2

1.jpg

notas de amor.jpg

El pitido de la máquina de magnetoterapia resonó entre las paredes del gimnasio por enésima vez en aquel día, y Diana se levantó de su mesa para ir a atender a la paciente, apartándose de sus apuntes otra vez. Era última hora y solo quedaba esa paciente dentro, y solía aprovechar los momentos en los que no había tanto trabajo para repasar.

Retiró la cortina del cubículo donde se encontraba la máquina: un solenoide en forma de enorme anillo que se movía a lo largo de una camilla sobre unas guías y que era el encargado de generar el campo magnético necesario para el tratamiento. Apagó el aparato al que estaba conectado, silenciando el escandaloso pitido, y ayudó a Isabel a levantarse y bajar de la camilla.

―Estos veinte minutos son buenos para una mini-siesta ―bromeó ella, y Diana forzó la sonrisa, asintiendo.

―Pasa a la siguiente cortina para ponerte los ultrasonidos ―le indicó mientras estiraba del gran rollo de papel colocado en la cabecera de la camilla y así sustituir el papel usado que la cubría por completo y dejarlo listo para la próxima vez.

Cuando ella acudió al cubículo, la mujer, pues Isabel ya había pasado los cuarenta, estaba recostada en la camilla. Diana cogió la silla y se colocó cerca de su tobillo lesionado con un esguince, puso un poco de gel conductor en el cabezal del aparato, lo programó para tres minutos y comenzó a masajear la zona, en círculos suaves.

―Tienes cara de cansada ―le dijo Isabel―. ¿Cómo llevas el examen?

Aunque su trabajo era tratar lesiones, problemas musculares e incluso óseos, dar conversación y ser un poquito psicóloga también formaba parte de su cometido. Los pacientes acudían a que les sanase físicamente, ponían su salud en sus manos y, tras varias sesiones, la confianza iba en aumento y muchos se dejaban llevar por la comodidad de esa camilla y le narraban sus inquietudes y quebraderos de cabeza. Pero no faltaba el que se preocupaba por ella.

―Pues apurando los últimos días. El martes es el examen ―resopló, mentalmente agotada―. Anoche me quedé hasta las tantas estudiando y…

Y se calló, concentrándose en el movimiento de su mano. No era cuestión decirle que había pasado la noche en vela por haber soñado con cierto rockero estudiante de «teleco» que era un peligro en potencia para su salud física y mental.

―Bueno, hoy ya es viernes y podrás aprovechar el fin de semana. ¿O mañana trabajas?

―Mañana estará Ana ―negó, y bendita fuera porque era tan buena compañera que no había dudado en cambiarle el turno para poder sacar más provecho a los últimos días antes del examen.

―Piensa que es la recta final y, luego, las prácticas ―la animó Isabel, y Diana se esforzó en sonreír, pues la mujer era muy amable y no tenía la culpa de que estuviera tan exhausta.

Cuando el temporizador llegó a cero, la joven cogió un poco de papel para limpiar la zona del tobillo de restos de gel y también el cabezal.

―¿Hoy has hecho ya los ejercicios? ―le preguntó mientras la ayudaba a bajar.

―Sí, y te quería comentar que aún tengo molestias ―le dijo, calzándose.

―Yo creo que deberías hacer diez sesiones más ―le indicó, abriendo la cortina para salir―. Cuando vayas a recepción a firmar la de hoy, acuérdate de coger cita con el médico rehabilitador. A ver qué te dice.

―Entonces, ¿hemos terminado por hoy?

―Sí, nos vemos el lunes ―le respondió, empezando a recoger los apuntes de la mesa.

―Pues, hasta el lunes ―se despidió Isabel, yendo hacia la puerta―. Y que te cunda el fin de semana.

―Gracias ―le sonrió antes de que se marchara. Y así sería si cierto bajista dejaba de torturarla noche y día. Porque no era suficiente que siguiera rememorando una y otra vez en su cabeza aquel beso que lo había puesto todo patas arriba… Ni dormida le daba tregua.

