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Y aquí estoy, frente al espejo. Sé perfectamente que estoy soñando… Bueno, rectifico: hoy toca la pesadilla de turno. Sin embargo, no soy capaz de dominar mi subconsciente, nunca lo he sido a pesar de que ya han transcurrido varios años, y decido dejarme llevar, porque también tengo muy claro el momento exacto en el que me despertaré.

Abandonándome a la ilusión, como sinónimo de ensoñación, que no de emoción, pues ya sé lo que me espera, me sumerjo en mi propia imagen… y el sueño se apodera de mí por completo…

Sonrío, es imposible no hacerlo. Hoy tengo el derecho, y casi el deber, como cualquier novia que se precie, de sentirme como una princesa, así que acaricio el raso de mi vestido blanco, observando cómo el corpiño se ajusta a mi cuerpo. Su escote barco acabado en pequeñas mangas y su amplia falda le dan un toque clásico a mi aspecto, pero es que yo lo soy; a pesar de que Alfonso se empeñe en encontrar a la Angelina Jolie que, según él, llevo dentro, ahora mismo tiro más hacia Jacqueline Onassis… y me encanta.

Por el rabillo del ojo veo al fotógrafo y me giro hacia él.

―Sonríe, Diana ―me dice por primera vez en esta espléndida mañana, y yo le obedezco, radiante, pensando que este día marca el inicio de mi nueva vida. Entonces, le hace una seña a mi madre, peinada, maquillada y vestida para la ocasión, y acerca el velo para colocármelo en el moño bajo que recoge mi larga melena. Y es que, a partir de ahora, cualquier movimiento será captado por el objetivo de la cámara fotográfica para la posteridad.

En ese instante, pienso en Alfonso. Pobre. Estará pasando por el mismo calvario que yo; foto poniéndose la corbata, la chaqueta, un gemelo, el otro… pero es lo que dicta la tradición, y no le ha servido la excusa de que no le gustan las fotografías. Yo no soy de alcohol y va a haber barra libre al final del convite para que nuestros amigos brinden a nuestra salud durante el resto de la velada.

Mi madre, con la ayuda de Sofía, me está colocando el velo. No puedo evitar entristecerme al saber que mi amiga no es feliz. Y pensar que de niñas fantaseábamos con casarnos el mismo día, una boda doble… y, en cambio…

A pesar de que han pasado siete años desde que Ángel se marchó a Madrid, no ha podido olvidarle, sobre todo ahora que hemos venido a saber que se ha convertido en el cantante de no sé qué grupo de rock, como tantas veces habían soñado… juntos… Aunque, como si no fuera suficiente todo el sufrimiento por el que la había hecho pasar este tonto a lo largo de estos años, la guinda del pastel fue cuando Sofía se armó de valor y viajó hasta Madrid, yendo en su busca. Volvió con las orejas gachas y el corazón hecho añicos, más pequeños aún de lo que ya eran y, sin embargo, no parece suficiente para dejar de quererlo. No lo entiendo, lo intento, de verdad, pues es mi mejor amiga y necesita todo mi apoyo, pero no me entra en la cabeza que pueda seguir unida a su recuerdo a pesar de que él no ha dado señales de vida en todo este tiempo.

―Diana…

Miro al fotógrafo y vuelvo a sonreír.

―Eso es… Sonríeme con la mirada ―me pide―. No hay sonrisa más bonita que la de una mujer enamorada.

Y yo le agradezco el halago lanzando una risita pizpireta que él no duda en atrapar con su cámara.

Fuera de mi habitación, mi casa es un completo caos, un ir y venir de voces. En la planta baja, en el garaje, mi padre ha colocado algunas mesas y preparado un aperitivo para sus amistades, y el comedor está invadido por las de mi madre y mi abuela y algunas de mis amigas… pocas, muy pocas… Compaginar vida social y estudios es muy complicado, sobre todo si esas amigas no estudian y les parece un coñazo que te tengas que pasar todo el fin de semana hincando los codos. Al principio me llamaban, animándome a salir, pero pronto se cansaron de mis continuas negativas y el teléfono dejó de sonar…

Me encojo de hombros mentalmente porque me da igual. Acabé la carrera de Fisioterapia y acabo de encontrar trabajo en una clínica privada, aquí en el pueblo, por lo que estoy muy satisfecha. Además, voy a casarme con el hombre de mi vida, mi novio desde que tengo uso de razón, así que, ¿qué más puedo pedir? Y si sumamos la vida de casada con la laboral, mucho tiempo para la social no queda.

