II
APARICIÓN DE ROBERTE
El arte se hace posible al encontrarse como espectáculo, pero ese espectáculo es un puro juego de relaciones que no tiene centro y sólo se muestra en el esfuerzo de las fuerzas en juego por contradecir a su contrario. Teología y pornografía, el cuerpo y el lenguaje, han entrado en relación. ¿Cuál es el espectáculo que va a nacer de su encuentro? Ahora se trata de poner en acción esa lucha de contrarios. Para ello es indispensable que antes que nada las fuerzas crean en sí mismas: la teología en el espíritu; el cuerpo en la vida. De ellos debe salir la fe en la trascendencia y la fe en la existencia. Klossowski imagina una acción. Pero imaginar consiste en obedecer a un fantasma obsesional que ha surgido de la situación que nos pone en la necesidad de imaginar y el producto de la imaginación, al iniciar su movimiento, le da vida a un simulacro en el que se hace visible el fantasma. La acción que Klossowski imagina es la que expresa la situación en la que él mismo se encuentra desde que la ha reconocido como producto de esa determinada condición del mundo en la que toda vocación tiene que permanecer suspendida y la única posibilidad de expresión se encuentra en la perversión de las fuerzas que alimentan el juego y le permiten mostrarse.
Roberte ce soir se constituye como representación y espectáculo a partir de esa indispensable perversión. Octave, su protagonista, «sufría de su felicidad conyugal como de una enfermedad, estando seguro de curarse tan pronto como la hiciera contagiosa», nos dice Antoine, su sobrino, que toma la palabra al principio del relato para crear el pórtico por el que entraremos al espacio de la representación. Desde el presente en el que escribe evocando el escenario en el que transcurrió su adolescencia, la voz de Antoine es irónica al describir las «extrañas» costumbres de su anciano tío y el ambiente «enrarecido» que la práctica de esas costumbres creaba; sin embargo, él ha sido, por lo menos, parte interesada en el juego.
Profesor de escolástica, creyente y dueño de la retórica de su oficio, Octave está casado con Roberte, incrédula, que tiene «un tipo de belleza grave adecuado para disimular singulares propensiones a la ligereza». Mujer que pasa por «emancipada», en razón de su misma incredulidad Roberte es dueña de esa moral que nace como resultado de su fe en la existencia y en la identidad de su cuerpo como agente de la vida, mientras que, creyente, Octave participa de la amoralidad con respecto al carácter de la identidad y la existencia que nace de su fe en la trascendencia. Pero este enfrentamiento de contrarios no está en juego todavía. Desde la posición en la que escribe Antoine, recordando las fuerzas cuya oposición determinó el carácter del escenario de su adolescencia, las reglas son las del mundo y ellas determinan la normalidad. En esta dirección, su tío Octave era un perverso y Antoine nos deja entender ahora que su tía Roberte, cuya belleza grave disimulaba singulares propensiones a la ligereza, utilizaba esa perversidad para ceder a las debilidades de su cuerpo sin perder su fe en la moral de la existencia, considerando esas debilidades como caídas fuera de esa moral a la que siempre se puede regresar para confirmar la seriedad de la existencia.
Desde el punto de vista de la «normalidad» (el punto de vista, por tanto, del lector normal también que en ese momento lee y, por tanto, habla a través de las palabras de Antoine), la perversión de Octave consiste en que, con el pretexto de obligar a aparecer a la Roberte que ella misma niega poniéndola en la condición desde la que se mostrará su esencia, ha instaurado en su casa lo que llama las Leyes de la Hospitalidad.
Estas leyes asumen como identidad esencial de Octave y Roberte su carácter de anfitriones. Su verdadera identidad no está en ellos mismos, en su cuerpo propio, sino en ese carácter en el que, al representarlo, se encontrarán. En su infidelidad al dueño de la casa, la dueña de la casa se revelará como anfitriona dándose al invitado y revelará al dueño de la casa como anfitrión. El deber del invitado es, entonces, tomar a la dueña de la casa para hacer que su esencia como anfitriona se muestre y satisfacer la curiosidad del dueño de la casa con respecto a la dueña de la casa cuya esencia como anfitriona desea ver evidenciada. Si la identidad del cuerpo, o sea de Roberte en este caso, es una casa cerrada, este juego encaminado a actualizar una esencia nominal es la expresión de las tendencias perversas de Octave, que no es más que un voyeur y justifica mediante sus Leyes de la Hospitalidad su urgencia de donar a Roberte para satisfacer su perversión. Pero, así, la perversión sexual se justifica a través de una perversión del lenguaje teológico y lo pone a actuar tomando como motivo la presencia oculta de una esencia en el cuerpo de Roberte.
