APÉNDICE
LA REPRESENTACIÓN PLÁSTICA DE ROBERTE
El nombre, arbitrariamente elegido, hace manifiesto un signo que, en tanto intensidad más fuerte, vale por todos los significados del mundo que llegan hasta el pensamiento, manteniéndolo fijo en el signo como en un círculo inmóvil. El signo, al buscar su representación, toma prestada una fisonomía y hace nacer a una figura en la que, a su vez, se muestra la modelo cuyo retrato alimenta al nombre, inscribiéndolo en el movimiento de la representación, que coloca al pensamiento, salido de la incoherencia a través de la coherencia del signo, en la incoherencia de la vida, protegido por el signo.
Se trata siempre de la obra de Pierre Klossowski y de Roberte. En esa obra, la segura y sensible mano como dibujante de Klossowski, mano en la que rematan los movimientos del cuerpo como expresión de un determinado pensamiento, nos entrega esa figura inmersa en el espacio del mundo, proyectando sobre esa zona neutra, que parece esperar que alguien o algo la anime, el silencioso movimiento de su cuerpo en tensión, sufriendo o gozando la violencia ejercida sobre ella por otros cuerpos que obligan al suyo a mostrarse en toda la maravillosa ambigüedad de su continente, cerrado sobre sí mismo y que, sometido a la acción que lo obliga a manifestarse, se refugia en el carácter impenetrable de su silencio, expresado en la naturaleza contradictoria de sus gestos, que nunca nos dejan saber si rechazan o aceptan, si rechazando aceptan o si aceptando rechazan; o, al contrario, nos la entregan en la soledad de ese mismo espacio perdida en sí misma, enamorada de la concentrada aparición del reflejo que la repite en un espejo, dueña por completo de una presencia que inevitablemente busca salir al exterior y que los límites de la figura en los que la presencia está condenada a permanecer, al tiempo que le ofrecen el único medio de manifestarse, contienen, mostrando, en el seno de esa figura solitaria, una tensión no menos extrema que la que aparece cuando otros cuerpos la llevan a violentar sus movimientos, ahora en un reposo casi absoluto; o, todavía, la revelan cuando manteniéndose en una actitud modesta que toda la magnificencia de su cuerpo y la dura malicia de los bellos rasgos de su rostro niegan, sus amplios gestos rompen el espacio que pareciera querer recoger sobre sí misma en un movimiento que protegiese de la inconmensurable indiferencia y la naturaleza incierta de ese espacio en el que se encuentran todos los peligros y los atractivos del mundo; o, más aún, nos obligan a enfrentarla en el instante en que no menos dura y ahora hasta cruel en la concentrada perfección de su cara, en el reposo de sus largos dedos, desnudada, mostrando la maravillosa y serena belleza de su cuerpo, recibe a otro cuerpo que la penetra por detrás, que abre esa presencia cerrada, que rompe el carácter inviolable del signo, y en el placer que toda su actitud hace evidente, nos comunica el éxtasis alcanzado por el hecho de haber tocado el fondo del mundo.
Allí, en esos dibujos magistrales, está Roberte. Grave, austera y severa, con un largo vestido de corte extremadamente formal y que se empeña en ocultar sus encantos, pero grande y magnífica, el negro pelo recogido en una trenza doble cuyos dos extremos une en la parte superior de su cabeza, un brazo extendido hacia arriba, la mano recogida con uno de los largos dedos apuntando más alto aún, el otro brazo rodeando por los hombros a su sobrino Antoine, obviamente lo instruye sobre la seriedad del mundo y la responsabilidad del hombre, los dos sentados en una estrecha banca que los mantiene peligrosamente cerca uno del otro y hace que Antoine se vea tímido, turbado por esa cercanía, tratando de ocultar sus sentimientos encontrados, mientras, atrás, Octave, el marido de Roberte, los mira volviendo la cara hacia ellos, con sus barbas de chivo, su anticuada raya en medio, la expresión entre maliciosa y asombrada, el gesto del brazo, doblado a medias, expectante ante la seguridad que muestra Roberte. Toda una escena en suspenso. La seriedad de la vida familiar y la contradictoria posibilidad de perversión propiciada por esa misma seriedad se exteriorizan insidiosamente en ella. Pero, antes, Antoine ha visto una fotografía que le enseñó su tío y que se ha convertido en otro dibujo, donde su austera tía Roberte es liberada de la falda de su vestido, que ha prendido fuego al acercarse ella ¿descuidadamente? a la chimenea, por un hombre vestido de frac, que actúa con movimientos ágiles, decididos y forzosamente violentos. El accidente-incidente, nos informa Roberte ce soir, ocurrió durante una conferencia que daba Roberte, en su papel de diputada progresista, en Ascona. Klossowski lo dibuja. Las llamas de la chimenea se unen o confunden, inocentes cómplices en la tarea de descubrir a Roberte, con la falda, que ha adquirido algo de su carácter imprevisible y volátil. El joven de frac se precipita sobre Roberte: ¿para salvarla, para tomarla? Su actitud es obviamente violenta y no puede decidirse si Roberte, sorprendida por el fuego y por el joven, se defiende de uno o de otro o ayuda a uno y otro en la tarea de develarla o se defiende de uno y ayuda al otro. El dibujo mantiene exactamente la acción y los gestos en los que se muestra en una absoluta detención. La movilidad se ha convertido en una inmovilidad que apresa el movimiento. Uno de los brazos extendidos de la figura de frac, le arranca la falda a Roberte; el otro, flexionado, permite que su mano la tome de la muñeca. ¿Y Roberte? ¿Dónde está la tía grave, austera y severa que aconsejaba a Antoine? Es ella, la misma, sin duda alguna; pero también es otra. En primer lugar, el vestido: ya no oculta ni intenta disimularlo que no se puede negar por completo, sino que revela. Descotado, hace que los pechos estén tentados de escapar de él, deja los hombros, el cuello y los brazos al descubierto y en este instante, el fuego lo ayuda en la tarea de revelación. Unos largos guantes cubren medio antebrazo y el dorso y las palmas de las manos de Roberte; pero dejan libres los largos dedos. Todo es ambiguo. Y la máxima ambigüedad, la que centra a la ambigüedad como motivo de la escena, se encuentra en Roberte. Con una pierna extendida hacia adelante, rematando en su pequeño, adorable pie, calzado con un cerrado zapato de tacón alto, pie que hace pensar en la suprema expresividad de los de las recatadas figuras de Goya; con la otra pierna doblada sobre sí misma, de manera que la pantorrilla toca el muslo suntuoso, descubierto hasta la curva de las nalgas por el joven que le arranca la falda, su tronco permanece derecho, frenando ese movimiento agitado, contradiciéndolo, mientras una de sus manos se apoya en el hombro de su salvador y la otra es mantenida por él, que la toma de la muñeca, casi a la altura de la cabeza de ella. Los largos dedos de ambas manos se extienden sobre el hombro cubierto por el frac y se despliegan en el aire. Ese cuerpo tentador lo dice todo y no dice nada: se cierra sobre su silencio y obliga a guardarlo, a través de la ambigüedad, a la voz de sus gestos. ¿Ha sido sorprendida Roberte por el accidente? ¿De quién se defiende, a quién ayuda? Su cara muestra tal vez desagrado y sorpresa; pero también una capacidad de entrega, una malicia y una sensualidad que la tía de Antoine conserva ocultas. Y luego, está el vestido, su aspecto en general. Roberte no nos deja ver a una seria y responsable diputada progresista; es una provocativa belleza que asiste a una reunión mundana. Quizás todo el tono de la escena encerrada en esa representación se debe a la perversidad de Octave. Evidentemente, nos hallamos ante un dibujo perverso. La perversidad se encuentra en ese silencio al que se obliga a hablar sin permitirle revelar ningún secreto. Los cuerpos se hacen presentes en el espacio; su lenguaje crea una sintaxis que se constituye a través de cada uno de los movimientos; pero esa sintaxis disimula en su interior su propio significado o nos entrega como significado algo incomunicable. Lo que se nos da es la maravilla y el deslumbramiento de la presencia. El nombre Roberte se convierte en una aparición. La fisonomía que el dibujo ofrece entrega al nombre; y también, simultáneamente, lo pierde en su interior. Nuevamente tenemos que preguntarnos, ¿quién es Roberte? ¿El sueño perverso de Octave? ¿La recatada tía de Antoine? En su representación plástica también las dos son Roberte. La misma fisonomía puede hablar un doble lenguaje. Roberte niega y afirma, revela y oculta, contradice y multiplica a Roberte. Pero la contradicción la hace presente y el poder de seducción es el mismo. De ese poder es responsable Pierre Klossowski.