De pronto, en mi habitación irrumpe mi hermano Paco con el ramo de novia que acaba de recoger de la floristería… siempre hay imprevistos de última hora, pero ese precioso bouquet de orquídeas rosa pálido que me entrega bien lo vale.

―Si no nos vamos ya, llegaremos a la iglesia más tarde de lo que manda la tradición ―me advierte, alargando el brazo para que me agarre de él, y le obedezco sonriendo, sintiendo, conforme camino hacia el salón, un cosquilleo de nerviosismo y emoción que me recorre el cuerpo entero. Voy a casarme…

En la sala, todos me reciben con una exclamación de admiración, y no faltan desde los «qué preciosa estás» a los «pareces una princesa de cuento». Sé que mi autoestima debería elevarse al grado de vanidad al verme tan agasajada y, sin embargo, me llenan de incomodidad. No manejo bien ese tipo de piropos, tal vez porque no me siento merecedora de ellos, pues no soy más que una chica del montón. Mis mejillas deben ser de un profundo grana porque noto cómo me arden al tiempo que los allí presentes me miran enternecidos… pero es que me sonrojo por vergüenza, no por sentirme halagada, como debería ser, aunque quién se va a parar a explicárselo ahora.

Paco tira de mí y, escalón a escalón para no tropezarme con el vestido, bajamos hasta la calle. El coche de uno de mis tíos, un Mercedes ni más ni menos, nos espera en la puerta. Mi madre y Sofía se apresuran en ayudarme a subir y con la larga cola del vestido, mientras mi hermano se pone al volante, y mi padre, que es mi padrino, se acomoda en el asiento del copiloto, aunque aguardamos unos minutos para darles tiempo a los demás a llegar a la iglesia antes que nosotros.

Mientras esperamos, Paco me mira por el espejo retrovisor con sonrisa socarrona al saber que se ha salido con la suya. Se ha sacado el carnet de conducir hace poco, pero se ha empecinado en ser él quien me llevara, y a ver quién es el guapo que le dice que no. Lo bueno es que la Iglesia de la Anunciación está bastante cerca de casa y creo que no corro demasiado peligro. En esa misma iglesia me bautizaron y se casaron también mis padres; es muy bonita, con sus altos techos cubiertos de preciosos frescos, su cúpula sobre el altar, el retablo vestido de dorado y sus hornacinas dando cobijo a distintas tallas… y a mí casi se me detiene el corazón cuando, llegando por la plaza del Ayuntamiento, escucho el repique de campanas, por mí…

Antes de que el coche se detenga, veo que hay mucha gente esperando fuera, y se me llenan los ojos de lágrimas. Es una sensación indescriptible saber que toda la gente que me quiere está ahí, dispuesta a acompañarme en el día más importante de mi vida, que desean ser testigos de mi felicidad y ser partícipes de ella, permanecer en mi memoria como parte de este momento…

Mi hermano aparca sobre la amplia acera frente a la puerta de la iglesia y después me abre la puerta y me ayuda a bajar, colgándome yo del brazo de mi padre. La gente comienza a aplaudir y, embargada por la emoción, agradezco que mi padre me guíe hacia la entrada pues la vista se me nubla y apenas distingo sus caras, aunque sí veo frente a mí a Sofía, acompañada por Vanessa y el pequeño Alejandro, que parece todo un señorito, vestido de hombrecito con sus apenas dos años. A ella la conozco por mediación de Sofía, porque el nene va a su guardería, de hecho, es su educadora, y Vanessa, que es peluquera, va a cortarle el pelo a los críos de vez en cuando. Hicieron buenas migas, y cuando me la presentó un día que quedamos a tomar café, me cayó genial, convirtiéndonos en amigas desde entonces.

