Por fin era viernes… Diana aparcó a las nueve en punto cerca del piso. Tras salir de trabajar, había tenido el tiempo justo para ir a casa y arreglarse. El martes anterior, Vanessa, aprovechando que cerraba la peluquería, se fue a su casa a la hora de la comida y le impartió una clase acelerada de estilismo y maquillaje y, a pesar de las prisas, había dado sus frutos.
Antes de salir del coche, se miró en el espejo retrovisor. Se había ahumado los ojos y peinado el cabello con espuma, y estaba satisfecha con el resultado. Además, el vestido le favorecía bastante. Negro, de tirantes, se abrazaba a su cuerpo a excepción de la falda corta que tenía algo de vuelo, y las sandalias de tiras eran del mismo color y con tacón. Estaba poco acostumbrada a andar con ellos, pero confiaba en no tener que hacerlo mucho esa noche… Estaba tan nerviosa… ansiosa por no haberlo visto en toda la semana, y porque… No, mejor no pensarlo.
Se dirigió al piso y llamó al timbre. Se le hizo extraño, para qué negarlo; no hacía mucho, ella tenía llaves de esa puerta. Y entendía que para Raúl fuera violento, pero él había dado ese paso por estar más cerca de ella y lo quería aún más por ello.
Le abrió sin preguntar quién era; tampoco esperaba a nadie más, y la puerta del piso estaba entornada cuando salió del ascensor. Al entrar, escuchó ruido en la cocina, y ella se dirigió al salón-comedor, donde vio la mesa preparada con las consabidas velas, que daban un toque muy romántico. Sonriendo, observó la estancia, que ya contaba con la huella de Raúl en forma de libros en la estantería y alguno que otro desperdigado por ahí. Soltó el bolso y una mochila con la muda del día siguiente cerca de la pared y se acercó a un mueble, donde había uno de ellos, y apreció que el tomo no era de lectura, sino de algo relacionado con las telecomunicaciones y que, al ojearlo, le pareció un completo galimatías.
Lo dejó y decidió acudir a la cocina. Antes de anunciar su presencia, se tomó unos segundos para mirar a ese hombre que le había cambiado la vida por completo. Vestía unos vaqueros desgastados y una camiseta negra que le hacían un cuerpazo, a pesar de lo ridículo que pudiera verse con aquel delantal a cuadros. Se había recogido el cabello para que no le molestase a la hora de cocinar, y ella deseó soltarlo y hundir el rostro entre sus hebras doradas. Estaba inclinado sobre la mesa auxiliar, terminando una ensalada.
―¿Vas a venir de una vez a darme un beso? ―le preguntó mirándola de reojo―. Yo también quiero ver de cerca lo guapísima que estás ―le sonrió con picardía.
Ella le devolvió la sonrisa y caminó hacia él, aunque Raúl ya se limpiaba las manos en un paño y se dirigía a ella, recibiéndola con un beso profundo, lento y ardiente, como un adelanto de lo que les depararía la noche.
―Estás preciosa ―murmuró al tiempo que su boca buscaba la piel de su cuello―, y hueles de maravilla. Creo que voy a pasar de la cena ―añadió, depositando cálidos besos, y Diana sintió un tirón en su vientre de anticipación.
―Pues a mí me gustaría saber qué me has preparado ―objetó, aunque le costaba mucho no ceder a la tentación. De hecho, su cuello se arqueaba en busca de su caricia―. Ya he visto las velas, así que la cosa promete ―agregó, separándose un poco―. Gracias.
―Gracias a ti ―replicó él, negando con la cabeza―. La cena va a ser perfecta porque tú estás aquí.
Diana suspiró, sobrecogida por la emoción, y se puso de puntillas para poder besarlo. Raúl atrapó su cintura y la pegó a él… el amor y el deseo crepitaban en el aire…
―A este paso, no vamos a cenar ―bromeó él y, no sin esfuerzo, se separó de ella.
Entonces se soltó el cabello y se quitó el delantal… y el corazón de la joven se saltó un latido al pensar que, definitivamente, estaba más guapo. Además, debía tener cara de tonta porque Raúl se le volvió a acercar y la abrazó con sonrisa pícara.
―¿Te gusta la comida griega? ―susurró, dándole pequeños besos en los labios.
―En estos momentos me da igual ―respondió ella, y el músico se echó a reír, apartándose―. Pero, bueno, ya que te has esforzado, veamos qué has cocinado.
