La noticia de la detención de Bieito corrió como la pólvora en la familia de Darío. Como era de esperarse, la comida perdió su connotación festiva, pues Cristina no volvió a casa hasta bien entrada la tarde y estaban todos muy preocupados. Se habían reunido en su casa, a excepción de Ángel y Sofía, que seguía con fiebre. Los niños estaban jugando en la habitación de Emilio para que los mayores pudieran hablar con tranquilidad.
Andrés se había encargado de llevarla y, antes de que salieran del coche y tras comprobar que no había nadie cerca, le dio un apasionado beso que no esperaba y que la dejó sin aliento.
―Luego no podré hacerlo ―susurró él, mientras que ella apenas podía pronunciar palabra―. Bueno, podría, pero no debo. No pretendo ponerte en un aprieto con tu familia. Además, quiero hacer las cosas bien.
―¿Qué… qué cosas, Andrés? ―preguntó ella, un tanto insegura―. Me refiero a que…
―Ni yo mismo lo sé, Cristina ―admitió, notablemente confundido―. Solo sé que siento algo por ti que no sentí nunca. Anoche, cuando te acompañé a casa, me di cuenta de que va más allá de lo físico. Era muy fácil; un polvo rápido y hasta luego. Sin embargo, no pude, y no porque no me gustes… Creo que eso te quedó claro, ¿no?
Ella asintió, mordiéndose el labio, azorada. Volvía a ser una adolescente, vergonzosa y emocionada…
―Entiendo que estás casada…
―Yo me siento igual, Andrés ―lo interrumpió, queriendo evitar que creyera lo que no era.
El policía sonrió y volvió a besarla, con dulzura esta vez.
―Entonces, me gustaría intentarlo ―admitió―, aunque sé que necesitas tu tiempo y tu espacio, y yo no tengo ninguna prisa.
―Vale ―concordó ella―. Pero no te vayas muy lejos…
Él rio por lo bajo, sabiendo que no se refería a una distancia propiamente dicha.
―Tienes mi teléfono, ya has visto dónde trabajo… Solo falta que conozcas mi piso y es algo que espero solucionar pronto ―le dijo con mirada pícara, y ella sonrió, ruborizada hasta las orejas.
Andrés se vio asaltado por una ola de ternura entremezclada con deseo. Volvió a besarla, estrechándola con fuerza en sus brazos y dejando que lo embriagaran todas esas nuevas sensaciones que llegaban a su vida de la mano de aquella mujer.
―Me encantas, Cristina ―le confesó sobre sus labios―. Va a ser difícil guardar las formas y mantener las manos alejadas de ti, pero prometo controlarme.
―Me alegra no ser la única que lo pasará mal ―le respondió fingiendo un gran alivio, y él soltó una sonora carcajada antes de darle un último beso, corto pero intenso.
―Vamos, tu familia te espera…
Andrés entró y se quedó lo justo para explicarles cómo estaba la situación. O casi toda. Sabía que Wences seguía en el centro de mira de Bermudes y, a pesar de que Bieito quedaba fuera de la ecuación, no dudaba que el narco tuviera otros recursos, como Fernández, sin ir más lejos. Pero Fede ya estaba investigando a fondo al policía y sospechaba que, al tirar del hilo, encontraría un ovillo sustancioso que le ayudaría a darle un golpe mortal al cártel colombiano.
―Yo, siento mucho lo que ha pasado ―decía Cristina, abatida, hundida en el sofá tras haberles narrado cuando Andrés se marchó lo que había sucedido, y todos se alzaron en una exclamación unánime.
―Tú no tienes la culpa de nada, hija ―trató de reconfortarla la madre de Vanessa.
―He trastocado todos los planes, señora Josefa ―se lamentaba la hermana de Darío―. Se marchan mañana y…
―Ya os haremos otra visita ―continuó Cristóbal―. Esto del avión no está tan mal como pensaba ―comentó, haciendo reír a los demás.
―Hija, voy a hacerte algo de cena y te vas a la cama ―decidió Elvira―. Nosotros nos encargamos de los niños.
