Ese jueves por la noche, Darío y Vanessa aterrizaron en el aeropuerto de Manises, donde les esperaban Ángel y Sofía para ir directamente a casa del joven y gestionar aquel gabinete de crisis. Alejandro estaba con sus abuelos, por lo que lo recogerían al día siguiente. Durante esos días, el cantante apenas les contó nada; ya tenían suficiente lío en Combarro como para añadir otro más, pero, una vez de regreso, ellos mismos estaban impacientes por saber qué había ocurrido.
Mientras esperaban la comida china que Ángel pidió por teléfono a domicilio, empezó a contarles lo que sucedió el sábado por la noche tras la desconcertante llamada de Raúl.
―¿Qué pasa? ―le preguntó Sofía a un extrañado Ángel, que aún miraba el teléfono a pesar de haber colgado.
―Raúl me… ―el joven titubeó, sin comprender nada―. Me acaba de decir que Diana no lo quiere…
―¿Qué tontería es esa? ―inquirió ella, separándose del muro del portal de su edificio.
―Viene para acá ―añadió, sin poder creerlo, igual que ella―. Quiere quedarse a dormir en mi casa esta noche.
―Pero…
―Por ahí viene ―dijo, señalando hacia el final de la calle.
Raúl caminaba en su dirección, cabizbajo y envuelto en la nube del humo de un cigarro. Sin embargo, no se acercó a ellos, sino que se dirigió hacia el coche de Sofía y se apoyó en la puerta del copiloto, a la espera de que Ángel llegara y concentrado en su pitillo.
―Voy a ver qué ha sucedido ―decidió el cantante.
―Espera ―murmuró su novia. Sacó su teléfono y llamó a Diana, aunque ni siquiera dio tono―. Lo tiene apagado.
―Joder…
―¿Voy a su casa? ―le propuso.
―No ―respondió con firmeza―. Ya es muy tarde para que tú y mi hijo estéis por ahí ―añadió, sin que la joven pudiera evitar sonreír―. Someteré a un interrogatorio completo a Raúl y, en cuanto sepa algo, te lo diré. Tú habla con Diana mañana.
Se despidió de ella con un beso y aguardó a que entrara en el edificio, tras lo que fue en busca de Raúl.
―¿Nos vamos? ―le dijo el bajista en cuanto llegó al coche.
―¿Qué ha…?
―Ahora, no ―le pidió, un tanto cortante, tras lo que entró en el vehículo, sentándose en el lugar del copiloto.
Hicieron el trayecto hasta casa de Ángel en silencio. El cantante aprovechaba los semáforos en rojo para observarlo. Sus facciones se veían tan tensas y endurecidas que no parecía él. «Cara de ángel» lucía en ese mismo instante el rostro de un demonio. Además, tenía los puños apretados, tanto que se le habían hinchado las venas de las manos y los brazos. Parecía una bomba de relojería a punto de estallar, a falta de la más mínima manipulación.
En cuanto llegaron al piso, se fue directo al mueble donde Ángel tenía las bebidas alcohólicas y se sirvió un vaso de whisky, hasta arriba y sin hielo; el «on the rocks» en esos momentos era algo superfluo. Se bebió medio de una vez y, haciendo una mueca a causa del ardor de la bebida al pasar por su garganta, se apoyó en la pared y dejó arrastrar la espalda hasta quedar sentado en el suelo, soltando la botella a su lado.
Ángel apenas sabía qué hacer, pero decidió acompañarlo con una cerveza, sentándose también en el suelo frente a él y dispuesto a darle todo el tiempo que necesitara para que le contara lo sucedido.
―La historia de mi vida se repite, noi ―recitó su amigo de pronto, con voz ronca―, como la puta rueda del destino. Una y otra vez…
―¿Qué ha pasado con Diana? ―se atrevió a preguntarle.
―Va a volver con Alfonso ―le soltó, dando otro largo trago de whisky, y Ángel rompió a reír.
―¿Qué coño te has fumado? ―le cuestionó el cantante, y su compañero lo fulminó con la mirada―. Es una broma, ¿no? ―insistió.
―¿Me ves riéndome? ―inquirió de malos modos.
―¿De dónde has sacado eso? ―preguntó, poniéndose serio.
―Me lo ha dicho ella ―respondió mientras, con dedos nerviosos y torpes, trataba de sacar un cigarro del paquete.
Observándolo, como si estuviera frente a un perturbado, Ángel alargó la mano para coger un cenicero de la mesita de centro y lo dejó en el suelo, delante de Raúl.