Después (¿pero dónde después? Toda sucesión temporal es ilusoria. Nos encontramos en el espacio solitario, aislado e inmóvil de la representación plástica. Todo ocurre en el silencio y fuera del tiempo. Cada dibujo crea una acción y la detiene. Nada las comunica entre sí —con excepción de Roberte: el signo único… Y entonces, sí: después), Roberte está sola ante el pequeño espejo de su gracioso y sencillo tocador en su cuarto de toilette. La imagen es irónica y conmovedora. Roberte está cubierta nuevamente de la cabeza a los pies. Una larga falda oscura hasta los tobillos, una chaqueta cerrada al frente que cubre los brazos hasta las muñecas y el cuello, rematando en unos modestos puños blancos y un breve cuello camisero en la garganta. Una pierna doblada se apoya en la silla puesta frente al tocador; la otra en el piso. Vemos sus hermosos, pequeños pies calzados de negro. La figura se levanta alta y espléndida, ingenua e inocente, frente al espejo. No vemos la tentación del reflejo que la encierra. Entrevemos, insinuados por el austero vestido que obedece culpablemente a las líneas del cuerpo, las largas piernas, los muslos espléndidos, la protuberante curva de las nalgas, la inverosímil cintura sobre la que se prolonga el quebradizo talle hasta rematar en los altos pechos que abomban la tela del vestido. Fascinada tal vez por su propia imagen, Roberte se contempla en el espejo con una mano tocando su pelo recogido en trenzas sobre la cabeza; la otra, hacia el frente, con el brazo doblado, queda casi a la altura de su cara. La figura está llena de movimiento. Es un instante. Podemos imaginar esos gestos plenos de encanto en los que Roberte se muestra contemplando su propia imagen y entregándonos su imagen, despeñándose en el siguiente instante en el espacio, perdiéndose en él, irrecuperables, sin que ningún espejo pueda detenerlos. Pero en el dibujo todo está quieto. ¿De qué puede ser culpable la absoluta inocencia de esa figura cuya infantil ingenuidad se subraya en toda su actitud y hace posible la sonrisa que apenas juguetea en sus labios, la modestia de los sombreados párpados que cubren los ojos cuya mirada se pierde en el espejo? De nada, más que de la imponente realidad de su cuerpo y del deseo culpable que ese cuerpo provoca en nosotros. ¿Pero hay algún cuerpo inocente? ¿No su esencia misma es el deseo que aun si sólo provoca por lo tanto contiene? Ese cuerpo, presente allí, ante nosotros, es el deseo por el mero hecho de ser un cuerpo y tendrá que reconocerlo muy pronto. Roberte es culpable, tan culpable como el dibujo que nos la entrega protegida por su inocencia, en la medida en que toda representación es culpable de haber puesto en la voz del espíritu el silencio de su aparición y revelado el espacio de la vida en el que siempre triunfa el deseo.
Ese cuerpo en el que vive el deseo, en el que se esconde el deseo esperando agazapado el momento en que pueda avanzar para imponer su dominio sobre el cuerpo que lo aloja, se mostrará enseguida transformado por la súbita irrupción de los fantasmas que surgen de él o que nuestra imaginación culpable pone en él. Es lo mismo. En el centro está el cuerpo. Roberte ha abandonado el espejo donde quizás su imagen se enamoraba de sí misma. Un nuevo dibujo la representa sentada en el bidet. La falda arremengada deja ver sus sensuales piernas cubiertas por unas medias negras hasta arriba de las rodillas y la blanca carne de sus espléndidos muslos. Ahora la inocencia ha desaparecido. Toda ella es culpable, es la maravilla de la culpa que nos permite imaginarla, que le permite al dibujo mostrarla, tal como la deseamos, tal como esas pantorrillas cubiertas por las medias negras, tal como la carne blanquísima de esos muslos suntuosos no pueden menos que ser. En vez de la gracia ingenua, es la violencia del deseo la que califica la representación. Uno de los brazos de Roberte, levantándose por encima de su cabeza, tira enojado las hojas que seguramente leía cuando la sorprendió el deseo; el otro apoya el antebrazo sobre sus muslos, dejando ver los dedos extendidos sobre la falda arremangada en su cadera. Su tronco, en el que la chaqueta también está entreabierta, se inclina hacia un lado, apartándose de la imagen que el deseo ha hecho surgir; pero su cabeza hace el movimiento contrario, lanzándole una mirada de reojo a esa misma imagen. En su cara se reflejan el disgusto por la manera en que la imagen se le impone y la dureza de la que se sabe responsable de la aparición de esa imagen. Roberte se contradice a sí misma. En su actitud se encierran el rechazo y la voluntad de entrega. Y ambas posibilidades están en su cuerpo. Es él quien rechaza y acepta, quien muestra en el carácter doble de sus gestos todo el bien y todo el mal. Atrás está el deseo, el simulacro que ha hecho surgir la imaginación de Roberte o que el cuerpo de Roberte le sugiere a nuestra imaginación. Impávido, con los ojos cerrados, los brazos en jarra, las manos, protegidas por unos gruesos guantes que suben casi hasta medio antebrazo, descansando en sus caderas, vestido con un blanco uniforme de esgrima, le enseña su enorme miembro erecto a Roberte. Klossowski apenas insinúa en su dibujo ese miembro que es el centro de la fascinación para Roberte. No es el vehículo de la realización inmediata del deseo el que importa; es la imagen total. La imagen es la que hace evidente esa transformación en el cuerpo que permite que cubra con una nueva vibración el espacio. El deseo ha convertido el cuerpo de Roberte en el escenario en el que se manifiesta la vida. Guardando en su seno todas las contradicciones, inocente y culpable, tierno y cruel, procaz y delicado, seductor, espléndido, imponente en su magnificencia, ese cuerpo se abre al infinito. El signo, que ha tomado una fisonomía para representarse, vale por todos los significados del mundo y a su alrededor se organiza la vida.