Suspiró pesadamente y terminó de meter sus apuntes en la mochila. Después, tras asegurarse de que todas las máquinas estaban apagadas, fue al vestuario a cambiarse de ropa. A finales de junio el calor ya comenzaba a apretar, así que se había puesto unos pantalones vaqueros cortos, una camiseta de tirantes y unas sandalias planas; comodidad ante todo. Luego, metió el uniforme en la mochila para llevárselo a casa y lavarlo, y se marchó, apagando la luz del gimnasio antes de salir a recepción.

―Chicas, nos vemos el lunes ―les dijo a Vicky y Sara, las únicas compañeras que quedaban a esas horas y que atendian a los últimos pacientes.

―¡Diana! ―la llamó entonces Emi, una de las enfermeras, sacudiendo una mano para que se acercara.

―Dime ―respondió, yendo hacia a ella con recelo, al ver su sonrisa pícara. De hecho, la propia Emi abandonó su puesto y se le acercó, poniéndole una mano en el oído, como si fuera a contarle un secreto.

―Ha venido un chico a preguntar por ti ―le susurró con tono juguetón, pero antes de que Diana pudiera interrogarla, saber algo más, su compañera volvió corriendo a la recepción como si hubiera hecho una travesura, mientras que ella creía que su corazón se le iba a salir del pecho en ese preciso instante…

¿Sería posible que fuera Raúl?

Había tan pocas probabilidades de que fuera él que eso mismo hizo que aumentase la emoción que sentía… ¿Un sueño se podía convertir en realidad?

Plantada en mitad de la recepción, miró los escasos metros que la separaban de la puerta sin saber si sus temblorosas piernas serían capaces de recorrerlos, pero no podía quedarse allí para siempre y lo más seguro era que ni fuera Raúl ni que hubiera nadie esperándola. Así que, tomó aire, se armó de valor y fue hacia aquella puerta de cristal automática que se abrió en cuanto se acercó. Sin embargo, al salir se arrepintió infinitamente de haberla atravesado, de no haberse quedado a vivir en aquella recepción. Porque no era Raúl quien la esperaba fuera, sino Alfonso…

Alfonso…

¿Cuánto tiempo hacía que no lo veía? Años, en los que no supo nada de él, aparte de los rumores en el barrio de lo bien que le iba, y así hubiera preferido que siguiera siendo. Y no únicamente porque era la última persona que quería ver en el mundo, sino porque se sintió como una completa idiota al pasársele por la cabeza la estúpida idea de que fuese Raúl. Tonta, tonta y tonta… En cambio, aquel imbécil, con su sonrisa fanfarrona, la miraba desde el coche en el que estaba apoyado, cruzado de brazos con actitud presuntuosa, casi arrogante.

―Hola, Di ―le dijo, y a ella se le revolvieron las entrañas al escuchar su voz y porque siempre había odiado que la llamara así. Eso ni era un diminutivo ni era nada, y ahora le sonaba mucho más repelente que antaño.

Sin dignarse a contestar, pues, como decía su abuela, no hay mayor desprecio que no hacer aprecio, se dio media vuelta y echó a andar, maldiciendo para sus adentros su costumbre de no ir en coche a trabajar, pues aquel energúmeno era capaz de seguirla hasta su casa, cosa que, en efecto, estaba haciendo… Iban a ser los cinco minutos más largos de toda su vida.

―No te he estado esperando para ver tu precioso trasero mientras caminas ―lo oyó a sus espaldas, y ella frenó en seco, mordiéndose las ganas de arrancarle los ojos en plena calle.

―¡Pedazo de gilipollas…! ―exclamó, girándose―. Eso tiene fácil solución. ¡Lárgate por dónde has venido, cabrón!