―Sí, creo que deberías descansar ―decidió Darío, poniéndose en pie, e imitándolo Vanessa, Diana y Raúl―. Mañana nos vemos.
Sin embargo, su hermana se levantó también y fue hacia él, abrazándolo.
―Gracias ―atinó a decirle, acongojada.
―Suerte que soy avispado ―bromeó, provocando la risa en los presentes y restar así algo de tensión al momento―. Todo saldrá bien, ya verás.
Tras despedirse de los niños, los cuatro jóvenes se marcharon paseando hasta el hotel. Darío le pasó un brazo por los hombros a su mujer, y Raúl hizo lo propio con Diana. Vanessa no pudo evitar soltar una risita al verlos así.
―Va a resultar que anoche hice magia al regalarte mi ramo de novia ―bromeó.
―La magia la ha hecho ella conmigo ―objetó Raúl, haciendo que el corazón de Diana temblase de emoción al escucharlo. El bajista le sonrió antes de darle un suave beso en los labios.
―Doy fe ―resonó el vozarrón de Darío con un toque de guasa―. De los tres, el que siempre le ha cerrado las puertas al amor ha sido él, porque Ángel era el eterno enamorado de Sofía, y yo solo estaba esperando a la mujer adecuada. A ti ―añadió en un susurro, en el oído de Vanessa.
La joven, se agarró al cuello de su marido y lo besó con pasión, y Raúl comenzó a carraspear de forma un tanto exagerada.
―¿No podéis esperar a llegar a vuestra habitación? ―les reprochó el bajista, y su amigo le hizo una mueca burlona.
―Como si no supiéramos lo que estás deseando hacer en cuanto llegues a la tuya ―replicó con sonsonete.
―Pues siento ahogarte la fiesta, pero yo voy a hacerle una visita rápida a Sofía ―alegó Diana, y Raúl miró al batería con gesto lastimero.
―Yo voy con ella, así que… ―añadió Vanessa, haciendo que su marido se solidarizara con él y lanzase un bufido de derrota.
―Entonces, ya que estamos, vamos los cuatro…
Cuando llegaron a la habitación que compartía la pareja, Sofía estaba acostada en pijama, viendo la televisión. Ángel se había pasado todo el día haciéndole compañía y consintiéndola, y la joven se dejaba querer, aunque había estado toda la mañana lamentando su mala suerte y haberle fastidiado las vacaciones a su novio. A decir verdad, el cantante tuvo que esforzarse para convencerla de lo contrario. Solo le preocupaba que su chica se encontrase mal, pero después de haberse perdido tantas cosas en los trece años que estuvieron separados, le complacía poder mimarla y ayudarla a tomarse sus medicinas, como si fuera una niña.
―¿Qué te ha mandado el médico? ―le preguntó Diana que, junto con Vanessa, se había sentado a su lado. Los hombres, en cambio, estaban de pie, cerca de la cama.
―Paracetamol y un antibiótico ―le contestó en voz muy baja y ronca.
―Pues sí que la has pillado buena ―dijo su otra amiga, al escucharla tan mal, mientras la fisioterapeuta le palpaba la frente.
―Sigue teniendo unas décimas ―le informó Ángel, pasándole el termómetro, donde estaba registrada la última vez que le había tomado la temperatura.
―Veo que no necesitas mis servicios como enfermera ―bromeó, devolviéndoselo tras haberlo comprobado.
―Y yo, que estás muy contenta ―dijo la enferma con tono pícaro, mirando a Raúl.
―Mejor no hables, anda, que es malo para tu garganta ―replicó, sacándole la lengua, respondiéndole su amiga con el mismo gesto, un poco más exagerado.
―¿De pequeñas eran igual? ―le preguntó el bajista a su compañero, divertido.
―Es como viajar en el tiempo ―asintió el cantante, sonriendo.
―Uy, mejor me voy antes de que empieces a airear mis trapos sucios ―le siguió el juego Diana a Ángel, levantándose.
―¿Tan peligrosa eras? ―quiso saber Raúl.