En el deseo, que es la vida, se encierra, en el espacio del mundo, la voz del espíritu que viene a insuflar su soplo al silencio muerto de la materia en el que se configura el cuerpo. Y es el cuerpo de Roberte en tanto signo único el que tiene que someterse a esa violación. La sintaxis que determina la presencia en un espacio regido por la voluntad de representación «realista» de los dibujos de Klossowski, se disloca cada vez más conforme la presión a la que su propia realidad somete a esos cuerpos pone acentos en ellos. Si hay varias Roberte en Roberte, si una Roberte que ella misma desconoce o niega puede aparecer de pronto en Roberte, es la línea en la que se manifiesta la figura de Roberte la que debe mostrar esa transformación. La elegancia un tanto irónica y al mismo tiempo conmovedora de la Roberte que, imponente y alta, inocente y culpable, se enamoraba de sí misma contemplándose en el espejo, ha sufrido ya una transfiguración cuando el fantasma del deseo irrumpe para perturbar su lectura mientras ella está sentada en el bidet. Hay una magistral revelación de la cruda y cruel sensualidad contenida en su cuerpo mediante el método del dislocamiento. La exactitud suprema del dibujo nunca desaparece; pero él mismo parece querer desbordar sus propios límites conforme el cuerpo de Roberte se sale también de sus límites. De allí la formidable expresividad plástica de la representación. En la figura de Roberte, las piernas, con las rodillas en alto, permitiendo que la postura las exhiba en toda su sensual belleza con una deliciosa y procaz evidencia abrumadora, pasan a ocupar un desmesurado primer plano, mientras su tronco que retrocede, intenta apartarse ante la súbita aparición de la gigantesca figura que la amenaza y seduce con la exhibición de su enorme miembro erecto, semeja contradecir la voluntad de entrega de esas imponentes piernas entreabiertas y que no pueden negar la promesa que encierran. Y la misma ambigüedad se ha introducido en la cara de Roberte. Ella contempla y quiere hacer desaparecer al coloso en el que se ha hecho presente su propio deseo. Su figura se ha convertido en el escenario de una lucha que muestra las propias contradicciones de Roberte y amenaza con desintegrar la evidencia de la unidad que supuestamente le otorga su propio cuerpo y que ya hemos visto puesta en duda, de una manera menos directa, por la revelación sugerida de las posibilidades que ese cuerpo encierra a pesar suyo. Ahora es en la misma dislocación en la que se expresa la lucha. La negación de una Roberte por otra Roberte pone una nota descarnada y cruel en el dibujo. La imagen cumple de una manera precisa con su función de hacer evidentes, dentro de su carácter «realista», las imprecisiones de la realidad. Ante la serena actitud del simulacro en el que, gigantesco, ha encamado el deseo y que se limita a hacerse presente a sí mismo, seguro de su fuerza, tranquilo y confiado, el cuerpo de Roberte se defiende y no puede dejar de ceder. Su propia unidad, en la que ella cree que se encierra la unidad de su yo, va a ser devastada y ella se apresta a defenderla, cuando es su propio cuerpo el que encierra la amenaza y la muestra.
La lucha por preservar esa unidad y la voluntad de destruirla anima la enervante representación de Roberte violada por los «espíritus» que su deseo ha invocado. Todo en esos dibujos es violencia que provoca la esperada y deseada exhibición del cuerpo de Roberte, sometido a un descubrimiento total por sus fantasmas. No es la desnudez absoluta, sino una semidesnudez que la muestra con una ambigua intensidad, semidesnudez que cubre y descubre, semejante y tan rica y sugestiva como la «contradicción» encerrada en el carácter opuesto de las actitudes que se hacen evidentes en el seno de un solo cuerpo. La poca ropa que oculta todavía a Roberte, despojada de sus austeros vestidos por los «espíritus», crea por contraste la textura en la que se revela su desnudez, del mismo modo que su intento de defensa ante el ataque hace más evidente la voluntad final de entrega en la que Roberte triunfará sobre Roberte o Roberte traicionará a Roberte, rompiendo la discutible y sospechosa unidad de ese yo responsable encerrado en su cuerpo que ella defiende y mostrándola como inevitable multiplicidad, como variedad de los reflejos en los que, a través de su fisonomía, Roberte hace aparecer el sentido del signo.
El escenario es el mismo cuarto de toilette en el que ha aparecido la impávida e imponente figura del deseo. Vemos incluso, al fondo, el sencillo mueble con el espejo en el que se veía Roberte, las hojas que leía y, más atrás, una tina, el bidet. Sin embargo, las proporciones que determinan la perspectiva en la que se constituye ese espacio real están obviamente distorsionadas. La fuerza de la imagen central actúa sobre la proyección de ese espacio, dislocándolo, como si quisiera mostrar que la realidad se revela mejor a sí misma, adquiere una mayor exactitud, sacándola del que ella cree que es su propio centro. Y allí, en el primer plano, está Roberte atacada por las imágenes del deseo. Ahora los «espíritus» han tomado la forma de un gigante, verdadero coloso con un rostro infantil e inexpresivo, vestido con un traje militar de fantasía que le da un aspecto de juguete de niño, y de un maligno jorobado, enano de figura siniestra en su deformidad y rostro de máscara, cubierto hasta las rodillas con una bata blanca de peluquero o de masajista, con pantalón oscuro y calzado con zapatos y polainas. Los dos personajes tienen algo de títeres o muñecos. Son la figuración de un sueño infantil, inocente y terrible al mismo tiempo. En su enorme tamaño, el gigante es casi tierno; pequeño y feroz, el enano es el mal. Pero los dos no son más que las figuras, irresponsables de su propio aspecto, que ha hecho nacer y en las que se expresa la imaginación. Y esas figuras se precipitan sobre su creadora. Al frente, el enano le abre las piernas a Roberte poniéndole una mano en cada muslo, perdido entre esas piernas que en relación con su pequeña estatura son como dos columnas; atrás, el coloso con cara de niño, volcado sobre Roberte, la toma por un lado de la muñeca con su mano enguantada mientras su otra mano, igualmente enguantada, pasando por encima de la unión del muslo y la cadera de ella, entra en su sexo. En medio, entre el coloso y el enano, está Roberte. Su cuerpo glorioso, como ella misma ha escrito en La révocation de l’Édit de Nantes, es el escenario de sus derrotas; pero nada enaltece tanto ese cuerpo como la evocación de esas derrotas, cuando ella misma se defiende de los ataques de su debilidad y en la lucha se expone y hace más evidentes que nunca los encantos de ese cuerpo, de tal modo que su resistencia es un esplendoroso pretexto para la representación y una forma de entrega a la mirada en la que ese cuerpo niega la legitimidad de sus gestos y, en vez de evitarla, el rechazo favorece la violación que convierte en victorias las derrotas al afirmar la verdad del cuerpo frente a la del yo que pretende guiarlo.
Despojada de su vestido, las piernas abiertas de Roberte, tensas por el intento de vencer al enano que se empeña en mantener libre el acceso al sexo y en su tarea pone gozosamente las manos desnudas sobre la carne de los imponentes muslos, están cubiertas hasta arriba de la rodilla con medias oscuras y sus pequeños pies no han perdido los zapatos. Lleva ligas y una coqueta gaine viste todavía su tronco, pero el papel de esa prenda parece ser tan sólo subrayar el esplendor de los magníficos pechos en absoluta libertad, con el pezón saliente, expuestos a la contemplación. Roberte está desnuda de esos pechos para arriba. Sus estrechos y redondos hombros se muestran por completo. Sólo unos guantes largos protegen gran parte de sus brazos; pero dejan las expresivas manos al descubierto. Doblados, uno de esos brazos es detenido en el aire por la poderosa acción del coloso. La mano libre de ella inclina los largos dedos sobre la rica pulpa de la palma. El otro brazo baja frente a su tronco hasta el sexo, donde la mano se extiende sobre la mano enguantada del coloso, tratando de apartarla o manteniéndola allí para que los dedos de él penetren mejor en la cavidad que ocultan. Es una imagen eminentemente pornográfica en su extrema belleza. El erotismo deviene sujeto del placer como violencia contra la identidad del cuerpo en el que se aloja el yo. Mientras su cuerpo se muestra como la presencia absoluta en la que se centra el espacio en esa lucha que lo expone, la cara ingenua, cruel, sarcástica y asombrada de Roberte, desfigurada por el esfuerzo, permanece pensativa, distante y quizás burlona, recuperando la vertical que ha perdido su cuerpo, inclinado hacia un lado y otro, bamboleado en el espacio por la violencia que ejercen sobre él las acciones del coloso y el enano. Tal vez en esa cara se halla la perversidad intrínseca de un pensamiento que se sabe alimentado por la intensidad y la excitación inherente a las pasiones que, con la forma de estímulos, atraviesan y arrasan ese cuerpo. En la representación de Roberte atacada por sus fantasmas hay una transgresión de la imagen a la integridad de la imagen mediante la cual la imagen se muestra capaz de ir más allá de sí misma, abriendo su naturaleza cerrada para hacer hablar al silencio del cuerpo.