―Me lo ha dicho ella ―repitió el bajista, como una antífona maldita, que se enturbiaba al exhalar el humo.
―Eso no puede ser… ―negó Ángel en voz muy baja, tratando de no provocarlo.
―Pues lo es ―espetó, con el rictus crispado―. Diana prefiere a Alfonso, a ese crápula que siempre la anuló como mujer, que la…
Lanzó el brazo hacia atrás, golpeando la pared con el puño en un acceso de cólera descontrolada, y tan fuerte que Ángel dudaba que al día siguiente pudiera mover la mano.
―Diana es igual que ella… ―gruñó entonces tras una profunda calada, y el cantante no necesitó que le aclarara a quién se refería―. Ella también lo prefirió a él, a pesar de estar inmersos en una relación tóxica, a pesar de que… la maltrataba ―pronunció con las mandíbulas apretadas del asco y la rabia que lo invadían.
―No se puede comparar con aquello…
―Ahora es peor ―escupió las palabras, furioso―. Porque esto que siento supera el dolor físico ―añadió con la voz rota, agarrándose la camiseta en un puño, a la altura del pecho―. Me duele el alma, Ángel, y eso no hay punto de sutura que lo arregle ―ironizó, y una lágrima peregrina y traidora resbaló por su mejilla, enjugándola él de un manotazo.
Ángel blasfemó por lo bajo. Nunca había visto a Raúl en ese estado. Él era el centrado, el sereno, el racional… y ahora era poco menos que un despojo. Lo vio llenar de nuevo su vaso y beber, limpiándose la boca con el dorso de la mano mientras las lágrimas, silenciosas, ya corrían libres por su rostro.
―Tengo que hablar con Diana ―decidió el cantante de pronto, y Raúl alargó el brazo y lo agarró de la pechera, impidiéndole que se levantara.
―Tú no vas a hacer nada ―le ordenó, apretando los dientes y soltándolo con brusquedad―. Esto no es como cuando erais críos y te decía aquello de «no te ajunto», y Sofía corría a hablar con ella para que fuera de nuevo tu amiga.
―Como si lo hubieras visto, ¿eh? ―quiso bromear, pero Raúl se limitó a lanzarle una mirada conminatoria que le indicaba que no metiera la nariz donde no lo llamaban―. ¿Es que no te das cuenta de que no tiene sentido? ―se exasperó―. Tiene que haber un motivo para que Diana haya actuado de esa forma.
―Necesitaba alguien que la follara bien, y ahí estaba yo ―pronunció con infinito desprecio.
―Vuelve a decir algo así y te rompo la jodida cara ―le advirtió, en tono amenazante.
―Eso también me lo ha confesado ella ―replicó en tono chulesco para hacerlo callar tras dar otro sorbo. Se secó la nariz con el antebrazo, observándolo en actitud indolente.
Ángel, en cambio, se mantuvo en silencio, atónito. No lo podía creer… Sabía bien que Diana no era de ese tipo de mujeres, y le costaba mucho darle crédito a ese comportamiento por su parte. Además, los había visto juntos. No dudaba que su amigo estuviera enamorado de ella, como tampoco que fuera recíproco. Diana resplandecía cuando estaba cerca de Raúl.
Observó cómo se terminaba el vaso y se servía de nuevo, y el cantante chasqueó la lengua con disgusto, alargando el brazo para arrancarle la botella de la mano.
―Deja de beber ―le pidió en tono indulgente.
―No te preocupes, no voy a acabármela toda ―respondió, con la voz tomada por el sopor inherente al alcohol―. Dejaré un poco para el desayuno.
Apuró lo que había alcanzado a servirse y, al bajar la mano, el vaso se escurrió de entre sus dedos ebrios, echándose a reír de su propia torpeza, y Ángel consideró que la fiesta terminaba ahí.
Le quitó el cigarrillo, lo aplastó en el cenicero y se puso en pie, tomando al bajista para levantarlo y que pasara un brazo por sus hombros y así poder llevarlo a la habitación. La cama era tan grande que podían dormir los dos sin molestarse en toda la noche. Y por eso mismo Ángel pudo escuchar sus callados sollozos en la oscuridad…
―A la mañana siguiente, se dio una ducha, robándome una camiseta, por cierto. Luego, se tomó una pastilla porque le martilleaba la cabeza a causa de la resaca, pero no consintió que sacara el tema. Solo me dijo que se marchaba al aeropuerto para subirse en el primer vuelo que saliera para Madrid ―continuó Ángel contándole lo sucedido a sus amigos.