―Ensalada griega, tzatziki con pan de pita y tiropitákia ―enumeró, señalando los platos ya listos en la mesa auxiliar.
―Eso no sé qué es ―comentó ella, apuntando hacia unos triángulos de pasta filo.
―Están rellenos de queso y de espinacas ―le dijo.
―Tiene todo muy buena pinta ―lo halagó, sorprendida.
―Espero que sepa mejor ―confió―, y si no, tenemos vino ―añadió, alzando una botella con una mueca socarrona.
Entre los dos llevaron los platos a la mesa y, una vez se pusieron a cenar, Diana no pudo menos que alabar sus dotes como cocinero porque estaban deliciosos. Mientras, Raúl la fue poniendo al tanto sobre el reportaje del día siguiente. Lo cierto era que le preocupaba no salir bien en las fotos, porque no se consideraba muy fotogénica, pero él la tranquilizó diciéndole que los fotógrafos se encargaban de eso. Y, sin duda, hicieron buen uso del vino cuando Raúl le contó acerca de su nominación.
―¿Y son importantes esos premios? ―preguntó ella, visiblemente emocionada.
―Los organizan los propios periodistas y, aquí entre nos, un mal reportaje te puede hundir ―le respondió―. Además, es la típica ceremonia con alfombra roja, photocall… y en la que hay que ir de etiqueta.
―¿Vestirás traje? ―quiso saber, haciendo una mueca traviesa mientras acercaba la copa de vino a sus labios.
―Y tú, un vestido de diseño ―contraatacó.
―¿Perdona? ―inquirió, a punto de atragantarse―. ¿Estoy invitada?
La carcajada que soltó Raúl le confirmó que sí.
―Pues claro. ¿O pretendes dejarme solo en un momento así? ―le reprochó, aunque su sonrisa le hizo fracasar de modo estrepitoso.
―No, no, es solo que me pilla por sorpresa ―admitió―. ¿Vanessa y Sofía lo saben? ―preguntó, recelosa.
―Sí, pero querían dejarme el honor a mí de decírtelo ―le confesó.
―Traidoras… ―murmuró, haciéndolo reír de nuevo.
―Mañana, Toni os dará una lista de posibles diseñadores que estarán encantados en prestaros algún modelo ―añadió, y ella empezó a boquear.
―Madre mía… Me siento como Julia Roberts en Pretty Woman, cuando la joyería le presta ese collar de un cuarto de millón de dólares a Richard Gere… ¡Como fumes cerca de mí, te los corto! ―lo amenazó, y quien ahora estuvo a un paso de ahogarse con el vino fue él a causa del ataque de risa―. ¿Me oyes? ―insistió.
―Alto y claro, princesa ―asintió él.
―Oye, ¿y puedo proponer yo algún diseñador?
A Raúl le sorprendió la pregunta.
―¿Sientes predilección por alguno en especial? Aunque creo que es una lista bien surtida.
―Es que tenemos un diseñador aquí, en Aldaia ―le comentó―. Se llama Carlos Haro. No lo conozco en persona, pero en las fiestas, en agosto, suele organizar un desfile ―le aclaró―. Sus diseños son una verdadera maravilla, y puede que le interese. En esa gala se concentrará mucha prensa, y estando tú nominado y siendo yo tu pareja, habrá bastantes miradas puestas en mí.
―Me parece buena idea ―decidió―. Se lo diré a Toni mañana, a ver qué opina él.
―Gracias ―murmuró, sonriente―. Y también por la cena. Definitivamente, eres un buen partido.
―Vaya, me alegra saberlo ―respondió, riéndose―. ¿Quieres ya el postre?
Diana se mordió el labio, cogiendo aire, como si fuera una decisión difícil de tomar, tras lo que asintió. Aunque antes de que Raúl se levantara, se acercó a él y lo besó. Al bajista lo pilló por sorpresa, pero no dudó en corresponderle.
―Vuelvo enseguida.
―Yo aprovecharé para ir al baño ―le dijo, asintiendo él mientras recogía algunos platos para, de paso, llevarlos a la cocina.
Entonces, ya a solas, Diana se puso en pie. Se sirvió un poco más de vino y se lo bebió de un trago, sintiendo que el alcohol le entibiaba el coraje. Cogió la mochila y la llevó consigo al baño que había dentro de la habitación. Allí, se sentó en el borde de la bañera y abrió la cremallera, tomando otra bocanada de aire.
Cuando Vanessa se lo propuso, no se creyó capaz.