Capaz desde su exterior inocente de una decisión y una crueldad extremas en su defensa de sí misma contra sí misma, en otro dibujo vemos a Roberte sometida a un nuevo ataque del coloso, pero ahora el deseo ha perdido la cabeza. Ésta se halla en el piso, entre las piernas siempre abiertas de Roberte y, decapitado, las facciones del gigante son más humanas y expresivas. La cabeza mira a la figura, enorme también, que su cuerpo agrede y a un lado está el puñal con el que debe haberse consumado su sacrificio. Hay algo extremadamente cruel en esa imagen en la que la sangre brota todavía del cuello del gigante al que se ha cercenado la cabeza que, desde el suelo, para siempre separada de su cuerpo, mira con mirada asombrada y dolorida al cuerpo que su cuerpo ataca. Salomé siempre tendrá la cabeza del Bautista; Judith sacrificará eternamente a Holofernes; su propia jauría a Acteón que quiere a Diana, y sabemos que Octave deseará finalmente ser victimado por Roberte. La diosa nutricia y que ayuda a entrar a la vida es también asesina. Pero el deseo permanece y no muere nunca. Sin cabeza, con el chorro de sangre brotando de su cuello, el coloso se precipita todavía sobre Roberte. Una de sus manos enguantadas la sujeta nuevamente por la muñeca; la otra la despoja por completo de la gaine. Entre las piernas de Roberte se insinúa otra vez una de las del coloso, cubierto por sus rudas botas, no menos poderosa en su masculinidad que las de Roberte en su feminidad. En esta variante, la actitud de Roberte es la misma. Una de sus expresivas manos con los largos dedos extendidos cubre su sexo; en la otra, los dedos descienden sobre la palma ante la presión del coloso en su muñeca; las piernas abiertas y flexionadas muestran su perfecto dibujo; pero ahora el cuerpo se revela aún más. Sin la gaine, el vientre se muestra suave y curvado, tierno y acogedor. La sombra del pelo en el pubis se insinúa entre la mano que quiere ocultarlo. Los pechos se adelantan, rematados por los vivos pezones, vibrantes, espléndidos. Sin embargo, es la exacta repetición de la actitud la que importa. El gesto de la figura que se defiende del ataque del deseo con una expresión maliciosa y ambigua en el rostro y al defenderse cede porque su defensa misma la hace cómplice de ese deseo, que persiste más allá de la destrucción y la muerte, ha quedado fijo, inmovilizado, y su quietud atestigua y evidencia el movimiento en el que la vida se manifiesta detenida por el poder de la imagen.
Y luego, como en la magistral escena que detiene a la escritura en Roberte ce soir, Pierre Klossowski nos entrega como dibujante el glorioso momento en que Victor hace entrar a Roberte en Roberte, a la Roberte que se creía dueña de sí en el reconocimiento de su verdad como la fisonomía en la que encama Roberte como signo único. Ahora no se trata de un delirio quizás culpable de la imaginación ni de un accidente-incidente. No hay olvido de sí en el pensamiento a quien responsabilizar, ni fuego cómplice o indiferente en la chimenea. Desnudo, estatua de sí mismo, inmutable, bello como una figura griega, dueño de su peso, firmemente asentado en el piso, Victor tiene contra sí, apoyada en su cuerpo seguro, frío y perfecto, a una severa y seductora Roberte. Sus piernas están entre las de ella, poderosas, afirmando el ritmo de los avasalladores pasos con que se precipita sobre la alta figura vestida de oscuro. Inútilmente Roberte intenta defenderse. Entre las piernas de Victor, las suyas han cedido ya aunque su tronco intente apartarse del contacto con la marmórea figura. La flexión, el gesto de rechazo, de ese tronco, en contraste con la actitud de las soberbias piernas, no hace más que subrayar, llenando de encanto a la figura de Roberte, la inminencia de la próxima entrega, a la que de alguna manera se anticiapa la representación. En ese instante, Roberte es débil y Victor todopoderoso. Su debilidad es su belleza; pero, también, su belleza es su fuerza. Mientras Roberte se contradice, negando con su tronco, su cabeza que se aleja y sus brazos que se defienden, la derrota que sus piernas y se sexo apoyado en Victor celebran, Victor se le impone. Uno de sus brazos ha avanzado, levantando la larga falda de ella hasta arriba de la curva esplendorosa de sus nalgas y dejando expuesta por completo la pierna inacabable que, ligeramente doblada, se apoya en una de las de Victor en tanto la otra avanza aún más todavía en un entrelazamiento inextricable con las recias columnas del agresor. El otro brazo proyecta hacia atrás el de Roberte, que ella tiene totalmente en alto, tomándola de la muñeca. La mano de ella, con los dedos doblados sobre la palma, horizontal en relación con la verticalidad del brazo, queda libre en el aire. Con su otro brazo, Roberte trata de detener el avance de Victor sobre ella poniéndole su maravillosa mano sobre la boca, de tal modo que la parte inferior del rostro de Victor queda oculta por esa mano. ¿El gesto de rechazo no encierra la posibilidad de una caricia? Los flexibles dedos de ella han quedado justo sobre la boca de él. Pero es imposible saberlo. Inmóviles en la indescriptible belleza del conjunto en el que su doble figura alcanza la unidad, en el que los gestos se detienen, la huida es entrega y la agresión sumisión, Roberte y Victor guardan silencio. Son sus cuerpos los que hablan; pero su lenguaje es esencialmente ambiguo. Todo en Victor es pesado, casi hierático en su firmeza; todo en Roberte es frágil y contradictorio. El perfecto rostro de ella, violentamente echado hacia atrás en su movimiento de defensa, encierra el asombro, el gozo y la interrogación. Su tronco y sus brazos se defienden y rechazan, ¿pero no desean ser vencidos, no se saben vencidos y es sólo la elegancia de su gesto la que los impulsa? Ella está total y austeramente vestida, sólo la acción de Victor la obliga a revelar el irresistible trazo de sus piernas, y sin embargo, nunca su cuerpo ha estado tan presente y tan desnudo; él está desnudo y sin embargo, la revelación de su figura comunica un tímido silencio, como si sólo fuese la vestida procacidad de Roberte la que pudiera hacer hablar a esa desinteresada desnudez y sólo la indecisión de ella permitiera la decidida voluntad de él. Queda la evidencia inmediata de la doble unidad que crea el dibujo. Roberte y Victor establecen un juego de relaciones: la pura gracia de los gestos en suspenso. A su alrededor se organiza el espacio; su doble figura, en la que el milagro de la presencia se hace evidente, le da sentido a ese espacio. La sintaxis en la que se constituye el dibujo como lenguaje, rechazando toda violencia contra la imagen, ha recuperado su serenidad clásica. Nos encontramos en el ámbito de la facilidad. En el dibujo de Pierre Klossowski, como escribe Octave en La révocation de l’Édit de Nantes, se manifiesta «la vida reiterándose para reasirse en su caída, como reteniendo su aliento en una aprehensión instantánea de su origen». Es el triunfo del arte. En Le souffleur se nos dice en qué consiste ese triunfo: «El esfuerzo que yo había intentado desde hacía años, era pasar detrás de nuestra vida, para mirarla. He querido pues asir la vida manteniéndome fuera de la vida, desde donde ella tiene un aspecto totalmente diferente. Si uno la ve desde allí, toca una indomable felicidad…» Y allí todo está permitido y todos somos cómplices. El poder de seducción de esas imágenes es irresistible y rompe todas las barreras creadas por las convenciones que fijan la moral y determinan las líneas de conducta. A cambio de ellas, desde el espacio que ella misma obliga a revelarse alrededor de su prestigiosa figura, Roberte nos entrega el deslumbramiento de la presencia en la que la multiplicidad de las apariciones hace nuestra la vida. Atentando contra su propia identidad, contradiciéndose y mostrándose al mismo tiempo única en sus contradicciones a través de la unidad de su cuerpo, resplandeciente en la humillación de las caídas que la abren, oscura en la voluntad de los rechazos que la cierran, Roberte está siempre maravillosamente presente. Un nuevo, diferente principio de realidad rige el orden dentro del que se despliegan esos dibujos en los que el instante en el que se realizan los gestos se detiene para vencer al tiempo y abrir el paso a la eternidad del arte. En su seno, toda identidad desaparece, no existe más que la multiplicidad de la figura. La representación plástica de Roberte, llevándola a adentrarse y mostrarse en su carácter de signo único que vale por todos los significados que llegan al mundo, nos ofrece el mundo.
