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El lunes ya estuvo todo el día con la mosca detrás de la oreja. Había quedado con Diana y Vanessa para comer, pero ninguna de las tres dejó de hablar del reportaje del sábado anterior, de las fotos y las preguntas que les habían hecho, así que se olvidó del tema. El martes, sin embargo, fue a la farmacia después de salir de la guardería, por si acaso. Y el miércoles, a las ocho de la mañana, ahí estaba, llamando a la puerta del gimnasio de fisioterapia para encontrarse de frente con una sorprendida Diana, sentada en su escritorio.

―Sofía, ¿qué haces aquí? ―le preguntó extrañada―. ¿Ha pasado algo?

―No, tranquila ―la calmó a ver que se ponía de pie―. Pero quisiera hablar contigo… a solas.

Diana frunció el ceño. A esas horas solo había un par de pacientes que ya estaban enganchados a sus correspondientes aparatos. Comprobó en el ordenador que no hubiera nadie en la sala de espera y le hizo una seña a su amiga para que la siguiera hasta el vestuario donde nadie las interrumpiría.

―¿Qué sucede? ―volvió a preguntarle, inquieta por su actitud tan hermética.

Sofía, en efecto, no contestó, y se limitó a sacar de su bolso lo que había comprado en la farmacia. Diana soltó una exclamación cuando su amiga puso en sus manos un test de embarazo sin abrir.

―¿Habéis vuelto al jueguecito de «hacerlo sin protección»? ―inquirió, sorprendida.

―¡Por supuesto que no! ―exclamó, irritada por su desconfianza.

―¿Entonces…?

―Me tenía que haber venido la regla el domingo ―puntualizó, sentándose en el banco corrido de madera mientras lanzaba un resoplido, visiblemente afectada.

―Entonces será un retraso ―le restó importancia la fisioterapeuta―. Total, solo han pasado unos días.

―Estoy tomando anticonceptivas, Diana. Debería tener puntualidad inglesa ―replicó con retintín, como si le fastidiara que su amiga no cayera en la cuenta.

―¿Estás tomando la píldora? ―preguntó con los ojos muy abiertos, sentándose a su lado.

―Claro…

―¿Claro? ―repitió, exagerando el tono―. Y no hagas como que yo ya lo sabía porque no es así. ¡No tenía ni idea!

―¿Y por qué lo dices de ese modo? ―quiso saber un tanto molesta―. Se me pasaría contártelo…

―Pues sí, porque, de haberlo hecho, te habría advertido lo que puede suceder cuando tomas antibióticos ―atajó con un deje de ansiedad en su voz y poniéndose en pie de los mismos nervios.

―¿Qué…?

―Existe la posibilidad de que disminuyan los efectos de las anticonceptivas ―le dijo, y Sofía bajó la vista hasta el test que estaba en el banco, a su lado.

―¿Entonces…?

―Creo que controlas a la perfección el tema de los días fértiles ―trató de bromear, aunque no tuvo el efecto esperado en su amiga, quien se mostraba inquieta―. Entra ahí ―añadió, señalando la puerta tras la que se situaba el inodoro.

La maestra obedeció sin decir palabra, y Diana aguardó, deambulando por el vestuario con los puños cerrados y metidos en los bolsillos delanteros del pijama.

―¿Cuántas rayas tienen que salir? ―le preguntó al otro lado de la puerta al cabo de unos minutos.

―¿Cuántas ves? ―cuestionó a su vez.

Sofía tomó aire antes de contestar.

―Dos.

Entonces, la puerta se abrió, y una sonriente Diana la esperaba con los brazos abiertos. Sofía lanzó un grito y se echó a reír, aunque también lloraba mientras se abrazaba a su amiga. Se vio invadida por un sinfín de sentimientos encontrados, pues, si bien no estaba en sus planes ser madre, que Ángel fuera el padre lo convertía en algo maravilloso.

