La crítica y la posibilidad de creación avanzan unidas; pero si la actitud creadora sólo se realiza en la zona de extremo peligro, donde se ponen en juego los fundamentos mismos de la personalidad, el carácter radical de la crítica nos hace ver la necesidad de esa actitud. Klossowski saca a la luz cómo los escritos de Nietzsche predicen y exponen la configuración de la modernidad tal como se manifiesta actualmente dentro de la sociedad de consumo que ha creado el progreso a través del desarrollo industrial. Disuelto como individuo en el plano de las satisfacciones impuestas que fijan el nivel de la gregariedad, el hombre ha perdido la capacidad de desear. Como masa, es manipulado por el poder de las posibilidades de satisfacción del mundo en que se mueve. Pero en ese plano, el poder no le pertenece a nadie más que al puro carácter abstracto de las fuerzas que actúan sobre las masas. En la cima y en la base de ellas, se encuentra la misma ausencia. La antigua distinción entre «Amos» y «Esclavos» ha sido disuelta en esa construcción que los abarca a todos. Los que creen ejercer el poder en la cúspide actúan ilusoriamente mientras en su propia acción son manipulados por las fuerzas que imponen. Vista desde arriba o desde abajo, la gregariedad ha creado un único ejército de esclavos. La imaginación, el deseo, en tanto facultades creadoras en las que se manifiestan y se imponen las fuerza de la vida, desaparecen en su seno, que no es otro que el campo en el que triunfa el nihilismo absoluto, un nihilismo cuyo poder disolvente es disimulado por el disfraz de las satisfacciones bajo las que se esconde.

El caso singular queda como único Amo auténtico, pero la naturaleza misma de su poder lo separa de toda gregariedad e incluso del interés de ejercerlo sobre ella. Nietzsche et le cercle vicieux se pregunta dónde puede colocarse la realización de Nietzsche en tanto caso singular. La obra sería el espacio propio de esa realización; pero la obra está al servicio de la palabra en la que se constituye y el poder de inteligibilidad de esa obra depende de la validez del código de signos cotidianos dentro del que se inscribe y que la comunica. En cambio, la palabra de Nietzsche atenta contra ese mismo código. No está el servicio de la coherencia que es capaz de crear la palabra, sino al de las fuerzas impulsionales que no buscan más que el caos original y tienden a destruir toda coherencia. Su palabra se dirige hacia la no-palabra. En ella el fin es lo ininteligible mismo. La obra encierra el germen de su propia desintegración y debe terminar disolviéndose en tanto obra, arrasada por las fuerzas que ella misma ha erigido como guías. Su fin es la destrucción de toda coherencia. De esas ruinas nace la independencia del pensamiento de todo sujeto y en esa liberación del pensamiento se cifra el destino de Nietzsche como caso singular. Él se crea a sí mismo como figura en la que un destino se hace manifiesto. Sobre el fondo de ese destino que se aclara, el pensamiento aparece en toda su independencia y se muestra. «El pensamiento en tanto que nuestro parece buscar su necesidad, y la identidad del sujeto pensante no dura y no conoce su duración más que definiéndose como destino. Sólo en tanto que destino de alguien el pensamiento se define como memoria y como olvido, como atención o como distracción», dice el posfacio de Les lois de l’hospipitalité.

El signo que la figura crea al realizarse como destino sirve entonces de marco al signo del círculo vicioso, el pensamiento sin comienzo ni fin, cuya acción descentralizadora desbarata la unidad de la figura, que sólo se encuentra fuera de sí misma, realizada como destino. En Nietzsche et le cercle vicieux, Klossowski nos entrega con deslumbrante precisión, bajo la forma de una narración elaborada sobre originales del propio Nietzsche y que se constituye como espectáculo en el que se hace visible el camino hacia el sacrificio y la consumación en él como destino, cómo Nietzsche eligió ese camino casi desde la salida de la infancia al colocarse bajo la protección de la sombra de su padre muerto, en cuyo recuerdo encuentra la manifestación de las fuerzas de la vida, frente a las figuras de su madre y su hermana, en las que coloca el símbolo de la organización del mundo en una coherencia protectora que él niega. La cifra de su destino se halla en esa elección primera. El camino sigue la ruta de la agresividad, la no resistencia a las fuerzas que lo impulsan a la acción en sus escritos, a las que Nietzsche obedece por encima de la búsqueda de cualquier equilibrio en la reflexión, y que determinan la forma y el carácter de su obra, opuesta a la erección de todo sistema, alimentada por sus propias contradicciones, forzosamente fragmentaria, realizada en forma aforística, y desemboca en lo que Klossowski llama «La euforia de Turín». El ciclo se cumple. Dueño por última vez de la palabra que ha puesto al servicio de la no-palabra, del Caos original, Nietzsche es desmembrado, disperso, por las fuerzas que él mismo ha invocado. Toda identidad se pierde. «A fin de cuentas preferiría ser profesor en Basilea que ser Dios; pero no me he atrevido a llevar mi egoísmo privado tan lejos como para desatender por su causa la creación del mundo», le escribe a Jacob Burckhardt. Poco después, muy poco después, Dionisos el Anticristo, que es también el Crucificado, que es todos y ninguno, entra al silencio. Su voz hecha de silencio, un silencio en el que sobrevivirá a la destrucción de sí mismo durante diez años, es ya la del mundo sobre el que flota, idéntico al mundo, el pensamiento.