Tanto la escriturá que ha hecho posible la obra literaria de Pierre Klossowski como las imágenes en las que encuentran su expresión los dibujos, resultado ambas de la obediencia a lenguajes establecidos a los que se consigue sacar de los límites que su tradicional capacidad de representación fija, dependen de la coherencia que la aparición de Roberte, en tanto signo único divulgado a través de las Leyes de la Hospitalidad que se cumplen en la figura que el arte le ha dado, es capaz de crear más allá de la transgresión de los lenguajes por los lenguajes mismos para fijar los términos que le son propios a la obra de Klossowski y que esa obra nos comunica. De ahí su inmediata unidad. En Roberte, en el signo, la escritura rompe la racionalidad aceptada de los conceptos constituyéndose alrededor del movimiento del signo que expresa y que la expresa; a su vez, las imágenes de que se sirven los dibujos detienen y recuperan el movimiento dándole al signo la evidencia del cuerpo que la imagen hace aparecer y haciendo que el cuerpo contradiga su propia unidad exterior convirtiéndose en el signo que lo ha elegido. Así, todo empieza y termina en el cuerpo que muestra al signo. Es el cuerpo quien pone en el mundo al signo y le da realidad al dársela ese signo al lenguaje de la literatura y al del dibujo. Por eso mismo, es necesario insistir en que, aunque tienen la misma procedencia, las obras literarias y los dibujos de Pierre Klossowski conservan una total independencia entre sí. Los dibujos no ilustran lo que las obras literarias ya nos han dicho; crean otra imagen. Hay una representación plástica de Roberte como hay una representación verbal de Roberte. Klossowski es un artista por partida doble: en él conviven el escritor y el dibujante. El carácter obsesivo de su arte que, como el mismo Klossowski nos ha explicado, se alimenta de la intensidad más fuerte que llega hasta el pensamiento para darle o restituirle al propio pensamiento su validez y su sentido originales en tanto suceso que se produce en la vida y en el mundo, fuera y antes de la aceptada trascendencia de las ideas, determina que la intensidad más fuerte y por tanto el fundamento obsesional y por tanto el signo, sean uno sólo en el seno de ese doble artista; pero el lenguaje, los resortes de expresión que su particular sintaxis pone al alcance del creador, es distinto en uno y otro caso.
Roberte aparece siempre. Su lugar, en el caso de la escritura, no se encuentra en ningún lado una vez que sus acciones transgreden el ámbito de la razón sobre el que tradicionalmente se organiza la posibilidad de la escritura. Se nos dice en Le bain de Diane: «La experiencia real se reduciría a la proposición absurda: debía estar allí porque no debía estar allí.» Es el campo de la transgresión. Acteón, que desea lo imposible, que desea poseer a la divinidad, lo sabe: «No debería estar allí, por eso estoy allí.» La escritura crea ese espacio y le da una presencia real a través de la realidad de los cuerpos que hace vivir por medio de la evocación. Al hacer aparecer a Diana en Le bain de Diane, por ejemplo, la escritura encuentra su propio espacio y logra que la presencia de Diana lleve ese espacio al mundo obligándolo a manifestarse alrededor del cuerpo que evoca. Lo mismo ocurre con Roberte. Las palabras se extienden como una onda evanescente en cuya cresta aparece la máxima intensidad, la intensidad irracional del deseo, y esa intensidad convertida en un cuerpo en el seno de las palabras, nos devuelve la realidad de las apariencias en la coherencia que le ha dado el signo. A través del cuerpo, el ningún lugar de la escritura entra al mundo conservándose como ningún lugar: alcanza lo imposible de lo posible manteniéndolo como imposible. Así, establece una nueva norma. La intensidad más fuerte, conservándose como única —«cada quien no oye nunca más que uno sola cosa»—, pierde su carácter incomunicable.
En los dibujos, el punto de partida es la realidad del espacio. Si como escritor Klossowski se sirve de la sintaxis clásica en términos exteriormente tradicionales para ir más allá de ella a través de la violencia contra la lógica de su estructura, ejercida en el interior de esa misma lógica, como dibujante se coloca en los términos de la óptica espacial del realismo como marco dentro del que se inscriben y en el que encuentran su lugar las figuras que constituyen la obra. Sin embargo, su lenguaje plástico rompe el espacio en que se muestra. El silencio de los cuerpos halla su forma de elocuencia en ellos mismos. Su aparecer es una irrupción que destruye la neutralidad del espacio en que se mueven. Éste se ve obligado a mostrarse alrededor de la figura de Roberte en vez de que la figura de Roberte se mueva en él. Sometida a todas las violencias representadas por las acciones de los que buscan entrar a su cuerpo, la figura las recoge y las obliga a reflejarse en ella misma como acción y presencia del mundo alrededor del signo. La realidad se centra en Roberte y se refleja en ella. Entrar a su cuerpo es entrar a la realidad por la puerta de la coherencia que crea ese cuerpo. Victor obliga a Roberte a adentrarse en el reconocimiento y la aceptación del signo que su cuerpo hace visible en el espacio de la representación y los gestos de ambos se quedan detenidos en ese instante supremo. Roberte se abre a la multiplicidad de Roberte y destruida la identidad única de su yo deja vivir al signo. Luego todo se desmorona. El tiempo reinicia su movimiento. Pero en el momento de su máxima elevación vuelve a organizarse alrededor del signo. Entonces, el arte se hace posible y se celebra a sí mismo en Roberte.