―Menuda boquita te gastas desde que nos separamos ―le reprochó con una sonrisa de esas que ocultan las ganas cogerte del cuello y que Diana conocía tan bien. Alfonso jamás le había puesto la mano encima, pero tampoco le hizo falta.

―Lo único que no ha cambiado desde entonces es que no tengo ni putas ganas de verte la cara ―espetó, envalentonada, aunque todo su coraje se fue por la alcantarilla cuando él llegó a su altura y la cogió por el brazo, haciendo que diera un respingo y que casi se le cayera la mochila.

Se soltó dando un tirón, convencida de no dejarse amedrentar, y él retrocedió un paso, alzando las manos en un gesto de disculpa.

―Vengo en son de paz ―le aseguró―. Solo quería hablar contigo.

―No tenemos nada de qué hablar ―sentenció, y se giró para echar a andar de nuevo, aunque tres pasos suyos eran uno de Alfonso y no tardó en alcanzarla.

―Te equivocas ―replicó con suficiencia―. Sí que tenemos algo en común: el piso.

Ella ralentizó el ritmo, aunque no se detuvo.

―Tú pagas tu parte de la hipoteca y yo, la mía. Fin de la conversación.

―Necesito ocuparlo ―añadió él entonces, con un tono exigente, de los que no pedían permiso, y eso sí hizo que se parase en seco.

―¡No puedes! ―exclamó Diana―. Tenemos un trato ―le recordó. Ambos se comprometían a pagar su parte de la hipoteca, pero nadie lo usaría para no aprovecharse del otro―. De lo contrario, yo no me habría pasado estos años en casa de mis padres mientras tú…

―Mónica y yo nos hemos separado ―agregó, como si esa noticia fuera a cambiarlo todo, incluso el pasado.

―¡Pues me importa un cuerno! ―Sacudió ella los brazos―. Vete a vivir a casa de tus padres, igual que estoy haciendo yo con los míos.

―Apenas tienen sitio…

―El mismo que había antes de que te fueras con esa tipa. Y el piso seguirá vacío hasta que lo vendamos ―le advirtió, señalándolo con el dedo―. Me la sudan tus circunstancias personales. Tomaste tu decisión, así que apechuga con ella.

―Fue un error ―le confesó entonces, con voz pesarosa y ojos lastimeros. ¿Ese falso, sinvergüenza iba a llorar? No podía ser tan ridículo.

―¿Y has necesitado años para darte cuenta? ―se mofó ella, dándole a entender que no colaba―. Vete a la mierda un rato, anda ―añadió poniéndole cara de asco―. Si fuiste tan hombre para meter la polla donde no debías, sé igual de hombre ahora para atenerte a las consecuencias ―remató.

E iba a retomar su camino cuando él volvió a cogerla del brazo, aunque de forma más suave esta vez. Diana miró fijamente su mano y luego alzó la vista hasta su cara, advirtiéndole con la mirada que la soltara.

―Estás muy cambiada ―dijo él, obedeciendo, con una mezcla de arrepentimiento y culpabilidad en su expresión. Alargó la mano para tocar su cabello corto, que antaño era largo hasta la cintura, y ella lo apartó de un manotazo―. Siento mucho toda la amargura que veo en ti, que lo hayas pasado tan mal todo este tiempo…

―¿Perdona? ―se echó a reír.

Porque sí lo había pasado de pena a lo largo de esos años, pero no quería que él lo sospechase. Lo conocía muy bien, sabía de su arrogancia y su vanidad, y no tardaría en creer que seguía enamorada de él, sin que nada lo convenciese de lo contrario. Y no podía estar más equivocado porque no había sufrido por amor, sino por desamor.

―No te atribuyas méritos. ―Lo miró de arriba abajo, con desdén―. Si he cambiado es para detectar a los cabrones como tú y no dejar que se me acerquen. Y lo he hecho yo solita.

―Sí, fui un cabrón ―admitió―, y no supe valorar lo que teníamos. Lo sacrifiqué por algo que, en realidad, no valía la pena.

