VI

EL SENTIDO DEL MUNDO

Han pasado dos mil años y no ha nacido

un solo dios.

Nietzsche

El Anticristo

¿Podría pensarse que en Le Baphomet, la última novela de Klossowski, el libre desenfreno de la imaginación provoca el nacimiento de una nueva gnosis? No es posible suponer dónde puede encontrar justificación para su existencia ese libro asombroso más que en él mismo. Su única explicación es la doctrina que encierra. Para constituirla, Klossowski se sirve, con un puro sentido del espectáculo que ofrece el mero desarrollo de la novela, de una maravillosa mezcla de principios teológicos, conocimientos históricos, sistemas del pensamiento y ambientes novelescos vivos dentro de una exacta tradición literaria, unificados por el carácter obsesivo que esa aparentemente loca y desordenada suma de fuerzas tiene en la configuración del pensamiento y el arte narrativo, mediante y en el que ese pensamiento se muestra, del propio escritor. Nada hay tan personal como esta novela en la que rigurosa y metódicamente, dentro de una absoluta libertad poética, se atenta contra la unidad de la persona, contra todo principio de identidad que, a fin de cuentas, gracias al desarrollo de la obra que las obsesiones personales hacen posible, resulta destruido y anulado. Pero es la obra misma de Klossowski la que lenta e insidiosamente, manteniéndonos seducidos por los bruscos ascensos y las vertiginosas caídas del brillante espectáculo que nos ofrece, nos ha conducido suavemente, llevándonos de la mano, prisioneros de su fascinación, hasta ese punto en el que las obsesiones personales alimentan el pensamiento, se convierten en una forma y un método para pensar, sólo para que el pensamiento, que surge de esas obsesiones, provoque la desaparición de la persona y se quede al fin solo, dando lugar al nacimiento del signo que es la obra, que es la literatura. En última instancia, Klossowski nos hace ver así que ésta es la acción del espíritu, quien se sirve del cuerpo para hacer surgir la palabra en la que él se encuentra y que lo afirma; pero también, si hemos recorrido correctamente la obra de Klossowski, tenemos que advertir que el espíritu usa su aplicación para afirmar, a su vez, en el cuerpo, la verdad de la vida.

En el principio era la traición, se nos ha dicho en Roberte ce soir. Allí, en una deliciosa y ejemplar escena, es la atea Roberte, en la imaginación de Octave, quien lo demuestra, haciendo aparecer a los fantasmas de su deseo, los «puros espíritus» que no viven más que en su interior, y siendo, para su inevitable placer final, violada por ellos, violada por las palabras del espíritu y los gestos que ellas reflejan y que les dan cuerpo, haciendo sus enunciados paralelos a la acción sobre el cuerpo. La escena, por supuesto, es una anticipación, una metáfora «artística», de la experiencia por la que Roberte tendrá que pasar en la «vida real» para comprobar su verdad. El espíritu, actuando sobre la carne, la hace hablar, rompe su silencio y lo convierte en voz. Tal es la función tanto de la teología, que afirma «la resurrección de la carne», su vida eterna en el campo del espíritu, como la de su aparente opuesto, la pornografía, en la que el lenguaje de los cuerpos encuentra su voz como historia de su propia prostitución y se transforma en espíritu. Por eso, la atea Roberte, que no cree en la resurrección de la carne sino en su silencio, está también en contra de la pornografía y como diputada responsable de la salud pública, quiere hacer prohibir el libro de Octave. Sin embargo, en la imaginación de Roberte, también viven los fantasmas que su deseo crea, que el espejo donde se enamora de sí misma hace aparecer, las «cosas que no son todavía más que en el ser», como le susurra el Jorobado, encarnación de su aburrimiento como diputada, a la propia Roberte desde abajo de su larga falda, pero a las que, como obras de la imaginación, la existencia misma aloja. Meros soplos, «espíritus puros», sin sustancia, ellos —el Coloso, el Jorobado—, mediante el poder de convicción de la pantomina, de la representación, se encargarán de mostrar la mentira del silencio de la carne haciéndola hablar. Es la traición de la carne a sí misma, provocada por el espíritu, que en la carne se encierra y en la carne encuentra su sustancia. «Queriendo poner la vida del espíritu a salvo de la muerte espiritual, nuestro autor creó la doble sustancia donde el espíritu deviene solidario de un lugar oscuro, esa carne, imagen del secreto que toda voluntad creada comparte con él. Pero nosotros descubrimos esa traición ante nosotros poniendo en la carne la corrupción mediante el espíritu que no es más que una búsqueda de la inteligencia de los signos», le dice el Coloso a Roberte, en el lenguaje de la teología, mientras su acción sobre el cuerpo de ella es apoyada por el Jorobado que con el lenguaje de la pornografía, le introduce la lengua en el sexo, y ella, al tiempo que escucha, pone sus largos dedos, que se abren y se juntan, entran más allá de lo necesario, en ese sexo, en un gesto que es tal vez protección, tal vez caricia: Roberte empieza a dejar de ser dueña de sí misma.

La voz del espíritu, presencia de la eternidad inmaterial de los signos, trae la muerte a la carne y hace que, traicionándose a si misma, la carne la exprese, mostrando la muerte contenida en ella: la vida del espíritu. En Le Baphomet, la traición se realizará en la dirección contraria: la muerte mostrará su necesidad de la vida. Sin la separación que la vida permite, no hay muerte, hay una pura vacuidad: el espíritu debe encontrarse a sí mismo en el cuerpo y, dándole vida al cuerpo, afirmar la vida.

Este libro en el que todos han muerto, se inicia con una fuerte acción llena de vida. Nos encontramos en una mítica Edad Media. Espacio mental, cuya lejanía, además de un determinado momento histórico, evoca el recuerdo de antiguas lecturas, trae al presente una visión desorbitada que se levanta sobre algunas huellas del Ivanhoe de Walter Scott. Con un lenguaje irónicamente arcaizante, Klossowski redacta un documento que nos informa de ciertos sucesos ocurridos en una de las fortalezas conventos de la Orden de los Templarios, en los albores del siglo XIV, poco antes de que el rey Felipe provocara la desaparición de esa Orden de monjes soldados. Es una historia en la que se conjugan o misteriosamente se confabulan, la ambición y la pasión. El objeto del que la primera se sirve y al que la segunda sirve es la hermosa y ambigua figura de un adolescente de catorce años: Ogier de Beauséant, pupilo y sobrino de la dama Valentine de Saint-Vit, señora de Palençay, cuyas tierras colindan con la Comandancia del Temple, que se levanta sobre las dos terceras partes de su antigua heredad, donadas a la Orden, al regreso de una cruzada, por un tío abuelo de la actual señora de Palençay.

Por supuesto: Valentine de Saint-Vit ambiciona ver restituida a su heredad las prósperas tierras que ahora pertenecen a la Orden del Temple, que se encarga también de proteger las de la noble dama, viuda desde hace varios años y sin descendencia. Para ello, ha tomado una actitud varonil, entrando «al mundo». Tiene agentes en la corte, sabe de los designios del rey contra la Orden y planea utilizar los encantos de su sobrino, quien a su vez es víctima de los encantos de la tía, contra los Templarios, empleando a Ogier para comprobar la inmoralidad reinante entre los monjes soldados. Maliciosamente, el narrador nos informa que la época no había determinado aún si la índole de los sucesos de que nos dará cuenta deberían verse como producto de la hechicería o la lujuria.