La vemos de nuevo atacada por los colegiales. El suceso ya ha sido evocado por las palabras de Octave en La révocation de l’Édit de Nantes. Ahora el dibujo lo entrega en sus propios términos. Roberte lleva un pequeño sombrero. Con los ojos bajos y una expresión absorta y concentrada se contempla quizás a sí misma. En cualquier forma, la tranquila, distante actitud que se muestra en su rostro inclinado contrasta con lo que ocurre abajo, en su cuerpo. Sus ropas en desorden están abiertas y aunque el femenino lazo que las cierra en su cuello permanece cerrado y sus hombros y sus brazos cubiertos, el vestido deja ver uno de sus pechos, el vientre atravesado todavía por un cinturón, sus calzones y la totalidad de las piernas rotundas. Roberte está enguantada y lleva botas que le llegan a media pantorrilla. Uno de sus pies se apoya en un banquito de limpiabotas, provocando que esa pierna esté ligeramente flexionada; la otra descansa en el piso, recta y en tensión, con el pie de puntas, el talón apenas levantado. Semidesnudo, semidesnudado, ese cuerpo atacado por los colegiales tiene una rara gravedad. Su peso, la verdad de su presencia, parece ajeno a las acciones que se ejercen contra él o sobre él, como si ese peso, esa presencia, le diera una seguridad que lo convirtiese en un eje inconmovible. Tal vez por eso Roberte puede contemplarse a sí misma desde tal distancia y consentir rechazando o rechazar consintiendo los actos de los colegiales sin perder la compostura. ¡Y qué espectáculo nos ofrece su vestido abierto! El pecho sale de la gaine dulce y tentador; la prenda oculta y revela gracias a la imprecisión del dibujo el tronco, perversamente atravesado por el cinturón; el trazo de las ingles deja suponer el sexo; la pierna extendida permite admirar la parte exterior del muslo, la rodilla, la curva de la pantorrilla, cuya línea siguen con impúdica precisión las botas, y la flexionada nos da en cambio la tierna parte interior del otro muslo. Atrás, tirada en el suelo, está la bolsa de Roberte y un poco más atrás todavía, una silla de la que debe haberse levantado en el momento del ataque de los colegiales. ¿Pero qué ataque es ése? Las dos figuras infantiles, apenas adolescentes que lo realizan, semejan más bien postrarse en homenaje, untarse lo más posible a Roberte, fascinadas y reverentes, como si ese cuerpo tentador y deslumbrante encerrara un misterio del que pende el sentido de la realidad y los incitara y sobrecogiera al mismo tiempo. Ante ese cuerpo uno se postra, en ese cuerpo uno se refugia. Pero por eso mismo hay que violentarlo y poseerlo. ¿Cómo? Sólo las manos de uno de los colegiales y las de Roberte expresan el ataque y la defensa. En ellas el dibujo se desorbita, pierde el cuerpo de Roberte como su propio centro. Colocado detrás de ella, de tal modo que sólo distinguimos sus piernas entre las piernas abiertas de Roberte y la parte superior de su rostro infantil sobre el hombro de ella, el colegial rodea con sus brazos el cuerpo que lo oculta casi por completo. Una de sus manos enormes ha tomado entre sus dedos el pecho desnudo de Roberte, palpando su blanca dureza, rodeando el pezón con los dedos. La otra, la toma por la cintura, echando hacia atrás el vestido, ayudando a descubrir el cuerpo que admiramos. Roberte tiene un brazo sobre el del colegial que la rodea por la cintura. El hombro levantado, el codo en alto, el antebrazo doblado, su mano, enorme también, de dedos terriblemente expresivos, posada sobre el antebrazo del colegial, ¿lo detiene, intenta apartarlo, lo ayuda? Su otro brazo baja detrás de la mano que acaricia su pecho y apoyándose en el muslo de la pierna doblada que descansa en el banquito, con la parte inferior de la palma extiende el hueco de la mano y los largos dedos sobre la cara del otro colegial que está puesta en la rodilla de ella. El gesto recuerda al que llevaba a la mano de Roberte sobre la boca de Victor. Sin embargo, ahora la mano no llega a tocar la cara. Hay una mínima distancia entre el profundo hueco que forman la palma y los dedos de esa mano adorable y la cara ansiosa y en adoración del colegial que se posa en la rodilla de Roberte. Esas manos dicen que no pueden decir más que lo que está a la vista. La totalidad del conjunto que forman las tres figuras con la maravillosa y perturbadora presencia de Roberte como eje sobre el que todo gravita, contradice la distorsionada expresividad de las manos y al mismo tiempo prueba que su serenidad encierra el movimiento de la vida. Es ante esa presencia imponente de la vida manifestada en el cuerpo inagotable de Roberte ante la que el segundo colegial está postrado. De rodillas pero sentado sobre sus talones, su tronco se inclina hacia Roberte y sus brazos rodean ávidos la pierna que ella apoya en el banco del limpiabotas, mientras su hermosa cabeza, con la cara levantada hacia la majestuosa figura de ella, se apoya en la rodilla, a punto de ser cubierta por el insondable hueco de la palma de la mano con que Roberte intentará apartarlo. Es un abrazo reverente. El colegial, como su compañero, que se ha atrevido a abrir el vestido de Roberte y tener su pecho entre los dedos, se prende a la pierna que abraza como quien, guiado por el deseo, encuentra un punto de unión con el mundo y se agarra a él enceguecido y abrumado por la revelación de aquello hacia lo que lo ha conducido su atrevimiento. ¿Cómo puede Roberte rechazar ese humillante y agresivo y humilde homenaje, cómo puede aceptarlo sin asumir que el deseo que su cuerpo despierta la hace una servidora de ese deseo, cuya fuerza destruye su identidad personal y la convierte en esa imponente y majestuosa y disponible figura que los colegiales atacan y veneran?
Las variantes se repiten. Fijo en su propio sueño y prisionero de su intensidad, el artista gira a su alrededor sin poder abandonarlo nunca. Una y otra vez, Roberte aparecerá a través de ese lenguaje que no requiere más que de la representación de su figura y rechaza por sí mismo toda reducción conceptual, y siempre las ocasiones de sus derrotas serán las de sus triunfos. La imagen de la agresión a Roberte se convierte en la de la entrada de la figura al signo; pero es también la que nos ofrece el momento en que el signo, dueño de la deslumbrante presencia que le otorga la fisonomía, se impone en el espacio del arte y la vida se detiene en el instante de la revelación. Roberte, evidente por completo en su defensa y su entrega de ella misma, se nos ofrece como sentido y fuente de todo sentido. No tenemos que averiguar nada; no hay más que verla. Todo empieza y termina en la mirada. No es extraño que los servicios que la fisonomía que alimenta la figura de Roberte le prestan a Klossowski como dibujante no se detengan allí.
En La révocation de l’Édit de Nantes, Octave es el celoso coleccionista de las obras de un maestro desconocido, Tonnerre, supuesto contemporáneo de Ingres, de Courbet, sobre cuyos cuadros el teólogo desencantado y perverso marido de Roberte elabora una teoría del arte que puede aplicarse con justicia a los dibujos de Klossowski. Juego de espejos. Uno de esos cuadros, quizás el más hermoso de la colección a la que sólo tenemos acceso a través de las palabras de Octave, siempre ávidas y precisas al descubrir lo que su mirada encuentra en las obras de su pintor secreto, se titula La belle versaillaise. En él, durante los días de la Comuna, mientras las Tullerías arden al fondo, dos obreros atacan a una dama de condición, despojándola de sus vestiduras. El cuadro adorna el comedor de Octave. Cuando en la novela el oscuro empleado de banco que acaba de poseer ignominiosamente a Roberte bajo la mirada cómplice y desilusionada de Octave lo contempla, su vulgar comentario, que quiere ser hiriente, es que la Bella Versallesa se parece a Roberte. La realidad pretende vengarse del arte. Y cuando el arte se venga de la realidad e instaura sobre ella su imperio, la fisonomía de Roberte se le dará a La belle versaillaise en uno de los dibujos de Klossowski en el que cobra al fin vida la obra de Tonnerre. Allí, una y otra vez, la ambigüedad dentro de la que la realidad parece contradecirse a sí misma y precipitarse en el sin sentido, preservándose como ambigüedad, se muestra siempre detenida al girar alrededor de la coherencia que entrega el signo, y a su vez, el ataque provoca la revelación del signo. Por eso la escena se repite incesantemente. En ella se centra la representación de esa intensidad más fuerte del pensamiento que da lugar al nacimiento de Roberte en tanto signo único. Se trata de expresar una contradicción inherente al carácter mismo del signo de su relación con la realidad. El signo se convierte en fuente de una coherencia cuyo papel es permitir que la incoherencia de la vida se muestre transformada en coherencia por el arte sin traicionar su sin sentido. Octave citará a Quintiliano para explicar ese arte basado en la contradicción: «Algunos piensan que hay solecismo también en los gestos cada vez que, mediante un movimiento de la cabeza o de la mano, uno hace entender lo contrario de lo que dice.» Desde el silencio en que realiza sus gestos Roberte como ella misma o como la Bella Versallesa, nunca sabremos si ayuda a la agresión que la revela o se defiende de ella; pero tampoco podemos dejar de advertir que en el ataque mismo hay una contradicción que lo convierte en el suceso perfecto para que al representarlo se muestre el sentido del arte de Klossowski: atentando contra Roberte, buscando violar y hacer desaparecer la autonomía de su propia identidad, sus agresores —el coloso y el enano, Victor, los colegiales, los obreros en el caso de La belle versaillaise— hacen aparecer a Roberte. El signo se encuentra en tanto signo en el ataque y el arte nos lo entrega visible y esplendoroso con todo el poder de seducción del cuerpo que los atacantes revelan.