Klosswoski cierra su evocación de la figura del incendiado de Turín con una comparación con la de otro loco cuyo lenguaje se disgrega en una larga serie de melancólicas y nostálgicas imágenes en las que el paisaje del mundo desfila, suave e ininterrumpido, como una serie de naturalezas muertas a lo Claude Lorrain: Hölderlin. En esos destinos, que se constituyen como imperecederos signos, se encuentra el pensamiento.

Encontrar el pensamiento es, entonces, perder la identidad. No es el yo sino su conversión en signo, a través del reconocimiento de su calidad como destino en el que se expresan las exigencias mismas del pensamiento, la que permite el reconocimiento del pensamiento a través de ese signo que la acción del pensamiento mismo configura. Ese signo está fijo, fuera de la vida. Dentro de la discontinuidad de la realidad contingente, la única posibilidad de coherencia que permite la permanencia del yo se encuentra en el código de signos cotidianos, en el sistema de designaciones creado por el lenguaje. Pero el pensamiento mismo, alimentando la acción por medio de la cual la cultura busca su propio centro, ha invalidado la legitimidad de ese código, junto con la de la cultura, mostrando que su sistema de designaciones constriñe las fuerzas de la vida, que son el único valor, y finalmente las destruye. Permanecer dentro de la falsa seguridad del código equivale también a quedarse fuera de la vida. Pero colocarse fuera del código, saltar fuera del signo, es precipitarse al vacío.

II

Incapaz de mantenerse dentro del sistema de designaciones sin traicionar al pensamiento, o sea a la máxima intensidad a cuyo reconocimiento conduce la tonalidad del alma planteándola como una exigencia ineludible de la vida, Pierre Klossowski se ha mantenido dentro del poder del signo: Sade, Nietzsche… y Roberte en tanto signo único, nombre arbitrariamente elegido que vale por todos los significados del mundo, cuya persistencia como signo, dentro del movimiento de las intensidades que determinan su pensamiento, lo ha conducido al arte, donde el signo se hace visible en el seno de una serie de representaciones —diálogos, cuadros vivos, descripciones de lugares— que constituyen el espacio —la sombra— sobre el que se manifiesta su brillo. El carácter arbitrario de ese signo hace, sin embargo, igualmente arbitrario el arte en que se muestra y determina su naturaleza incomunicable, pues el código de signos cotidianos del que se sirve la representación apunta como sistema de designaciones hacia otro lado que aquél al que quiere conducirnos el signo. Aceptar la validez del signo implica reconocer la independencia del espacio del arte. Las obras en las que vive Roberte en tanto signo único no están en ningún lado más que en sí mismas. El pensamiento, fijo en ese signo como en un centro inmóvil, tampoco está en ningún lado, monótonamente gira alrededor del signo. Para recuperar su movimiento, tiene que abandonar la protección del signo y saltar a la vida, donde lo esperan la discontinuidad y la incoherencia… a no ser que la validez del signo pueda extenderse a la misma vida.

En el posfacio a Les lois de l’hospitalité, Pierre Klossowski nos da cuenta de esta aventura en la que se cifra el sentido y el poder de coherencia de su pensamiento. El salto al vacío se realiza y el viaje a la locura que implica termina salvando de la locura. Texto esencialmente dramático, la reflexión que lo alimenta hace descansar su acento en los avatares del yo que produce esa reflexión sirviéndose del código de signos cotidianos y es víctima de ella. Su acción está formada por las vicisitudes de ese yo al abandonar la protección del signo.