Ambas me saludan sonrientes conforme me acerco, agitando la mano, mientras que Alejando mueve sus deditos regordetes, diciéndome hola, y yo sonrío ampliamente, llena de felicidad y emoción. Al otro lado del pasillo que se ha abierto entre la gente y que dirige mis pasos hasta la puerta, encuentro a mis futuros suegros. Parecen un poco serios, y tampoco veo a la hermana de Alfonso, aunque no le doy mayor importancia. Así que entro en la iglesia…

Sin embargo, no oigo el órgano resonar al ritmo de la marcha nupcial, lo típico cuando la novia entra en el templo mientras que el novio aguarda por ella en el altar… porque no hay nadie en el altar acompañando al cura, al Padre Francisco, quien deambula de un lado a otro, con las manos a la espalda, cabizbajo.

Confusa, miro a mi alrededor, como si creyese que alguien de los presentes tuviera respuesta a mi incertidumbre, y camino, del brazo de mi padre que tampoco entiende nada, hasta reunirnos con el párroco.

―¿Qué sucede, Padre Francisco? ―le pregunto, viendo su cara de preocupación.

―¿Sabes algo de Alfonso? ―me cuestiona, restregándose las manos en un gesto de ansiedad.

―No. ¿Por qué? ―inquiero, como si hiciera falta preguntar, y mirando en derredor, como si creyera que mi prometido está jugando al escondite y fuera a salir en cualquier momento… pero no hay rastro de él.

―Llegará con retraso ―aventuró mi padre.

―Vosotros ya llegáis casi media hora tarde ―se queja el cura, y yo no sé qué decirle…

¿Qué hacemos? ¿Nos sentamos a esperarle en un banco, entre los invitados? ¿O me quedo en el altar, de pie, como un pasmarote? Empiezo a sentirme observada, ¿qué hacen las novias de las películas en estos casos? Yo empiezo a sonreír como si no pasara nada mientras decido para mis adentros miles de motivos que justifiquen su retraso, sin dejar de mirar a la puerta, convencida de que va a llegar cuando menos me lo espere.

Pero no… pasan los minutos y sigue sin hacer acto de presencia… La gente que estaba fuera ha ido entrando y ocupando los bancos de madera, así que busco con la mirada a los padres de Alfonso y, soltándome de forma brusca del brazo del mío, voy hacia ellos.

―¿Dónde está vuestro hijo? ―preguntó sin andarme por las ramas.

―No… no lo sabemos ―titubea mi suegro mientras que mi suegra agacha la mirada, apurada, avergonzada…

―¿Cómo que no lo sabéis? ―demando con declarada incredulidad.

―No ha dormido en casa ―me responde, y yo siento un escalofrío recorrerme la espalda, hasta clavárseme en el centro del pecho como un mal presagio―. Y tampoco nos coge el móvil ―añade, para terminar de clavar más profundo esa espina que empieza a dejarme sin respiración.

Desvío la mirada hacia mi madre y mi abuela, quienes no entienden nada; luego me giro hacia mi padre, que me mira confundido, y vuelvo a su lado, cabizbaja, aturdida y muerta de miedo. Noto las miradas de los asistentes sobre mí, envueltas en murmullos, aplastándome conforme recorro los escasos pasos que me separan de él, y por un segundo temo no ser capaz de alcanzarlo, pues siento su juicio por algo que, en realidad, no es culpa mía… aunque, lo peor, lo que no sé si tendré valor para afrontar, es su lástima…

Tranquila, Diana, la pesadilla está a punto de terminar… te despertarás de un momento a otro…

―¿Qué pasa? ―me pregunta mi padre.

―¿Dónde está el novio? ―me interroga el cura, contrariado.

Y se me hace un nudo en la garganta, de esos que están directamente conectados con los ojos y que anuncian lágrimas. Trago como puedo, pero apenas soy capaz de respirar, no puedo más que negar con la cabeza porque no sé qué decirle.

