Raúl se levantó cuando el sol ya comenzaba a calentar a través de la ventana. A decir verdad, se había quedado remoloneando en la cama, pues, no era que llevase mucho tiempo despierto, sino que apenas había podido dormir, como el resto de la semana. Creyó que la distancia y volver a la que había sido su casa en los últimos años le ayudaría a recomponerse, pero no se hallaba sin Diana. Muy a su pesar, el dolor sordo que se instaló en su pecho aquella noche continuaba alojado en su interior, horadándole el corazón con cada latido. ¿Cómo en tan poco tiempo esa mujer se le había metido tan adentro?
Al ir hacia el armario, su vista se detuvo en el esmoquin que colgaba de una percha en el pomo de una de las puertas, sintiendo una punzada. Confiaba en que no fuera el galardonado esa noche, pues aquel premio le iba a saber a hiel.
Cogió unos pantalones desgastados y medio rotos que usaba para estar por casa, aunque le dio pereza buscar una camiseta limpia, así que arrastró sus pasos hacia la cocina para prepararse un café bien cargado.
Puso la cafetera y sacó un cigarro de un paquete que había encima de la bancada, apoyando la espalda en ella mientras lo encendía y le daba una calada profunda y llena de hastío.
Sus pensamientos se entremezclaron con el humo; eran igual de grises, asfixiantes y volátiles, una nube tóxica que se disipaba al instante, llevándose consigo sus expectativas e ilusiones y dejando únicamente vacío. No había nada más allá. No había nada que esperar; le importaban un cuerno sus estudios abandonados hacía años y lo que menos le apetecía era actuar esa noche… ¿para qué?
Aquella apatía le produjo náuseas, le tocaba los cojones sentirse así, miserable, y por un momento deseó no haber conocido a Diana. Vivía feliz en su ignorancia; ojos que no ven, corazón que no siente, y nunca mejor dicho, porque jamás quiso saber lo que era el amor y así debió seguir siendo. Sin embargo, se engañaba a sí mismo, porque aquello ni fue vida ni fue felicidad; lo fue el tiempo que estuvo con Diana.
Se limpió con rapidez una lágrima perdida. El puto humo se le había metido en los ojos, cosa que le ocurría mucho últimamente. Luego, abrió el grifo para apagar el cigarro y tirarlo a la basura y se sirvió un café, largo y que confiaba en que lo despejase un poco.
Llegaba al salón cuando llamaron al timbre.
―Joder… ―masculló, dejando la taza en la mesita de centro.
Sin temor a equivocarse, supuso que sería Ángel o Darío, o los dos. Estuvo tentado de ignorarlos, pero prefería que le dijeran lo que tuvieran que decirle allí, en su casa, y no en la gala, con cientos de ojos y oídos pululando cerca.
Sin embargo, casi se le escapa el alma del cuerpo cuando, al abrir, vio frente a él a la última persona que esperaba encontrarse llamando a su puerta.
―¿Diana? ¿Qué haces aquí? ―inquirió de malos modos, haciéndola palidecer.
Por un segundo se arrepintió de su arranque, pero no entendía su presencia allí, y lo último que le hacía falta era que ahondase más en la herida. Si quería olvidarla, lo primero en la lista de propósitos era dejar de verla, sobre todo tan bonita como estaba con ese vestido veraniego color gris claro, como sus preciosos ojos.
―Yo… ―la vio titubear―, yo necesito hablar contigo ―dijo finalmente, y no sin esfuerzo―. Solo será un momento.
―Podrías haberme llamado por teléfono ―replicó él, aunque se apartaba de la puerta para dejarla pasar.
―¿Me lo habrías cogido? ―preguntó ella al entrar, directamente al salón.
―No ―fue la respuesta de Raúl, que permanecía apoyado en la puerta cerrada, y la mirada de la joven se ensombreció. Ni siquiera se sentó, y se pasó una mano por la nuca, cohibida―. ¿Qué querías? ―inquirió, sin abandonar su actitud inflexible.
―Contarte la verdad ―respondió―. Explicarte por qué te mentí, por qué te dije todas aquellas tonterías.
―¿Te refieres a la noche que me dejaste? ―preguntó con un toque de sarcasmo e incredulidad.
