, los soldados quedaban adobados psicológicamente para aceptar sin reparos morales las órdenes que implicasen el asesinato de civiles.

Pero las atrocidades reales cometidas por las tropas del káiser en suelo belga pusieron también en marcha la máquina propagandística aliada. El objetivo era presentar a los alemanes como los nuevos hunos pero, en este caso, los Aliados, y especialmente los británicos, se mostraron más ingeniosos e imaginativos en la invención de historias truculentas. Una de las más famosas es la supuesta fábrica de procesamiento de cadáveres.

En abril de 1917 la prensa británica se hizo eco de un supuesto informe secreto capturado a los alemanes, en el que se explicaba el proceso por el que los cadáveres humanos resultantes de la campaña militar en el oeste, tanto propios como enemigos, eran hervidos en grandes calderas y tratados para extraer la grasa, con destino a la fabricación de velas, jabón, lubricantes o glicerina para la fabricación de explosivos. Los huesos eran molidos en molinos especiales para ser añadidos a la comida para los cerdos.

Los ciudadanos británicos, como no podía haber sido de otro modo, se escandalizaron ante esta muestra de barbarie y quedaron confirmados en su convencimiento de la innata brutalidad germana, ya que no mostraban piedad ni con los soldados caídos en la guerra.

Con el paso de los días, comenzaron a aparecer en la prensa nuevos detalles de estas siniestras fábricas. El detalle más macabro era el hecho de que los aceites extraídos de los cuerpos eran hervidos con carbonato de soda; el producto resultante era enviado a los fabricantes alemanes de sopa. Un periodista, recreándose en el bulo, aseguró que cuando llegaban partidas de sopa de sobre a Holanda, estas eran enterradas con honores militares…

El efecto de estas informaciones sobre el prestigio de Alemania en el exterior fue demoledor. El embajador chino en Berlín protestó oficialmente, ante la perplejidad de las autoridades germanas, pero la queja más exótica fue la del Maharajah de Bikanir, que hizo llegar una comunicación al gobierno alemán en la que afirmaba que si los cuerpos de los soldados indios eran procesados, esa atrocidad nunca sería olvidada ni perdonada en la India.

Durante la guerra, todos los contendientes intentaron unir religión y patriotismo. Esta estampa alemana representa la improbable escena de Jesucristo bendiciendo la marcha de una columna alemana hacia el frente.

La historia cruzó también el Atlántico. La prensa norteamericana incluía el testimonio de primera mano de soldados ingleses que habían asistido al funcionamiento de esas factorías mientras eran prisioneros, y que habían logrado evadirse. Uno de ellos aseguraba a The New York Times que uno de los alemanes que trabajaban en el recinto le confesó que la grasa de los cuerpos era también utilizada para fabricar margarina para la población civil. La observación del inglés sobre el canibalismo que ello implicaba no consiguió conmover al impertérrito alemán.

La competición por ofrecer los detalles más escabrosos no parecía tener fin. Otro diario, tomando como fuente un diario belga, explicaba que a la frontera holandesa había llegado por error un tren cargado de cadáveres destinados a esa fábrica. Nadie reparó en el contenido de los vagones, estacionados en una vía muerta, hasta que el penetrante olor que desprendían llevó a descubrir el espantoso cargamento.

Pero ¿cuál era el origen de esta historia? Los rastreos para descubrirlo no han dado resultado. Es probable que la idea surgiese en las mismas trincheras de Flandes, en donde ya se hablaba de ello en forma de rumor en el verano de 1915. La primera vez que apareció publicado en la prensa fue el 10 de abril de 1916, en un oscuro periódico belga impreso en Francia, Indépendence Belge, que a su vez hacía referencia a otro diario belga supuestamente publicado en Holanda, La Belgique, del que nada se sabía entonces y del que nunca ha aparecido ningún ejemplar.

De este modo, conocer la fuente de esta historia se antoja imposible, pero es probable que naciese de algún informe alemán real deficientemente traducido. La clave radica en una confusión lingüística; el término germano kadaver se refiere exclusivamente a los cuerpos de los animales. Una traducción apresurada habría identificado esta palabra con «cadáver» aplicado a restos humanos, lo que habría dado lugar al tétrico malentendido.

El tratamiento industrial de los animales muertos era habitual también en el bando aliado. En la costa francesa se instaló una planta para extraer la grasa animal, que llegó a producir más de nueve mil toneladas de grasa, que era enviada luego a Gran Bretaña.

Allí era transformada en glicerina destinada a las fábricas de armamento.

Es muy probable que los servicios de inteligencia británicos reparasen en la confusión semántica, pero no hay duda que, para sus intereses, era mucho más conveniente que el equívoco se mantuviera durante mucho tiempo.

La consecuencia más negativa de la difusión de esta historia se vería mucho más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial. Los informes que llegaban a los servicios secretos sobre el funcionamiento de los campos de exterminio nazis, tan escalofriantemente similar a las falsas «factorías de cadáveres», llevaron a creer que podía tratarse de nuevo de una leyenda inventada para desprestigiar al enemigo. Por desgracia, en esa ocasión, el tratamiento industrial de los cadáveres sí que era una monstruosa realidad.

Otras historias aventadas por la propaganda británica tenían como protagonistas a supuestos mártires ultrajados por la barbarie alemana. El caso del canadiense crucificado es uno de los más conocidos. La prensa informó en mayo de 1915 que el mes anterior los alemanes habían capturado cerca de Ypres a un soldado canadiense y, a plena vista de sus compañeros, lo habían crucificado, atravesando sus manos y pies con bayonetas. Su muerte, como no podía ser de otro modo, había sido muy lenta y dolorosa.