El signo resplandece y está fijo en el arte, ¿pero cuál es su origen? Una intensidad primera, provocada por la súbita percepción de su brillo en la distancia que lo perdía en la penumbra de la realidad cotidiana, permitió su conversión en pensamiento. El brillo que despierta la intensidad está entonces en el origen. Luego, el pensamiento, reconociéndolo como el origen de la intensidad, consigue su persistencia proyectándolo en el arte. Pero en el arte, la coherencia que el signo establece detiene al pensamiento. Recuperarlo, abandonando al signo, es volver al desordenado orden de las puras intensidades: regresar a la vida. Allí, en el reino de la discontinuidad y la incoherencia, triunfa el pensamiento, pero su triunfo destruye al yo que lo cobijaba. Es la locura. Y «la locura, es la pérdida del mundo y de sí mismo, a título de un conocimiento sin principio ni fin». ¿Cómo mantener al mundo y a sí mismo junto con el auténtico conocimiento, el conocimiento que no tiene principio ni fin? La naturaleza ineludible de esta pregunta, que surge del contexto dentro del que la obra de Klossowski se hace coherente y vive por sí misma, afirmándolo como su autor, tenía que avanzar a un primer plano en esa obra.

«Cada quien no oye nunca más que una sola cosa, me repetía hasta la saciedad», dice la reflexión sobre el signo único, en el centro del círculo dentro del que la coherencia creada por el mismo signo mantiene inmóvil el pensamiento, haciéndolo girar incansable a su alrededor. La intensidad más fuerte experimentada por cada uno determina el centro fijo del que surge el pensamiento y del que el pensamiento no puede salir sin abandonar el motivo en el que encuentra su objeto si es el puro orden de las intensidades el que rige el pensamiento. Cualquier otro modo de «pensar» implicaría una coherencia exterior al pensamiento y hacia la que el pensamiento se dirigiría. Pero en la discontinuidad del mundo esa coherencia no existe, a no ser que se asuma la validez del código de signos cotidanos. Y la intensidad misma con que el pensamiento se dirige obsesivamente hacia el signo para hacerse posible a sí mismo alimentándose del flujo de emociones, la carga de energía que despierta, invalida esa asunción. Fuera de la intensidad que lo hace existir, el pensamiento se perdería a sí mismo, disolviéndose en los significados exteriores a su propia acción que le entrega cualquier sistema de designaciones establecidas de antemano como sentidos del mundo, cuya legitimidad no existe para el pensamiento. Sin embargo, separada del código de signos cotidianos, la intensidad más fuerte, que da lugar al nacimiento del signo único sobre el que se asienta la coherencia del pensamiento, permanece incomunicable. Cada quien estaría encerrado en su propia intensidad más fuerte. Todo diálogo sería un diálogo «entre sordos».