―¿A Madrid? ―se sorprendió Vanessa.
―A su casa ―supuso Darío, y su compañero asintió con la cabeza.
―Me aseguró que nos veríamos en la gala de pasado mañana ―añadió el cantante―. Y no he vuelto a saber nada de él. No responde ni mis llamadas ni mis wasaps.
―¿Y Toni? ―quiso saber el batería.
―Le avisó de que se iba aprovechando que no teníamos previsto hacer nada debido a tu ausencia ―le narró―. No le dijo el motivo, pero no es idiota. Imaginará que ha tenido una discusión con Diana.
―¿Y ya has hablado con esa tonta? ―le preguntó ahora Vanessa a Sofía.
―No he podido dar con ella ―le respondió―. El domingo por la mañana fui a su casa y no me abrió, y he seguido llamándola, pero ni siquiera da tono, como si no tuviera cobertura.
―¿Se habrá marchado al campo con sus padres? ―le sugirió la peluquera―. Acuérdate de que allí no llega la señal. Están completamente aislados de la civilización a no ser que se vayan al pueblo más cercano y que está a cuatro kilómetros.
―Yo también lo he pensado ―admitió―, pero estos días he ido a trabajar porque Marina quería aprovechar que en agosto no hay niños para pintar la guardería, por lo que no me he podido acercar ―lamentó―. Además, su familia se va a llevar un susto de muerte si en realidad no está con ellos.
―Pues tendremos que arriesgarnos ―decidió Vanessa―. Mañana mismo nos plantamos allí para hablar con ella.
―¿Y si es verdad que está con Alfonso? ―quiso Ángel tener en cuenta todas las opciones.
―Entonces habrá cometido el peor error de su vida.
Otro días más… Y ya iban seis.
Sin embargo, no había podido quitarse de la cabeza la expresión de profundo asco en el rostro de Raúl. ¿Qué esperaba? ¿No era ese el motivo por el que lo había hecho? Él ni siquiera le dijo adiós ni se giró a mirarla, y ella había corrido hasta su habitación a asomarse por la ventana para verlo marchar, con la esperanza de que volteara el rostro hacia ella. Aunque no lo hizo…
A decir verdad, fue lo mejor. Le dolía tanto cada uno de sus pasos alejándose para siempre de ella que, si la hubiera mirado, habría sido capaz de detenerlo, de gritarle que no se fuera, y debía hacerlo por su bien, a pesar de sentir que el corazón se le detenía cuando giró la esquina y desapareció. Cayó sobre su cama y no dejó de llorar en toda la noche y, con los ojos enrojecidos, al amanecer, hizo la maleta y se marchó al campo con su familia. Quería poner distancia, y el hecho de que la tecnología allí fuera inservible, ayudaría.
Nadie la esperaba, y su madre la acompañó hasta su cuarto para sonsacarle lo que sucedía, pero ella se limitó a decirle que su relación con Raúl no podía ser y que no le preguntase nada más.
Por fortuna, Magda había respetado la decisión de su hija y no insistió, aunque Diana la conocía muy bien; su madre estaba dándole tiempo, pues sabía que, tarde o temprano, acudiría en su busca para abrirse a ella y contarle lo que pasaba. Sin embargo, ya era viernes, había transcurrido casi una semana y no se sentía con fuerzas para hacerlo. Apenas podía contener las lágrimas cada vez que se acordaba de Raúl, lo que era continuamente, así que hablar de él y no morir en el intento iba a ser imposible. Se derrumbaría con solo abrir la boca. Por desgracia, aquel retiro no estaba sirviendo de mucho, pues la tristeza y la desesperanza eran cada día mayores, y la apatía le entumecía el cuerpo y el espíritu. Lo echaba tanto de menos… Lo extrañaría siempre.
Como cada tarde, sus padres habían salido a dar un paseo por los alrededores, y ella estaba sentada en el porche, acomodada en una tumbona y con un libro en las manos que no era capaz de leer. A Raúl le gustaba tanto leer…
En ese momento, salía su abuela con las manos cargadas con unas telas y algunos papeles, que se le cayeron al engancharse en la cortina de tiras de plástico de la puerta.
―Espere, yaya ―le dijo la joven, levantándose al instante para ir a ayudarla.
―En mi habitación hace mucho calor ―le explicó la anciana mientras colocaba encima de la mesa todo un despliegue de útiles para costura.
