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Esa noche, Diana volvió a soñar con Raúl, y no solo fue el protagonista de su sueño, sino que se repitió tal cual la noche anterior… vestido de novia, campanas, iglesia… para venir a despertarse, otra vez, en mitad de ese beso tan vívido que aún le quemaba la piel a pesar de llevar despierta varias horas.

Se dijo que la razón de ese sueño recurrente era haberla liado parda al decirle a Alfonso aquella tontería de que estaba saliendo con el bajista. Sí, ese era el motivo. Además, no estaba en el mejor momento para lidiar con obsesiones, por lo que trató de convencerse de que no tenía la más mínima importancia. Pero, entonces, ¿por qué le temblaban hasta las pestañas cada vez que se acordaba?

Se quitó las gafas y se restregó los ojos con las manos. El «Manual de atención a múltiples víctimas y catástrofes» empezaba a desdibujarse frente a ella, incluso comenzaba a dudar de su utilidad… ¿Catástrofes? Bastaba con echarle un vistazo a su vida, ella misma era una completa calamidad, y en aquel tocho de libro no encontraba ninguna respuesta al embrollo que había montado la tarde anterior. Pero la culpa era de Raúl por colarse en sus sueños, sin preaviso, y transformando su habitual pesadilla en un cuento de hadas, con caballero que rescata a la damisela en apuros y todo.

Al menos, le había hecho jurar a Sofía que no le diría nada, bastantes problemas tenía ya para que, encima, viniera con reproches aquel rockero listillo, al que volvía a llamar así porque se había propuesto olvidar su último encuentro y cómo terminó la noche.

No. Aquello no había sucedido, había sido producto de su imaginación y de la falta de sueño de tanto estudiar, con lo que su último encuentro pasó a ser la vez que vino en busca de la ropa de Sofía… que acabó con un ridículo beso que la puso del revés…

La cosa empeoraba por momentos, y decidió que lo mejor hubiera sido no haberlo conocido nunca.

Pasó la página e intentó concentrarse en el texto, pero, no había terminado de leer el párrafo cuando sus ojos se desviaron hacia la ventana de su habitación, perdiéndose su vista en el estrecho callejón que tenía enfrente… Bonita forma de pasar un sábado, entre planificaciones sanitarias y el recuerdo de unos ojos azules de esos que parecen leer el alma de una. Aunque, había un plan C para esa tarde, uno que le recordó el repentino zumbido de su móvil.

«Paso a buscarte», decía el mensaje de WhatsApp que acababa de enviarle Sofía.

Dando un suspiro, cerró el libro y se levantó de su escritorio. Al ir en busca del bolso, vio su reflejo en el espejo del armario: camiseta de raya marinera, pantalón de pitillo azul marino y manoletinas negras… era el aburrimiento andante, por no decir que era más sosa que el agua de fregar, como decía su abuela, y las palabras que le dijera Alfonso le vinieron a la mente de forma punzante.

No, ella no era una mujer despampanante, ni ganas tampoco, porque no entraba en sus planes atraer a ningún hombre y correr el riesgo de que volvieran a hacerle daño. Aún estaba pagando las consecuencias de su error al creer que su vida podía ser como la del resto de los mortales. ¿No era eso lo que les enseñaban en el colegio sobre el ciclo vital? Los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren… Y el problema residía en la tercera etapa: lo de tener una familia no estaba a su alcance, básicamente porque no tenía la suerte de ser hermafrodita como el bendito caracol, aunque ese ejemplo tampoco le valía porque el pobre animalillo no podría fecundarse a sí mismo y precisaba sí o sí del acoplamiento con otro baboso y cornudo espécimen… y ella no estaba por la labor de requerir esa colaboración externa por parte de ningún energúmeno que se hiciera llamar hombre.

Salió al salón y, al verlo vacío, recordó que sus padres y su abuela se habían ido a la casa de campo. Solían hacerlo casi todos los fines de semana, pero ese con más motivo para no distraerla mientras estudiaba. Si supieran… Ella solita, o su mente más bien, se encargaba de hacerlo.

Cerraba la puerta de casa cuando Sofía detuvo el coche frente a ella. Diana se sentó en el asiento del copiloto y saludó a su amiga, y le chocó verla tan seria, aunque no tardó en sospechar el motivo. Prefirió dejarlo estar pues se reservaba para Vanessa, quien seguro sacaría el tema. Así que se pasaron el camino hasta Valencia hablando de su examen.