―Diana, pero… ―La joven se separó, ensombreciéndose su rostro al instante―. He seguido tomando las pastillas, porque yo no sabía…

―Tranquila ―le dijo ella, tomándola de las manos y sentándose ambas en el banco―. No va a afectarle al bebé.

―Un bebé… ―murmuró Sofía, mirando con emoción el test―. Esto es fiable, ¿verdad?

―Pueden haber falsos negativos, pero falsos positivos… ―Negó con la cabeza, frunciendo los labios―. Voy a sacarte sangre para hacerte una beta.

―¿Una qué? Y… ¿ahora? ―preguntó, abriendo los ojos como platos.

―Esta tarde tendrás la confirmación de tu embarazo ―asintió―. Además de que siempre es bueno tener un dato inicial de la hormona… Tú hazme caso ―se interrumpió a sí misma, sacudiendo las manos―. Vamos.

Tratándose de Sofía, Emi, la enfermera, no tuvo inconveniente alguno en permitirle a Diana que le hiciera la analítica; a pesar de haber terminado la carrera, sus funciones en la clínica se limitaban a la fisioterapia, pero era un caso especial.

Sofía cerró los ojos al notar el piquete de la aguja en su brazo.

―¿Cuándo dices que tendré el resultado?

―Antes de que salgas de trabajar esta tarde te lo mandaré por correo electrónico para que lo veas desde el móvil ―le reiteró mientras etiquetaba el tubito―. Así puedes imprimirlo en la guardería para enseñárselo a Ángel ―añadió con un toque travieso en su voz.

―No se lo digas a nadie, ni siquiera a Raúl ―le pidió la maestra, aunque de sobra sabía que no era necesario que lo hiciera.

―Seré una tumba ―aseveró, fingiéndose seria―, pero no tardes demasiado ―agregó sin poder aguantar más la sonrisa, y Sofía la abrazó.

―Espero que Ángel se lo tome tan bien como tú ―deseó.

―¿Crees que no? ―preguntó Diana, extrañada.

―Imagino que sí, pero es que no estaba en nuestros planes ―murmuró, preocupada, aunque solo durante unos segundos. Porque una corriente de dicha la recorrió de pies a cabeza, y algo le decía que Ángel estaría tan feliz o incluso más que ella con la noticia.

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Ángel evidenció su mal humor cerrando de un fuerte portazo al entrar a su apartamento; estaba del tal Farnesi hasta los cojones.

Sacó una cerveza de la nevera y se sentó en el mullido sofá, tras lo que le dio un largo trago. Luego, depositó la bebida en la mesa, resoplando mientras se pasaba las manos por la cara. Trabajar con aquel productor era más difícil de lo que pensaban. Era cierto que había apostado por ellos y que la marca «Farnesi» era sinónimo de éxito, pero no era su dueño.

Ya se lo vieron venir cuando trató de controlar la boda de Darío, pero ahí su amigo lo había tenido fácil pues el italiano se metía en terreno pantanoso al inmiscuirse en su vida privada. El batería tuvo las de ganar. Ángel, sin embargo, iba a tener que pasar por el aro, y se había tirado toda la tarde discutiendo con él y con Toni, tratando de hacerles entender que Farnesi no era quién para tomar esa decisión; ni siquiera él podía hacerlo, sino Sofía. Y cuando el imbécil le soltó con esa chulería que lo caracterizaba que no iba a pedirle permiso a su novia para algo así, casi le quita lo fanfarrón de un sopapo.

Por suerte, sus dos colegas estaban ahí para pararle los pies en cuanto notaron que se le calentaban los puños por culpa de aquel tocapelotas, y no llegó la sangre al río. Posiblemente, Farnesi vio la escena como una pataleta de artista excéntrico, cuando la realidad era que el cantante había estado a un paso de romperle su italiana cara.

Toni dio por finalizada la conversación y sacó a los tres músicos de la sala donde estaban reunidos, en el hotel.

―Marchaos a casa ―les dijo―, y tú, cálmate ―espetó, apuntando hacia él.