―No quería hacerlo ―le confesó, en un hilo de voz, con mirada huidiza y las mejillas coloradas a causa del mal rato. Sin embargo, sabía que se lo tenía merecido y se mantuvo firme. Se veía tan desmejorado… ojeroso, despeinado y a medio vestir, aunque eso no evitaba que su corazón latiera como loco al tenerlo cerca.
―Pues para no querer, te salió de lujo ―replicó él, soltando una desagradable risotada que la devolvió a la realidad.
―Me vi obligada a dejarte, o eso es lo que creí ―añadió, y Raúl se acercó a ella, en un par de zancadas y con las mandíbulas apretadas.
―Pues yo no vi ninguna pistola en tu sien ―la increpó.
―Yo… ―Raúl no se lo estaba poniendo fácil, y las piernas apenas la sostenían a causa del nerviosismo, así que se sentó en un sillón―. Alfonso vino a verme aquella tarde ―le confesó al fin.
―¿Alfonso? ―pronunció su nombre con asco―. ¿Acaso ese imbécil tiene poder sobre ti para obligarte a…?
―Me enseñó unos papeles ―lo cortó, cansada de tanto rodeo por su parte y reproches por la de él―. Parecía un informe policial, tuyo, o mejor dicho, de un tal Raúl Planells Esteve.
Y ahora, quien palideció fue él.
―¿Qué nombre has dicho? ―le preguntó en tono bajo y duro.
―Entonces, ¿es verdad? ―quiso saber ella, con un deje de ansiedad en su voz―. Me dijo que te habías cambiado de apellido porque casi matas de una paliza a tu padre. ¿Es cierto?
―Fill de puta… ―farfulló el joven, mesándose los cabellos y conteniendo la rabia.
―Me amenazó con mandar esos documentos a todas las revistas y hundir tu carrera como músico si yo no te dejaba ―añadió con el corazón encogido por las lágrimas que estaba reprimiendo.
―Hijo de puta… ―repetía él, deambulando frente a ella con pasos erráticos―. Lo voy a destrozar.
―Raúl…
Entonces, él se le acercó y la cogió de los hombros, poniéndola en pie al tiempo que la sacudía.
―¿Por qué no me lo dijiste? ―la acusó, con los ojos velados por la rabia, aunque también por la tristeza―. ¿Por qué no confiaste en mí? ¡Creíste más en él!
―¡No! ―chilló ella, temerosa de que confundiera las cosas―. No se trataba ni de confianza ni de creer nada ―se defendió con firmeza, limpiándose las lágrimas traicioneras―. Me importa un cuerno lo que hicieras con catorce años, porque el hombre que amo es el que tengo enfrente ahora mismo. Lo hice por tu bien, porque pensé que era lo mejor para ti.
―Pues te equivocaste ―le dijo en un gruñido, agarrándole el rostro con ambas manos―. Lo mejor para mí eres tú.
Capturó su boca sin dejarle tiempo para replicar, y se le escapó un gemido al notar que su cuerpo menudo se aferraba al suyo mientras él comía de sus labios y la degustaba a su antojo. No fue un beso delicado; había vehemencia, desesperación y miedo, porque Raúl temía abrir los ojos y que todo aquello fuera un sueño. Deseaba permanecer así por siempre, no quería dejar de acariciarla, de devorarla, de sentir sus manos sobre él, sanando su corazón moribundo con su toque, con su aliento, y notar que su alma volvía a vibrar ante la dicha de tenerla de nuevo entre sus brazos.
―Cada vez que te beso, tengo la certeza de que eres tú ―susurró sobre sus labios―. La mujer que me completa. La única. Y si sintieras lo mismo que yo, habrías dejado a un lado todo lo que te alejaba de mí con tal de no perderme. Porque yo renunciaría a todo por ti.
―¿Y qué crees que he hecho? ―dijo sin poder reprimir el llanto, refugiándose en sus brazos―. Renuncié a mi felicidad porque pensé que protegía la tuya.
―¿Feliz, sin ti? ―preguntó con tristeza―. Podría vivir mil vidas distintas, y en ninguna sería feliz si tú no estuvieras a mi lado, Diana. Necesito tenerte conmigo.
―Raúl… ―la joven ahogó un sollozo mientras se pegaba aún más a su torso desnudo―. Puede que tenerme a mí te obligue a renunciar a la música. Alfonso…
―Ese imbécil no pinta nada aquí. Soy yo quien decide sobre mi vida ―sentenció con firmeza, y Diana dejó escapar un suspiro.