A partir de esta situación, que es la que Antoine recuerda y expone desde el punto de vista de la normalidad, se desarrollará el espectáculo: tres actos y un intermedio en el que Octave toma la palabra, que tienen como centro a la figura de Roberte y como pivote el deseo secreto de Antoine, secreto ante Octave y ante su tía, pero no para Octave ni para Antoine, ni para su tía.
La perversidad sexual de Octave se sirve nuevamente de la perversidad del lenguaje de la teología. El primer acto titulado «La denuncia», entrega un diálogo entre el tío y su sobrino. ¿Quién es Roberte? En una fotografía que Octave le enseña a Antoine aparece la figura de Roberte fija en el instante en que su falda ha prendido fuego y un desconocido la libera del peligro arrancándosela. Un terrible accidente, dice Antoine. Un incidente, lo corrige Octave, dejando entender que Roberte ha provocado el accidente y en sus gestos hay una ambigüedad fundamental en la que se encierra la posibilidad de ocultar y revelar el sentido secreto de todo gesto: bajo la apariencia de temor hay una voluntad de entrega: Roberte ha buscado ser despojada de su falda por el desconocido. La fotografía de Octave sorprende a Roberte en el instante en que sus gestos contradicen y revelan su intención. ¿Pero cuál Roberte? Aquélla presente en su ausencia de la que hablan a través de sus deseos Antoine y Octave. Ésa no es la Roberte real, la esposa incrédula dedicada a «sus pequeños cuidados» de Octave, la tía severa y austera de Antoine, sino el fantasma que ellos hacen aparecer, presente en su ausencia. Octave le señala esta presencia a Antoine: el tercero que hacen aparecer entre ellos al evocarlo a través de su deseo es un puro espíritu. Octave anuncia a su sobrino que ha decidido denunciar a ese puro espíritu a Roberte. Es una decisión arbitraria y definitiva. Ausente como actualidad corporal, el puro espíritu tiene la presencia de un nombre que el lenguaje le ha dado y se muestra en ese nombre. Si el nombre es Roberte, la otra Roberte puede darle actualidad corporal. Octave ha entregado a su esposa Roberte al puro espíritu. «De golpe —nos dice—, Roberte se convierte en el objeto de un puro espíritu, que se convierte desde ese momento en mi cómplice.» Ahora es necesario que, actuándolo, la realidad corporal de Roberte actualice al puro espíritu. Éste sería un movimiento hipostático según la teología. Dos personas se encontrarían en una. Pero esto es imposible en tanto que esa acción negaría la identidad corporal de cada persona. La hipóstasis sólo se realiza en el misterio de la Trinidad o cuando un alma ha abandonado la actualización corporal por la muerte y se hace susceptible de unirse con otra. En vida la hipóstasis sólo es posible cuando el alma se sale de su cuerpo, lo deja actuar por sí mismo, mediante la posesión o el éxtasis. De lo que se trata entonces es de provocar este movimiento para que Roberte, la esposa incrédula, la tía severa, sea la Roberte a la que la han entregado. ¿Podrá Roberte contradecirse a sí misma, oponerse a sí misma y dar vida al puro espíritu? La otra Roberte aparecería más allá de la voluntad de Roberte. La realidad de la imaginación utilizaría a la existencia colocándose por encima de ella. En última instancia, la fantasía de Octave, que se expresa mediante los enunciados de un delirio teológico perverso y pervertido, es un proyecto artístico. Uno de los elementos que permitirán el despliegue del lenguaje es el razonamiento teológico a través del cual se muestra su contenido espiritual; el otro tendrá que ser la descripción de los gestos del cuerpo, la pantomima, por medio de la que ese contenido espiritual encontrará su contrapartida material. Ya no estamos en el campo de la normalidad desde la que Antoine evoca la situación dentro de la que transcurrió su adolescencia, sino en el de la perversidad, desde el que se hará posible el arte, cuya aparición depende de la voluntad de contrariar no sólo las voces del Señor sino también las de la existencia para encontrar su propio espacio, cuya realidad no se halla en el reino de los cielos ni en la tierra, pero que entra a la vida a través del lector.