Klossowski como dibujante ha seguido también a Tonnerre —¿o más exactamente es Tonnerre el que sigue a Klossowski?— para apropiarse de otro de los temas que el pintor imaginario utiliza según Octave y que el creador de ambos no podía dejar de amar: Lucrecia y Tarquino. Si La belle versaillaise repite los gestos y las actitudes de esa escena central para el arte de Klossowski y a la que ninguna variante agota porque la preside el develamiento de los encantos de Roberte, de los que el arte depende para afirmar el poder de ella como signo, en su versión de «Lucrecia y Tarquino» ese arte alcanza una rara intensidad que subraya la legitimidad de los elementos que Klossowski ha elegido para constituirlo. Hay una dolorosa y terrible verdad en los cuerpos entrelazados que el dibujo revela. Klossowski ha renunciado en la obra a toda representación de la conocida anécdota de la dama romana agredida que defiende o entrega su honor al precio de su vida. En su dibujo, Lucrecia y Tarquino están atenidos tan sólo a esa presencia de sus cuerpos que flotan en un espacio neutro e incluso las dos figuras que los representan parecen traicionar su respectivo papel. ¿Cuál de ellas ataca, cuál se defiende? Las diferencias de sexo casi han desaparecido entre el agresor y la agredida. Más bien nos encontramos ante dos andróginos. En la más estrecha cercanía, una de las figuras, una Lucrecia enorme, con un bello y sereno rostro clásico, rodea con sus poderosas piernas a la otra y se mantiene precipitada contra ella. Pero su mano izquierda empuja la cara, que trata de mirarla, distorsionando la inclinación de la cabeza y su mano derecha desciende, tal vez rendida. La otra figura, un Tarquino mucho más endeble que su víctima, está abrumada por Lucrecia, pero trata de mantener abiertas las piernas que la rodean y, con su otra mano, toma entre sus dedos, pasando el brazo por debajo del de su enemiga, el pecho de la presencia que la abruma y a la que trata de forzar.
Es por lo menos desconcertante que Klossowski presente en los términos en que lo hace la acción implícita en la anécdota tradicional de esa escena que parece corresponder por completo a su tema más representativo: dama agredida sexualmente que al defenderse se expone y al exponerse quizás cede y en verdad ayuda a su agresor. Pero es que de eso se trata. En su versión de Lucrecia y Tarquino, esos cuerpos que se buscan, se entrelazan, solos en el espacio, despojados de todo atributo personal, fuera del tiempo, perturbadoramente evidentes, bellos y terribles más allá de toda diferenciación sexual, son impenetrables uno para el otro. Su propia realidad material los mantiene unidos y separados, condenados a buscarse sin encontrarse. Nadie posee a nadie. La Lucrecia que Tarquino quiere es inalcanzable: si cede ya no es Lucrecia. Klossowski muestra en su dibujo la magnificencia y el dolor de los cuerpos en soledad. Lo que los une los separa y sólo queda la maravilla de su presencia y la intensidad de esa búsqueda condenada al fracaso en la que toda violencia contra el carácter irreductible del otro es inútil y, sin embargo, expresa la búsqueda. Las figuras de Lucrecia y Tarquino son en el dibujo la cifra de sus nombres: en ellas se hace evidente lo imposible… Roberte no está presente en esta obra.
En cambio, de pronto, Roberte le presta también su fisonomía a Diana y reaparece en otro dibujo de Klossowski como la diosa cazadora, virgen, nutricia y asesina, protectora de las mujeres embarazadas y enemiga de los hombres. Pero si Diana es Roberte hay que representarla en el momento en que es poseída por Acteón: cazador desencantado, hereje: el artista que quiere ver a la divinidad e imaginándola la hace aparecer y la alcanza y la hace suya… y paga por ello el precio de perder su naturaleza humana: más allá de toda razón, la divinidad y la bestialidad se unen. Ése es el instante que espía y sorprende Klossowski en su representación de Roberte como Diana. Transformado en ciervo, pero no por completo —su tronco, sus brazos y sus manos son de hombre y conservan sus guantes de cazador—, Acteón, gigantesco rey cornudo de los bosques ya para siempre, cazador convertido en el objeto de la caza, la presa de la diosa, está detrás de Diana y como víctima suya triunfa sobre ella. Su brazo con carácter humano y enguantado toma a Diana de la muñeca, tirando el de la diosa hacia atrás, hacia él. La mano de la diosa se dobla ante la presión en su muñeca y sus largos dedos separados se curvan ligeramente, siguiendo y prolongando la dirección del antebrazo peludo de Acteón, cuya mano se extiende sobre la blancura de la piel de Diana. Y teniéndola sujeta por la muñeca, erguido detrás de Diana, de pie sobre sus delgadas pezuñas de ciervo, el poderoso tronco de Acteón se inclina sobre ella. Detrás del hombro delicado y blanco de la diosa, surge el cuello del animal, la noble cabeza coronada de floridos cuernos que se ramifican, las largas orejas extendidas horizontalmente, la mirada melancólica, casi humana, diríamos, del único ojo que podemos ver. Los belfos del ciervo tocan casi el hombro y el cuello de Diana; el animal quiere besarla, reverente. Y Diana, ante ese bello y elegante cuerpo peludo, cuerpo de bestia en la que se encierra el más humano de los deseos, ciervo en el que se transforma el cazador que quiere ver, que ha visto, a la diosa de la caza y ahora la hace suya, se inclina también hacia adelante. Pero no le huye, no podemos decir que lo rechaza. Divinidad y bestialidad son ya una sola cosa y la misma. Acteón ha tomado posesión de la diosa por detrás. Los dos juntos forman una figura. La diosa y el ciervo, unidos en el acto sexual. Mientras se inclina hacia adelante siguiendo más bien el ritmo de los caballerosos movimientos de Acteón, Diana ofrece sus nalgas, que están apoyadas en el cuerpo peludo y han dejado entrar entre ellas el rojo sexo de la bestia. No hay lucha. La diosa acepta esa entrega. Ante ella, una de sus piernas se apoya en el piso, de puntas tan sólo; la otra se levanta, doblada, extendiéndose hacia adelante, en un paso de baile casi. El movimiento nos permite ver tanto la cara interior de la pierna que descansa en el piso como la exterior de la otra, con el trazo perfecto de la pantorrilla, el muslo suntuoso que se disuelve en el dibujo de la nalga, de cuya curva sale la línea de las caderas y luego la del torso. El otro brazo de Diana ha descendido y su mano con los largos dedos extendidos está entre sus maravillosas piernas entreabiertas, muy cerca del lugar en el que el sexo de Acteón la penetra. La otra mano, también humana todavía del ciervo, detiene amorosa el tronco de la diosa en su inclinación. Está justo abajo de los redondos pechos y el pulgar se extiende en el delicioso espacio entre ellos, rozándolos, sujetándolos.
«No la mires de frente, mírala de espaldas, cuando ella no pueda verte», le había advertido su demonio intermediario a Acteón impulsándolo en su deseo de ir al encuentro de la diosa. Y convertido ya en ciervo por Diana, Acteón la ha tomado por la espalda; pero ahora la diosa trata de mirarlo. Su rostro está vuelto hacia la imponente cabeza cuyos tiernos y seguramente húmedos belfos brillantes casi la tocan, la besan. Y ése es un rostro adorable. Si la mano de Acteón se extiende confiada en un estómago excelso que el dibujo nos permite entrever apenas, cubierto por una gaine en desorden, que arriba deja los pechos y los hombros desnudos y abajo el dulce vientre y el delicado ombligo, en ese rostro se encuentra toda la malicia de la mujer y toda la serenidad de la diosa: el eterno femenino de que Guy habla en Le souffleur. Es el rostro de Roberte, con el pelo corto, tocada con un coqueto sombrero al que corona sin embargo el cuerno lunar que es el emblema de la diosa: es el rostro de Diana. Bajo el arco de las cejas, que muestran su sorpresa, unos complacientes e inagotables y crueles ojos interrogantes se vuelven a mirar a Acteón. La nariz es recta y perfecta y en la boca los labios finos y curvados están entreabiertos, dejando ver apenas los dientes blanquísimos. El óvalo en el que se encierran las facciones repite su supremo poder de seducción. El pelo toca apenas el largo cuello interminable.