―No me jodas, Toni ―refunfuñó él―. Cada vez que ese tío se reúne con nosotros…

―Es vuestro productor y, aunque te toque los huevos, la pasta que invierte le da derecho a tomarse ciertas libertades ―puntualizó con cierta ironía―. Recapacita, y háblalo con Sofía. Seguro que ella te ayuda a ver las cosas de otro modo ―añadió con tono conciliador.

Ángel masculló un improperio como despedida y se fue, directo a su apartamento, aunque antes de coger la moto, le mandó un wasap a Sofía. Necesitaba verla y hablar con ella.

«Ya debería haber llegado», pensó, mirando la hora. Dio otro trago a la cerveza y se puso en pie, acercándose al gran ventanal con paso ansioso.

En realidad, no estaba inquieto por lo sucedido con Farnesi, o no únicamente, sino por la contestación de Sofía. «Yo también tengo que hablar contigo», leyó, y se preguntó si sería verdad aquella leyenda urbana que rezaba que si una mujer soltaba tal perla, había que encomendarse a todos los santos.

De pronto, escuchó el ruido de la llave en la cerradura y segundos después se abrió la puerta. Entonces, Sofía entró luciendo una preciosa sonrisa en el rostro, y el cantante casi se echa a reír al pensar que se había preocupado por nada.

―Hola ―lo saludó, y él ya caminaba hacia ella para recibirla con un beso.

―Hola, pequeña ―murmuró, estrechándola entre sus brazos con un suspiro. Parecía que tenerla así era suficiente para olvidar el mal humor provocado por Farnesi.

―¿Estás bien? ―le preguntó entonces Sofía, como si hubiera notado su malestar.

―Siéntate ―le pidió―. ¿Quieres tomar algo?

―¿Tan grave es? ―le cuestionó ella, con fingido recelo.

―Pues no sé si es grave, pero el tema me ha tocado las narices ―le dijo yendo hacia la nevera―. ¿Te apetece una cerveza?

―No ―exclamó con, tal vez, demasiado ímpetu―. Prefiero un refresco ―añadió, sentándose en el sofá y dejando el bolso cerca. Ángel se colocó a su lado, soltando la lata al lado de la suya―. ¿Qué ha pasado?

―Farnesi ―dijo, como si eso lo explicara todo.

―Es vuestro productor, Ángel ―le recordó, como otras tantas veces―. No siempre estaréis de acuerdo con él, pero…

―Quiere meter «Pequeña» en el nuevo disco ―espetó, y repetirlo en voz alta reavivó su cabreó, haciéndolo bufar―. Y cuando digo «quiere» me refiero a que pretende que sea el primer single que lancemos al sacar el disco.

―Vaya… ―titubeó Sofía, entendiendo por fin su enfado.

―Esa canción la compuse para ti ―gruñó, poniéndose en pie para empezar a deambular por el salón, furioso―. Jamás la toqué delante de nadie, y he tenido seis años y muchas oportunidades para meterla en alguno de nuestros discos. ¡Joder! ―exclamó, agitando las manos―. Darío y Raúl ni siquiera sabían de su existencia, y la única razón por la que la tocamos aquella noche es que estaba desesperado por que volvieras a mí.

―Ángel…

El joven no estaba por la labor de escucharla, así que ella se levantó y llegó hasta él, cogiéndole las manos para que parase y la mirara.

―Farnesi no tenía ningún derecho a decidir ―insistió, aunque en un tono más bajo―. Esa canción es tuya, y tal vez no quieras compartirla con nadie.

―Para mí es un orgullo que la gente la escuche, que sepa lo que sientes por mí, lo que soy capaz de inspirar en ti ―le dijo en cambio, y Ángel la miró notablemente sorprendido.

―¿Lo dices en serio? ―preguntó, queriendo asegurarse.

―Me encanta que la susurres en mi oído mientras me abrazo a ti después de hacer el amor ―le confesó con voz muy suave y acercándose a él―. Y habría sido una buena nana, aunque puede seguir siéndolo a pesar de que la conozcan millones de personas.