Dejaron el Peugeot de Sofía en un parking público en pleno centro, cerca de la Plaza San Agustín, el centro neurálgico de las tiendas de vestidos de novia, y se dirigieron hacia una cafetería, donde habían quedado con Vanessa. En cuanto las vio llegar, se levantó y se dirigió a ellas, abrazándolas, a Diana con mayor intensidad.

―Gracias, gracias, gracias ―dijo mientras la apretaba―. Gracias por haber venido.

―Tranquila ―le respondió, soltándose y ocupando su lugar en la mesa, tras lo que Vanessa se sentó entre ella y Sofía―, esta noche recuperaré el tiempo acostándome tarde.

―No me refería a eso ―le aclaró entonces, sin andarse con rodeos, tal y como Diana esperaba. Así que agitó la mano para que su amiga no continuase.

―Te adoro y no me perdería este momento por nada del mundo ―replicó, tratando de ser lo más convincente posible―. Ni por un examen ni por…

―Nos preocupa que te sientas… mal ―la cortó Sofía.

―Y a mí lo que me preocupa es que se nos pase la tarde y no hayamos encontrado ese vestido ―soltó de pronto, poniéndose en pie justo cuando el camarero acudía a tomar nota―. Dejemos el café para luego.

Y también esa conversación, porque ella estaba bien, y meterse en una habitación rodeada de vestidos de novia no la iba a inquietar en absoluto, no lo iba a permitir. Sin embargo…

―Serán tres cafés cortados con hielo ―le dijo Sofía al chico mientras tomaba a Diana del brazo y la obligaba a sentarse.

―Somos tus amigas ―le recordó Vanessa, secundando así la actitud de la maestra―. En otras circunstancias me creería que te da igual, a lo sumo te meterías conmigo por haber abandonado tan pronto la plataforma anti-amor, tras lo que maldecirías a todos los hombres del planeta, pero que Alfonso apareciera ayer cambia el panorama.

―También le conté lo que le dijiste de Raúl ―le aclaró Sofía, y le pareció apreciar cierta acritud al pronunciar su nombre, aunque la llegada del camarero interrumpió sus pensamientos.

―¿Qué queréis que os diga? ―les cuestionó cuando el joven se retiró―. ¿Creéis que no me muero de envidia? Pero no solo porque te vayas a casar tú ―señaló a Vanessa, fingiendo desdén―, sino porque luego le seguirás tú ―apuntó ahora hacia Sofía―, y después mi vecina, y eso que aún le falta porque acaba de hacer la comunión ―remató con sorna―. Es inevitable, de acuerdo, lo acepto, es imposible que, día tras día, no me pregunte por qué, por qué no soy yo esa novia, y no hay respuesta. No lo soy y punto. Y, aunque me resulte doloroso, tengo que seguir viviendo, y eso incluye acompañar a mis mejores amigas a comprar su vestido de novia ―añadió con tono distendido, queriendo tranquilizarlas.

―Imaginábamos que no era un buen momento para ti con lo de ayer ―dijo la peluquera, dándole vueltas al café, pensativa―. Sobre todo, después de que Alfonso abriera viejas heridas.

―Mis heridas están bien ―replicó, tratando que restarle importancia―. Me preocupan más otras cosas, como lo que le dije de Raúl.

De pronto, Sofía resopló, y sus dos amigas se la quedaron mirando.

―Es que no aguanto a Alfonso ―mintió, disimulando como pudo.

―¿Qué vas a hacer el lunes? ―quiso saber Vanessa.

―Le daré una excusa para explicarle que mi «novio» no está y rezaré para que me crea ―le respondió, suspirando―. Como si tuviera que darle explicaciones…

―Tal vez sea suficiente con mandarlo a la mierda ―apuntó Vanessa.

―Con Darío no te funcionó, ¿verdad? ―le recordó la joven―. Pues con Alfonso, tampoco, aunque por motivos diferentes. Tu novio quería demostrarte que le interesabas, y al palurdo de mi ex solo le interesa demostrar que puede conseguir lo que quiere.

―Y… ¿te quiere a ti?

―Quiere dar por culo ―respondió Sofía por ella y, a pesar de decirlo de malos modos, sus amigas se rieron.