La bestia es tierna, la diosa cruel porque inconmensurablemente bella; pero en la ternura de la bestia se manifiesta el poder del deseo y en la crueldad de la diosa la fuerza disolvente de ese deseo en el que su divinidad se hace accesible. Diosa cazadora, nutricia y asesina; cazador que sólo quiere la presa imposible. Y ahora, el cazador y la presa se han unido y se confunden; él, que se convierte en el objeto de la caza, hace suya a la cazadora. Desapareciendo en su unión, más y menos que hombre, más y menos que diosa, en esa unión los dos hacen visible y absoluta la verdad del deseo. En el deseo se rompen todos los límites y se toca lo intocable. Acteón ha tenido que aceptar la pérdida de sí, el descenso a la bestialidad en la que se encuentra la cifra de la obsesión que provoca su locura, para llegar hasta la divinidad; pero desde esa locura, la divinidad ha entrado al mundo y le da su realidad a la presencia del mundo a su alrededor convertida en mujer, poseíble al fin. Diana toma la forma que le da el sueño desorbitado y perverso, loco, en el que Acteón se pierde a sí mismo y que la ha hecho aparecer para que él ponga en ella la fuente de todo sentido. Su representación imita al modelo en el que se halla la posibilidad de representar a la divinidad y el modelo se transforma en representación de la divinidad. Todo ocurre en el lugar sin lugar del pensamiento que se ha adueñado de la imagen que le permite entrar al mundo a través del arte. El cuerno lunar, que es el emblema de Diana, adorna en el dibujo de Klossowski el coqueto sombrero de la imagen en la que la diosa se encuentra a su vez a sí misma contemplable y poseíble al fin. Y Diana está desnuda, pero no por completo: perversamente, además de su arbitrario tocado, calza unas estrechas botas que siguen el dibujo de su pierna hasta media pantorrilla y el fino tejido de una gaine, cuyos tirantes resbalan por sus brazos para mejor dejar libres y al descubierto sus espléndidos pechos, se insinúa bajo la poderosa mano enguantada del ciervo que en su inconclusa metamorfosis conserva todavía algunos atributos humanos. Nada es casual. El sueño de Acteón es también un sueño del que lo representa, es un sueño de Klossowski: para aparecer Diana tenía que encontrar a Roberte y reflejarse en ella. Sueño adorable, sueño comunicado, en el que es imposible resistir al encanto de esa imagen en la que la diosa, poseída, nos entrega el resplandor de la feminidad a la que ella misma acaba de entrar.
Y Roberte regresa en seguida a sí misma: punto de partida y meta final. Con una objetiva serenidad clásica que hace más perturbador e insondable el carácter transgresor de la imagen, Klossowski la dibuja poseída por Victor como Acteón ha poseído a Diana. Pero ahora estamos en ese campo humano en el que la fuerza del deseo abre el paso a la trascendencia de lo humano en los protagonistas de la escena y por encima de los protagonistas de la escena. Imagen cruel y terrible en su poderosa belleza. El desprendimiento con que el dibujo nos muestra su propio sentido no hace más que acentuar su carácter. Éste es el escenario de una lucha. Cerrados en sí mismos, concentrados en su individualidad hasta un doloroso extremo, los protagonistas tratan de preservarse y son desbordados por la fuerza que ellos mismos han invocado. Los dos están desnudos, aunque Roberte, la imagen en la que Roberte aparece para nosotros, conserva en un brazo el rastro de la bata o el vestido de la que seguramente acaba de ser despojada. Detrás de ella, Victor entra a ese cuerpo maravilloso y terrible de su afán de preservarse al tiempo que cede. El placer es un esfuerzo en el que tiene que concentrarse hasta el punto de desaparecer en él para acceder al éxtasis. Sus perfectas y viriles facciones se distorsionan en ese esfuerzo. Con la rotunda, hermosa cabeza ligeramente echada hacia atrás, la boca entreabierta, los ojos semicerrados, virilidad maldita, imagen de una belleza masculina que se cierra en su apariencia, Victor extiende hacia adelante uno de sus poderosos brazos para sujetar el delicado y frágil de Roberte a la altura del codo. Sus piernas la rodean, pero su cuerpo está oculto casi por completo por el de ella y es a ella a la que vemos, sometida a esa posesión en la que, también, perdiéndose, se encuentra a sí misma. Primero el rostro, luego el cuerpo; primero el cuerpo, luego el rostro. Llevada hacia él por Victor que la tiene ya y la mantiene contra sí tomándola del brazo, Roberte apoya la expresiva mano del otro brazo en la pierna de la figura que la rodea. Este gesto permite exponer su brazo con el codo levantado, mostrando el rastro del vestido o la bata en la unión con el hombro. El resto del cuerpo no habla de nada más que de su propio esplendor poseído, penetrado. Mostrándose, está como en suspenso, detenido sobre las posibilidades que le abre la revelación de sí mismo. Si el brazo guiado y sostenido por Victor le impone una actitud de sumisión y el gesto que Roberte misma hace con el otro brazo al poner su larga mano en la pierna de él admite tanto la aceptación como la voluntad de llevar a Victor hacia sí, su cuerpo, con las piernas abiertas, el vientre liso, el tronco erguido, la elegante curva de los pechos rematando en el pezón saliente, cuerpo que adivinamos atravesado por el placer, se cierra sobre su silencio y al guardar su secreto nos lo entrega en el esplendor ambiguo y obstinado de su apariencia. Ese cuerpo es un absoluto y acogiéndolo, haciéndolo suyo, el absoluto se abre ante la fuerza del placer. Roberte y Victor, unidos, son una sola figura. Al esfuerzo casi doloroso en su intensidad de uno corresponde la concentración sobre sí misma de la otra y el placer es uno solo para los dos. Algo de eso nos dice el rostro perfecto de Roberte. Ella está en sí misma y en el placer que le dan y que se da y que al darse da tan concentrada que resulta distante. En el intachable óvalo de su cara, su boca es una delgada línea, su nariz sólo revela la recta perfección de su trazo; pero los ojos califican a todo el rostro. Sin embargo, su lenguaje es intraducible. Acerados o grises, fundamentalmente crueles, abiertos y ligeramente distendidos, esos ojos no miran hacia ningún lado. Se sorprenden ante el placer de Roberte y al mismo tiempo lo aceptan y lo hacen suyo casi con ira, pero sin dejarlo ir tampoco. Por esos ojos entramos a Roberte tanto como Victor a su cuerpo. Como en un cruce de caminos, encrucijada mágica, en ella se reúnen todas las contradicciones: si al aceptar rechaza, al rechazar acepta, abriéndose se cierra y al cerrarse se abre. Nadie puede tocarla hasta el fondo porque no tiene fondo. Recogida sobre su apariencia, entrega esa apariencia sobre la que se refleja, encontrando al fin su centro, la multiplicidad del deseo como verdad eterna de la vida.
Suavemente, obligándonos a consentir en todas las transgresiones, perversa e insidiosamente, perturbándonos e impidiéndonos apartarnos de esa perturbación, al adentrarnos en el refulgente encanto de esa figura, ese cuerpo, esa fisonomía, tierna y dura, cruel y generosa, fuerte y frágil, inocente y culpable, siempre esplendorosa, desconcertante y magnífica como la vida, figura en la que se encierra y se hace evidente por completo un absoluto poder de seducción, que nos convence y nos guía, los dibujos de Pierre Klossowski, entregándonos su apariencia por la silenciosa vía de su pura revelación en el espacio en tanto cuerpo presente que se convierte en inolvidable presencia, nos obligan a reconocer el sentido de ese signo único que vale por todos los significados del mundo al que se le ha dado el nombre de Roberte.