De pronto, el murmullo se eleva, reverberando entre los muros de la iglesia y, al girarme a mirar, veo a mi cuñada, acercándose, con mirada huidiza y rictus consternado. Y la primera de mis lágrimas cae cuando sobrepasa a sus padres y no se detiene, sino que continúa para llegar hasta mí.

―¿Qué le ha pasado a tu hermano? ―le cuestiono, temiéndome lo peor, y ella niega rápidamente con la cabeza.

―Él está bien…

Y la congoja se convierte en confusión…

―¿Entonces…?

―No… no va a venir ―me aclara, palpándose la frente, maldiciendo en silencio ser ella el mensajero.

―Dime de una vez qué pasa ―espeto llena de rabia, y de lágrimas, aunque no sé de qué tipo son, si de tristeza o de furia, o de ambas…

―Diana… ―Sacude la cabeza, queriendo dejar las cosas estar, pero yo la agarro por el brazo y nos alejamos un par de pasos de mi padre y el cura.

―Si tu hermano ha decidido dejarme plantada el día de nuestra boda, exijo saber por qué ―murmuro, apretando los dientes.

―Por Mónica ―me suelta de golpe, sin preámbulos ni anestesia, y lo peor de todo es que yo sé quién es esa tal Mónica―. Es una compañera del periódico que… ―añade, como si hiciera falta.

Y no, no hace falta entrar en detalles para que yo sienta que la tierra desaparece bajo mis pies, que todo comienza a desvanecerse a mi alrededor como en una espiral, un agujero negro que se lo traga todo. Mis manos no son capaces de sostener por más tiempo mi pueril ramo de novia que cae a mis pies y yo siento que empiezo a caer con él, más y más profundo…

Y suele ser aquí cuando me despierto… ¿Nunca has soñado que caes, para venir a despertarte justo antes de impactar contra el suelo? Pero, en esta ocasión, sigo cayendo, y cada vez está más y más oscuro… Aunque no es más que una sensación, porque alzo mis ojos y puedo ver a mi cuñada, a la que iba a ser mi cuñada, sin apenas distinguirla porque las lágrimas nublan por completo mi visión.

―Diana… Lo siento mucho… ¿Estás bien?

No… No lo estoy… Tengo náuseas y estoy mareada, todo da vueltas a mi alrededor… y temo que voy a perder el sentido… me desmayo, y sigo cayendo… y cayendo…

Pero, finalmente, no lo hago.

Una mano fuerte y suave me lo impide con solo sostener la mía, sin necesidad de nada más, como si me hiciera flotar con su simple tacto…

―Princesa…

Esa voz…

Alzo la mirada y no veo nada con tantas lágrimas, así que levanto la mano libre para enjugarlas y poder mirar el rostro del dueño de esa voz que se me ha clavado dentro. Sin embargo, no lo consigo, porque son sus dedos los que alcanzan antes mi mejilla, y su pulgar se desliza con suavidad por mi párpado, liberándolo de todo llanto…

Y lo veo… mi caballero con negra armadura de cuero… de ojos azules y cabello rubio, largo y brillante, como rayos de sol, y una sonrisa capaz de arrancar el suspiro de toda mujer habida y por haber en cien kilómetros a la redonda… bueno, tanto no, aunque el mío, sí, porque me deja sin aliento mientras tira de mi mano, que aún sostiene entre sus largos dedos, y me acerca hacia él.

No titubea ni pide permiso, simplemente se inclina y busca mis labios con los suyos, y yo revivo el sabor de su piel, de su aliento, varonil, embriagador e inolvidable, mientras el sonido de su nombre resuena en mi mente, más fuerte aún que esas malditas campanas que nunca fueron por mí. Y después, mi propio nombre envuelto en su voz…

―Mi Diana…

Vuelve a besarme, acogiéndome entre sus brazos, queriendo salvarme, y yo me aferro a su cintura y su boca, ya que, muy a mi pesar, sé que en cualquier momento volveré a caer, en cualquier instante me despertaré.

Aunque, por primera vez en mi vida, desearía que este sueño no acabara nunca… desearía que esta pesadilla se convirtiera en realidad.

Cada vez que te beso
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