Tenemos que ir hacia el origen del signo. Arbitrariamente, el pensamiento ha llamado «Roberte» a ese signo «que vale por todo aquello que llega al mundo» y cuyo principio se encuentra en la aparición de una intensidad más fuerte que cualquier otra. ¿Pero cuál es el origen de esa intensidad que llega como un flujo de emociones o sentimientos, algo que no tiene nombre, que no puede designarse? Antes de que el pensamiento la nombrara arbitrariamente, llamándola Roberte, esa intensidad no era identificable. Roberte no era más que un inesperado brillo en la penumbra, una súbita llamada de atención de los sentidos en la fija continuidad que crea el indiferente despliegue de la verdura del mundo. Dentro de ese aspecto indiferenciado de la realidad cotidiana en el que flota la conciencia, que aún no se constituye a sí misma organizándose como coherencia gracias al pensamiento que ha hallado su posibilidad de existencia en la intensidad más fuerte como en un líquido común que lo mantiene y lo encierra en su indiferenciada consistencia, se ha experimentado una llamada. En razón de las mismas circunstancias en que se ha producido, la forma, el carácter, la naturaleza de esa llamada es irreconocible. Entonces el pensamiento, que ha surgido de ella, la nombra, llamándola Roberte. Después, procede a divulgarla mediante el arte que se ha hecho posible al encontrar en Roberte, en el signo único, la posibilidad de coherencia alrededor de la cual se organiza. Pero si el arte está fuera del mundo, si su lenguaje crea y afirma su propia realidad a través de la coherencia arbitraria que le ha dado la arbitraria designación hecha por el pensamiento, ¿qué ocurre al querer saltar fuera del arte y entrar al mundo? Incomunicable, la coherencia del signo y que establece el signo, se desmorona. A no ser que busquemos el origen de la intensidad primera y más fuerte que apareció en el mundo. Reconocer y encontrar ese origen es imposible, porque el signo era una pura intensidad indiferenciada antes de que el pensamiento lo nombrara. Pero para hacerlo aparecer en el arte, el pensamiento ha tenido que utilizar un modelo cuya figura le presta a las palabras, al lenguaje, en el que se traduce el pensamiento, una fisonomía, un cuerpo, una serie de gestos, actitudes, flexiones mediante los que se construye la representación en el espacio de un cierto acontecer al reflejarse las palabras en esa fisonomía y mostrar su reflejo como cuerpo del lenguaje. Tal vez sea legítimo suponer que la fisonomía, la presencia que sirve de modelo para el retrato, extraída forzosamente del campo incierto de la realidad contingente, coincida con o sea la misma que aquella cuyo tenue brillo en la distancia, insinuado apenas en la penumbra de una realidad delicuescente en tanto que no ha sido nombrada todavía, encendió la intensidad más fuerte, provocando la persistencia obsesiva de su rumor indiferenciado por encima de todos los ruidos y dando lugar a su designación por parte del pensamiento con el nombre de Roberte; pero esto no tiene importancia porque, precisamente, antes de su designación la fisonomía no podía ser más que ese puro brillo lejano, carente de toda identidad, puesto que es la donación de un yo por parte del lenguaje la que hace posible la adquisición de una identidad a los cuerpos que se mueven en el espacio del mundo, encerrados en el olvido de la no-palabra hasta que la palabra les entrega la memoria.

En el terreno del arte, la lucha de esa fisonomía por conservar su propia identidad cerrada, garante de un yo responsable de sí mismo, frente al pensamiento que al nombrarla quiere la divulgación del signo para que éste imponga su coherencia en el mundo, está descrita en Roberte ce soir y La révocation de l’Édit de Nantes principalmente, pero también aparece en algunas partes de Le souffleur, atravesando así toda la trilogía que forma Les lois de l’hospitalité. Su expresión en un grupo de cuadros vivos, de diálogos, de páginas de los respectivos Diarios de los agonistas, de descripción de situaciones, de reflexión en las palabras de las flexiones y movimientos de los cuerpos y de la argumentación que le da cuerpo al lenguaje, constituye el despliegue que hace posible el arte narrativo dentro del que el signo adquiere consistencia, sustancia visible, en su representación a través de las palabras. Al final, el estado y la realidad del mundo, imponiéndose a ella, harán que la fisonomía, renunciando a su propia identidad ilusoria, viva la que le entrega el signo, proyectándose en la multiplicidad de sus reflejos. Es la aceptación y la práctica de la aparentemente peculiar costumbre llamada las Leyes de la Hospitalidad. Toda identidad única se pierde en esa práctica, dando lugar a la aparición de la pluralidad de identidades en un solo cuerpo. Pero la costumbre está justificada por la naturaleza misma de la realidad y justifica y explica la realidad, imponiendo en ella la legitimidad de la costumbre y la del signo que la revela.