Una tía que ha entrado al mundo y juega con la «política» de su tiempo; un sobrino prisionero de los austeros encantos de su tía. Ogier de Beauséant es un Antoine medieval y Valentine —Valentine, claro está: Roberte— no puede disimular su origen. Escenarios y ambientes de Walter Scott contaminados por las obsesiones de Pierre Klossowski. En la fuerte acción que nos comunica el documento medieval que hace las veces de prólogo en Le Baphomet, veremos un orden espiritual amenazado, conmocionado, por los desarreglos que provoca la belleza carnal. Como en Roberte ce soir, todo concluye en un rito, una ceremonia, salvaje y violenta ahora, de acuerdo con el estilo de la época, pero con el mismo carácter expiatorio; sólo que en esta ocasión el orden espiritual castiga el atentado del mundo y la carne con la destrucción: al final del relato, Valentine de Saint-Vit, desnudada y despojada del altanero atributo viril que asoma por su sexo por los caballeros templarios, es violada y asesinada por ellos: Ogier de Beauséant, que presencia el acto, desnudo también y con la cuerda al cuello ya, sufre una erección ante ese espectáculo sangriento. «Ten cuidado de ser casto», le advierte su verdugo y un instante después Ogier pende de la cuerda. La Orden ha restaurado el orden. ¿Seguramente? El anónimo cronista nos deja saber que, poco después, la Comandancia se rinde a las fuerzas del rey; pero los ambiguos comentarios irónicos que ensucian la objetividad de la crónica nos han dejado entrever algo mucho más grave: desde antes que el rey pudiera satisfacer sus siniestros designios contra la Orden, el intento de destrucción de Valentine de Saint-Vit usando como instrumento la belleza física de Ogier ha tenido efecto. Ni los austeros monjes soldados ni el mismo Comandante del monasterio fortaleza son capaces de resistir al poder de seducción de ese cuerpo joven y bello. El espíritu se venga del imperio de la carne sobre él y la destruye; pero ¿triunfa sobre ella, puede existir sin ella?

El violento y preciso y hermoso y ambiguo y ambiguamente hermoso y violentamente preciso relato que encontramos como realista pórtico de los fantasmales sucesos que forman la trama de Le Baphomet, nos entrega la visión desorbitada y obsesiva de una Edad Media que pertenece a la naturaleza del espíritu narrativo de Klossowski. Hay un mundo interior que ha tomado prestado un escenario haciéndolo visible con magistral riqueza. Pero ese escenario encierra también, de algún modo, los atributos de la visión que lo alimenta: una concepción, un sentimiento del mundo por completo medieval —y moderno. Contradicción sólo aparente: en el seno, dentro del carácter personal y obsesivo de la visión, se reconcilian los opuestos. La pregunta que se nos planteará y se resolverá en Le Baphomet descubre la otra cara de aquélla que los «puros espíritus» le imponen a Roberte. Éstos muestran que el silencio de la carne aloja la voz del espíritu. Ahora nos enfrentaremos al lado contrario. El punto de vista es el de las almas liberadas de su cuerpo, los meros soplos, intensidades puras sin mundo para ejercerse, que habitan el espacio de la muerte. La perspectiva es eminentemente medieval y el punto de referencia de esos soplos, esas almas sin vida corporal, es el espacio del mundo que ha hecho aparecer el prólogo. Sin embargo, no olvidemos que ese ámbito medieval está sombreado por el carácter del mundo moderno dentro del que se configuran los fantasmas obsesionales de Klossowski. En el libro habrá un continuo intercambio entre la concepción medieval que dona las circunstancias y alimenta la materia narrativa, proporcionándole, además, el lenguaje de la teología surgido de ella sobre el que la argumentación descansa, y el pensamiento moderno que aparece irónica y ocultamente, corrigiendo el tono y las mismas circunstancias de la acción al imponerle sus exigencias y conclusiones. El resultado es un libro excéntrico y perturbadoramente vivo en el que, entre las voces de los muertos, las almas convertidas en soplos sin forma ni figura, Klossowski se muestra por entero y hace aparecer por completo, convertida toda ella en coherencia por medio de la libertad narrativa, el sentido y la verdad de su visión.

Si el prólogo de Le Baphomet es un sueño diurno, transcrito bajo el imperio de la luz del día, siguiendo en medio de su ironía el orden y las imposiciones de objetividad de la crónica documental, versión de Klossowski de Walter Scott, y homenaje de Klossowski a la forma narrativa de Walter Scott, a la que se obliga a encerrar la visión desproporcionada de Klossowski, el cuerpo central del libro está constituido por un sueño nocturno, protegido por las sombras de la noche, en el que nada interrumpe ni censura la mórbida sucesión de las imágenes. Ese sueño crea en efecto el abigarrado espacio, dentro del que las más contradictorias expresiones de distintas manifestaciones del conocimiento universal se muestran y que resulta ser el ámbito apropiado para la aparición de una nueva gnosis. A partir de la ardiente acción del prólogo, suceso aislado dentro del libro y que ocurre dentro de otra posibilidad que el resto de la obra, nos adentramos en un mundo sin tiempo, cuya vida sin vida transcurre por encima del mundo.

Melancólica e intensamente, poniendo la interrogación de su perturbadora inexistencia sobre el escenario del mundo, convertido en un puro remolino de viento, una mera intensidad del pensamiento, una sola intención sin cuerpo, que gira arrastrado por la brisa, intemporal, sobre las antiguas ruinas maltratadas por el tiempo de la fortaleza monasterio que alojara los violentos sucesos del prólogo, mientras el paisaje se transforma alrededor de esas ruinas, reflejando el movimiento de la historia, imponiéndole las huellas del progreso, Sire Jacques de Molay, Gran Maestro de la desaparecida Orden de los Templarios, traicionado por el antiguo Comandante de la fortaleza, que lo entregó a las fuerzas del rey, y castigado por la Inquisición con el fuego que suprime a los herejes aunque se retractó de su herejía entre las llamas, escucha, en su nostálgico vagabundeo sin rumbo por encima del mundo, una dulcísima voz que le aconseja apartarse de esos «lugares de amargura».

Sabremos de Sire Jacques que, después de su purificación por el fuego, cuando ha admitido la existencia de un alma para cada cuerpo que se unirá a ese cuerpo en el que habitará eternamente al realizarse la resurrección de la carne y someterse al Juicio Final, Sire Jacques de Molay ha sido encargado por los Tronos y Potestades del cuidado y la vigilancia de las almas que, separadas de su cuerpo por la muerte, convertidas como él mismo en meros soplos, remolinos de una pura intensidad de intenciones que son ya recuerdo, esperan inquietas la resurrección de la carne y el juicio final para entrar a la gloria eterna.

La tarea no es fácil ni sencilla. Sin sustancia corporal, simples esencias cuya identidad se ha perdido, imposibles de reconocer en su calidad de soplos que giran sobre sí mismos buscando su propia intensidad, las almas muestran una perturbadora propensión a mezclarse una con otra y lo que es aún peor, aparecen irresistiblemente propensas a ceder a la tentación de insuflarse en otro cuerpo a través del nacimiento y adquirir la vida de ese cuerpo. Imposible contradicción: dos, tres o más almas en un solo cuerpo ¿qué pertenecería a quién? Y en el espacio sin espacio donde transcurre inmóvil su existencia sin existencia, la vida sin vida se resuelve en una interminable serie de cruzas y confusiones de almas que se funden con otras mientras, a pesar de los desastres y el horror del mundo, la humanidad recibe siempre una nueva oportunidad y el juicio final, que traería el apetecido descanso, se posterga indefinidamente.