―¿Y qué vas a hacer?
Raúl la separó un poco y le alzó la barbilla con los dedos, acariciándole los labios con el pulgar.
―Voy a hacerte el amor.
La estrechó con fuerza mientras la besaba, más lento y suave en esta ocasión, pues no había prisa alguna; Diana no se iría a ningún lado, y él se iba a encargar de que así fuera.
Sin apenas separarse de ella, la llevó a su habitación, y allí, reclamando en todo momento sus labios, le quitó aquel vestido y la desnudó para él, para poder amarla con el cuerpo y toda el alma. Una vez se despojó de su propia ropa, la condujo hasta la cama y la tumbó con cuidado, cubriéndola con su piel y sus labios, de caricias y besos llenos de pasión, necesidad y añoranza. La había echado tanto de menos, se había sentido tan vacío, tan… nada… Pero su princesa lo amaba, se lo decía su voz, sus manos cálidas apretadas contra su espalda, y su cuerpo, que lo recibía, que se abría para él, dándole acceso directo hasta su corazón.
―Raúl… ―susurró ella, al tiempo que un par de lágrimas escapaban de sus ojos al sentirse tan colmada de él.
―Diana… mi princesa ―musitó, acariciando la humedad de sus mejillas y también la tersura de su interior, que lo atrapaba y lo unía a ella como lazo ardiente―. Júrame que no te volverás a alejar de mí ―le pidió, entrando aún más profundo―. Te rogaré si es lo que quieres…
―No… no hace falta ―contestó entre gemidos, como respuesta a una excitación que iba en aumento, enredándola con sus suaves hilos―. Deseo estar contigo siempre. Para siempre.
―Oh, Diana ―murmuró él, jadeante y sumido en aquel vaivén que los mecía en brazos del placer―. Te quiero tanto… Y necesito que lo comprendas, que entiendas de una vez por todas que tú eres lo más importante para mí. Eres mi vida, mi mundo, mi universo… Todo se detiene cuando te beso, cuando te amo. ¿Lo sientes? ¿Me sientes?
―Sí, Raúl… Sí… ―respondió con la voz entrecortada y arqueándose contra él al notar que una descarga cálida la acercaba al clímax.
Entonces, sintiendo él que lo apresaba, buscó sus labios y aceleró sus embestidas para poder unirse a ella y alcanzar juntos aquel orgasmo sobrecogedor que se liberó desde la unión de sus sexos y que los lanzó a los confines del éxtasis. Y cuando poco a poco se fue disipando, los acogió en su seno ese amor infinito que los ligaba para siempre.
―Mi padre era un borracho, y mi madre, una de esas mujeres que sufría su maltrato en silencio.
Así comenzó el relato de Raúl, y Diana creyó que se le detenía el corazón al escucharlo. Seguían en la cama, pero él se había puesto sus vaqueros y ella, una de sus camisetas que le llegaba por la mitad de los muslos. El joven le había cogido las manos en busca de su contacto, sentados uno al frente del otro, porque necesitaba ver su rostro mientras le contaba la verdad sobre su pasado.
―Yo también pagaba a veces los platos rotos, pero, cuando uno es pequeño, no entiende si su vida es mejor o peor que la de los demás. Simplemente, es.
Su expresión era fría, como si le estuviera refiriendo la historia de otra persona, aunque Diana era muy consciente de que aquellas heridas formaban parte del hombre en el que se había convertido.
―Yo lo tuve más fácil que ella ―continuó―. Descubrí modos de no provocarlo. La primera vez que le llevé malas notas y me cruzó la cara de un guantazo me quedó claro que me lo habría ahorrado si hubiera sacado dieces. Es irónico ―sonrió con tristeza―, tal vez tenga que agradecerle que fuera buen estudiante.
Diana acarició su rostro con pesar, y él le besó la palma, sonriéndole para que no se preocupara, porque ya no le importaba.
―El tiempo fue pasando y sus maltratos iban en aumento; a veces no hacía falta motivo ―prosiguió―. Pero yo también crecí, y empecé a comprender lo que estaba bien o mal, aunque no entendía la actitud de mi madre. Mi tía, su hermana, venía desde Girona a vernos a Olot, donde nosotros vivíamos, siempre que podía y mi padre no estaba, claro, y en una ocasión, las escuché hablar. Miento. Escuché a mi madre gritar, acusándola de querer que dejara a su marido, de intentar romper su matrimonio.