―Para nada. Era igual de sosa o más que ahora ―respondió, encogiéndose de hombros.
―¿Sosa, tú? ―El joven la miró sorprendido y caminó hacia ella para tomarla de la mano y encaminarse hacia la puerta―. Chicos, nos vamos. Quisiera discutir esto con Diana «en privado» ―recitó con fingida seriedad, pues su sonrisa torcida lo delataba. Y, sin decir nada más, se marcharon, dejando a sus amigos con la boca abierta.
―¿Y esos dos? ―murmuró Ángel, señalando hacia la puerta.
―Arrebatos que le dan a uno cuando está enamorado ―respondió Darío riéndose, tras lo que agarró a una sorprendida Vanessa del brazo, tiró de ella y la besó con fervor. Ángel les lanzó un cojín.
―Largaos de una vez ―les reprochó el cantante―. ¿No veis que mi chica está enferma y yo me quedo a dos velas? ―bromeó.
―Nada que una ducha fría no pueda arreglar ―se rio el batería, estrechando a Vanessa por detrás, quien apoyó la espalda en su torso―. Que paséis buena noche ―añadió, saludándoles ambos con la mano, y así, abrazados, caminaron hacia la puerta y se marcharon.
Ángel aún se reía cuando cerraron la puerta. Negando con la cabeza, dejó le termómetro en su sitio y comprobó el móvil.
―Dentro de media hora te daré el antibiótico.
―Menudo aburrimiento, ¿no? ―susurró Sofía, sin querer forzar la garganta.
―Bueno, es vaciar un sobre en un vaso y ponerle agua. Muy divertido no es ―respondió, eludiendo la verdadera cuestión.
―No me refiero a eso…
―Te perdono que digas esas tonterías porque sé que son producto de la fiebre ―decidió, tumbándose a su lado en la cama, encima de la colcha, con botas y todo―. Y ya lo hablamos esta mañana, señorita. Así que alquilaremos una peli en la televisión por cable, llamaremos al servicio de habitaciones para que nos traigan la cena y a descansar, ¿de acuerdo?
―Eres el mejor enfermero que podría desear.
―Si me estás intentando hacer la pelota, funciona ―le dijo él, haciéndola reír.
Ángel besó su frente y luego cogió el mando de la televisión, que estaba en la mesita, y se acomodó, dispuesto a disfrutar de la velada.
Vanessa y Darío caminaban hacia su suite aún abrazados mientras él le daba suaves besos en el cuello.
―¿Cómo estás? ―le preguntó él al oído un tanto serio.
―¿Cómo quieres que esté? ―respondió ella, extrañada―. Pues en la gloria.
―¿De verdad?
Vanessa giró el rostro, mirándolo de reojo.
―Menuda luna de miel… ―lo escuchó quejarse.
―¿Te estás aburriendo? ―le cuestionó la joven, haciéndose la ofendida―. Porque anoche, en la bañera de hidromasaje, no me lo pareció.
―No es eso de lo que hablo, y lo sabes ―replicó él con desgana.
―Y también sé que no es culpa tuya ―insistió―. Además, me alegro de que hayan detenido ya a Bieito, así tu familia estará más tranquila, sobre todo Cristina. Es una mujer estupenda y se merece ser feliz.
―Creo que Feijoo se encargará de eso ―dijo con un toque de humor.
―La verdad es que el policía no está nada mal ―bromeó Vanessa, y el batería la soltó para abrir la puerta y, de paso, lanzarle una mirada de advertencia―. ¿Qué? ―se hizo ella la ingenua―. Solo es una apreciación… Tiene pinta de empotrador ―añadió con una risita.
―¿De «empotra-qué»? ―inquirió, fingiéndose molesto.
Entró en la habitación con los brazos en jarras, mirándola ceñudo, y Vanessa cerró la puerta, apoyándose en la pared con una exagerada mueca de inocencia en el rostro.
―Solo digo que, si tu hermana no es tonta, se lo puede pasar muy bien con él.
Entonces, Darío se cernió sobre ella, presionándola con el cuerpo contra el tabique.