Sire Jacques de Molay está fatigado. Hay una indecible tristeza en su vuelo sin fin sobre el cambiante, tierno y maravilloso paisaje del mundo entre cuyos rumores se levanta la ruina de la antigua Torre del Temple poblada por los remolinos de los soplos sin cuerpo, fantasmas que vagan por el mundo sin dejar de ser testigos de su belleza y sin poder entrar a él. Pero la fe de Sire Jacques es firme. Es entonces cuando el libro empieza, en el momento en que el Gran Maestro cree escuchar y reconocer a la dulce voz que trae la brisa. Es la voz de una de las más imponentes figuras entre los elegidos que participan de la visión y la gloria del Señor; es ni más ni menos que Santa Teresa, la celestial doctora de Ávila. Y lo que la Santa anuncia al atribulado Sire Jacques, es escandaloso: el número de los elegidos se ha cerrado. Un ciclo de sucesos se ha cumplido. El género humano ha cambiado de sustancia: ésta ya no es ni condenable ni santificable. No habrá resurrección de la carne ni juicio final. La tarea de Sire Jacques, dice la Santa, será ahora más dolorosa: «La anarquía turbulenta de las almas, sus adulterios, sus incestos en el círculo que te es impartido irán en aumento, ya que la mayoría se siente dispensada de resucitar; Dios los abandona a su propio juicio». Pero la gravedad de los sucesos que este anuncio anticipa, no termina ahí. Ante este cambio, Santa Teresa misma ha decidido excluirse del número de los elegidos y pide al Gran Maestro que, ya que se ha apartado de la cara de Dios, la admita en su fortaleza. Imposible, grita el Gran Maestro: «¡Jamás ninguno de los Bienaventurados, por poco que haya querido serlo, ha podido solamente apartar su mirada de la cara de Dios!» Dada en rigurosos términos teológicos, como corresponde a su sabiduría, la respuesta de Santa Teresa es grave: «¡Oh presunción de los Doctores que nos declaran fijos para siempre en el soberano Bien! ¡Si él es la meta de nuestro querer, su visión no nos priva de ningún modo de nuestra voluntad como lo hacen los viles placeres: Aquél que me colma acrecenta más aún mi conciencia de los que jamás verán su cara! ¡Oh insostenible felicidad para la inteligencia que Dios no quiere romper! ¡Dios sólo en mí se opone a Dios!» Un viejo debate, que alimentaba ya la perversa conducta de Octave en La révocation de l’Édit de Nantes, cuando afirmaba que «la felicidad es ceguera», parece repetirse indirectamente en los sentimientos que alimentan la argumentación de Teresa. La felicidad de los justos se ve interrumpida por el conocimiento de los que sufren apartados de la gloria de Dios. Y este conocimiento es inseparable de la sabiduría absoluta que alcanzan los bienaventurados. Un elemento insidioso se inmiscuye en el alegato de la Santa: al contrario que los viles placeres, esa sabiduría aviva la voluntad en vez de destruirla, trae la memoria en lugar del olvido. Dios se opone a Dios: el conocimiento hace imposible el conocimiento. Pero ahora Dios se ha apartado del mundo. El número de los elegidos se ha cerrado y no habrá resurrección de la carne, el polvo vil es un destino final: la carne nunca participará de la gloria del espíritu. El apartamiento de Dios nos conduce a su reflejo en el mundo tal como lo hemos conocido desde La vocation suspendue. Allí era una consecuencia del movimiento de la historia dentro del orden terrestre. En Le Baphoment el punto de vista se ha invertido, pero el suceso es el mismo. Reflejo de reflejos, podemos pensar que las esferas celestes se ven influidas por los movimientos de una historia en el orden humano o que esto ocurre a la inversa: entre los dos espejos, la Imagen que se proyectaba en ambos se ha ausentado. En las esferas celestiales, entre los puros espíritus, tiene que producirse el mismo rompimiento del orden del que ya hemos sido testigos en el mundo. Este hecho es el que alimenta y pone a actuar la imaginación en Klossowski. Si nada limita el vuelo de esa imaginación, ella misma establece sus límites a partir del conocimiento de que nada la limita. Se trata de constituir la imagen nacida al extraer las consecuencias lógicas de este conocimiento en un orden que no es el de la vida constituida por el silencio del cuerpo, ni el de la muerte por la que se entra al silencio del espíritu, sino el de la imaginación misma, por medio de la cual el silencio de la vida y la muerte, del cuerpo y el espíritu, encuentran su voz, se hacen voz, en el arte.

Esta neutralidad del arte ha sido expuesta ya por Klossowski en la disertación que abre La vocation suspendue. ¿La decisión de Teresa de excluirse del número de los elegidos, no suspende también su vocación? Pero ahora se trata de la voluntad del espíritu de corregir sus acciones en vida. Para ello tendría que encontrar un cuerpo.

La historia que Teresa cuenta y tras la que se halla el motivo de su decisión, terminará de escandalizar y tal vez enfurecer a Sire Jacques de Molay, horrorizado y dolido ante la aparente incongruencia de los deseos de la Santa, cuya dulce voz («¿Eres tú?» «¡Oh, soplo consolador cuando al atardecer la duda asalta nuestros espíritus! Dime…», ha dicho él al creer reconocer a la brisa formando el llamado de la Santa), en vez del esperado consuelo, trae la inquietud, en vez de la paz la guerra, no la sumisión sino la rebelión. Ahora, al refugiarse de nuevo entre los falsos muros de su fortaleza en ruinas para el mundo, ante las primeras revelaciones de la Santa, Sire Jacques amargamente medita: «¿Qué era pues el futuro sino la liberación predicha en el pasado? ¿En dónde más se encontraba la fuente de la predicción si no en el pasado? ¿Pero qué sería un futuro que no hubiera sido el objeto de ninguna predicción? ¿De qué celeste región salía esa brisa que volvía sobre ella misma en ráfagas sobre las antiguas hojarascas de la esperanza? Como si ella no hubiera expuesto el futuro revelando un pasado en el que se vaticinaba una servidumbre cumplida: así, alentando desde el fondo de ese mismo cumplimiento, ella, arrancaba de ahí las palabras, mostrando, desde acá, la liberación…»

Lo imprevisible, que nace a partir del rompimiento de un orden y se instaura como ley de la vida —así sea la de los cuerpos o las almas—, determinando la complicación cada vez mayor de la intriga que rige el movimiento de todas las obras de Klossowski, como parte del mismo juicio sobre la existencia que contienen y constituyendo la imagen de ella que quieren crear, empieza a alimentar con su inagotable capacidad de sorpresas el desarrollo de Le Baphomet a partir de que las revelaciones de la incierta voz de Santa Teresa, configurada por las ondulaciones de la brisa, entregan a la incertidumbre a Sire Jacques de Molay, Gran Maestro de la Orden del Temple, creando la intrincada red de sucesos en cuyos puntos de unión siempre es posible descubrir, en medio de la aparente confusión y la gratuita acumulación, gracias a ambas, el mismo conjunto de obsesiones y figuras claves sobre las que descansa la imaginación de Klossowski, cuya tarea es exponer ese abigarrado universo que la configura a ella misma y al hacerlo desentrañar su sentido, convertirlo en sentido.

Atribulado, oscuramente ofendido y con un cierto rencor que vanamente intenta disimularse, Sire Jacques de Molay consiente, sin aceptar ante sí mismo que lo hace, en aplicar a la Santa el modo instrumental o sistema mecánico, un tanto peyorativo para la integridad espiritual de las almas, mediarte el cual sus servidores las separan de los cuerpos muertos, despojándolas de las últimas «intenciones» que las animaron en vida y entregándolas a su última morada en la fortaleza del Temple, donde se mantendrán a la espera del Juicio Final y la unión con el polvo en que se ha convertido su cuerpo en la Resurrección de la Carne. Operación más peyorativa aún para la Santa, porque en su caso el camino se recorre a la inversa. El aparato, llamado Serpiente de Bronce (el círculo donde se inician las transformaciones que deberán culminar en un encuentro que determine la repetición de lo Mismo), mediante el que funciona el «modo instrumental», no separará en ella un alma de un cuerpo vil destinado a convertirse en polvo después de ser devorado por los gusanos, sino el alma de un espíritu puro que había alcanzado ya la gloria de los elegidos y gozaba de la contemplación perfecta en la unión con Dios. Pero Teresa está dispuesta a todo.

Una vez realizada la operación, cuando la Serpiente de Bronce, puesta al rojo vivo, ha expulsado el alma de la Santa con un último gigantesco eructo que la hace rodar por el piso bajo la forma de una enorme esfera incandescente, y después que Sire Jacques se ha quejado ante la Santa por la manera vil de que se sirvió para comparecer ante él, Teresa hará un relato que explica su decisión de excluirse del número de los elegidos, relato cuya terrible naturaleza sumergirá definitivamente al infortunado Gran Maestro del Temple —expuesto de allí en adelante a todos los avatares de la pesadilla que se inicia, que no son otros que los inciertos caminos que toma la vida en libertad, sinónimo del caos, del desorden, del triunfo de lo imprevisto mediante los que la misma vida se expresa— en el estupor, el escándalo y el dolor.