―¿Tu madre no quería dejar a tu padre? ―preguntó Diana, sin terminar de entender.
―Yo creía que era miedo a sus represalias ―asintió―, no por quedarse sola, pues ella trabajaba en una cooperativa y habríamos podido salir adelante. Eso sin contar la ayuda que mi tía le ofrecía y que ella rechazó. Mi padre, sin embargo, estaba en el paro, y esa era la justificación de mi madre para su enfado, tal y como ella lo llamaba. Un enfado que podría habernos costado la vida…
―Raúl…
―Sí, le pegué ―admitió entonces sin un solo ápice de arrepentimiento en su expresión tensa―. Un día escuché los gritos de mi madre desde mi habitación. La tenía contra la pared de la cocina, le daba puñetazos, y ella apenas atinaba a esquivarlo, con las manos frente a la cara. Yo era un enclenque con catorce años, pero él estaba muy borracho. Así que lo aparté de ella de un empujón, lo tiré al suelo y me subí encima de él para pegarle… me dolían los puños, y el corazón, Diana, porque mi madre no hacía más que gritarme que lo dejara, que lo iba a matar, ella, que tenía la cara amoratada y el labio ensangrentado ―gimió, con voz temblorosa, por primera vez desde que había empezado a hablar.
»Yo no entendía nada. Me separó de él, que apenas se movía a causa de la borrachera, y empezó a limpiarle la cara con su propia ropa, mientras me gritaba lo mal hijo que era, porque jamás se debe alzar la mano contra un padre. Sentí tanta rabia ―murmuró, ensombreciéndose sus ojos con inquina―, tanto asco… A pesar de sus continuos maltratos, de sus golpes, ¿era capaz de defenderlo así? Me puse de pie y la levanté a ella conmigo, apartándola de ese hombre que la dominaba, que la anulaba, ya no solo como mujer, sino como persona. La sacudí, como si estuviera hechizada o hipnotizada, creyendo en mi inocencia de crío que la despertaría, que la haría reaccionar, y ese es el último recuerdo que tengo. Eso y un dolor intenso que me atravesó el costado, dejándome sin respiración y hundiéndome en una negrura que supuse mi fin.
Diana exhaló y llevó sus dedos a aquella cicatriz que tantas veces había acariciado sin pensar. Raúl asintió, y ella se tapó la boca, ahogando un sollozo.
―Mi padre se había levantado y cargó contra mí, clavándome un cuchillo de cocina. Tuvieron que extirparme el bazo ―le contó, y aunque parecía sereno, ella era consciente de su lucha interna y de cuánto le estaba costando mantener su entereza, por lo fuerte que le agarraba la mano―. Te podrás hacer una idea del lío que se formó después ―continuó, y Diana, en un gesto que pretendía ser nimio, pasó el dedo por el corazón tatuado en su pecho, entendiendo el motivo de aquellas espinas―. Mi padre ingresó en prisión, y tiempo después se vio implicado en una pelea y lo mató otro reo. Mi madre, por su parte, jamás se arrepintió ni luchó por mi custodia cuando los servicios sociales consideraron que mis tíos debían encargarse de mí. Nunca más volví a verla, aunque sé que también murió de un infarto al cabo de unos años.
Tras escuchar eso, Diana no pudo soportarlo más y se abrazó a él, lamentando el sufrimiento de aquel niño que no merecía pasar por aquel tormento.
―No llores, Diana ―le dijo él, acariciando su cabello―. Yo hace mucho tiempo que dejé de hacerlo. No vale la pena. Y siempre he querido pensar que mi vida empezó cuando mis tíos se hicieron cargo de mí. Me han cuidado como a un hijo, como creo que los padres normales lo harían ―admitió, con un tizne de profundo agradecimiento en su voz―. Fue duro, no te lo negaré. Estudiaba como un poseso porque temía que me castigaran si suspendía alguna asignatura. Y escogí el bajo como mi compañero porque nuestro oído aprecia menos las frecuencias bajas y temía que una guitarra se escuchara demasiado y les molestara cuando ensayaba en mi cuarto.
Diana alzó el rostro, con una pregunta silenciosa en sus ojos.