―¡No es nada del otro mundo! ―exclamó su amiga―. Y me sorprende que, después de estar tantos años con Alfonso, no lo hicieras nunca. Ese imbécil te tenía reprimida sexualmente ―apuntó, enfadada―. Seguro que no pasabais de la postura del misionero.
―Habla más bajo, ¿quieres? Mis padres están en el comedor ―le reprochó ella, levantándose corriendo de la cama para cerrar la puerta de su habitación―. Éramos un tanto convencionales, sí ―tuvo que admitir.
―Claro, tú eras la casta, y la tal Mónica, la zorra con la que se divertía ―escupió las palabras, aunque al instante se sintió culpable al ver que se ensombrecía la expresión de su amiga―. Cariño, lo siento, no quería…
―Tienes toda la razón ―dijo en cambio, y con una firmeza que sorprendió a Vanessa.
Porque ella siempre tuvo deseos, fantasías, pero los juegos en la cama no estaban presentes a la hora de mantener relaciones sexuales con Alfonso, y las palabras de Raúl su primera noche juntos fueron una bofetada de realidad, cruda, pero necesaria.
Ese pensamiento la llenó de decisión y le dio el empuje que precisaba, incluso esbozó una sonrisa traviesa cuando sacó de la mochila aquel camisón diminuto de seda roja con los bordes en encaje negro. Vanessa le aseguró que lo volvería loco con aquel conjunto, y ella se vio en la obligación de pedirle que se ahorrara los detalles al pretender relatarle la vez que le montó aquella escenita de seducción a Darío. Raúl quería crear recuerdos nuevos y era lo que ella pretendía, además de darse el gustazo de verse sexy para él… y si su amiga estaba en lo cierto y lo volvía loco, mejor que mejor.
Se quitó los zapatos y el vestido, dejando a la vista la minúscula lencería de color negro que llevaba y se puso el liguero, que Vanessa le obligó a comprarse, advirtiéndole que era condición necesaria e indispensable. Ella era la entendida… y agradeció practicar la noche anterior la forma en que se enganchaban las dichosas tiras elásticas a las medias porque estaba tan nerviosa que no atinaba una. Al terminar, y con rapidez, se colocó el negligé y se miró en el espejo del baño. Sí, tenía que gustarle, por favor… Entonces, salió a la habitación, tras lo que se subió a la cama.
Se tumbó boca arriba y suspiró tratando de controlar el temblor de su cuerpo. El miedo al ridículo asomó la nariz, pero Raúl se había esforzado, por activa y por pasiva, en demostrarle lo especial y única que era para él, y confiaba en sorprenderlo de forma grata… para los dos.
―¿Diana? ―escuchó de pronto la voz del bajista desde el salón, tal y como ella esperaba, así que se colocó de lado mirando hacia la puerta, apoyada sobre un codo y dejando caer su otra mano sobre la cadera, de modo desenfadado y sensual―. Princesa, ¿estás bien? ―insistió, dirigiéndose ya a la habitación.
Diana habría podido contestar algo tipo: «Pues estoy un poco sola» o «Eso debes decidirlo tú», pero no le salía la voz. Estaba ansiosa por ver su reacción, sus ojos, quería que la deseara, que…
Y ahí estaba… frente a ella…
Raúl entró en la habitación y paró en seco al verla. Al llegar, parecía preocupado porque no le contestaba, pero su expresión cambió al instante, pasando de la sorpresa al más oscuro deseo.
Se acercó despacio, recorriéndola con la mirada, como alimentándose de aquella visión, y Diana temblaba como una hoja, sin saber qué decir o hacer, mas atada a aquellos ojos que la devoraban.
En silencio, Raúl trepó a la cama y se colocó frente a ella. Levantó una mano que depositó en su cadera y delineó en sentido ascendente la curva que formaba su cuerpo, arrastrando el camisón que se alzó, dejando su piel apenas cubierta por la braguita. Entonces, se inclinó y depositó un húmedo beso en su nalga.
Ella se sobresaltó ligeramente con su toque, por la tensión, los nervios y esa calidez que la reconfortaba. De repente, la hizo tumbarse y levantó con ambas manos el negligé, pasando los dedos por sus costados, descubriendo la diminuta ropa interior y su abdomen. Se volvió a inclinar para besar su ombligo y acariciarlo con la punta de la lengua y, desde allí, subió, lamiéndola hasta la línea de su esternón, donde se detuvo. Levantó la vista y el azul de sus ojos se clavó en los suyos.