Este relato nos conduce directamente al mundo —a la obra— de Klossowski. Santa Teresa cuenta: en vida, creyó que su celo por propagar la Orden del Carmelo, facilitar el camino hacia la Gloria y alcanzarla finalmente, obteniendo el merecido premio por toda su mortificación de la carne, era comprendido y compartido por un «joven teólogo» (¿puede ser otro que San Juan de la Cruz?), en quien había puesto toda su confianza, nombrándolo inclusive confesor en los conventos de la Orden reformada por ella. Teniendo que alejarse en una ocasión del convento, elige confesarse con él. Pero el joven teólogo le hace una revelación sobrecogedora. Él no es el indicado para darle la absolución; no es a Dios a quien él sirve, sino a la propia Teresa. Ella es el objeto de su pasión, en ella se encuentra el fin de sus deseos, es a ella a la que busca y en quien espera descansar. Desconcertada, abrumada, ¿culpable?, Teresa aprende por boca de su amoroso perseguidor que son sus actos los que han provocado esa loca, sacrílega, ¿halagadora?, pasión. En Mi vida, su autobiografía, narrada para mostrar y enaltecer la acción de la gracia, al describir los errores de su juventud, ella misma ha escrito: «Comencé a traer galas, y a desear contentar en parecer bien, con mucho cuidado de manos y cabello, y olores y todas las vanidades que en esto podía tener.» Esas solas palabras han bastado. Nada apartará al joven teólogo de la obsesiva presencia de esas imágenes en las que encuentra a la Teresa que quiere. Inútilmente, la Santa tratará de hacerle ver su error; inútilmente, sus oraciones pedirán que el enamorado sea tocado por la gracia. A su muerte, sin haber logrado que la pasión del joven teólogo disminuya ni cambie su objeto, ante el Señor ya y gozando de Su gloria, la Santa persistirá en sus ruegos, intercediendo por su loco enamorado. Teresa es un alma espléndida y logra conmover al mismo Dios: Éste concede que el alma del joven teólogo, ya que Teresa se siente responsable de su desviación, tenga una segunda oportunidad en la tierra. Es el principio del fin, aunque la Santa no lo sepa todavía. Pero y Dios ¿no lo sabe? ¿Puede Él ignorar en su Suprema Sabiduría que persistiendo en la vida de la tierra la «intención» original, en vez de desaparecer, se verá contaminada por la vileza de la misma vida, degradándose cada vez más, encontrando siempre el camino hacia la celebración de su objeto original, la gloria de la belleza y la vanidad de la carne, en lugar de desviarla finalmente hacia el espíritu y el Señor? ¿Cómo podría alcanzar la salvación el alma del joven teólogo más que dentro del error que la define como alma única, responsable de esa única vez en la que se cuenta con la vida para decidir nuestro estado en la vida eterna? ¿Quién entraría a la gloria: él que ya no sería él sino parte de las almas en que se ha fundido o esas almas que ya no serían tampoco dueñas por completo de sí mismas? ¡Extrañas confusiones! Y la más perturbadora pregunta, que la Santa no puede dejar de hacerse: ¿si él renunciara a la intención que definió su vida, a quién encontraría ella al encontrarlo en la gloria? Y la que tal vez no se atreve a hacerse: ¿no es esa intención en la que encuentra a la que fue en vida la que ella quiere encontrar en la gloria?

Sin embargo, la petición ha sido concedida. El hecho ha ocurrido y ¿qué ha ocurrido? La historia es maravillosa y terrible: «Amalgamado por afinidad a un espíritu en el que las fuerzas vanidosas se imponen en la sugestión, él —cuenta la Santa— lo empuja a hacer una réplica de sí misma en estado de rapto, mediante un detestable simulacro». Por supuesto, la imagen aparece de inmediato ante nosotros: pensamos en Bernini y su delicuescente y adorablemente visible Santa Teresa en éxtasis en la iglesia de Santa María de la Victoria en Roma. La obra de arte conduce a la obra de arte y su sentido nos es entregado por la obra de arte. En el origen se encuentra un impulso obsesivo que se hace visible en la obra y en la obra no puede dejar de revelarse. Después de todo, es la visión de sí misma que Teresa ha puesto por escrito la que se halla en el principio de todos los malentendidos. Una misma obsesión es la que permanece, repitiéndose incansable a sí misma, reapareciendo siempre y encontrando su unidad en la continuidad de sus variaciones, cada vez más extremas, más intensas, más degeneradas, más pervertidas por tanto, para, finalmente, en lo más hondo de su degradación, volver a alcanzar la luz, una nueva luz.

Esa misma obsesión, inconscientemente tal vez —es ella la que tiene que ir afirmándose a sí misma, delimitándose, aclarándose—, movió a Teresa en el relato de su vida, se centró en el joven teólogo constituida ya como imagen, reaparece en la transformación de la Santa en estatua en la que el fantasma obtiene su simulacro de piedra, y conducirá a otra figura en la que de pronto vemos las obras anteriores de Klossowski, donde el simulacro de piedra se ha convertido, otra vez, en una persona viva, reaparición de Teresa, cuya existencia y transformación en el simulacro que es otra obra de arte, da lugar, a su vez, a la creación de Le Baphomet, en el que su intensidad original vuelve al punto de partida, iluminándolo de una manera distinta. Quizás en el origen sólo está Klossowski que vuelve a Klossowski. Es lo mismo: en el círculo de la repetición no hay principio ni fin. Klossowski es el inevitable punto de partida de su obra, en la que él se pierde.

En el relato que la Santa le hace al infortunado Sire Jacques de Molay, el joven teólogo, convertido en escultor, obtiene que por la parte de tristeza que suponía el engaño de haber satisfecho su pasión sólo en la creación de una estatua, «cuando expiró de nuevo, cubierto de gloria terrestre», le fuera concedida una tercera demora. En esta nueva oportunidad se amalgamará a un alma que, «libre, no hubiera respirado más que piedad», pero a la que la persistencia de las palabras perniciosas de la Santa a través de la unión con el alma del joven teólogo, «abisma en los remordimientos y el escrúpulo». «Los remordimientos y el escrúpulo»: el mismo defecto que tiene Jérome en La vocativo suspendue. Entonces se busca una solución radical: la misma que se encontrará en La vocation suspendue para Jérome. Los Tronos y Potestades arreglan que le sea destinada una nueva creatura con la que la unión, consagrada por el matrimonio, permitirá al fin que desaparezca la obsesión. ¡Horror, no, esto no sucede! La obsesión es más fuerte. Subsiste porque quizás ni el joven teólogo, ni el escultor, ni la nueva alma, ni la misma Santa, ni la figura en la que reaparece, son más que esa obsesión, el sentido de cuya verdad hay que aclarar.

Roberte y Octave, K., Théodore Lacase, los simulacros mediante los que se ha expresado el fantasma obsesional de Klossowski en Roberte ce soir, La révocation de l’Édit de Nantes y Le souffleur reaparecen convertidos en un nuevo simulacro que los encierra y conduciéndonos a ellos, los repite como imagen de una cierta condición del mundo en la que encuentra su meta la depravada pasión del joven teólogo y el camino por el que esa pasión lo ha conducido a la figura de la Santa. Comprendemos que, una vez más, todo tiene que ver con la divulgación de una cierta imagen, un cierto signo, mediante el que, al exteriorizarse e independizarse como signo, una cierta forma del pensamiento, una manera de mirar el mundo, encuentra su sentido. Fue Santa Teresa la que inició el proceso al divulgar, en su escrito, una forma, una manera, una apariencia de sí misma que se desprendió de ella. (¿La salutista de Le souffleur diciendo «da y te será dado»?) Luego el signo, constituyéndose como centro de coherencia para una forma del pensamiento que se encierra en la ausencia de límites de la pasión, ha seguido su camino independiente, apartándose cada vez más de su origen y buscando tan sólo su propia coherencia como signo. En su última manifestación se inserta en el marco que ha justificado, explicando la exigencia de la que nacen, las Leyes de la Hospitalidad, cuyo sentido conocemos por las obras anteriores de Klossowski. Ahora Santa Teresa, en su relato a Sire Jacques de Molay, vuelve a ponerlas en situación al describir el destino que ha tenido el signo del que ha sido el origen. Dice la Santa, refiriéndose a la creatura que los Tronos y Potestades han concedido al nuevo agente a cuya alma se ha amalgamado la del joven teólogo, en su tercera oportunidad para desprenderse de su loca pasión: «Todo aquello a lo que antaño yo había renunciado de mi persona, consignándolo en esas palabras funestas, todo eso vino a componer la sustancia de esa fisonomía: pura en su belleza pero incrédula, esa creatura iba a poner a prueba en él la elección de la “mejor parte”; él mismo no rescataría su primera y única incambiable existencia hasta que no volviera a traer a esta incrédula de una vez por todas a la eternidad. Así pues se unen… Pero he aquí lo que se ha levantado hasta mí como una queja: he aquí lo que Dios ha debido querer también en este caso particular ya que lo sabía en su conocimiento anticipado de todas las cosas: en vez de haber roto el sortilegio, esta unión lo consagra:… ¡materia de este sacramento, la perversidad!… ¡Su mirada, sí, su mirada ha permanecido la misma que me había engañado! ¡No era la visión serena que él pretendía buscar en mi espíritu, ni, como lo juraba, conmigo! Era mi vergüenza… y la vergüenza de las almas se ha vuelto su alimento… ¡Y hasta la fisonomía de esta muchacha lo incita a perpetrar al fin con ella lo que piensa haber querido en vano antaño conmigo! ¡Todo lo que le fue rehusado entonces, lo toma de esa creatura, pero le cierra la eternidad que le fue abierta tantas veces a él! Así sucumbe a la prueba. Pues pura e íntegra, como ella hace el bien naturalmente, ¡es incrédula! ¡Y obedecer para el mal a su singular esposo, es también en ella una manera de hacer el bien! ¡Así cree ella hacerlo realmente como él mismo cree hacer el mal! ¡Pues no es más que yo misma ausente la que él ve, que mi sombra la que persigue después de tantos siglos, que mis espíritus los que quiere ultrajar! ¡Tanto como desespera de no haber podido usarme abusa ahora a su antojo con ella! Él la prestaba a sus amigos… ¡he aquí que la obliga a venderse! Y de la misma manera que me había expuesto a todas las miradas, cubriendo mi pensamiento con la máscara totalmente modelada de una voluptuosidad culpable, así hace de esta desgraciada mi réplica infame… ¡Vea!, ¡oh vea!…»