Diana apenas lo podía creer…

―¿Qué me estás queriendo decir? ―lo tanteó, porque lo que estaba imaginando no era posible.

―He estado haciendo averiguaciones ―respondió, haciendo un mohín propio de un niño que acaba de hacer una trastada―. No has tenido pareja en todo este tiempo y…

―¿Crees que he estado esperándote? ―inquirió, indignada. Seguía siendo tan prepotente como siempre, y no entendía cómo un día pudo estar enamorada de él.

―Venga, Di, dame una oportunidad para enmendar mi error ―continuó, obviando su pregunta, como si estuviera completamente seguro de que sí, de que seguía coladita por sus huesos―. Estoy dispuesto a venir cada día a rogarte que…

―Pero ¿es que no escuchas? ―gritó, furiosa―. No quiero saber nada de ti ni de tus problemas con la zorra de tu amante.

―Entonces, ¿por qué estás tan enfadada? ―sonrió, creyéndose vencedor―. Todo ese rencor, todos esos reproches son porque aún sientes algo por mí.

Y tanto… sentía una rabia infinita hacia ese hijo de puta por haberla quebrado de tal manera que estaba segura de que no volvería a querer a nadie en siglos. Y de pronto, como si algo o alguien no estuvieran de acuerdo con eso, el recuerdo del mejor beso de toda su vida acudió sin preaviso a su mente, para otorgarle una dosis de osadía y agallas, un beso que no le había dado él.

―Son porque, igual que tú has tratado de rehacer tu vida, yo he rehecho la mía ―replicó con voz calmada, todo lo que pudo, incluso alzó la barbilla, firme y rotunda, mientras que el rictus de Alfonso se crispaba a cada segundo.

―¿De qué hablas? ―demandó―. Me dijeron que…

―Y no pienso permitir que vengas a jodérmela, otra vez ―lo ignoró a propósito, sabiendo cuánto le cabreaba eso.

―Es mentira ―masculló entre dientes―. Tú no estás con nadie.

―¡Claro que sí! ―mintió con toda la convicción de la que fue capaz―. Diles a tus informantes que hagan mejor su trabajo.

―¿Quién es? ―exigió saber, apretando los puños, y a Diana le sorprendió sobremanera su actitud, como si se sintiera con derecho.

―No te importa ―replicó tratando de no acobardarse al verlo así.

―¡Te he preguntado quién es! ―insistió, dando un paso hacia ella, amenazante, y Diana empezó a temblar, en una mezcla de miedo y rabia; miedo a revivir aquellas heridas que llevaba años tratando de sanar, y rabia porque Alfonso se sentía con derecho para manejar su vida a su antojo, incluso después de tantos años. Y debía quitárselo de encima, a como diera lugar.

―Raúl. Se llama Raúl ―le respondió, sabiendo que se estaba condenando al decir aquella mentira, pero lo único que le importaba en ese instante era repeler a Alfonso.

―¿Qué Raúl? ―preguntó receloso, sin creerla.

―Es un amigo de Ángel, toca con él en el grupo ―añadió, y rezó para que fuera suficiente esa información, pues no podía contarle nada más sobre él, ni siquiera recordaba su apellido. Porque decirle que besaba como los mismos dioses estaba fuera de lugar, ¿verdad?―. Sabías que Ángel ha vuelto, ¿no? ―supuso al ver que no se sorprendía.

―Sí, lo sé ―respondió, apretando la mandíbula―. Y también sé que a esa clase de tíos no les van las mujeres como tú ―agregó, sintiendo Diana que esas palabras se le clavaban en el centro del pecho―. Eres demasiado sencilla, insignificante y anodina comparada con las preciosidades con las que suelen salir en las revistas ―le soltó, siendo el muy cabrón consciente de que minaba su autoestima. Como siempre había hecho. Ahora, desde la distancia, Diana sabía que Alfonso había basado su relación en rebajarla, en hacerle creer que jamás encontraría nada mejor que él, y estaba intentando hacerlo de nuevo… pero no lo iba a conseguir.