Diana dejó a su lado lo que eran esquemas de punto de cruz, y su abuela le enseñó, muy satisfecha, la labor que estaba realizando: una joven de la época victoriana en un jardín donde paseaba a unas ocas.
―Está quedando precioso ―dijo su nieta.
―Sí, pero me va a faltar hilo azul ―lamentó su abuela mientras tomaba asiento.
―¿Y en toda esa bola de miles de hebras de distintos colores no habrá? ―le riñó de modo cariñoso, señalando lo que parecía una pelota del tamaño de una naranja multicolor―. Siempre acaba haciendo un ovillo con las que le van sobrando y tira la mitad de las bobinas ―añadió, cogiendo una silla para sentarse a su lado.
―¿Qué vas a hacer? ―le preguntó, extrañada.
―Voy a ver si consigo deshacer esta maraña ―decidió―. ¿Tiene algún papel que no le sirva?
La anciana le pasó uno y Diana cortó unas tiras alrededor de las que pretendía ir enrollando las hebras que pudiera rescatar de aquel lío, y enfrascada en eso estaba cuando escucharon el sonido de un coche que estacionaba en un terreno cercano al frontal de la casa y que ellos utilizaban como aparcamiento.
Ambas mujeres estiraron el cuello para, entre las plantas del jardín, tratar de averiguar quién era, y la joven sintió un pinchazo en el pecho al reconocer las figuras de Sofía y Vanessa; mucho habían tardado en dar con ella.
―Son tus amigas ―anunció de pronto su abuela, y ella asintió, intentando poner su mejor cara mientras las recién llegadas cerraban la cancela y entraban en el porche.
―¡Hola! ¿Se puede? ―saludaron las dos chicas, sonrientes.
―Pasad ―les dijo la anciana, cogiéndose de la mesa para ponerse en pie.
―No se levante, señora Dolores ―le pidió Sofía, acudiendo a ella con rapidez para impedírselo. Luego se inclinó y le dio dos besos que le devolvió muy alegre la mujer, igual que a Vanessa.
―Hola, tránsfuga ―fue el saludo de la peluquera hacia Diana.
―No… no os esperaba ―respondió ella, apurada, poniéndose de pie.
―Pero, bueno, ya que están aquí, sácales algo para merendar, hija ―le encomendó su abuela.
―No se preocupe ―la disuadió la maestra―. Solo hemos venido a hablar con Diana de un asunto y nos marchamos ―añadió, mirando a su amiga de reojo.
―¿No os quedáis a cenar? Qué pena ―lamentó la señora Dolores―. Entonces, me vuelvo a mi habitación. Así estaréis más tranquilas.
―No, yaya ―negó su nieta con premura―. Nosotras nos vamos atrás a la piscina, a remojarnos un poco las piernas.
Y antes de que pudiera rechistar, les hizo una seña a sus amigas para que la siguieran. Al llegar a la piscina, situada en la parte trasera de la casa, se quitaron las sandalias, subieron la escalera de obra y se sentaron en el borde, una a cada lado de Diana, hundiendo las piernas en el agua, que comenzaba a estar templada al haber absorbido el calor de todo el día.
―No nos vamos a andar con rodeos ―anunció de pronto Vanessa―. Queremos saber qué narices ha pasado para que dejes a Raúl de ese modo.
―Le di mis motivos a él, y sospecho que ya estaréis enteradas ―replicó de mala gana.
―Por supuesto ―admitió Sofía un tanto airada―, pero nosotras queremos saber la verdad. A la vista está que no has vuelto con Alfonso ―le reprochó―. Y si Raúl está destrozado, tú no te quedas atrás, pues hasta peso parece que has perdido.
―Yo… estoy bien ―quiso aparentar seguridad, para que no notasen cuánto le afectaba saber de él, que era infeliz por su culpa.
―Y un cuerno ―espetó la peluquera―. Tienes unas ojeras que podrías hacer trenzas con ellas. ¿Qué jugarreta te ha gastado Alfonso?
Y la atónita mirada que le dedicó Diana dejó patente que había acertado.
―Lo sabíamos ―masculló la maestra, frunciendo los labios―. Y no he querido decirle nada a Ángel para que no vaya en su busca a partirle la cara.
―¡No! ―exclamó Diana―. No debe enterarse de que estáis al tanto.
―¿Al tanto de qué? ―inquirió Vanessa, visiblemente enfadada―. ¿Qué ha hecho ese imbécil ahora?
Y, sintiendo que su alma se liberaba de un gran y oscuro peso, la joven les relató, sin poder reprimir las lágrimas, lo que había sucedido el sábado anterior.