―¿Estás fijándote en otros hombres? ¿Es que tienes alguna queja? ―gruñó, y ella rio, provocándolo.
―En absoluto ―musitó melosa, deslizando las manos por su torso, hasta sus hombros.
―No lo tengo yo claro ―refunfuñó, mirándola de arriba abajo, pensativo―. ¿Sabes que la faldita que llevas es muy práctica? ―murmuró, con la mirada oscura por el deseo que su mujer despertaba en él.
―Creía que no habías reparado en ella ―le reprochó con coquetería.
―¿Quieres comprobar que sí?
De pronto, Darío la cogió de los muslos y la alzó con sus potentes brazos, rodeándole ella la cintura con las piernas. Vanessa soltó una exhalación que se transformó en un jadeo cuando su marido presionó en su centro con su miembro ya endurecido.
―¿Te ha quedado claro, señora de Castro?
―Perfectamente…
Darío apresó su boca con ansia, en un beso voraz, devorándola sin darle cuartel. Vanessa lo agarró del cabello, exigiéndole más y él estaba más que dispuesto a dárselo. Deslizó una mano entre ellos y alcanzó su intimidad, comprobando que la lencería que la cubría ya estaba humedecida. Gruñó al escucharla gemir contra su boca.
―Tu intención era provocarme, ¿verdad? ―dijo con voz grave.
―Creo que no hay nada de malo en que desee a mi marido ―se justificó ella, anclando las piernas a su cintura. Le quitó la camiseta y comenzó a deslizar las manos por la musculatura de su espalda, moldeándola de forma ardiente.
―Todo lo contrario ―murmuró él con satisfacción, haciendo a un lado la ropa interior femenina y alcanzando la piel anhelante de sus caricias.
Clavó la mirada en ella, disfrutando de su reacción, de cómo la tentaba con el roce de sus dedos. Su boca entreabierta pugnaba por aliento y sus párpados caían sutiles, invadida por las sensaciones que le provocaba. Clavaba los dedos en su nuca… La vio pasarse la lengua por los labios, seduciéndolo con su sensualidad y sus gemidos incitantes, y se supo vencido, porque era capaz de someterlo como una sirena con su canto.
De pronto, dominado por la impaciencia, agarró la tira de las braguitas y dio un tirón, rasgándolas. Necesitaba total acceso a ella… Vanessa dio un respingo fruto de la sorpresa y la excitación que le provocó aquel arranque de lujuria por parte de Darío.
―¿Qué te pasa con mi ropa interior? ―ronroneó, incendiada su voz y su mirada por el deseo.
―Que me estorba ―murmuró, en un gruñido gutural―. Igual que el resto de tu ropa. Si le tienes cariño a esa blusa, quítatela ―le advirtió y, en cuanto lo hizo, capturó con la boca uno de sus pechos, jugueteando con el pezón por encima del encaje del sostén.
―Muñeco, me encanta comprobar que el matrimonio no ha matado tu libido ―gimió la joven agarrándole la cabeza para que siguiera, y consciente de que lo provocaba aún más con sus palabras.
―Todo lo contrario, muñequita ―respondió, ahondando las caricias en su intimidad―. Saber que eres completamente mía me hace enloquecer…
Lo dijo mientras concentraba sus atenciones en el centro de su placer, y Vanessa se retorció contra él, asaltada por un latigazo de puro deleite.
―Darío, por favor…
―Prométeme que no volverás a mirar a otro hombre ―le exigió, torturándola un poco más, pues sus dedos seguían haciendo su magia, llevándola al límite.
―Solo tengo ojos para ti ―le aseguró, aunque no fuera necesario, pues era consciente de que Darío solo quería atormentarla un poco más―. Tú eres mi empotrador favorito ―añadió con sonrisa traviesa, queriendo picarlo, y él rio por lo bajo.
―Pues veremos si cumplo con tus expectativas ―siseó.
La propia Vanessa, lo ayudó, peleando los dedos de ambos para desabrocharle el pantalón.