Al abandonar el terreno del arte para vivir su propia aventura como pensamiento, el pensamiento, lanzado a la realidad contingente tiene que recurrir a otro subterfugio —una «malicia» la llama Klossowski; una acción perversa, podemos decir—: invertir los términos. La fisonomía que le ha prestado su forma al signo en el arte deberá, dado que ella vive en esa realidad contingente, llevar el signo al mundo, adoptando la costumbre en la que el signo se muestra. La modelo tiene que imitar al retrato. Las consecuencias de practicar esta inversión en el espacio incierto sobre el que transcurre la vida en el mundo ya han sido escenificadas en Le souffleur. Las Leyes de la Hospitalidad como práctica, la divulgación del signo mediante la entrega del cuerpo en el que se aloja a otros cuerpos capaces de revelarlo en toda su multiplicidad —multiplicidad que es la de la vida que carece de centro— a través de la transformación que provoca el placer sexual, cambian el sentido que se pretende otorgar al despliegue de la vida sobre el mundo. La identidad personal es devorada por el signo. La vida imita al arte. La libertad de la imaginación triunfa. El yo responsable se pierde en el movimiento que muestra su pluralidad. El pensamiento, que se sabe discontinuo y que sólo puede existir en tanto pensamiento sin pertenecerle a nadie, encuentra el reflejo que le permite reconocerse en el signo, cuyo comportamiento, en tanto figura dueña de una presencia real que la instala en el mundo encerrando en su apariencia el brillo de la intensidad más fuerte que hace vivir al pensamiento, repite la exigencia de discontinuidad que lo define en tanto pensamiento y le permite contemplarse en ella. No hay una Roberte, sino tantas Roberte como los huéspedes, que gracias a las Leyes de la Hospitalidad gozan de su cuerpo, hagan aparecer por medio del placer que Roberte obtiene. Y sin embargo, todas son Roberte. La unidad exterior y cerrada de la fisonomía, del cuerpo, asegura la del signo y permite su permanencia en medio del desorden y la continua caída sobre sí misma, fuera de todo sentido, de la vida. Dentro de la realidad contingente, el cuerpo cumple las funciones que el lenguaje tiene en el arte. Reflejo de un reflejo, uno se repite en el otro sobre un espacio sin fondo. La vida y el pensamiento se contemplan a sí mismos en el signo.

Aceptar vivir bajo el imperio del signo único, que se muestra a través de la práctica de las Leyes de la Hospitalidad, coloca a la incoherencia de la vida y el pensamiento dentro de la coherencia del signo, que, sin embargo, expresa esa misma incoherencia. El yo —todo yo, tanto el de la fisonomía que lo hace aparecer en el ámbito del mundo, como el del depositario del pensamiento que se sabe pensamiento de nadie— se disuelve en el signo. Ésta es otra manera de vivir la vida, haciendo que la vida se viva a sí misma, cerrada sobre su silencio, a través de uno. Pero es que ese uno no existe. Su coherencia es un don del código de signos cotidianos, del sistema de designaciones. Permanecer dentro de la unidad ficticia de ese «uno» implica traicionar a la vida y perderla junto con el pensamiento en nombre de lo que el código de signos cotidianos llama la salud y ha impuesto como norma de la vida. Sólo que esa salud trae consigo el triunfo del decaimiento y la muerte como norma de la vida. Vivir bajo la coherencia que otorga el código de signos cotidianos, es vivir para la muerte. La costumbre llamada las Leyes de la Hospitalidad transgrede ese código colocando toda posibilidad de coherencia bajo el imperio del signo que representa la incoherencia de la vida. Disuelto el yo en el signo no hay muerte que prevalezca sobre el yo. El pensamiento, como la vida, persistiendo en su propia incoherencia dentro de la coherencia del signo al que alimentan y en el que se encierran la incoherencia del pensamiento y la vida, siguen su movimiento sin comienzo ni fin. El yo que se ha disuelto en la pura fuerza de la vida identificándose con ella vive en la vida de la vida que lo repite en otro yo. En la memoria del olvido, el eterno retorno de lo mismo, cuya imposibilidad de aceptación sin perderse en la locura, en el silencio de la vida y el mundo que está más allá de todo lenguaje, puede vivirse como coherencia fuera de uno mismo gracias al signo único nacido de la obediencia a la intensidad más fuerte y en el que se manifiesta la verdad de la vida. Por medio de su divulgación a través de las Leyes de la Hospitalidad, que deben establecerse como principio de la realidad que rija la existencia, el signo vale para todos. Un principio en el que se manifiesta la incoherencia de la vida debe determinar la coherencia de la vida. Es la transmutación de todos los valores. La posibilidad de vivir la locura dentro de la coherencia del signo salva de la locura. El triunfo de la vida sobre el yo vence a la muerte. Agonizante, Octave, el perverso que ha instaurado en su casa la práctica de las Leyes de la Hospitalidad y convertido a su mujer Roberte en la Roberte en la que se hace visible el signo único llevándola a traicionarse a sí misma, a sobrepasarse a sí misma en el placer, tal como se nos muestra en La révocation de l’Édit de Nantes, dice, contemplando por última vez a Roberte que se pierde a sí misma en el placer, comprobando con sus reacciones la verdad del signo en que se ha convertido, «Ah, entre sus largos dedos separados, he podido ver igualmente, veo todavía, veré siempre…» La persistencia del signo —la verdad sin fondo de la vida, la verdad sin verdad expresable en los términos en los que el código de signos cotidianos pretende definir el significado de la verdad— se impone a la muerte e inaugura otro orden.