La primera reacción de sus amigas fue consolarla, aunque por lo bajo le prodigaban toda clase de insultos a Alfonso y algún que otro reproche a ella.
―No puedes permitir que te mangonee de esa manera ―le dijo Vanessa, enjugándole la cara con cariño.
―Esto no se trata de mí ―le rebatió la fisioterapeuta―. Lo hundirá.
―¿Y cómo crees que está ahora? ―le cuestionó Sofía, con cierta dureza―. Creo que, en estos momentos, en lo que menos piensa es en su carrera.
―Tú lo has dicho ―apuntó Diana, controlando el temblor de su voz aunque imposible dominar las lágrimas―. En estos momentos. Más adelante, cuando Extrarradio siga triunfando, me lo agradecerá.
―No te va a agradecer una mierda porque no sabe qué narices está pasando ―le rebatió la peluquera con malos modos ante su tozudez―. ¿Crees que sacrificándote arreglas las cosas?
―Lo estoy haciendo por él ―se defendió la joven.
―¿Hundirlo en la miseria? ―recitó Sofía con ironía―. Bonita forma de ayudarlo.
―¿Y qué queríais que hiciera? ―se exasperó ella, harta de su juicio.
―Pues hablar con tu hombre ―espetó Vanessa―. Confiar, apoyarte en él. No tienes por qué comerte esto tú sola.
―Ni derecho a decidir por él, tampoco ―la secundó la maestra.
―¿Acaso se lo habrías agradecido de ser al revés? ―la provocó su otra amiga, y Diana palideció―. Imagínate que te hubiera soltado un montón de gilipolleces para que lo dejaras por lo que él considerase «tu bien». Al volver a verlo, ¿le habrías dado una palmadita en la espalda y le habrías dicho «gracias, chaval»? ―inquirió con sarcasmo.
―Yo…
La joven no podía hablar, pero las lágrimas lo hacían por ella.
―La gala de mañana es algo muy importante para Raúl ―la tanteó Sofía; ella y Vanessa parecían «el poli bueno y el poli malo»―. Sería un buen momento para apoyarlo.
―No ―negó con rotundidad―. Temo lo que Alfonso pueda hacer.
―¿Y si toda esa mierda es falsa? ―le preguntó la peluquera, notablemente furiosa, y no solo con el periodista―. ¿Vas a perder al hombre de tu vida por culpa de un jodido chantaje que a lo mejor no es más que un camelo?
―No quiero arriesgarme ―insistió Diana.
Y para dar por finalizada la conversación, se puso en pie y salió de la piscina mientras se secaba la cara con las manos.
―El avión sale a las ocho de la mañana ―le dijo Sofía, agarrándola del hombro para que se detuviera, y ella la miró de reojo.
―Pues que tengáis buen viaje ―le deseó, con un pesar imposible de disimular.
Dándola por perdida, ambas jóvenes la siguieron hasta el porche donde su abuela estaba concentrada en la costura, y Diana volvió a ocupar el asiento a su lado en el que esperaba por ella la maraña multicolor de hilos.
―Nos vamos, señora Dolores ―anunció Sofía, con un tono que trataba de ser alegre.
―¿Ya? Habéis hecho visita de médico ―les reprochó, provocando la risa en las dos chicas.
―Mañana salimos de viaje, a Madrid ―le aclaró Vanessa―, y aún tenemos que hacer la maleta.
La anciana miró a su nieta de reojo, aunque no dijo nada al respecto. Entonces, ellas se agacharon a besarla para despedirse, tras lo que hicieron lo mismo con su amiga, quien intentaba sonreír.
Cuando se marcharon, se hizo el silencio en aquel porche. La señora Dolores seguía con sus puntadas mientras su nieta se peleaba con aquel ovillo infernal.
―No me gusta lo que estás haciendo ―le susurró de pronto, y su nieta la miró pasmada, sabiendo que no estaba hablando de la maraña de hilos.
―¿Cómo…?
―El sonotone este nuevo es una maravilla ―alegó en tono travieso, refiriéndose a sus audífonos―. Estás haciendo con ese chico lo mismo que hizo Sito contigo ―añadió más seria, soltando la labor en la mesa para prestarle toda su atención.
―No, yaya ―se defendió―. Alfonso no me quería.
―Pero te dolió. Tal vez, porque habrías preferido estar con un hombre que no te quería ―supuso.