Nada quiere ver el Gran Maestro de la Orden del Temple, encargado de vigilar el orden en las esferas celestiales hasta la entrada a la gloria de los evanescentes remolinos a su cuidado. El espectáculo que el mundo ofrece a la mirada es demasiado horrible y lo llena de espanto. Sin embargo, el brillo de las buenas intenciones, el recuerdo de haber sido hecho para el bien, no siempre ha estado totalmente ausente de la tierra. Recordamos las palabras de uno de los simulacros de la figura que «libre no hubiera respirado más que bondad», a cuya alma se ha amalgamado la del joven teólogo. En La révocation de l’Edit de Nantes, Octave ha escrito en su Diario: «¡Cuántas veces Roberte no se me habrá aparecido en todo el desinterés, en toda la generosidad, en toda la santidad de su propia naturaleza! ¡Cuántas veces he debido combatir su imagen en cuanto se imponía a mí en ese aspecto! ¡Cuántas veces no he entenebrecido, ocultado enseguida ese resplandor mediante el que ella empezaba a escapar a las redes de todas mis sucias ensoñaciones, en momentos en que no podía impedirme a mí mismo pensar en la necesidad de un cambio total de conducta respecto a ella! ¿Hubiera sido pues posible para nosotros otra existencia en la que me hubiera dedicado a no empañar jamás la limpidez de esa alma, hasta que ella misma, salva en el seno mismo de su incredulidad, se reconociera al fin como el campo mismo de la gracia?» Ésa es la figura bella y pura, pero incrédula, en la que Santa Teresa se reconoce y la intención o la nostalgia de esa intención que Octave revela en sus palabras es la que debería haber animado al alma unida a la del joven teólogo. Cierto, Octave se confiesa a sí mismo de inmediato: «Bastaba a veces un estallido de risa de lo más infantil de su parte y que, por otro lado, al prolongarse, era todo menos infantil, bastaba un gesto de su muy bella mano para que todo eso se apagara con un espantoso alivio en mí mismo y la antigua luz bañara de nuevo modificándola toda su fisonomía; como si el alma, un instante entrevista, pero vuelta otra vez opaca para no hacer más que dar más relieve a ese cuerpo y precipitarlo mejor en todos los riesgos de su palpabilidad, se hubiera confundido con la epidermis de esa carne tan solicitada, no estando por tanto presente de otra manera que en los temblores de la vergüenza, que un alma tal no hubiera podido aprehender permaneciendo sólo en su lugar, ese temblor mediante el cual había llegado a reinar sobre mis sentidos y mediante el cual también yo la hacía reinar sobre otros…» Pero es que la elección de «la mejor parte» ha cambiado de signo. Sólo invirtiendo los términos puede obligarse al alma a mostrarse. La perversidad es una necesidad del espíritu. Al ausentarse Dios de la tierra, el brillo de la carne refleja el alma; sólo en ese reflejo puede encontrarse el espíritu. La humillación del cuerpo se convierte en una exaltación del alma, como nos lo ha mostrado Roberte ce soir. En el principio era la traición.

Pero, además, ahora Teresa le ha anunciado al Gran Maestro y nos ha dejado saber a nosotros que en los reinos celestiales, como si en ellos se reflejara lo que ocurre en la tierra, un ciclo se ha cumplido: es Dios mismo el que ha cerrado el número de los elegidos, dejando a las almas solas, despojándolas de la posibilidad de alcanzar Su gloria. Entonces, el joven teólogo estaría en lo justo, siempre habría estado en lo justo: la verdad es la del cuerpo. El problema es grave y se abre a severas interrogaciones, incluso más allá de lo que el dulce aliento de la Santa le ha revelado al Gran Maestro.

Santa Teresa ha estado buscando con sus ruegos la posibilidad de que, redimida al fin, el alma del joven teólogo comparta con la suya la Gloria, uniéndosele en la contemplación beatífica del Señor. Ahora que el número de los elegidos se ha cerrado y que el Señor le ha demostrado a Teresa que la repetición de la vida sólo afirma las faltas de la vida agravándolas y aleja definitivamente la redención, esa unión es imposible. Por eso, Teresa le ha anunciado al Gran Maestro que se excluye del número de los elegidos y buscará esa unión en el indeterminado espacio sin realidad física de las puras almas, de los soplos que vagan sin dueño y de ahora en adelante sin fin ni propósito al cuidado de Sire Jacques de Molay. Al comunicársela la Santa, su intención ha escandalizado al austero Gran Maestro; pero es posible que nos muestre un oscuro deseo, «inconsciente» hasta para Teresa, mucho más grave. La clausura del cielo, implica que no habrá Juicio Final y por tanto, tampoco Resurrección de la Carne. ¿No esperaba Santa Teresa esa Resurrección para darle al joven teólogo, en el cielo, lo que le negó en la tierra y la decisión de despojar al Señor de su espléndida alma, en la que Él también se contempla a Sí Mismo, es producto de una rencorosa frustración? ¡Problemas de la psicología celestial; pero problemas que abren la posibilidad de un nuevo sentido!

Si el espectáculo de la vida que aparece en las palabras de la Santa es intolerable para el Gran Maestro, que se niega a verlo, su intensidad alcanza hasta las esferas de los puros soplos. En la bola de fuego que aloja la voz de Teresa, se insinúa su rostro: los ojos cerrados, los labios entreabiertos. Si pudiera, el Gran Maestro moriría de horror. «Vuestra poderosa palabra invierte el orden de los caminos», se lamenta ante la Santa. Y he aquí que también en el remolino que lo forma, la Santa lo distingue como se vio en vida en el momento de ser consumido por las llamas de la hoguera que purificó su cuerpo de sus opiniones herejes: el cráneo calvo y, con una palidez grisácea, su rostro de gran nariz, de labios estrechos; bajo su frente brillante, en sus órbitas sus ojos no mostraban más que asombro y dolor. (¿Es una descripción de Gide? ¿Klossowski, el artista, se venga de los sepulcros blanqueados que se escandalizaban ante las palabras de su protector y guía y juega y le rinde homenaje dándole su rostro ascético al encargado de guardar el orden en las esferas celestiales?) Todo parece anunciar el desastre. La vida de los cuerpos quiere mostrarse de nuevo y su aparición es dulce y conmovedora. De nada servirá el sermón edificante que el Gran Maestro le dirige a la Santa; de nada su horror ante el hecho de que el proyecto de Teresa, de contar con su complicidad, haría de él un prevaricador; de nada sus tronantes amenazas: «¡Virgen has vivido! ¡Virgen resucitarás!» La Santa persiste en su decisión: ella encontrará el alma del joven teólogo y separándola de aquélla con la que se había amalgamado, se unirá a ella.

Como San Pablo en el camino a Damasco, derribado de su montura, cegado y lanzado al suelo por el peso de la revelación, el Gran Maestro está extendido sobre las piedras de la sala ceremonial donde se cumple la separación de las almas de sus cuerpos, la cara contra tierra, cuando uno de sus ayudantes entra a avisarle que el rey y sus caballeros han pedido refugio en la Fortaleza del Temple. «Una sublevación.» Sublevación, sí, piensa el Gran Maestro; él ya conoce estos subterfugios.