Sin embargo, todo esto ocurre en el arte y en el campo del lenguaje, dentro del sistema de designaciones establecido por el código de signos cotidianos del que se sirve ese arte. Hasta las obras de digresión de Klossowski, como él mismo las llama —el ensayo sobre Sade y la perversidad, la reflexión alrededor de Nietszche y el círculo vicioso, la descripción de la aventura del pensamiento en busca del signo único —están escritas en una forma que liga sus capacidades de comprensión y comunicación al arte. El contexto mismo de esas obras las saca de la cultura creada por el código de signos cotidianos en el que se expresan. Su lugar es el del «complot» contra la cultura en el seno de la cultura. Están fuera de los valores tradicionales a través de los que la cultura se afirma. Valiéndose de esos valores, Klossowski puede desarrollar una argumentación impecable en el rigor lógico de sus razonamientos; pero el lugar que su obra hace aparecer y en el que se afirma mediante ese subterfugio es otro. El poder de la argumentación es demoledor y sin embargo ésta está levantada sobre un vacío que puede ponerla en entredicho apenas reparamos en él, porque ese vacío, que no es otro que la afirmación del Caos original, contradice el principio de la razón en el que se apoya la misma argumentación. Es tan sólo la fuerza emocional que crea el intenso despliegue de las palabras alrededor del signo que las hace nacer la que debe convencemos de su validez. Y éste no es el recurso propio del discurso lógico, sino el del arte. Por eso Klossowski puede decir en Nietzsche et le cercle vicieux «Pongamos que hemos escrito un falso estudio». Su obra no está en relación con la «verdad» de acuerdo con el significado de la palabra «verdad» que nos entrega el código de signos cotidianos basado en el principio de la razón. No hay un garante racional para esa obra. Toda ella pone en duda incluso la identidad del autor antes de ser el autor de la obra. Y la obra, en su contenido mismo, niega la identidad. Su verdad es la verdad sin verdad fija de las puras intensidades. ¿Pero cómo puede hacerse comunicable esa intensidad más que a través del código de signos cotidianos?

En «Protase et apodose», una última penetrante y desconcertante reflexión sobre su propia obra, Klossowski habla «Del carácter incomunicable de las Leyes de la Hospitalidad». A partir de la coherencia que el pensamiento obtiene para consigo mismo en relación con la incoherencia en que vivimos en el mundo a través de un signo único que vale por todo lo que ocurre en el mundo, Klossowski hace ver la imposibilidad en la que el signo se encuentra de divulgar el valor y el sentido que se le ha adjudicado. A diferencia de Sade o Nietzsche, Roberte no ha alcanzado ni puede tener la inmovilidad de un destino realizado en la historia que se convierte en signo. El signo exteriorizado en su fisonomía está obligado a permanecer en el silencio, con lo que la fisonomía desautorizaría toda la posibilidad de crear una coherencia que el signo le da, o no podría hablar por medio del código de signos cotidianos, que niega su validez como signo único. Dentro de ese código, la costumbre llamada las Leyes de la Hospitalidad, vista desde el punto de vista de la moral monogámica que afirma como regla de la vida social el código, no es más que una aberración mediante la que se hace la apología del adulterio y de la forma de perversidad conocida como voyeurisme. Para explicarse esta conducta el código nos remite a la lógica del libertinaje; pero las Leyes de la Hospitalidad quieren escapar también a esa lógica. La costumbre no busca ni implica sólo la prostitución universal de todos los seres, sino también la conservación de la esposa en tanto bien intercambiable, que, al traicionar al marido, lo obedece y por tanto permanece fiel. Proposición absurda en los términos conceptuales que nos propone el código para comunicar un contenido de experiencia vivida. Y sin embargo, esos términos son los únicos con que se cuenta para efectuar la comunicación. Pero es que el valor del arte se encuentra precisamente en el hecho de que su fuerza expresiva puede hacer violencia a los conceptos hasta el grado de crear, más allá de su significado establecido, una forma de comunicación que descansa en la complicidad emocional, forma de comunicación que es la misma que nos entrega el placer en el campo de la vida, cuando perdida toda identidad a través del placer uno se encontraría con el otro en el olvido de sí, tal como le ocurre a Roberte en la práctica de las Leyes de la Hospitalidad. Dentro de la dimensión que proponen las Leyes de la Hospitalidad, el campo del arte y el de la vida son el mismo. La modelo imita al retrato que el arte ha creado y pone a través de su existencia como modelo al retrato en la vida.