Entró en ella de una sola vez, escapándose sendos gemidos ante aquella invasión repentina, profunda, y que hizo estallar la ardiente pasión que los dominaba. Darío hundió el rostro en la fragante curva de su cuello, mordisqueándole la piel, mientras que sus dedos se aferraban a los torneados muslos, llenándola una y otra vez, con frenesí y vehemencia, rápido, duro… Vanessa cruzó los tobillos contra la cintura de su marido, aferrándose a su espalda y con las manos apretadas entre su pelo, jadeando con abandono, perdida en el delirio de aquel excitante y tórrido asalto, porque Darío llegaba cada vez más hondo, y ella se elevaba más en esa vorágine de éxtasis en la que se vio inmersa.
Gritó su nombre cuando el orgasmo la alcanzó. Él buscó su boca, poseyéndola también al tiempo que incrementaba el ritmo de sus embestidas, dejándose llevar al notar que se tensaba y lo atrapaba a su alrededor, lanzándolo con ella al culmen del placer, intenso y devastador, pues, a pesar de lo tonificado de su cuerpo, sentía las piernas temblorosas.
―Dios… Darío. Ha sido… ―comenzó a susurrar Vanessa, sin apenas poder respirar.
―¿Me estás llamando dios? Comprensible ―bromeó, con sonrisa fanfarrona, y su mujer le dio un tirón en la barba.
―Te lo tienes tú muy creído ―lo riñó, y él se echó a reír.
―Eso ya lo sabías antes de casarte conmigo ―le respondió, saliendo de ella lentamente y bajándola.
―También es verdad… ―murmuró con los ojos cerrados, suspirando al acusar su ausencia.
Sin embargo, apenas había puesto un pie en el suelo cuando Darío volvió a levantarla entre sus brazos para depositarla con suavidad en la cama. Mirándola con ojos hambrientos, terminó de quitarse la ropa, y luego hizo lo mismo con la de ella, sonriendo con un deje de vanidad al tirar al suelo las braguitas maltrechas.
―¿Qué haces? ―le preguntó ella, aunque no hiciera falta.
―Esta noche quiero ser tu dios, en todos los sentidos, y no pararé hasta escuchar de tus labios que lo soy ―sentenció con voz ronca mientras trepaba al lecho y se unía a ella con cadencia felina.
Vanessa alzó los brazos para recibirlo, temblando de anticipación y sobrecogida por la intensidad de su mirada y el significado de sus palabras, que iban mucho más allá del sexo.
Darío era su dios desde el día en que lo conoció, y su dueño, tanto de su cuerpo como de su corazón.
―No puedes pretender que cambie de un día para otro lo que llevo creyendo toda la vida ―le decía Diana a un molesto Raúl mientras se dirigían a sus habitaciones.
―Lo que me jodería es que alguien te hubiera metido esos pajaritos en la cabeza ―refunfuñó él.
Al llegar, Diana abrió la puerta de su cuarto, aunque no entró. Se apoyó en la pared del pasillo, con las manos en la espalda y mirada huidiza. Raúl bufó, sin necesidad de que le dijera nada más.
―No es solo culpa suya ―objetó la joven.
―Pero él lo aprovechó ―replicó, tenso, con las manos en los bolsillos traseros de los vaqueros al no saber qué hacer con ellas.
―¿Vamos a pasarnos la noche entera hablando de Alfonso? ―inquirió ella.
―No ―fue la tajante respuesta de Raúl, quien suspiró, tratando de desprenderse de aquel acceso de ira. Luego, se acercó a Diana, la tomó de la cintura y la besó, despacio, con dedicación, venerando su boca, sin soltarla hasta que quedaron sin aliento―. Lo siento ―murmuró entonces.
―¿Ya hemos tenido nuestra primera pelea? ―le sonrió ella, echándole las manos al cuello.
―Yo lo llamaría «desencuentro» ―objetó él, con suavidad, acariciando con los nudillos su mejilla―. Es que me revienta que no veas lo maravillosa que eres.
―Bueno, que el bajista de Extrarradio se haya fijado en mí le da un giro inesperado al asunto ―murmuró ella con un deje de inocente coquetería.