Todo recomienza. La rueda de la fortuna del eterno retorno se ha puesto de nuevo en movimiento. En las esferas celestiales se reinicia la acción que, tanto tiempo atrás, en la tierra, culminó con la destrucción de la Orden del Temple. Pero ahora, como corresponde al nuevo orden, su signo es el contrario. Muy pronto lo sabremos: en su nueva vuelta, la rueda gira al revés. En un remoto pasado, en otro espacio, los templarios, encabezados por Sire Jacques de Molay, negaban la participación del cuerpo en la divinidad. Sire Jacques de Molay tendrá ocasión de recordarlo, en medio de la incertidumbre, ante sus hermanos de la fraternidad del Temple al celebrar, fuera del tiempo, más allá del tiempo, el aniversario de su sacrificio en la hoguera, entre cuyas llamas se retractó de la herejía por la que lo victimaban: «El soplo del Salvador no se hizo carne, ni murió ni resucitó, más que en apariencia; pero todo aquél que escucha su voz, se despoja de su apariencia propia y vive para siempre soplo en el Soplo». Pero ya el prólogo nos ha mostrado hasta qué extremo los templarios, que no creían en la realidad del cuerpo, podían ser víctimas de la fascinación del cuerpo y entrar en el juego terrenal de las pasiones, aunque, luego, toda la severidad de la Orden cayera sobre el malsano objeto de la fascinación. Sire Jacques de Molay explica indirectamente esta actitud en su edificante sermón de aniversario a sus hermanos templarios: «¿Qué es un cuerpo para un soplo si no es su disimulación?» En la tierra, traicionado por su propio Comandante, que se reveló finalmente como servidor de la causa del rey, esa ignorancia del cuerpo condujo a la destrucción de la Orden del Temple. ¿Qué ocurrirá ahora en las esferas celestiales? El ánima de Sire Jacques de Molay dista de estar tranquila. Su experiencia es la de una desalentadora tendencia a la confusión. Sin cuerpo, entre los soplos reina un irresistible impulso a mezclarse uno con otro, a perderse uno en el otro, semejante en todo a la que imperaba en la tierra entre los cuerpos ignorantes de la supremacía de su soplo. Son el principio mismo de identidad y por tanto de responsabilidad —la seriedad del juego—, que se expresan en la unidad del nombre, los que están amenazados. Y no es otra cosa la que Sire Jacques de Molay ha tratado de preservar, retrasando incluso la fusión final de cada soplo en el Soplo único: la identidad de cada uno que se encontrará afirmada y para siempre preservada en la resurrección de la carne, cuando después del Juicio Final, restituida cada alma a su cuerpo, entrarán, dueñas de su unidad, a participar de la gloria de lo Uno.

Y ahora todo vuelve y la vida de los muertos en las esferas celestiales parece empeñada en seguir los desviados caminos del mundo. Ante la inoportuna visita del rey, por lo visto malévolamente decidido a presentarse en los momentos de mayor desorden, Sire Jacques de Molay se resuelve a inspeccionar la Torre de la Meditación, clausurada por orden suya después de los terribles sucesos que culminaron con el sacrificio de Ogier de Beauséant. Nunca había estado en ese ámbito maldito. Un ambiente de desolación y abandono lo recibe al entrar. Pero allí, entre las señales de ruina que marcan el paso del tiempo, venciéndolo, más deslumbrante aún en su misteriosa vida sin vida en ese espacio de la muerte, se encuentra el prodigio. Incorrupto, puro cuerpo que no es más que cuerpo, irresistible en su belleza ambigua de adolescente desnudo en el que sólo el falo y los testículos obligan a aceptar que es un hombre, la figura del que en vida fue Ogier de Beauséant gira lentamente sobre sí misma, con la cuerda al cuello todavía. La evidencia de su presencia es desconcertante para el Gran Maestro, acostumbrado ya a la ausencia de cuerpo de los puros remolinos mediante los que se hacen presentes los soplos expirados, posibles de identificar sólo gracias a un difícil acto de la voluntad que quiere mantenerlos diferenciados.

Antes de que el Gran Maestro tenga que reconocer que la bella figura que pende de la cuerda, girando muy despacio sobre sí misma como si quisiera entregarse enteramente a la contemplación, dulce, tierna, tentadora y seductora en el esplendor de su evidencia, «es verdaderamente un cuerpo», el pensamiento de Klossowski se distiende hasta el máximo para hacer visible en el lenguaje la teoría de la vida sin cuerpo de los puros soplos, que el Gran Maestro se siente obligado a repasar ante la vista de ese cuerpo sin alma para darle realidad y para hacer evidente la dificultad de su empeño de preservar la identidad de cada soplo hasta la resurrección de la carne, cuando los soplos ceden de continuo a la tentación de mezclarse, de fundirse uno en el otro, sin que nada pueda impedir la realización de ese impulso. Son las palabras, es el lenguaje, creando, haciendo visible, el espacio en el que viven las almas por medio de su propia acción. La realidad sensible de esa vida es sólo la del lenguaje. De allí el supremo esfuerzo mediante el que se hace posible afirmando, a través de la pura argumentación en cuyo despliegue se encierra la textura que lo constituye, su propia realidad.

En cambio, ante la deslumbrante y ambigua figura del adolescente, el lenguaje se apoya en ella y se hace visible a través de la descripción. Imagen de una imagen en vez de imagen de sí mismo. Estamos ante un cuerpo, ante la eternidad de un cuerpo sin vida que ha vencido la corrupción, tiene que reconocer con desconcertado asombro el Gran Maestro. Su signo es el contrario que el de los soplos. Su identidad es irreductible. ¿Pero frente a quién nos hallamos? El Gran Maestro debe aceptar que ha sido solicitado por la hipótesis de que «el Soplo supremo ha asumido él mismo ese cuerpo para poder conservarse en su frescura, más allá de la muerte». Sería la inversión absoluta de la concepción de la divinidad que condujo a la hoguera a los Templarios. En vez de puro espíritu, el Salvador sería puro cuerpo. Pero también, ante el desarrollo posterior de la acción, podría suponerse que nos encontramos ante una nueva interpretación del mito pagano de Er, que Platón cita en La República y Klossowski recuerda en su ensayo sobre Nietzsche y la «Gaya Scienza». Er, cuyo cuerpo incorrupto es hallado después de una batalla entre los cadáveres al cabo de diez días, cuenta su experiencia entre los muertos, donde ha sido testigo de «la elección de destino» entre las almas que deben volver a vivir una vez que se ha cumplido un ciclo de mil años en que han gozado de las beatitudes celestes o sufrido las expiaciones infernales. Como se nos muestra en el ensayo, la relación entre este mito platónico relegado al olvido y la generalmente ignorada o mal interpretada doctrina nietzscheana del Eterno Retomo es evidente. Pero no se trata de establecer antecedentes culturales. «… Si el puro silencio de una sustancia simple se debe a la ausencia de una carne que hable, usted confunde groseramente con ese silencio el mutismo de una carne viviente» le ha dicho el Coloso a Roberte en Roberte ce soir. Ahora, en Le Baphomet, ya nada es imposible. Nos encontramos en el umbral de la aparición de un nuevo mito. A su configuración contribuyen los más antiguos recuerdos y las obsesiones más particulares, el pensamiento moderno y sus aventuras en el pasado, las leyendas paganas y la teología cristiana, todo amalgamado, convertido en una sola materia que se constituye como la expresión de una determinada visión, en la que encuentra su forma un pensamiento, alimentado por todos esos elementos, que se abre paso y encuentra su coherencia cediendo al carácter desorbitado y radical del ámbito en que puede manifestarse su sentido. Los sueños y las pesadillas del artista, su propia fidelidad a las nostalgias que se encuentran en el origen de sus impulsos, se convierten en la materia que aloja un determinado pensamiento, cuya manifestación el arte hace posible entregándose como su sustento. El pensamiento es ya una representación determinada por la fidelidad a las fuerzas impulsivas que se abren paso a través de las vías que les presta la cultura. El poder de convicción de ese pensamiento se halla en la fuerza de la misma representación, del espectáculo. El artista está en el centro; pero ese centro lo devora y pone en su lugar la fábula.