Diana tenía el corazón en suspenso. En ese instante, se sentía como si fuera uno de sus bajos, a la espera de que él hiciera música con sus manos, fuertes, amables y maestras.
De pronto, él devoró su boca sin preaviso, con ansia y avidez, y su lengua la buscaba en una caricia que lanzaba destellos de placer por todo su cuerpo, aunque le supo a poco pues Raúl rompió el beso demasiado pronto. Le estiró los brazos por encima de la cabeza y le terminó de quitar el camisón. Luego, se colocó de rodillas, con las piernas a ambos lados de las suyas y volvió a admirarla, con descaro, gula y cierto toque de vanidad.
―No sabía que tú te encargabas del postre ―le dijo, mordiéndose el labio, como si estuviera conteniéndose para no comérsela entera. Estiró una mano y comenzó a delinear el diseño del encaje del liguero, en un gesto que tenía poco de casual, pues la piel de Diana despertaba a su paso, ansiando que no existiera el tejido para sentirlo plenamente.
―Si lo prefieres, volvemos a la mesa ―lo provocó, con una simulada ingenuidad que a él lo hizo arder. Incluso se incorporó, apoyándose sobre sus codos, como si se fuera a levantar.
―No vas a moverte de esta cama en toda la noche ―murmuró con voz ronca, oscura de deseo, como su mirada, y aquella amenaza ardiente la devolvió al lecho―. Soy capaz de obligarte, de atarte si es preciso ―añadió, con una sonrisa torcida que a ella le dio alas―. ¿O es que pretendías seducirme, llevarme al límite y dejarme con la miel en los labios? Porque no es miel precisamente lo que quiero probar en este instante ―añadió, paseándose sus dedos por las cintas elásticas del liguero y el borde de encaje de las medias.
―Suena bien lo de llevarte al límite ―musitó ella en tono sensual, seductor, tal y como él la hacía sentir―. Aunque, mi única intención era la de gustarte ―añadió con coquetería.
―Gustarme… ―repitió él, alzando una ceja mientras, con solo un par de dedos y sin dejar de mirarla, desabrochaba una a una y muy despacio las tiras elásticas que sujetaban las medias. Una vez lo hubo hecho, se inclinó y metió ambas manos bajo su cintura y le desabrochó el liguero, dejándolo a un lado―. Estoy a punto de declararme tu esclavo, princesa mía ―añadió, fijando la mirada en su cuerpo y mojándose los labios. Parecía relamerse al estar frente al más exquisito de los manjares.
Sintiéndose poderosa, se irguió, quedando su rostro cerca del suyo. Entonces, le quitó la camiseta, dejando a la vista su fibroso tórax.
―¿Para cumplir mis deseos? ―preguntó, invadida por la osadía y la voluptuosidad que le provocaba el simple pensamiento… y él.
―He dicho a punto. ―Negó él con la cabeza mientras sus manos viajaban hasta la parte trasera del sostén y lo desabrochaba, deshaciéndose de él―. Cumpliré tus deseos y también los míos ―susurró, bajando la vista a sus pechos al tiempo que, con la punta de los dedos comenzaba a juguetear con un pezón―. Y uno de ellos es saborearte por entero.
Raúl le rodeó la cintura con un brazo y la obligó a inclinar su cuerpo hacia atrás y a alzarlo ligeramente, lo suficiente para que alcanzara con la boca aquel duro guijarro en el que se había transformado con solo su tacto.
Diana jadeó, atravesada por una inesperada ola de placer que se depositó en su vientre, mientras él mimaba el pezón con la lengua y los dientes, chupando, mordisqueando, en una lenta tortura que le aflojaba los músculos. Ella hundió las manos en su pelo y lo instó a seguir, perdida en la sensación.
―Ummm… Hueles bien, pero sabes mejor ―dijo él, subiendo su boca por la línea del cuello, hasta llegar al punto debajo de la oreja, donde pudo notar el pulso de la joven con solo pasar la lengua.
La recorrió un escalofrío placentero que la hizo agarrarse a él, a sus hombros.
―No me digas que estás nerviosa porque no te creo ―susurró el joven, lanzando el aliento cálido en su oído―. Lo has planeado todo para hacerme enloquecer, ¿verdad? ―añadió mientras sus manos devolvían su atención a los pechos.
―¿Lo he logrado? ―musitó, jadeante.