En ese espacio de la fantasía que encontrará ahora su forma de expresión en la doble vertiente del discurso del espíritu en la teología y del discurso del cuerpo en la pantomima, se desarrolla el segundo acto de Roberte ce soir. La imaginación perversa traza el movimiento de la tarde de Roberte. Ese movimiento describe la oposición entre sus propios fantasmas, o sea sus pensamientos y deseos, los productos libres de su imaginación, y la voluntad consciente que determina su identidad personal, el ámbito de su cuerpo, de cuyo círculo cerrado ella supone ser la única dueña y que, sin embargo, le da vida a sus opositores. A solas, en la intimidad de su toilette, de regreso de la sesión de censura, en la que como diputada ha hecho prohibir bajo acusación de obscenidad una obra de Octave, Roberte da libre salida al deseo a través de sus pensamientos, al tiempo que se deja fascinar en el espejo por su cuerpo. Pero en el espacio de la representación mental los pensamientos encarnan para alegar su derecho a la existencia y violan el cuerpo de Roberte, la identidad de Roberte, poseyéndola, de tal modo que son los gestos de Roberte, la pantomima cuyos signos ella crea en el espacio de la representación mientras resiste y finalmente cede a la posesión, los que permiten esa representación en la que la voz del cuerpo cediendo y respondiendo a la violación de los espíritus se da a esos espíritus, dándoles voz. La imaginación sale del cuerpo y se encuentra en el cuerpo al poseerlo, obligándolo a ceder ante ella. Éste es el espectáculo que el arte, que la libertad de la fantasía, es capaz de construir apoyándose en la materialidad del cuerpo; pero la conciencia emancipada, dueña de sí, que cree en la autonomía, la exclusividad, la identidad con ella del cuerpo en que se halla y mediante el que se expresa ¿puede aceptar este espectáculo?, ¿no le opondrá la propia conciencia de su derecho a decidir por sí misma y oponérsele?
«Roberte limita a Roberte» se lamenta Octave en el alucinante delirio razonado que forma el Intermedio y en el que, guiada por la conjunción de sus silogismos, la razón delirante, expresando al deseo, consigue que la argumentación teológica se vuelva sobre sí misma para juzgar la legitimidad del espectáculo que se ha proporcionado. Su impaciente curiosidad, ha llevado a Octave a representarse la escena en la que los fantasmas que él quiere encontrar en la ligereza oculta tras la apariencia austera de Roberte se actualizan y, encarnados, obliguen a Roberte a ceder a sus propios deseos y actualizar a la otra Roberte. Pero éste es un engaño que la curiosidad de Octave se hace a sí misma. No es Roberte la que da su materialidad, su forma, al fantasma, a la sustancia pura, creada por la imaginación de Octave, sino el fantasma que provoca la aparición de Roberte. Ella no se ha convertido en el objeto de un puro espíritu, sino al contrario: en la imaginación, el puro espíritu sustituye a Roberte, mientras la Roberte actual se niega a dar vida a la otra Roberte y no hace posible la acción de ver, la acción del arte, permitiéndole aparecer.
El tercer acto se titula «Donde se adelanta aquello que había que demostrar» y enfrenta directamente el amoralismo natural a la fe de Octave y la moral de la atea Roberte, tomando como motivo el sentido que debe tener la educación de Antoine. El primer libro de Klossowski, Sade mon prochain, es involucrado en la discusión entre Roberte y Octave. «El solo título basta para hacer vomitar», afirma Roberte. «¿Hacer vomitar a quién?», pregunte Octave. La respuesta de Roberte es contundente: «A todo ateo que se respete. Por lo que respecta a su Sade, se lo cedo encantada. ¡Pero la manera de usarlo para tratar de convencemos de que no se podría ser ateo sin ser al mismo tiempo perverso! ¡Como perverso se insulta a Dios para hacerlo existir, por tanto uno cree, prueba de que se le adora secretamente! Así creen poder asquear al incrédulo de su sana convicción…» Sin embargo, lo que en Roberte ce soir se «demuestra» se encuentra más bien en el ámbito de la propia corrección de Klossowski a ese primer libro, encerrada en Le philosophe scélérat. Octave se sirve de la inversión mediante la cual se explica su posición de creyente; pero Octave, nos lo ha hecho ver Antoine en la introducción, es un perverso. Y por eso puede ser un teólogo. Como perverso, su actitud hará posible la aparición no de lo que el creyente puede mostrar, sino de lo que el falso profeta construye: el arte como representación en la que la pura fuerza incoherente de la vida obtiene su coherencia al hacerse visible en el campo de la representación. Es en él donde se halla la capacidad de mostrar al puro espíritu por medio del lenguaje en un mundo del que Dios se ha ausentado. Y así, Octave tiene razón.