―Piensa lo que te dé la gana ―respondió.

Se encogió de hombros con desinterés, fingiendo que no le importaba su opinión y tragándose, ocultando a como diera lugar el dolor que le producían aquellas heridas del pasado que habían cerrado en falso.

―Sí, creo que mientes ―aseveró, obcecado―. Y yo entiendo que quieras hacerme sufrir, que no te fíes de mí, pero ya te dije que voy a luchar, vendré cada día si…

―Ven, y así te lo presentaré ―lo retó, firmando su propia sentencia de muerte, porque su única intención fue espantarlo, y él, en cambio, sonrió, dándole a entender que aceptaba el desafío.

―Entonces, te veo el lunes ―dijo él, con esa seguridad de la que siempre presumía.

―Como quieras ―siguió ella con su embuste, hasta el final―. Pero, yo de ti, dejaría de perder el tiempo con las vidas ajenas y solucionaría la tuya. Por si no te acuerdas, por ahí se va a casa de tus padres ―añadió con sorna, señalando con el dedo la siguiente bocacalle―. ¡Y deja de seguirme! ―le advirtió al echar a andar y ver por el rabillo del ojo que hacía lo mismo―. Si quieres, puedo hacer una parada en el Cuartel de la Guardia Civil, que me pilla de paso.

Y, esta vez, sí funcionó.

Diana aceleró el ritmo, echando la vista atrás de vez en cuando para asegurarse de que, en efecto, no la seguía. Entonces, en el momento en el que se supo fuera de su alcance, sacó su teléfono móvil y llamó.

―Hola, Diana ―le respondió Sofía muy alegre, al otro lado de la línea.

―Dime que estás en casa ―le pidió en una súplica.

―Sí… He quedado con Ángel, pero más tarde ―le contó, extrañada al oír un deje de desesperación en su tono.

―Ahora nos vemos ―le dijo con voz temblorosa.

―¿Qué te pasa? ¿Estás bien?

―¡No! ―exclamó, ahogando un sollozo―. Llego en un minuto.

Colgó porque no era un tema para hablarlo por teléfono. Y, por extraño que pareciera, lo que más le inquietaba no era que Alfonso hubiera regresado, sino el lío en el que se había metido, arrastrando a Raúl con ella. Su vida era una maldita pesadilla y siempre lo sería.

Tocaba el timbre de casa de Sofía un minuto y medio después. Le abrió Brigitte, la enfermera que había contratado Ángel para que se encargara de Merche. Tenía más o menos la edad de la madre de la joven, y habían hecho muy buenas migas, para tranquilidad de su amiga. Al verla, la mujer la saludó afable, como de costumbre.

―Hola, Diana. ¿Qué tal estás? ―se interesó mientras la dejaba pasar.

―Bien, bien ―mintió, pues se sentía al borde de un ataque de nervios.

―Sofía está en su habitación ―le dijo, y Diana agradeció que no quisiera alargar la conversación. Pasó por el salón, deteniéndose lo justo en el comedor para asomar la cabeza y saludar a Merche, tras lo que continuó directa al cuarto de su amiga.

Sofía estaba frente al armario abierto, seguramente decidiendo qué se iba a poner esa noche, aunque, en cuanto la vio, acudió a su encuentro.

―¿Qué te ha pasado? ―le preguntó, preocupada, mientras la acompañaba hasta la cama para que se sentaran. Diana se dejó hacer, soltando la mochila que quedó en mitad de la habitación.

―Alfonso estaba esperándome a la salida del trabajo ―le contó sin andarse con rodeos, y a Sofía no le fue difícil comprender su agitación―. No estoy así por él ―se apresuró en aclararle―. Bueno, en parte sí. ¡Lo que pasa es que he cometido la estupidez del siglo! ―exclamó, mortificada, y comenzó a narrarle lo sucedido.