―Pero, es que…

―Sí, el tal Farnesi es un imbécil porque hace y deshace como le da la gana ―lo secundó ella, pegándose a su pecho―. Sin embargo, es una canción preciosa y tu público merece disfrutar de ella.

Ángel refunfuñó algo ininteligible mientras la rodeaba entre sus brazos.

―¿Nana? ―dijo de pronto, cogiéndola de los hombros para separarse un poco de ella.

―¿Cómo?

―¿Has dicho nana? ―inquirió con el ceño fruncido―. Era un ejemplo, ¿no?

Sofía suspiró, rehuyéndole la mirada. Hizo ademán de hablar pero movía los labios sin que le saliera la voz, así que resopló, un tanto abatida.

―Pequeña… ¿Qué tenías que decirme? ―preguntó con cautela, levantándole la barbilla.

―Puñetas… ―Se apartó ella, claramente mortificada―. Llevo todo el día pensándolo y en mi mente era mucho más fácil. No es algo que hubiéramos planeado y tampoco sé muy bien cómo ha pasado ―continuó, hablando de forma atropellada, dando un paso aquí y allá―. Diana me ha soltado un rollo sobre probabilidades y antibióticos que…

Ángel lanzó una exclamación y llegó hasta ella de una zancada. Acunó sus mejillas entre las manos para acercarla a él.

―Dime que sí, que es cierto lo que estoy pensando ―murmuró, sin apenas voz y con una brillante ilusión bailoteando en su mirada bicolor.

Sofía, con el corazón palpitando a mil por hora, lo cogió de las muñecas y tiró despacio para que la soltara. Luego, fue hacia el bolso y sacó un papel doblado que le ofreció, conteniendo la respiración al tiempo que él lo estudiaba ceñudo, como si fuera un tratado sobre química cuántica.

―Positivo ―musitó de pronto, alzando la vista hacia ella, con una sonrisa prudente, que esperaba su confirmación para fluir libremente―. ¿Estamos embarazados?

Sofía no había hecho más que asentir cuando la primera lágrima rodó por la mejilla de Ángel.

―Necesito que lo digas…

―Vas a ser el mejor papá del mundo ―susurró, y él ahogó un sollozo mientras la estrechaba con fuerza entre sus brazos.

―Y tú, la mamá más guapa y perfecta ―le dijo, antes de buscar su boca con un beso que apenas alcanzaba a expresar lo que sentía en ese momento.

―¿Estás contento? ―tuvo ella la necesidad de preguntarle.

―¿Es que no se nota? ―se rio él, secándose las lágrimas―. Soy el hombre más feliz de aquí al cielo, y creo que incluso más allá ―añadió, pegándola a él.

―¿Ya se te ha pasado el enfado? ―bromeó la joven, y Ángel soltó una carcajada.

―Farnesi puede meterse la canción por donde le quepa.

―Pero no pienso renunciar a esa nana ―dijo, levantando la vista hacia él.

―Compondré para él todas las que quieras ―aseveró, con una amplia sonrisa.

―¿Él? ―preguntó ella, divertida―. Ya has decidido que será un niño.

―¡Por supuesto que va a ser un niño! ―exclamó, haciéndola reír―. Un Juan Carlos un poco gamberrete, con sonrisa fanfarrona y que me va a dar más de un dolor de cabeza. Pero al que querré con toda el alma.

―Como yo te quiero a ti ―susurró enternecida por sus palabras.

Ángel la besó. Fue un beso cálido, profundo y colmado de sentimientos que lo desbordaban.

―Podríamos estar toda la tarde discutiendo sobre quién quiere más a quien ―dijo de pronto, tirando de ella―. Aunque se me ocurre algo mejor.

―¿El qué? ―quiso saber.

Un destello pícaro brilló en los ojos del joven.

―Ven conmigo y te lo cuento ―le pidió, aunque no era necesario que lo hiciera.

Sofía se dejó arrastrar por él hasta la habitación, de donde no la dejaría salir hasta haberle demostrado todo lo que con palabras no era capaz de decir.

Cada vez que te beso
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