Alrededor de la figura de Antoine y el rumbo que debe tomar su educación, la virtud atea y la amoralidad creyente exponen sus argumentos. En el centro de ellos, además de Antoine, se encuentra Victor, el personaje que en la primera escena ha aparecido arrancándole la falda a Roberte para salvarla del fuego en la fotografía que Octave le enseñaba a Antoine, al que después Octave ha mostrado como el Coloso en la escena imaginaria que le ha permitido representarse la violación de Roberte por los espíritus evocados por sus propios deseos secretos y que ahora Octave ha contratado como preceptor de Antoine.
¿Por qué Victor? Guardia pontificio, agente de enlace al servicio de los nazis, los fascistas y los aliados alternativamente, usurpador de la personalidad de criminales de guerra, falso monje trapense, danzarín mundano, cronista de modas, modisto él mismo, Roberte lo define en términos peyorativos: «Un agente flexible y apto a las más imprevisibles metamorfosis». Según Octave, el agente que la Iglesia requiere «en un mundo tan convulsionado como el nuestro». Y de la descripción que Roberte hace del pasado de Victor se desprende el carácter fundamental de la figura: la ausencia de identidad expresada en la multiplicidad de los papeles que actúa, ausencia que, al tiempo que determina su amoralidad en los términos de Roberte, lo hace la figura idónea en un mundo sin principio ordenador que determine la verdad de las reglas.
Éstos son los dos extremos entre los que se mueven los argumentos, provocando la aparición del lenguaje como un puro juego dialéctico. Según Roberte, la moral atea es capaz de crear las reglas dentro de las que la conducta encontrará su positividad afirmando la realidad única y personal del mismo hombre. Para Octave, la conciencia humana se encuentra en la tentación del mal que permite el movimiento de la libertad mediante el cual el hombre se sale de sí mismo y alcanza el bien. Esta concepción ha sido ya expuesta por Blake. La vida se halla en el movimiento que el mal hace posible. El bien es la quietud del espíritu alcanzada en el orden celestial: el movimiento hacia la santidad que borra el pecado original y hace inútil e imposible el arte cuyo campo es la vida, según lo ha expuesto Klossowski. Al secularizar el orden celestial se excluiría de la vida el espíritu, pero en la quietud del bien es la vida misma la que desaparecería y con ella el arte: el nuevo absoluto estaría en el hombre, centro de sí mismo. Pero esto ¿es posible? Nuevamente, los argumentos oscurantistas de Octave enfurecen a Roberte. Sin darse cuenta de ello, en su furia, Roberte misma crea la posibilidad de que ese centro se destruya: «Me has puesto fuera de mí misma», le dice a Octave, dispuesta a abandonar la discusión. «Roberte —contesta Octave—, usted no tiene más que un cuerpo para responder por su palabra.» Y en efecto, si Roberte, de acuerdo con la moral atea que defiende, no se tiene más que a sí misma, a su propio cuerpo, ¿cómo puede estar fuera de sí misma? La ironía que crea el campo de la comedia mental lleva hasta sus últimas consecuencias la seriedad del lenguaje, el poder de la palabra que al nombrar da realidad y muestra en esta acción su poder espiritual. En el principio era el Verbo. El empleo irreflexivo del Verbo mostrará que su verdad se refleja también en el cuerpo y éste no es dueño de sí mismo.
Fuera de sí, Roberte abre el paso a la otra Roberte. Mientras se pone los guantes, dando por terminada la discusión, deteniendo el movimiento de la palabra, y se despide de su sobrino, Octave se retira. En su lugar, para sustituir con la acción de su cuerpo los enunciados de Octave, entra Victor, que ataca sexualmente a Roberte. Él mostrará hasta qué extremo Roberte no es dueña de Roberte al provocar la aparición de aquélla que, tras la apariencia austera, tiene sorprendentes «propensiones a la ligereza».
El cuerpo también encierra la capacidad de que su lenguaje, los gestos y movimientos a través de los que se expresan, cree una serie de silogismos en cuya disyunción se va mostrando una doble intencionalidad que contradice la autonomía unitaria de ese cuerpo. El gesto de rechazo de Roberte, que, con un guante puesto ya, pone la palma desnuda de su otra mano sobre la boca de Victor apartándolo, se transforma en una caricia. La mano desciende y toma el «argumento» del agresor.