El espacio del mito se ha constituido en el momento en que Santa Teresa se mostró para anunciar que se había cumplido un ciclo y otro nuevo comenzaba. Los soplos tienen que elegir la forma, el sentido, con el que entrarán otra vez a la vida. Quizás el principio del fin —el tiempo desde la eternidad tiene otra medida— se señala por el momento en que el cuerpo de Ogier de Beauséant sembró el desorden entre los templarios. Un nuevo signo encontraba su cifra en ese cuerpo. Es natural que ahora sea el punto de partida.

«Es bello como un ángel», se sorprende diciendo el Gran Maestro ante ese cuerpo cuya belleza ha vencido a la muerte y sin embargo, no está en la vida. Pero es difícil ir más allá de esa evidencia. Las interrogaciones que la vida muerta de ese cuerpo plantea son demasiado desconcertantes y él no responde a ellas más que con el silencioso fulgor de su presencia. Inútilmente el Gran Maestro tratará de insuflar su soplo por los dulces labios entreabiertos en un esbozo de sonrisa de la figura colgante para penetrar en el interior de esa pura exterioridad. Su soplo se deshace ante ellos, que lo rechazan sin esfuerzo. Los orificios «nobles» de la tentadora figura permanecen cerrados para el Gran Maestro. En su impotente furor, su revoloteante remolino se divide en las tres espirales que lo forman: percepción, voluntad y conciencia. La espiral perceptiva permanece unida «al movimiento rotativo del adolescente sin llegar jamás a investir a la vez todas sus fases corporales»; la voluntad cae en la indiferencia; la conciencia se extenúa sin éxito al tratar que los silogismos que alimentan su pensamiento le entreguen alguna respuesta. Pero es que sólo la vía de la percepción es válida. Dolorosamente, el Gran Maestro tendrá que aceptarlo: lo que lo obliga a permanecer girando alrededor de ese cuerpo es la fascinación, es el deseo. La vía de acceso hasta él es un último orificio reputado como maldito. En el pasado, los templarios se han servido ya de ese camino con Ogier de Beauséant. El Gran Maestro descubre el anillo con el sello de la Orden que Malvoise, uno de los templarios seducidos por Ogier, ha dejado en el umbral de esa ruta, obstruyéndola, como para afirmar para siempre su propiedad. Su soplo aplica toda su voluntad a abrirla nuevamente. Y tiene éxito. El anillo rueda por el suelo, dejando libre la entrada del orificio maldito. El brillo de la piedra le revela al Gran Maestro el «verdadero motivo» de su interés. La tentación es terrible y maravillosa… Pero el Gran Maestro la resiste: «Una eternidad acababa de pasar. Una eternidad pasaría todavía.» El tiempo de la fascinación y el deseo no tiene medida. Pero la tentación ha abierto nuevas interrogaciones. Ejercitado en la mortificación, tanto como Teresa, aunque de distinta manera, el Gran Maestro conoce el carácter culpable de los gestos corporales. Sólo en la anulación del cuerpo se encuentra la verdad del espíritu. Pero entonces ¿por qué la Santa, que ha alcanzado esa verdad, se le ha mostrado interesada sólo en el cuerpo que fascinó en vida al joven teólogo? Dueño de un pensamiento militar, el Gran Maestro encuentra una respuesta simplista: Teresa tiene su estatua, el delicuescente simulacro de piedra en el que su propio cuerpo en éxtasis se le muestra lanzado, por el aguijón con forma de lanza del ángel, a la viril posesión de sí por parte de su propio espíritu. Ése es el abismo en que Teresa se enamora de sí misma. La ira invade al Gran Maestro ante este reconocimiento y la perversidad encerrada en el simulacro de piedra inspira la perversidad del acto que se prepara a realizar. «¡O el Círculo superior es el lugar de la inconfesable delectación de las espirales o esa anagógica temeridad implica su rechazo de resucitar mujer! ¡Sea! A ella le toca soportar la prueba», se dice el Gran Maestro e insufla el soplo de Teresa por el ano del bello cuerpo incorrupto.

El prodigio, gracias a una acción puramente irracional e impulsiva, se ha realizado. La cabeza del adolescente se levanta, sus ojos se abren, sus labios se crispan, sus muñecas se liberan de sus ataduras, su mano derecha se posa sobre su pecho y su izquierda baja… ¿Quién ha nacido? La precipitada acción del Gran Maestro acaba de romper el carácter inviolable de esa identidad de cada uno en la que encontraba él mismo todo sentido. Ese nacimiento abre toda una nueva serie de posibilidades. Y ahora el mismo soplo del Gran Maestro es bañado por la «cándida simiente» del adolescente que ha vuelto a la vida. Dueño de nuevo de su cuerpo de pecado, Sire Jacques de Molay se encuentra fuera de la Torre de la Meditación, humedeciendo hasta la escalera. De hecho, insuflar el alma de Teresa en el cuerpo de Ogier de Beauséant ha sido un acto sexual, que produce una reacción genital en Ogier. Recordemos que en el momento de ser colgado empezaba a tener una erección ante la vista del cuerpo desnudado de su tía. El deseo ha tenido que esperar una eternidad; pero tal vez su momento ha llegado.

Desde allí, la novela avanza como uno de esos sueños obsesivos en los que un mecanismo secreto rige la multiplicidad y la aparente incongruencia de las imágenes que, dentro de la extraordinaria fuerza de su poder evocativo, en su carácter aislado, conducen una y otra vez a las mismas escenas centrales, en las que se encuentra su punto de partida y la fuente de su variedad. Sueño de un sueño, siempre hacia atrás en el sueño para tocar el fondo de los sueños, Sire Jacques de Molay sueña en Le Baphomet los sueños de Klossowski, yendo cada vez más allá del punto extremo que se ha tocado en el último sueño hasta llegar, desde la muerte, a los orígenes de la vida. En esta novela teológica, la construcción que crea el movimiento ascendente hacia la divinidad que debe encontrarse en el vértice y bañar con su sentido todo el edificio, conduce de nuevo al principio, en el que todo recomienza. Hay un extremo rigor en la forma en que el pensamiento, desarrollando la implacable argumentación de sus silogismos, desemboca en la no menos extrema libertad de las imágenes que lo encierran. Todo es fábula. El lenguaje busca su objeto haciéndose aparecer en la búsqueda y se pierde en el objeto que encuentra. Mediante este movimiento, se trata de contraponer al orden de Cristo el del Anticristo, a la verdad del espíritu la del cuerpo. Pero tal vez estos órdenes, estas verdades, no se oponen: se complementan traicionándose una a otra. En esta lucha, lo que se anula y se destruye es el principio de identidad. Nadie quiere permanecer en su ser, nadie quiere vivir una vez y nada más. La ley de la eternidad no es la unidad sino el cambio, porque a la eternidad la alimenta y la mantiene el deseo que lleva a querer perderse en el otro. La teología encuentra su explicación y su meta en la pornografía. Sire Jacques de Molay seguirá soñando. Teniendo como eje la amenaza constante que representa la presencia del rey, en su sueño alternan la necesidad de reunirse con los miembros de su propia Orden, de la que él se ha impuesto la obligación de mantener los principios y que celebran en la eternidad el siempre recurrente aniversario de su sacrificio en la hoguera, y el enfrentamiento con la figura —¿el nuevo dios?— que él ha creado.