La veracidad del mito del soldado canadiense crucificado por los alemanes continúa siendo objeto de debate. Este cartel norteamericano destinado al público filipino —de ahí que esté escrito también en español— lo da obviamente como cierto, para animar así a la compra de bonos de guerra.

The Times garantizaba la veracidad del relato insistiendo en que, según el testimonio de unos soldados heridos que habían llegado a un hospital de Ypres, unos miembros de los Dublin Fusiliers eran los que habían asistido a la dramática escena. Al día siguiente, en Canadá, el Toronto Star ofrecía más detalles; después de muerto, el cuerpo del compatriota había sido pasado por la bayoneta sesenta veces. El detalle había sido confirmado por un soldado neozelandés, que lo había escuchado de boca de un capitán canadiense momentos antes de morir en un hospital de Boulogne. El capitán le había dicho el nombre del soldado crucificado, pero el neozelandés no lo recordaba, tan solo sabía que era un sargento.

Mientras, en un periódico de Los Angeles se aseguraba que eran dos los soldados canadienses crucificados. El lugar de la crucifixión también variaba según la fuente; unos decían haberlo visto en una cruz, otros en un árbol, en la pared de madera de un granero, en una puerta o en una valla.

Testimonios tan escasamente fiables como los referidos inundaron la prensa de los países aliados durante semanas. Hay que tener en cuenta que fue en esos meses cuando aparecieron también en la prensa las historias relativas al Angel de Mons, los arqueros fantasmales de la batalla de Azincourt o el Camarada de Blanco. El soldado crucificado encajaba perfectamente en ese cóctel propagandístico que entremezclaba patriotismo y religión, en unos momentos en los que había decaído la atención de los lectores sobre las repetitivas narraciones de las atrocidades alemanas contra la población civil belga.

El interés por el trágico destino del soldado crucificado llegó incluso a la Cámara de los Comunes británica. El 12 de mayo un diputado pidió información al gobierno, pero en ese momento ya no eran uno, ni dos, sino tres, los soldados supuestamente crucificados.

En la respuesta parlamentaria se reconoció que aún no se contaba con un testigo directo del hecho, pero que las pesquisas estaban en marcha. Pese a su prudencia, el asunto acabó escapándose de las manos al gobierno británico, puesto que se produjeron en Londres disturbios y asaltos a comercios regentados por alemanes. La ignominiosa crucifixión del soldado fue la gota que colmó el vaso de la indignación popular, soliviantada por el hundimiento del trasatlántico Lusitania por un submarino alemán cinco días antes.

Con el paso del tiempo, el mito del canadiense sacrificado no perdió fuelle. Un filme de propaganda norteamericano dirigido por Raoul Walsh en 1918, The Prussian Cur (El Canalla Prusiano), recreaba la escena como si de un documental se tratase. Un año más tarde, el diario Pittsburg Sunday Post publicaba una historia similar, ocurrida en octubre de 1918, en la que era una inocente muchacha la crucificada con bayonetas en la puerta de una iglesia, mientras las tumbas cercanas eran profanadas.

La polémica sobre el canadiense crucificado se exacerbó en 1919, cuando en el parque londinense de Hyde Park se descubrió un gran bajorrelieve de bronce que representaba la escena, esculpida por el artista británico Francis Derwent Wood (1871-1926). Las protestas alemanas por lo que consideraban una calumnia obligaron a retirarlo. En el año 2000, el Museo Canadiense de la Civilización expuso la pieza, titulada Canada’s Golgotha, lo que provocó también una gran controversia.

Pero los ecos de esta historia no han terminado. En 2002, la cadena de televisión británica Channel 4 produjo un documental en el que el historiador británico Iain Overton no solo demostraba que la crucifixión existió realmente, sino que revelaba el nombre del soldado: el canadiense Harry Banks, del 48.º Highlanders. El 24 de abril de 1917, Banks fue declarado desaparecido en combate cerca de Ypres. Su familia no volvió a saber nada de él, hasta que un año más tarde su hermana recibió una carta de un compañero de armas en la que le transmitía su convencimiento de que Harry era el soldado crucificado. El hallazgo de esa carta, entre otros indicios encontrados en cartas escritas por sus compañeros durante esos días, era la prueba de que él era el famoso y escurridizo mártir.

Según Overton, la crucifixión de Banks estuvo motivada por una matanza previa de prisioneros alemanes a manos de los canadienses, en represalia por un ataque germano con gas el 22 de abril.

Pero las investigaciones posteriores sobre la identidad de Banks no han revelado nada que haga pensar que él fuera el protagonista; aunque existió realmente, y se conservan los formularios de su alistamiento, su cuerpo nunca fue encontrado y no consta en los registros de la Comisión de Tumbas de Guerra de la Commonwealth.

Si no surge alguna insólita revelación, el canadiense crucificado seguirá siendo uno de los imperecederos mitos de la Primera Guerra Mundial. Quizás fue fruto de la fascinación que despertaba en los soldados británicos, en su mayoría protestantes, la omnipresencia del símbolo de la cruz en las carreteras y campos de Bélgica y Francia, algo que no ocurría en su país. Las cruces de piedra en los caminos, o las de madera que los soldados franceses construían junto a las trincheras, se complementaban con la identificación entre el soldado y Jesucristo, una asociación de ideas que sería plasmada por poetas ingleses como Siegfried Sassoon (1886-1967) y su amigo Wilfred Owen (1893-1918), al derramar ambos su sangre por una causa superior. De este modo, de ser cierta esta mística interpretación del enigma, tan solo era cuestión de tiempo el que apareciese el mito del soldado crucificado.