En el principio no era el Verbo: en el principio era la traición. Al encamar, entrando a la vida, el Verbo ha traicionado la quietud del espíritu, convirtiendo su silencio en voz; pero también la voz entrega el movimiento de la vida a la quietud del espíritu. Victor habla largamente antes de poseer a Roberte por el lugar perverso por naturaleza, de la manera sodomita, que niega la unión entre el acto sexual y la reproducción. Dice: «Su gesto, señora, prueba que cree un poco menos en su cuerpo y un poco más en la existencia de los puros espíritus. Y usted dirá con nosotros: en el principio era la traición. Si la palabra expresa cosas que usted juzga innobles por el sólo hecho de ser expresadas, esas cosas permanecen nobles en el silencio: no hay más que realizarlas; y si la palabra no es noble más que en tanto que expresa lo que es; sacrifica la nobleza del ser a las cosas que no existen más que en el silencio; pues esas cosas dejan de existir en cuanto toman la palabra. ¿Cómo castigar, entonces, su ignominia? ¿No ha puesto a la luz del día esa inconsistencia que usted denuncia en vano como lo obsceno en sí? Pues como uno no conoce de las cosas falsas sino que es cierto que son falsas porque lo falso no tiene existencia, querer conocer las cosas obscenas no es jamás otra cosa que el hecho de conocer que esas cosas son en el silencio. En cuanto a conocer lo obsceno en sí, no es conocer nada en absoluto. Por tanto, señora, las palabras que usted censura no han hecho más que fabricarnos un cuerpo que nos ha sido negado a nosotros espíritus; destruyendo éste, afirma usted aquél en el que el traidor ha encarnado. Denuncia a este último, rinde homenaje al cuerpo glorioso con el que nos han revestido sus autores. “Ojos para los fuegos de la concupiscencia, orejas para abrirlas a los malos discursos, una lengua para prostituirla a las calumnias, una boca para las solicitaciones de la gula, la virilidad para volverla hacia los excesos de la incontinencia, manos para consagrarlas al robo, pies para correr a los crímenes.”» Como lo sabe Sade, al servicio de la perversión, el cuerpo destruye su objeto, la fuerza ciega de la vida, al afirmarse, acaba la vida y entonces ¿sirve al espíritu?
Bajo la conmocionada mirada de Antoine, al terminar de hablar, Victor posee a Roberte, por el lado sodomita, imponiéndole «la prueba mayor». Ella deja escapar un ronco aullido de placer o dolor, de dolor y placer. Después, los dos quedan inmóviles, fijos, sus dos figuras formando un cuadro vivo, detenidas en el instante de la aceptación: con el brazo en alto, los dedos extendidos, ella le tiende un par de llaves a Victor; él las toca sin tomarlas. Una y otro «parecen detenidos en sus respectivas posiciones». De la suma de traiciones, traición del espíritu al espíritu al buscar realizarse en el cuerpo, traición del cuerpo al cuerpo al dar realidad al espíritu a costa de su autonomía, surge el movimiento de la vida y éste se detiene al ser encerrado por el arte. El espectáculo que la perversidad se ha dado a sí misma y nos ha dado entregando la palabra y el cuerpo a la multiplicidad de los reflejos se resuelve bajo la forma de un cuadro vivo: el movimiento transformado en inmovilidad, la inmovilidad encerrando la posibilidad del movimiento. El arte se ha hecho posible invirtiendo la dirección en que deban actuar las fuerzas: el espíritu sirve a la vida: la vida sirve al espíritu.
Entonces, la perversidad de Octave muestra su auténtico significado. El recinto sobre el que el lenguaje de la teología puede ejercerse a partir de la ausencia de Dios es el cuerpo. En ese cuerpo colocado en la vida las palabras que el discurso teológico provoca y permite encontrarán su meta. El lenguaje de la teología se ha pervertido apartándose de su desaparecido objeto original, tal como maravillosamente lo hemos visto en la acción de Roberte ce soir, manifestándose como cuerpo de la obra. El cuerpo se ha hecho objeto de la pornografía porque nadie garantiza la coherencia única en la que podría mostrarse la identidad única también del yo que aloja. La perversión tanto de la teología como del cuerpo en la pornografía es la única regla posible de la vida. Octave, el artista, es un perverso no por las reglas que aduce la normalidad desde la que habla Antoine al principio de Roberte ce soir, sino porque ésta es una exigencia inevitable para hacer sentido sin renunciar al sinsentido de la vida.