―Vamos, ¿te vas a hacer la tímida ahora? ―bromeó, aunque la miraba con ojos llameantes de deseo―. Puedes comprobarlo por ti misma.
Diana no se hizo de rogar y bajó la mano, paseándose por su abdomen hasta llegar a su miembro, apreciando su erección por encima del pantalón. Apretó la mano ligeramente a su alrededor, lo que le permitía la prenda, y él suspiró, mordiéndose el labio.
―¿Satisfecha? ―le preguntó en tono travieso.
―¿Mi curiosidad? Sí ―respondió con voz melosa, siguiéndole el juego, y él lanzó una carcajada ronca y profunda, que reverberó en su piel, estremeciéndola.
―Veamos lo que podemos hacer con lo demás ―sentenció, con una sombra ardiente velando el azul de sus ojos.
Buscó su boca en un beso fiero mientras la tumbaba en la cama, dejándola sin aliento, jadeante, cuando luego bajó para atrapar con ella un pezón. Diana se sumió en el placer y se dejó llevar por él, por el ansia y la excitación al notar que volvía a dibujar la línea de su esternón en sentido descendente esta vez, deteniéndose en la seda de sus braguitas. Entonces, cogió el elástico y se las bajó para quitárselas, dejando a la vista su pubis perfectamente rasurado para la ocasión.
―Joder… ―gruñó, depositando un beso en su monte de Venus―. Pues si querías llevarme al límite, lo estás consiguiendo ―murmuró, uniéndose el ardor de su aliento sobre su piel al que ella ya sentía―. Sí, me has seducido para conducirme al borde del abismo ―dijo, haciendo que abriera las piernas―, pero tú caerás conmigo, princesa.
―Raúl…
El primer roce de sus dedos en su carne húmeda le arrancó un gemido de la garganta femenina que lo llenó de satisfacción. Diana había cerrado los ojos y los puños apretaban la colcha, y Raúl sintió que su miembro palpitaba de necesidad al contemplarla así, desnuda a falta de las medias, en una visión sensual, lujuriosa, y completamente expuesta a él, a sus caricias y a sus deseos, mientras sus dedos se perdían en su intimidad tersa, sonrosada y atrayente. Podría hacer lo que quisiera con ella… y lo haría.
Le abrió las piernas un poco más y hundió el rostro en su sexo para saborearla, con calma y esmero, recorriendo con la lengua los pliegues anhelantes de su calor, de su toque, mientras él se emborrachaba de su sabor, ansiando más. Lamía, mordisqueaba, tentaba… y los gemidos de Diana se hacían más audibles. Había soltado la colcha para agarrarle el cabello, y notó que se arqueaba contra él para profundizar el contacto, que ardiera, que la quemara y la consumiera sin piedad. Con los dedos tanteó su entrada, introduciéndolos con tortuosa lentitud, al tiempo que buscaba con la lengua el centro de su placer, colmando de atenciones aquel brote de piel y carne del que se serviría para lanzarla al más increíble clímax. Jugó con sus dedos, acariciando su interior y presionando en los puntos que le arrancaban más gemidos, y su boca seguía poseyéndola, amándola, insaciable, voraz, hambriento de su esencia y su placer, sin darle tregua.
El orgasmo la sorprendió con violencia, haciéndola gritar, y él disfrutó al escuchar el trémulo sonido de su nombre, alimentando aquel fuego líquido que a ella le corroía deliciosamente las venas con sus caricias, con su aliento, y él siguió bebiéndose las oleadas del éxtasis que la sacudían, hasta que se extinguieron poco a poco.
Diana jadeaba con la respiración agitada, temblándole el cuerpo todavía a causa de las reminiscencias de aquel intenso placer, y Raúl comenzó a deslizar de forma perezosa los labios por su abdomen. Sin embargo, ella lo agarró en un acceso de pasión y buscó su boca, casi con desesperación.
―Raúl… Tú…
―Shhh… Tranquila. No pienso quedarme con las ganas ―murmuró mientras la colmaba de caricias.
Ella misma fue la que le desabrochó el pantalón, de rodillas frente a él, hablando por ella la pasión, el ardor, la necesidad de compartir con él lo que había sentido. Y Raúl le permitió acariciarlo a su antojo, a pesar de que era una tortura tener que contenerse. El grado de excitación rayaba lo doloroso y la quería con urgencia, pero, de todos modos, se deleitó en el tacto suave y cálido de su mano todo lo que pudo, hasta que percibió una chispa lujuriosa en sus ojos grises, en la curva de sus labios, un deseo que le hizo estremecerse. No, no iba a ser capaz de controlarse, no lo aguantaría…
Antes de dejarla seguir, estiró un brazo y sacó un preservativo de la mesita de noche, y que ella le arrebató al instante con un desafío ardiente en su mirada.
