PRIMER ATAQUE CON GAS
A todas las pesadillas del campo de batalla, que han sido sucintamente enumeradas, debía unirse otro elemento que, aunque no fue decisivo, sumió en el terror a los hombres que se vieron involucrados en aquella hecatombe. Se trataba del gas venenoso, cuya primera aparición se produjo el 22 de abril de 1915. Esa noche, en el saliente de Ypres, los alemanes descargaron en cinco minutos el contenido de 4.000 cilindros que contenían casi 170 toneladas de cloro.
Soldados alemanes cubriéndose con improvisadas máscaras de gas, compuestas de simple gasa. La imagen es de 1915. Posteriormente los soldados estarían dotados de máscaras menos rudimentarias.
Las tropas que tenían enfrente, integradas por franceses, argelinos y canadienses, comenzaron a sentir los efectos del gas. Centenares de ellos perdieron el conocimiento. Los franceses y canadienses intentaron resistir en sus posiciones; estos últimos tuvieron la idea de protegerse las vías respiratorias con pañuelos empapados de orina, gracias a un oficial médico que identificó inmediatamente el cloro y que creía que el ácido úrico lo cristalizaría.
En realidad, si el pañuelo hubiera estado humedecido con agua también les habría protegido, pero gracias a la providencial idea del médico las tropas no fueron víctimas del pánico, como sí sucedió con los soldados norteafricanos, que huyeron despavoridos.
Como en una visión fantasmagórica, de entre la nube de gas surgieron poco a poco los soldados germanos, pertrechados con máscaras de oxígeno. Aprovechando la desorientación de las tropas aliadas, capturaron dos mil prisioneros y medio centenar de cañones. El éxito había sorprendido a los propios alemanes, que no tenían ningún plan para explotar la brecha que se había abierto en la línea aliada, por lo que el ataque no tuvo continuidad.
Un soldado alemán con máscara antigás patrulla a caballo.
Pese a este éxito inicial, el cloro se demostró ineficaz como arma. El color verde del gas y su olor característico facilitaba su detección y además se necesitaba una gran concentración para que pudiera provocar daños pulmonares. Aun así, la mera visión de la nube de cloro causaba pavor a los soldados enemigos, paralizándolos o sumiéndolos en la más completa confusión.
Además, la utilización de gas venenoso se reveló enormemente arriesgada para las fuerzas que lo empleaban. El método no podía ser más impreciso; se abrían las espitas de los cilindros que contenían el gas y se confiaba en que la dirección del viento lo empujase hacia las líneas enemigas. Pero cualquier golpe de viento inesperado hacía regresar la nube tóxica hacia las propias trincheras, en donde aguardaban los soldados que debían aprovechar la brecha en el frente. A lo largo de la guerra, los expertos idearían métodos para lanzar las granadas de gas lejos de las propias líneas mediante el uso de la artillería.
La utilización de gases por parte de los alemanes dejó perplejos a los Aliados, pese a disponer estos de numerosas pruebas de que estaban planeando un ataque con armas químicas. En los días previos, varias incursiones en trincheras germanas habían descubierto que los alemanes estaban reuniendo máscaras antigás y que disponían de unos cilindros metálicos que servían para lanzar el gas.
Aun así, franceses y británicos —que también poseían arsenales químicos— confiaban en que el enemigo no recurriría a unas armas que estaban prohibidas por las leyes internacionales.
Para los ingleses, «era una forma cobarde de hacer la guerra».
Su ingenuidad, al igual que en el caso de las ametralladoras, también les costaría cara. Al final, el Ejército británico sería el contendiente que más emplearía el gas contra los alemanes, aprovechando que en Flandes y el norte de Francia los vientos siguen normalmente dirección este. Pero el primer ataque inglés con gas, el 25 de septiembre de 1915, no constituyó un éxito; el viento dejó de soplar y la nube de cloro quedó flotando en tierra de nadie, retrocediendo en algunos puntos hacia las propias líneas.
Un grupo de jinetes franceses provistos con lanzas, conformando una irreal composición pictórica. Durante la Primera Guerra Mundial no fueron inhabituales escenas como estas, más propias de la Edad Media.
Soldados británicos de la 55 División, cegados por el gas mostaza durante la Batalla de Estaires el 10 de abril de 1918. Aunque este gas podía causar ceguera, en pocas ocasiones era mortal.
En cada trinchera había una campana o un objeto metálico —normalmente, un proyectil vacío— para que, al ser golpeados por un vigía, diesen la alarma de que se estaba produciendo un ataque con gas. En pocos segundos los soldados debían colocarse la máscara, de la que nunca podían separarse. El estrés psíquico que suponía poder ser atacado en el momento más inesperado era casi insoportable, pero lo peor de esta nueva arma era la angustiosa muerte que esperaba a los soldados que resultaban gaseados. Los pulmones se iban encharcando y la respiración se hacía cada vez más difícil, ante la mirada impotente de los médicos, que no podían hacer absolutamente nada para impedirlo. Los soldados expiraban en los hospitales de campaña tras una larga agonía. Con el uso de estos gases asfixiantes, la crueldad de la guerra alcanzaría su máxima expresión.
Las limitaciones del cloro fueron superadas por un nuevo agente, el fosgeno, incoloro y mucho más mortífero. El único inconveniente para los atacantes era que los efectos tardaban más de un día en producirse. El primer ataque alemán con fosgeno, el 19 de diciembre de 1915, produjo más de un millar de bajas a los británicos cerca de Ypres.
Pero el agente químico más aterrador de los utilizados durante la Primera Guerra Mundial fue el gas mostaza, introducido por los alemanes en julio de 1917. Se disparaba dentro de proyectiles de artillería y, al ser más pesado que el aire, se posaba en el suelo, evaporándose lentamente. Lo novedoso de este gas era que resultaba dañino el mero contacto físico con él, para lo que era suficiente una concentración en el aire de 0,1 partes por millón. Aunque no era letal —solo fallecía el 2 por ciento de los expuestos—, el sufrimiento que ocasionaba era atroz. Atacaba a los tejidos blandos, como los ojos y los genitales.
Tras un ataque con gas mostaza, era habitual ver líneas de soldados cegados siendo guiados hasta el hospital de campaña. Si la concentración de gas era importante, la piel se quemaba hasta el hueso. Además, a los gaseados no se les podía ofrecer un alivio a su sufrimiento, puesto que hasta los vendajes estaban contraindicados.
Sin duda, el gas fue el arma más terrorífica de las empleadas durante el conflicto, pero su contribución al número total de bajas fue relativamente pequeña. Aproximadamente, siete de cada diez soldados gaseados se habían recuperado totalmente en menos de seis semanas, y solo un cinco por ciento resultaron bajas definitivas, ya fuera por muerte o invalidez permanente.
Pese a su eficacia relativa, el gas venenoso contribuyó a hacer de los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial el paisaje más apocalíptico que quepa imaginar. Hoy resulta casi imposible concebir un lugar tan impregnado de muerte y destrucción, pero la realidad es que en aquellas trincheras pasaron días, meses y años, millones de hombres como nosotros, sometidos a unas pruebas a las que difícilmente podríamos enfrentarnos con el espíritu de resistencia y abnegación que ellos demostraron.