―¿¿Que le dijiste qué?? ―chilló Sofía, sin poder creerlo, y Diana ocultó su rostro con sus manos.

―Ya te he dicho que era una estupidez ―se defendió, al borde de las lágrimas, y su amiga se acercó a abrazarla―. Ya sabes cómo es Alfonso de prepotente y arrogante.

―Lástima que tú no lo tuvieras tan claro antes de decidir casarte con él ―le dijo, y Diana se separó.

―Era una tonta y lo sigo siendo ―admitió―. Nunca he sabido pararle los pies, y fíjate a lo que he llegado.

―Eso es lo que no entiendo… ¿Por qué le has dicho que Raúl es tu novio, cuando ni siquiera te cae bien?

―Porque…

Diana se pasó las manos por la cara y se puso de pie, decidiendo si le contaba lo que les había estado ocultando a ella y a Vanessa durante tantos días.

―Diana…

―Raúl me besó la noche que me trajo a casa ―le dijo de sopetón, y a Sofía casi se le salen los ojos de las órbitas.

―¡Y no nos lo habías dicho!

Ahí estaba el merecido reproche.

―Me negué a darle importancia. ―Sacudió los brazos mientras deambulaba por la habitación de forma errática―. Y no estaba equivocada porque no he vuelto a saber nada de él desde entonces.

―¿Que no tiene importancia? ―se mofó―. Mírate cómo estás… ¡Y haz el favor de sentarte porque me estás poniendo nerviosa!

Diana obedeció, aunque, al tomar asiento, dejó caer la espalda en la cama, rendida, vencida.

―¿Y qué tal fue? ―preguntó de pronto su amiga con risita traviesa, y Diana gimió.

―Sofía, por favor…

―Quiero detalles ―le advirtió, y supo que no tendría escapatoria.

―Fue el mejor beso de toda mi vida ―le dijo, sin necesidad de añadir nada más.

―Así que besa mejor que Alfonso ―aventuró Sofía, sabiendo que su amiga no había tenido más relaciones.

―Alfonso es un mamarracho a su lado ―espetó con un resoplido, y Sofía se echó a reír, pero, al ver la mirada asesina que le dedicaba su amiga, se calló.

―Vale… ¿Qué es lo que te preocupa tanto? ―preguntó más seria.

―Primero, que Raúl se entere, así que te retiraré la palabra como se lo insinúes siquiera ―la amenazó, apuntándole con el dedo―. Y, después, que lo único que he conseguido es provocar a Alfonso, retarlo. Es tan troglodita que pensará que me estoy haciendo la estrecha y, cuando venga el lunes y compruebe que no hay ningún novio, no dejará de insistir… No voy a desprenderme nunca de él ―susurró, y Sofía detectó en su voz las lágrimas que ya escapaban de sus ojos.

Tiró de su mano y la obligó a sentarse. Como si fuera una muñequita de trapo, su cuerpo inerte se refugió entre sus brazos y Diana se echó a llorar, amargamente.

Sofía la dejó desahogarse, era lo único que podía hacer… por el momento. Alfonso había destrozado la vida de su amiga hacía cinco años, y no iba a permitir que volviera para pisotear lo poco que Diana había podido recuperar de las ruinas en las que quedó convertido su corazón. Y si tenía que jugar sucio, lo haría.

Cada vez que te beso
titlepage.xhtml
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_000.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_001.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_002.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_003.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_004.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_005.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_006.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_007.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_008.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_009.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_010.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_011.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_012.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_013.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_014.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_015.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_016.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_017.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_018.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_019.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_020.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_021.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_022.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_023.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_024.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_025.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_026.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_027.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_028.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_029.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_030.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_031.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_032.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_033.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_034.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_035.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_036.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_037.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_038.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_039.html
CR!ZJ9279GRN91VB68JCG4RJ6RRWEG7_split_040.html