―Pues el bajista de Extrarradio quiere que cenes con él esta noche ―susurró con sonrisa torcida―. Y después te enumerará todos los motivos por los que se ha fijado en ti y que tú no ves.
―¿Podría ser antes de la cena? ―le propuso ella, haciendo una mueca infantil―. No tengo mucha hambre.
La carcajada de Raúl resonó en el corredor.
―¿En tu habitación o en la mía? ―le preguntó, dejando una insinuación en el aire que la dejó muda―. Coge tus cosas ―decidió él entonces―. Yo te espero echándole un vistazo al menú del servicio de habitaciones.
La joven asintió, sonriendo, y se perdió en su suite, tras lo que Raúl se fue a la suya, dejándole la puerta entreabierta. Del mueble cogió el menú y el paquete de tabaco y salió al balcón, que daba a unas vistas preciosas de la ría, y que tenía la suficiente amplitud como para que cupiese holgadamente una mesa con un par de butacas. Se sentó en una de ellas y se encendió un cigarro, dando una profunda calada. Trató de repasar el menú, aunque tampoco tenía mucha hambre. Dio otra calada, inquieta… Joder… temía estar metiendo la pata hasta el fondo con Diana…
No sabía que era tan celoso; en realidad, tampoco se había enamorado nunca para saberlo, pero la figura de Alfonso le rondaba continuamente la cabeza, y le tocaba la moral. No era por el hecho de que ese capullo hubiera sido el primer hombre en la vida de Diana, sino porque tenía miedo de que siguiera siendo una sombra del pasado, de esas que alargan las garras hasta el presente, y que su relación, y posterior y traumática ruptura, siguiera influenciándola. Él era el primero al que le influenciaba…
Esta vez, la calada destilaba determinación, y aplastó el cigarro en el cenicero. Su historia era un punto y aparte, para ambos; los dos habían roto barreras dejando atrás el lastre que les impedía avanzar… amar… pero se habían encontrado y él no iba a permitir que esa oportunidad se malograse por un puto fantasma engominado.
De pronto, escuchó la puerta de la habitación al cerrarse. Se giró y vio que Diana dejaba algunas cosas encima de la cama, tras lo que se dirigió al balcón, con él.
―¿Has visto algo que te apetezca? ―preguntó, sentándose en la butaca de al lado y alargando la mano hacia el menú, aunque él no se lo dio. Se limitó a reír por lo bajo, clavando sus ojos azules en ella, con una mirada demasiado profunda y sugerente como para que Diana pudiera respirar con normalidad.
―¿Necesitas que te conteste a eso? ―murmuró, apoyando un codo en uno de los brazos del asiento, y la barbilla en la palma de la mano, observándola con detenimiento. Debía reconocer que adoraba sus apuros y sonrojos―. Me encanta cuando te pones colorada ―no pudo evitar confesarle, y ella carraspeó, arrancándole el menú de la mano, queriendo obviar el tema.
Sin embargo, el joven volvió a recuperarlo y lo dejó en la mesa. Entonces, la cogió del brazo y tiró de ella, sentándola encima de él, en su regazo, lanzando ella un gritito a causa de la sorpresa.
―Pero ¿qué…?
―Habíamos quedado en que te diría los motivos por los que me había fijado en ti, ¿recuerdas? ―le sonrió él con un brillo travieso en los ojos.
―Pues yo he cambiado de idea ―replicó, cruzándose de brazos con aire infantil―. Mientras recogía mis cosas he hecho repaso mental del día que nos conocimos, y debí parecerte una chiflada.
Raúl soltó una carcajada, y ella resopló.
―Te ríes tú mucho de mí últimamente ―se quejó.
―Me río contigo, que es muy distinto ―alegó él, divertido―. Y lo cierto es que aquel día me dejaste noqueado.
―No me extraña ―lamentó la joven―. Volqué en ti todo mi resentimiento hacia los hombres.
―Eso también ―admitió él―. Sin embargo, me resultaste un completo enigma.
Diana abrió los ojos como platos.