―No creo que tenga nada que ver conmigo ―retomó la conversación Diana―, me da en la nariz que es por el piso. El problema está en que puede tomarse mis negativas como un desafío, y si se le mete entre ceja y ceja que es capaz de convencerme de volver con él, lo intentará, aunque su intención sea dejarme tirada a los cinco minutos.

―Pues sí que es pesadito el niño…

―Más que una mosca cojonera ―apuntó, sacando el monedero del bolso para pagar, imitándolas sus amigas―, y por eso le dije esa estupidez de Raúl, para quitármelo de encima, aunque me salga rana.

―Una rana que tal vez se transforme en príncipe ―alegó Vanessa con aire pícaro, dándole a entender que Sofía también la había puesto al tanto de lo que pasó la noche que la acompañó a casa.

―Pues ya lo he besado dos veces y su condición de anfibio no ha variado ―espetó, advirtiéndole que no fuera por ahí.

―Es un cafre ―refunfuñó Sofía por lo bajo, y tanto Diana como Vanessa se la quedaron mirando―. La besa y, luego, si te he visto no me acuerdo ―trató de disimular.

―Mejor para mí ―les aseguró ella, levantándose―. Ya tengo más que suficiente con tratar de espantar a Alfonso como para tener que lidiar con un moscón más. Y vámonos de una vez a buscar ese vestido.

Volvieron al bullicio típico de una tarde de sábado en pleno centro de la ciudad y se dirigieron a la primera tienda en la que quisieron probar suerte, pues, para bien o para mal, Diana tenía experiencia en el tema y sabía que sería complicado encontrar un vestido para tan pronto, ya que solían hacerse por encargo y con varios meses de antelación.

Aun así, había que intentarlo y al primer lugar al que entraron fue a Pronovias… que también supuso la primera decepción de la tarde porque, además de confirmar lo que había comentado Diana, la dependienta lo consideró prácticamente una locura, y del mismo modo las recibió la de Galerías Londres, la siguiente tienda.

―Dos de dos ―resopló Vanessa al volver a salir a la calle―. En cuanto les dices que la boda es dentro de pocas semanas, te echan de la tienda ―añadió con un toque de desánimo―. A este paso no llegaré a probarme ni un solo vestido.

―Y encima nos han tocado las dependientas pijas ―se quejó Sofía, mirando a Vanessa para que decidiera por dónde continuar.

―¿Por qué no vamos a Moscú? ―preguntó entonces Diana, señalando detrás de ella.

―La capital de Rusia queda un poco lejos para ir a por el vestido, ¿no? ―bromeó Vanessa, aunque trataba de disimular―. Sigamos por la calle San Vicente ―propuso mirando en sentido contrario, pero Diana la cogió del brazo.

―La tienda está a la vuelta de la esquina y a mí me trataron muy bien en su día ―insistió―. Tranquila que no me va a entrar un ataque de pánico ―agregó al ver que hacía una mueca en dirección a Sofía, y para zanjar la discusión, echó a andar, confiando en que sus amigas la siguieran, como así fue.

Por suerte o por desgracia, les atendió la misma dependienta que a ella cinco años atrás… y Begoña, que así se llamaba, a pesar de la cantidad de novias que habrían pasado por la tienda desde entonces, la recordaba.

―A ti te vendí el Casares, ¿verdad? ―trató de hacer memoria, y Diana se limitó a asentir, cautelosa―. ¿Y qué tal la boda?

―No la hubo ―respondió con una sonrisa forzada, y la dependienta no supo dónde meterse. Diana era consciente de que lo suyo habría sido mentir, pero quería evitar la siguiente pregunta: «para cuándo los niños» y, diciendo la verdad, se acababa el interrogatorio―. Pero las mujeres seguimos queriendo casarnos, así que he traído a mi amiga Vanessa, a ver si la puedes ayudar ―añadió restándole importancia, sonriendo esta vez con franqueza, y la mujer respiró con cierto alivio.

―Venid conmigo ―les pidió, haciéndoles un guiño de complicidad.

Las condujo hacia unos sofás que rodeaban una mesita, cogiendo un catálogo por el camino. En cuanto se sentaron, lo puso frente a Vanessa y lo abrió.

―Antes de empezar a probarte vestidos, mira a ver cuáles te llaman más la atención ―le pidió.