―Aquella noche, no te mentí ―le aclaró él―, digamos que no te conté toda la verdad. Por fin estaba consiguiendo tener una conversación normal contigo ―quiso bromear, aunque no surtió efecto―, y tenía miedo de que dejaras de mirarme tal y como lo hacías al saber que yo no era lo que aparentaba ser.
―Raúl… ―Diana se abrazó a él―. Lo que me has contado no cambia nada; sigues siendo un hombre maravilloso.
―No, no lo soy ―replicó muy serio, y ella se apartó para mirarlo―. Nunca los perdoné, y jamás me sentí culpable de que ella muriera sola, como un perro. No soy tan generoso ―admitió, aun si temía el juicio de Diana y su posible condena―. Y si no te había contado todo esto no es por vergüenza, sino por miedo. No soy el hombre perfecto con el que toda mujer sueña.
Diana no le rebatió. En cambio, hundió las manos en su pelo y le dio un beso largo e intenso, y él correspondió a esa caricia que le sabía a gloria porque liberaba su alma de aquel peso que siempre lo había acompañado. Ella lo aceptaba tal y como era, y apenas podía creerlo.
―Para mí, sí lo eres ―le dijo la joven al separarse, reafirmando sus pensamientos―. Nadie puede culparte por no perdonar algo así. Al menos, yo no lo hago.
―¿Por eso has dejado tu maleta en casa de Ángel? ―le preguntó―. Pensabas que no te iba a perdonar ―no supuso, afirmó.
―Debí herirte en lo más profundo con mis mentiras, porque a mí me dolió al decirlas ―admitió―. Y por mucho que me quieras, el daño está ahí, y yo…
―Estaba, princesa ―la cortó, posando los dedos sobre sus labios―. Tal vez estaba equivocado y el amor hace que perdonemos cualquier cosa ―susurró con pesar, y Diana supo a qué se refería.
―No, Raúl ―negó, rotunda―. Aquello no era amor. Era dependencia o una obsesión enfermiza, no sé. Porque el amor no humilla, no hace que nos menospreciemos de ese modo. Tu madre vivía equivocada, pero nadie la obligaba a hacerlo, ella tomó su decisión.
―Y yo tomo las mías, Diana ―le aseguró él. Le tomó el rostro con ambas manos y la miró a los ojos―. ¿Me entiendes? Siempre creí que el amor no era para mí, que tenía una especie de tara emocional que hasta a mi madre la impulsaba a repudiarme.
―Raúl, no digas…
Él volvió a taparle la boca con la mano, suave, pero firme.
―Vivía tranquilo rodeado de mis libros ―prosiguió―, tocando en el grupo y follándome a alguna tía cuando me apetecía al terminar un concierto. Y eso me bastaba. Hasta que llegaste tú ―sentenció, deslizando la palma hasta su mejilla para volver a sostenerla―. Contigo he conocido una felicidad a la que nunca creí tener derecho, que pensé que se me negaría, y no sé que he hecho para merecerte, pero aquí estás. Así que no voy a permitir que nadie, y menos el payaso de tu ex, venga a quitarme lo que considero mío. Porque eres mía, ¿me oyes?
Diana asintió, con ojos vidriosos y el corazón palpitando de emoción contenida.
―De entre todas las cosas, te elijo a ti, Diana ―le susurró, y ella gimió, buscando su boca, en un arranque impetuoso que lo hizo caer de espaldas, y a ella, sobre él.
Sin embargo, Raúl no dudó en abrazarla y corresponderle, profundizando su beso mientras empezaba a acariciarla.
―Un momento ―la detuvo el bajista, mirándola con sonrisa pícara―. El sábado pasado, ¿fueron todo mentiras?
―Sí ―respondió, divertida, al saber a lo que se refería.
―¿También lo de que era muy bueno en la cama? ―preguntó, fingiéndose ofendido, sobre todo cuando ella asintió. Exclamó y rodó, abrazándola, para que quedara de espaldas en el colchón―. ¿Tienes alguna queja?
―Lo que pasa es que no eres bueno ―replicó, haciéndose la interesante―. Eres el mejor.
Raúl echó la cabeza hacia atrás, soltando una carcajada.
―Entonces, tendré que esforzarme para no perder mi título ―decidió con sonrisa torcida, mientras sus manos serpenteaban por debajo de la camiseta, dispuesto a demostrárselo.