―Lo negué hasta la saciedad en su momento, pero el propio Darío me advirtió que había encontrado la horma de mi zapato ―le narró―. Incluso me recordó que me quejaba de que las mujeres que se acercaban a mí me aburrían, y que tú, en cambio, eras un desafío muy interesante, además de guapa.
―¿Yo, un desafío? ―rio, incrédula.
―Sueles sorprenderme ―le dijo, acariciando su mejilla.
Y entonces, llevada por el afán de seguir haciéndolo, lo besó, y dio resultado pues el bajista tardó unos instantes en reaccionar. Cuando lo hizo, la estrechó entre sus brazos y se entregó a su beso.
―Esto es mi perdición, princesa ―le confesó él, susurrando sobre sus labios―. Tus besos…
―¿Ah, sí? ―sonrió ella, coqueta, hundiendo los dedos en su largo pelo rubio.
―Diana, ¿cuándo empezaste a sentir algo por mí? ―le preguntó, y aunque su tono parecía casual, su mirada azul titilaba, anhelante por su respuesta.
Ella comenzó a jugar con los mechones, pensativa.
―Yo… ―titubeó―. En cuanto te conocí, me dio dolor de estómago.
Raúl se carcajeó con ganas, y ella, aunque trató de hacerse la ofendida, no pudo evitar sonreír.
―No sabía que la indigestión era síntoma de enamoramiento ―bromeó él.
―Me ponías nerviosa, cara de ángel ―replicó con suavidad.
―Cara de ángel… ―repitió el bajista, con voz muy baja y un brillo de vanidad entremezclada con emoción en sus ojos, el sobrenombre con el que a veces se referían a él en el papel cuché―. Suena de maravilla oído de tus labios, princesa.
―A mí también me gusta que me llames así ―admitió, mordiéndose el labio―, aunque ¿por qué lo haces?
―Porque eres la princesa de mi cuento ―le confesó, con convencimiento y una sonrisa.
―¿Y qué dice ese cuento? ―preguntó con mucho interés y mirada ilusionada. Raúl carraspeó.
―Pues… Érase una vez…
Diana empezó a reírse, pero Raúl se puso un dedo en los labios, pidiéndole silencio.
―Una princesa que vivía en una torre ―continuó, impostando la voz―. No solía abandonarla y se pasaba los días rodeada de sus libros, pues creía que no era hermosa como el resto de las jóvenes del reino. Su pelo no era tan largo, sus ojos grises se escondían tras unas gafas…
Al escuchar esto, Diana quiso hablar, pero él le dio un suave beso en los labios, acallándola.
―Sin embargo, el príncipe aguardaba por ella al pie de la torre ―prosiguió el joven―, ya que, para él, era la más bella de las mujeres. Todo en ella lo deslumbraba, sobre todo su alma, aunque él se retiraba sin decir nada al no saber si sería lo que ella esperaba. Hasta que, un día, la princesa bajó.
―¿Y qué… pasó? ―preguntó titubeante ante su repentino silencio.
―Que salvó al príncipe, que vivía en la más absoluta oscuridad. Un único beso bastó.
―Raúl…
Diana estaba al borde de las lágrimas y se sentía como una tonta. Sin embargo, él sostuvo su barbilla y le dio un beso intenso, contenido.
―¿Recuerdas cuando fui a llevarte la ropa de Sofía? ―quiso saber, con un toque de ansiedad en la voz.
La joven no contestó, pero se pasó el índice por el labio, de forma distraída, mas dándole a entender que rememoraba el instante al que se refería.
―Echaste mi corazón a andar ―le confesó, y Diana buscó su boca, sobrecogida por sus palabras y por todo lo que provocaba en ella. Notó los brazos de Raúl estrechándola con fuerza y ella solo deseaba perderse en su regazo.
Cuando se separaron, él le tomó las mejillas para mirarla directamente a los ojos, y los de Diana apenas contenían las lágrimas.
―Te quiero, Diana, y no puedo expresar con palabras cuánto… Infinito.