―Begoña ―dijo Vanessa, leyendo el cartelito que llevaba enganchado en la blusa, y dejando el catálogo en la mesa―. Mi problema es que pretendo casarme en pocas semanas ―le aclaró, y la sonrisa de la dependienta se apagó.

―Ya sabemos que se necesitan meses de antelación ―le confirmó Sofía, que empezaba a verse en la situación de plantearle a Ángel su boda a dos o tres años vista.

―Es que… un vestido de novia se hace a medida ―lamentó la dependienta―. Tenemos un muestrario con un par de tallas a lo sumo de cada uno, la novia se lo prueba y, a partir de ahí, se le confecciona otro con las medidas que indiquemos a fábrica.

―Entonces, ¿no hay nada que se pueda hacer? ―preguntó Diana con pesar―. Considéralo una urgencia ―añadió, y la reacción de Begoña fue mirar el abdomen de Vanessa, enarcando las cejas con aire divertido, y las tres chicas se echaron a reír.

―No ese tipo de urgencia ―le aseguró la joven―. Es por circunstancias laborales de mi novio. A decir verdad, supuse que podría haber algún contratiempo, pero no que sería mi vestido ―añadió, un tanto apenada, y de igual modo se mostraba la expresión de la dependienta aunque, pasados unos segundos, irguió la postura con una sonrisa en su cara, dando a entender que se le había ocurrido una idea.

―No sé si te parecería bien, pero creo que tengo una opción.

Vanessa estuvo a punto de decirle que aceptaría lo que fuera con tal de no tener que casarse en vaqueros con Darío, pero prefirió escuchar.

―Es cierto que el muestrario lo usamos tal y como te he dicho, pero, esa colección, una vez terminada la temporada, queda olvidada en el almacén hasta que la casa matriz viene a recogerla ―les explicó.

―Y eso, quiere decir…

―Pues que tengo vestidos de la temporada pasada en la trastienda ―respondió con un toque de emoción―. Si alguno te gusta y te queda bien, a falta de algún retoque, te lo pondría vender, sin más, incluso más barato porque…

El grito de entusiasmo que lanzaron las tres chicas la interrumpió, y Sofía y Diana se levantaron para abrazar a su amiga.

―Puede que esté pasado de moda ―le advirtió la mujer, como si eso fuera decisivo.

―¿Pasado de moda? ―repitió Vanessa con incredulidad―. Dudo que alguien en mi boda sepa si este año se llevan las lentejuelas o los cristales de Swarovski. ¿Dónde están esos vestidos? ―preguntó con nerviosismo.

Begoña se puso en pie para conducirlas a uno de esos probadores tan espaciosos con sillones, espejos y una peana en el centro, y las tres jóvenes tomaron asiento, preparadas para que diera comienzo la sesión.

Fue inevitable y Diana lo sabía, pero, en cuanto Begoña llegó con los vestidos, se vio subida en aquella peana, enamorándose de su vestido, como toda novia que se precie. Sí, ella sintió esa sensación inexplicable que te vincula a tu vestido y lo marca como el elegido. Sin embargo, se esforzó por alejar aquellos pensamientos de su cabeza; era el día de Vanessa y confiaba en que disfrutara de la experiencia, como lo hizo ella en su momento, aunque después no sirviera para nada.

Facilitó las cosas que, a pesar de haber sido madre, Vanessa tuviera un tipazo, por lo que entraba sin problemas, rozando la perfección, en todos los vestidos de talla 42, así que solo faltaba encontrar el apropiado, el único… el número cinco.

Era un precioso vestido de tafetán con escote corazón y corte sirena, que se ajustaba al cuerpo de Vanessa como un guante, realzando sus curvas, y abriéndose en una espectacular cola capilla, recogida por un favorecedor plisado desde el muslo derecho. Además, solo había que hacerle un pequeño ajuste en la zona del busto, por lo que, en un par de semanas, como mucho, estaría listo.

Cuando salieron de la tienda, Vanessa aún estaba en las nubes, con una sonrisa de oreja a oreja y lanzando suspiros cada vez que se acordaba de su vestido.

―Ni se te ocurra darle ni un solo detalle a Darío ―le advirtió Diana, bromeando, cuando ya iban de camino al parking.

―Ni aunque te someta a la peor de las torturas ―señaló Sofía, apoyando a su amiga―. ¿Te llevo a casa? ―le preguntó entonces.