―Diana…
Lo hizo. Ella sabía de su necesidad por tenerla, que se movía en el filo de su resistencia, pero, aun así, lo tomó con su boca. Raúl sintió una corriente de placer recorriendo su cuerpo, un latigazo que rasgaba su control sin remedio. Era delicioso, lascivo y pura entrega, una tentación difícil de resistir. Durante unos instantes lo venció. Se abandonó a aquel arrebato de lujuria que arrasaba con él, a su boca, a su lengua, observándola mientras la dejaba hacer, acariciándole su oscuro cabello, la espalda, luego las nalgas… Su húmedo sexo clamó por él y supo que se perdería del todo cuando la oyó gemir al acariciar sus anhelantes pliegues. No, en ese instante necesitaba llenarla de él, unirse a ella.
La obligó a separarse de él, y Diana soltó una exclamación de sorpresa al ver que Raúl se tumbaba de espaldas y la arrastraba con él, colocándola a horcajadas sobre sus muslos.
No le dijo nada, solo la miró, profundo, sombrío… fuego azul, y ella comprendió la tortura, su apremio. Rompió el envoltorio del preservativo y lo cubrió, y apenas lo había hecho cuando él la cogió de la cintura y la alzó sobre él, entrando en ella de una sola vez.
Él dejó caer la cabeza en un gemido ronco, y Diana cerró los ojos de golpe al verse sobrepasada por aquella plenitud hasta entonces desconocida. Tomó aire y, al abrirlos, la mirada de Raúl la reclamaba, anclándola a él. Había deseo infinito, complicidad y una súplica, la que a ella le tocó el alma: que poseyera su cuerpo y amara su corazón.
Comenzó a moverse sobre él, en una cadencia sinuosa que dirigían sus fuertes manos al apresar su cintura, y guiada también por sus gemidos y sus gestos, la contracción de su rictus cuando el ritmo era más lento, o la tensión de sus labios si inclinaba su cuerpo. La hizo dueña de su placer, libre de entregárselo cuando ella quisiera. Lo saboreó, disfrutó de aquel dominio sobre él, saber que ella, Diana, podía hacerlo gozar.
Le acarició el rostro, perlado por el sudor, y él apresó uno de sus dedos con la boca, lamiéndolo, y ella quiso probarlo. Se inclinó para besarlo, cambiando el ángulo de su torso e intensificando el contacto. Raúl se tensó debajo de ella.
―Dios… Diana…
Supo que el dique de su contención se estaba resquebrajando, y ella deseaba que se entregara a aquel torrente, que disfrutara de ese éxtasis que su cuerpo le proporcionaba, pero quería que lo arrastrara con él.
Sin parar de moverse, volvió a erguirse y le cogió una mano, llevándola hasta su propio sexo en una petición que él acató al instante. Comenzó a acariciarla con ahínco, buscando aquella vía que la lanzaría al éxtasis mientras Diana aumentaba el ritmo de sus caderas, en un galope errático, profundo y desgarrador. Sus cuerpos exigían más… más rápido, más hondo, más piel, y traspasaron el punto de no retorno, lanzando sendos gritos de liberación al alcanzar juntos el clímax, cegados por el placer que aún recorría sus venas.
Raúl se incorporó y abrazó a Diana, sintiendo cómo se iban diluyendo las suaves ondas, y buscó su boca, ávido de su aliento y su sabor, estrechándola con fuerza mientras ella hundía los dedos en su pelo claro y lo besaba con toda el alma.
―Diana, te quiero tanto… ―le dijo, clavando la mirada en sus brillantes ojos grises―. Gracias por este nuevo recuerdo.
Ella bajó un instante la vista, sonriendo.
―Esa era mi verdadera intención, la razón de que yo me…
El joven posó los dedos sobre sus labios, acallándola.
―No lo olvidaré nunca ―murmuró con calidez―. Aunque este capítulo aún no está terminado.
―¿Ah, no? ―inquirió ella, divertida.
―Falta todo lo que consigamos escribir hasta el amanecer ―le advirtió, empujándola con su cuerpo hasta tumbarla en la cama, entre risas.
Le dio un suave beso y la miró estremecido.
―Y puede que, entonces, tampoco…