Ella ahogó un sollozo y se cubrió la boca con una mano, aunque sus ojos llorosos sonreían.
―Infinito ―le respondió como pudo, y él la abrazó, sintiendo que el cuerpo de esa mujer, su alma, su corazón, toda ella, era el templo de su felicidad.
Entonces, ella se separó, con una pregunta silenciosa en su mirada.
―Raúl, ¿cómo sabes que yo uso…?
―La noche que actuamos por última vez y que tú no viniste a vernos, Sofía me contó que te habías quedado estudiando ―comenzó a explicarle, enjugando sus mejillas con los pulgares, y ella asintió porque lo recordaba muy bien―. No sé qué me cabreó más, que no vinieras, que la excusa de los exámenes fuera mentira porque no querías verme, o el simple hecho de que molestase, pues no tenía por qué. Le pedí la moto a Ángel, más bien se la exigí, y me planté en Aldaia ―le confesó, bajo su mirada llena de asombro―. No me preguntes cómo, pero acabé fumándome un pitillo frente a la que resultó ser tu ventana. Y te vi. Con tu pijama rosa, el pelo recogido, tus gafas…
―Yo… ¡Lo sabía! ―Diana estaba alucinando, aunque no hacía más que sonreír―. Bueno, no que eras tú. Había un tipo en la calle, y estaba muy oscuro…
―Estabas tan guapa… ―le susurró, acariciando su mejilla―. Y te parecerá estúpido, pero me sentí el hombre más feliz de la Tierra al pensar que, al menos, la excusa era cierta, que no te habías negado a venir para no verme.
―No quería verte ―admitió ella, mordiéndose el labio con culpabilidad―. Cuando me acordaba de ese beso… ¡Si ni siquiera fue un beso! ―exclamó, sacudiendo las manos, como si volviera a experimentar lo que sintió aquel día―. Fue un pico mal dado y…
―A mí no me hizo falta más ―dijo él, con voz grave.
―A mí, tampoco ―reconoció la joven―. Y eres mucho más de lo que esperaba Raúl ―añadió, haciendo referencia a las palabras de su relato―. Pero me sentía como la princesa de tu cuento.
―Me alegra no decepcionarte ―sonrió, aliviado aunque también orgulloso―, y me gusta cómo suena eso de «sentía» ―murmuró―. Porque no quiero que lo pienses nunca más. ¿De acuerdo?
―Trataré de acostumbrarme ―respondió solo para llevarle la contraria―. Necesito un periodo de adaptación.
―En eso tienes razón, pues yo también lo necesito ―reconoció.
―¿Tú? ¿Para qué? ―preguntó, un tanto sorprendida.
Raúl le cogió la mano y le besó la palma.
―Voy a mudarme al piso. Quiero estar cerca de ti, Diana ―le anunció, y ella comenzó a sonreír, ampliamente, aunque se puso seria de repente.
―Pero… Anoche decías que…
―No puedo borrar tus recuerdos, los momentos que hayas podido vivir allí ―tuvo que admitir, muy a su pesar―, pero pretendo crear otros nuevos, infinitamente mejores.
―A mí también me gusta cómo suena eso ―sonrió con coquetería, pasándole los brazos alrededor del cuello.
―Pues podemos empezar ahora mismo si quieres ―le sugirió con sonrisa torcida, y antes de que ella pudiera decir nada, la estaba alzando en brazos.
―¿Qué haces? ―le preguntó, riendo.
―Se me acaba de ocurrir un recuerdo que me encantaría grabar en nuestras mentes ―respondió, llevándola de vuelta al interior.
―¿Y cuál sería? ―murmuró, dejándose llevar.
―Estamos tú y yo, en la cama, desnudos…
La depositó despacio sobre el colchón, tras lo que se tumbó a su lado, acercándola a él.
―Nos quedaremos sin cenar ―bromeó ella.
―En el menú pone que el servicio de habitaciones está disponible hasta las doce de la noche… Tiempo de sobra… ―susurró sobre los labios de Diana, que esperaban por los suyos, mientras ella se llenaba de momentos que atesoraría durante el resto de su vida.