―Sí, por favor ―respondió, poniéndose seria de repente, como si hubiera vuelto a la realidad―. A saber a qué hora vuelven esos dos del cine. Aprovecharé para hacer una cena especial y celebrarlo.

―¡Chitón! ―insistió Diana, subiendo todas al coche.

―Es que no sé si voy a poder contenerme ―reconoció la joven, volviendo a iluminársele la mirada.

―Pues hablas con nosotras, o con tu madre ―la aleccionó la fisioterapeuta―. Aprovecha que os habéis reconciliado ―añadió, guiñándole el ojo. Se alegraba tanto por ella…

―La verdad es que ha sido un día inolvidable ―admitió Vanessa―. Primero, Darío me convence para ir a casa de mis padres y, luego, vosotras me ayudáis a encontrar el vestido más bonito del mundo.

―Anda, para ya que me vas a inundar el coche ―se rio Sofía.

―No estoy llorando ―objetó la joven desde el asiento de atrás.

―¡Aún! ―replicó su amiga, haciendo que las demás también se rieran y, como era de esperar, Vanessa se pasó todo el trayecto relatando las virtudes de su vestido hasta que la dejaron en su piso.

―¿Quieres cenar en mi casa? ―le propuso Sofía a Diana cuando ya iban camino de Aldaia―. Va a venir Ángel.

―No ―negó con, tal vez, demasiada rapidez―. Como vaya, tu novio se pondrá a recordar viejos tiempos y se harán las tantas ―añadió, esforzándose por aligerar el tono―. Comeré cualquier cosa y me pondré a estudiar.

Sofía afirmó con la cabeza, sin insistir, y Diana lo agradeció para sus adentros; había sido una tarde demasiado intensa que había traído consigo viejos fantasmas aunque, por suerte, ella había sido más fuerte.

O tal vez no…

Ya no recordaba desde cuándo no lo hacía, años con seguridad… En cuanto llegó a su habitación, abrió las puertas del armario y descolgó de la barra una percha con una voluminosa funda de color blanco. Luego, se sentó en la cama y abrió la cremallera que la recorría de arriba abajo… Su vestido de novia asomó, impoluto, inmaculado y vano, inservible, y al tocarlo, se dio cuenta de que no lo había superado.

¿Cómo se olvidaba la rabia, la impotencia, ese sentimiento de derrota, de no haber sido lo bastante buena para retener a su hombre a su lado? Porque, si bien era cierto que ya no sentía ningún tipo de afecto hacia Alfonso, aquella mañana, esperando en ese altar al que él nunca llegó, lo quería, y fue demasiado doloroso saber que ese amor no significaba nada para él, que no era motivo suficiente para que se quedara con ella, para que no la cambiase por otra…

Mucha gente, a pesar del tiempo transcurrido, evitaba hablar del tema, como si creyesen que aún sentía algo por Alfonso. Era cierto que no pudo dejar de quererlo de un día para otro, y el amor y el dolor convivieron juntos, en su corazón, durante mucho tiempo. Sin embargo, después de cinco años, el amor ya se había marchado, eran las heridas, el rencor, la desilusión y la desesperanza los que lo ocupaban todo ahora. Pero eso era más difícil de explicar… y siempre le soltaban aquello de «ya conocerás a alguien, aún eres joven»… Por muy joven que fuera, no estaba preparada para sufrir de nuevo.

Siempre se defendía frente a sus amigas escupiendo veneno en contra de los hombres, que eran unos cabrones, bla bla bla… porque eso era mucho más fácil y apenas llevaba a discusión comparado con lo que pensaba en realidad. Ella no era como la tal Mónica. No era una mujer fascinante, tentadora, interesante, divertida… No era de las afortunadas que se veían tocadas por la dicha de ser amadas… No era de las que se ponían un vestido de novia para casarse con el amor de su vida, porque en la suya no lo había ni lo habría nunca.

Con dedos trémulos, y la visión borrosa por las lágrimas, acarició el suave tejido de un vestido de novia que no fue, que solo servía para recordarle que nunca lo sería, su fracaso como mujer y a lo que no podría aspirar jamás: al amor.

Lo tomó entre sus brazos y lo acercó a su pecho, echándose a llorar sin poder contenerse, rota y vacía, pues solo le quedaba aquel llanto que caía desbordado sobre sus sueños destrozados de raso blanco.

Cada vez que te beso
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