―No ―negó con rotundidad―. Sin embargo, fue un desgraciado al hacerlo de ese modo. Me hirió en lo más profundo, no solo en mi corazón, también en mi orgullo de mujer.
―Sito y tú seguís estando parejos ―insistió, y Diana resopló―. No, espera ―rectificó―, tú eres peor, porque estás desaprovechando la que puede ser la única oportunidad que te dé la vida de encontrar el amor, el de verdad, y que no todos tienen la fortuna de conocer.
―Jolín, yaya ―Hizo un mohín.
―Yo tuve suerte ―la ignoró, mientras su mirada, de un clarísimo azul, se llenaba de nostalgia―. Tu abuelo era buen mozo, amable, muy cariñoso… Sabes que con doce años me tuve que encargar de mis hermanos al quedarnos huérfanos, no tenía a nadie. Hasta que llegó él. Lo conocí porque estaba en mi cuadrilla, recogiendo aceituna, allá en el pueblo, y con quince años, cuando me ayudaba a llevar a mi casa el hatillo de leña y raíces que yo iba apartando para que mis hermanos tuvieran lumbre por la noche, ya sabía que estaríamos juntos toda la vida. Lo malo es que la suya duró mucho menos de lo que está durando la mía ―lamentó, aguándose sus ojos color aguamarina―. Más de veinte años hace ya que me falta mi Félix, y estoy repisa de muchísimas cosas.
―¿Arrepentida de muchas cosas? ¿Por qué? ―quiso saber, extrañada.
―Por haber perdido el tiempo con tonterías ―le respondió en lo que era un claro reproche―. Por haber discutido con él por culpa de su familia, de tus tíos, de tu madre. Por no haberlo mandado todo a hacer puñetas y que él hubiera sido lo primero. Si pudiera vivirlo todo de nuevo, otro gallo cantaría ―aseveró―, pero tú aún puedes arreglarlo, Dianita.
―No sé si sería capaz de perdonarme ―murmuró ella con infinito pesar.
―Cuando Sito te dejó y tú aún lo querías, ¿lo habrías perdonado si se hubiera arrepentido? ―le preguntó, sonriéndole con dulzura.
La joven no tuvo más remedio que asentir.
―Gracias a Dios, es un sinvergüenza ―quiso bromear para hacerla sonreír―, y has podido conocer a ese chico. Hacía tiempo que no te veía tan contenta. Lo sabía porque me lo dijo tu madre ―añadió al comprender su mueca de extrañeza―. Y, si puedes ser feliz con él, que no sean otros los que te lo impidan. Cuéntale la verdad y decidís, juntos.
Y dicho esto, cogió la tela para volver a concentrarse en su labor.
―Yo les aviso a tus padres ―añadió, mirándola de reojo con sonrisa pícara―. Pero tienes que traerme este hilo ―la instruyó, señalándole un número en el papel donde estaba el esquema de su bordado.
Diana no pudo evitar reírse, mirando el ovillo olvidado.
―Anda, vete ya ―la acicateó, y ella asintió antes de darle un sentido beso en la mejilla.
Entró corriendo en la casa y fue a su habitación para coger lo más indispensable. Luego, volvió a despedirse de su abuela y se marchó, sabiendo que ella pondría a sus padres al día.
De camino a Aldaia, las palabras que le dijera Alfonso seguían campando a sus anchas por su mente, pero les hizo frente el discurso de su abuela, lleno de sabiduría y de esperanzas para ella. Tal vez, Raúl no estuviera dispuesto a perdonarla, ni siquiera a escucharla, pero él bien valía el intento.
Al llegar, no fue directa a su casa, sino que se pasó por la de Sofía. La puerta del patio seguía rota, así que subió al piso, sin haber caído en la cuenta de que, a lo mejor, estaba en casa de Ángel. Sin embargo, fue ella la que le abrió, mirándola atónita al tenerla enfrente.
―¿Recogiste mi vestido del taller de Carlos? ―preguntó Diana, dando a entender esas palabras mucho más que su significado literal.
―Es una pasada ―asintió su amiga, con una sonrisa de oreja a oreja.
―Entonces, me voy a casa ―decidió, suspirando aliviada―. Tengo que hacer la maleta.
―Yo la tengo lista, así que te acompaño y te ayudo ―le propuso, aceptando Diana―. Deja que avise a mi madre.
La fisioterapeuta aguardó en la puerta mientras Sofía caminaba hacia el comedor, aprovechando el trayecto para mandarle un wasap a Ángel.
«Ya tenemos pasajera para el quinto billete».