Esa complicidad emocional es la que busca y obtiene la obra de Klossowski. «Mi verdadera ambición no es otra que encontrar los cómplices adecuados…» dice en «Protase et apodose». Y en Le philosophe scélérat establece con meticulosa precisión la necesidad de la complicidad para comunicar un contenido de experiencia considerado por las normas institucionalizadas como perverso y que por tanto desborda los límites impuestos por esas normas para hacer posible la comunicación. Dentro de la patología moderna, nos muestra Klossowski, el perverso pertenece a la categoría del maniaco. «El perverso persigue la ejecución de un gesto único.» Para el perverso «ejecutar ese gesto vale por la totalidad del hecho de existir», dado que, en tanto perverso, «sólo puede manifestarse por ese gesto». Este esquema corresponde por completo a la situación de la que nacen las Leyes de la Hospitalidad. Pero Klossowski nos ha hecho ver hasta qué extremo de su práctica depende la vida del pensamiento y la posibilidad de encontrar una coherencia que le permita recuperarse a sí mismo dentro de una determinada condición del mundo que es la de nuestro mundo y por tanto la nuestra. Prisionero de la intensidad más fuerte, que le permite existir, el pensamiento sólo puede tener un carácter obsesivo; es un pensamiento maniaco: perverso. Y el gesto del perverso, en el que se manifestaría el pensamiento, «no pertenece a ningún código»; pero «si ese gesto significa algo inteligible, si responde a una representación, si es un juicio, quiere decir que ese gesto interpreta algo». El gesto actuado por el signo único al que se ha llamado Roberte, al realizar las Leyes de la Hospitalidad, divulga ese signo que ha nacido del pensamiento obsesivo, maniaco, el pensamiento perverso. Esta divulgación establece una complicidad, pero lo hace en el terreno de lo incomunicable más allá del campo en el que se crea la complicidad, porque ese campo es el del placer, cuya naturaleza irracional no permite instituir ningún código común. El círculo de la comunicación permanece cerrado. Pero al representar a su vez las Leyes de la Hospitalidad, el arte hace manifiesto otro espacio en el que se muestran esas Leyes, que muestran a su vez al signo en el que se encuentra el pensamiento. Su capacidad de divulgación se basa en el hecho de que su lenguaje no busca tampoco una comunicación racional de acuerdo con las normas que han permitido instituirlo como lenguaje, sino que las transgrede a través de los gestos y las acciones que representa en su seno para entrar nuevamente al círculo de la complicidad irracional. En el simulacro, el rito dentro del que se representa el gesto único que crea el lenguaje del perverso, y que el arte hace suyo en tanto rito y simulacro, el lector ve desintegrarse su calidad de individuo razonable mediante «un sobresalto de impulsión o repulsión». Dentro de ese sobresalto, las normas de la razón se derrumban y triunfa la comunicación a través de la complicidad. Un pensamiento, nacido de la soledad extrema en que lo encierra su singularidad, pasa a hablar en nombre de la generalidad. Pero la obra en la que se muestra ese pensamiento nos prueba que el pensamiento siempre es solitario y singular. Ése es el único ámbito en el que puede existir. En esas condiciones, encontrar al pensamiento es comprobar la incoherencia del pensamiento y de la vida. Sin embargo, a través de la persistencia del signo, en el que el pensamiento mismo se encierra para mantenerse dentro de la regla de la intensidad más fuerte de la que depende su existencia, y de la posterior divulgación del signo por medio de su entrada a la realidad contingente a través de la costumbre llamada las Leyes de la Hospitalidad en la que ese signo se manifiesta, la incoherencia se convierte en una coherencia que conserva la incoherencia.

Realizada a partir de la inquietante percepción de un estado del pensamiento, el mundo y la vida que se hace cada vez más evidente y nos acerca cada vez más a la obra de Pierre Klossowski, por el camino de la complicidad creada por el arte, esa obra abre un nueva puerta de entrada al mundo, a la vida y al pensamiento.