Ante la enormidad de esa figura que lo anonada de deseo, Sire Jacques de Molay se verá reducido a las mínimas dimensiones para sorber la vida del cuerpo que lo tienta. Como un mero abejorro, volando a ciegas, visitará el sexo ante cuyo misterio sin fondo se detiene aterrado, se refugiará en la húmeda cavidad del ombligo sudoroso, se posará en los blanquísimos pechos, loco de placer, anhelante. ¿Pero quién va a responder por esas acciones? Como la figura que lo incita, Sire Jacques de Molay ha adquirido una doble identidad: es el austero guardián de las almas y el enloquecido abejorro. Y la figura lo invita por otra parte a vencer la vigilancia del altanero dragón que, como le ocurría a Valentine de Saint-Vit, guarda su sexo. O sea, a perderse en él y multiplicarse más aún en la paternidad. El deseo no impulsa a Sire Jacques de Molay más que a obedecer; pero el austero Gran Maestro de la Orden del Temple quiere saber ante quién se halla, quién le tiende esas trampas inmundas. Es el juego de la representación que crea el escenario en el que se encontrará la respuesta al hacerse visible la validez de la argumentación. «¡Es por hacerme adorar, oh Gran Maestro, que me he hecho colgar! ¡Colgado, me he encontrado yo mismo adorable, adorándome yo mismo en espera de un adorador!», le ha dicho la figura de Ogier de Beauséant poco después de que el Gran Maestro lo encontrara fuera de la Torre de la Meditación, con el traje blanco y negro de los pajes del Temple, resplandeciente de belleza, con el dulcísimo rostro enmarcado por sus bucles de ébano, la mirada y la sonrisa de Santa Teresa. Y el lenguaje mismo que el adolescente usa ha hecho que el Gran Maestro ponga en duda su identidad. Lo ha llevado a una celda, donde apenas desnudado, revelando en su desnudez su doble condición, los dos sexos que la iracunda acción del Gran Maestro ha reunido en esa figura única, el velo del deseo ciega al culpable del aspecto de ese cuerpo y Sire Jacques de Molay, convertido en abejorro, no quiere más que visitarlo, perderse en él, recibir su cándida simiente, entregarle la suya. Después, viene la lucidez: rechazado por la enorme figura, restituido a su consumido cuerpo de pecado, el cuerpo que fue purificado por las llamas de la hoguera, como ya va siendo costumbre, el Gran Maestro se encuentra en el suelo, contra las piedras, la frente en tierra. Desde esa posición poco digna, puede ver, sin embargo, el torso de espaldas y la cabeza inclinada del joven que se contempla a sí mismo. En su cara, la cara que no ocultan sus finas manos, los ojos extasiados, que son los mismos de Teresa, destellan bajo las largas pestañas embrujadoras del adolescente. «¡Tienes vergüenza de invocarme ahora tal como me ves, a mí que tú persigues mediante la regla que has instituido! ¡Y he aquí que ella se vuelve contra ti que quieres mantener a toda costa entre los Hermanos la creencia en su cuerpo propio! ¡Deja a las almas que se han separado mezclarse entre ellas y modificarse entre ellas como tú te has modificado ya!», le dice él-ella.

Y es que ante la muerte, la desaparición o el mero apartamiento de Dios, el orden que los puros soplos buscan es el desorden, la libre mezcla, el intercambio continuo, el incesante movimiento, la pornografía por tanto: la absoluta obediencia a las insaciables exigencias del deseo. Ese orden muestra el reflejo invertido del justo orden de la vida y su verdad: la aceptación del inevitable imperio de las puras intensidades, dado que todo principio ordenador ha desaparecido. Ahora que, conducido por el deseo, el Gran Maestro ha asumido otra identidad, visitando el cuerpo adorable de la enorme figura como abejorro, tiene que enfrentar el dilema de con cuál de sus identidades espera resucitar para toda la eternidad. La coherencia del sueño es estricta: ante su inmensidad, la fuerza del deseo nos empequeñece, nos reduce a la ciega expresión de su pura necesidad. Pero no hay que olvidar que en esa fuerza se oculta el secreto de la continuidad de la vida a través de la reproducción. En la balanza que la enorme figura extrae para mostrar cuál de las dos identidades que ahora corresponden al Gran Maestro tiene más peso para la justicia, triunfa la realidad corporal del abejorro que ha seguido al deseo sobre el soplo de Sire Jacques de Molay. «¿Será tu continencia la que te ha vuelto tan ligero? —le dice la insolente figura—. ¿O qué enorme crimen le da más peso a ese insecto que a ti mismo? ¿No pretenderás que la indiferente inocencia de un insecto lo pone por encima de la importancia histórica del Gran Maestro?» Sire Jacques de Molay no ha terminado de aceptar valerosamente su responsabilidad como abejorro, cuando se encuentra ya volando hacia los hermosos pechos de la gigantesca desnudez. Pero ésta, a pesar de la dulzura de su sonrisa en sus labios suaves, lo toma de las alas y lo arroja a las llamas que inevitablemente parecen ser el destino del Gran Maestro al fin de todas sus desventuras. «¡Ten piedad! ¡Quien quiera que tú seas, ten piedad!», alcanza a decir, ahogado ya por el calor.

Podemos pensar que, en la hoguera, el Gran Maestro se ha retractado de nuevo. Al recobrar la conciencia, se encuentra vestido con el chamuscado hábito de su sacrificio a los pies de Ogier de Beauséant. Ahora él-ella le revelará su verdadera identidad, el nuevo orden que representa: «… yo no soy un creador que sojuzga el ser a lo que crea, lo que crea a un solo yo y ese yo a un solo cuerpo. Oh, Sire Jacques, los millones de yoes que tú oprimes en ti mismo están muertos y han resucitado millones de veces en ti, ignorados de tu único yo». Él no viene más que a liberar al Gran Maestro de sí mismo. Pero cuando sus servicios son rechazados, aunque el deseo del Gran Maestro no quiere más que acogerse a la dulzura de su figura, su reino, que es el de la irresponsabilidad y la ligereza, toma el peso de la palabra sagrada al negarse a dar su nombre: «En verdad, en verdad te digo: los millones de hermanos y de hermanas que han muerto en ti por la alta idea que tú tienes de ti mismo conocen mi nombre al renacer; ningún nombre propio subsiste al soplo hiperbólico del mío, ni la alta idea que cada uno tiene de sí mismo resiste al vértigo de mi talla; mi frente domina las estrellas y mis pies levantan los abismos del universo.»

El nuevo orden se apoya en el antiguo y surge de él del mismo modo que el Nuevo Testamento se sirvió del Antiguo; pero ahora nos encontraremos no en el ámbito de la amenaza y la gravedad, sino en el de la risa y la irresponsabilidad. Una festiva parodia de los Evangelios alimenta algunas etapas de esa Pasión que quiere invertir el orden del mundo. Se trata de un juego, sin duda alguna; pero es un juego, de cuya seriedad no se puede dudar, que exige para entregar su sentido que se le mantenga en el ámbito mismo de la pura representación. La intensidad es la única regla que lo rige porque esa intensidad es el sentido. Klossowski se coloca y nos coloca en el tono y el ambiente forzosamente abigarrado en el que toda una serie de tendencias, de doctrinas, confluyen para crear una imagen ante la que podamos sentimos al mismo tiempo en el fin y en el principio. Una cierta visión del mundo parece haber llegado a sus postrimerías, tocando sus propios límites; otra empieza a levantarse sobre las ruinas de la anterior. Es la ley dentro de la que ocurren todos los nacimientos. Hay que propiciar las mezclas, los intercambios, hacer que se confundan las diferentes corrientes. Esa suma hará aparecer el nuevo mito.

Cuidadosamente, Le Baphomet se sitúa dentro de las exigencias y las posibilidades de la novela teológica. Su lugar no es la realidad contingente, sino el campo que crea la argumentación y su verosimilitud es la que le otorga el rigor lógico del lenguaje. Pero nos encontramos ante una perversión de la teología; las exigencias de las circunstancias dentro de las que se desarrolla la vida también en las esferas celestiales han hecho que la novela teológica tenga que ser igualmente novela pornográfica. Sin embargo, no se trata de precisar un cierto género. Se trata de eregir como sistema la forma narrativa. La teoría tiene que insertarse en el campo de la representación porque su sistema tiene que ser el de la revelación que se mantiene como tal, afirmando, mediante el puro despliegue de los sucesos que la configuran, su procedencia irracional. Todo está contaminado. El humor se encuentra en la base de las reglas del juego y es parte de la teoría. Sólo mediante él la actitud crítica, que obedece a las exigencias que la razón le ha impuesto al pensamiento, encuentra su equilibrio y pasa a formar parte de la irracionalidad que inspira la teoría. El sistema sigue siendo el de la revelación. Se trata de crear el ámbito en el que debe establecerse una nueva forma de gnosticismo: un conocimiento intuitivo y misterioso de las cosas divinas, porque la forma de una nueva divinidad que sustituya a la antigua, de un dios que aparezca a partir de la muerte de Dios, es la única manera de hacer coherente el reconocimiento de la incoherencia como fundamento del sistema. El signo se convierte en fuente de la que mana el sentido del sin sentido. Es a través suyo como el sin sentido se hace significante. La profundidad extrema de Pierre Klossowski como novelista se muestra en la capacidad para conseguir que, siguiendo el procedimiento de los dioses paganos que imitaban las pasiones, los gestos y las actitudes de los humanos para hacer visible en el espacio de la representación su divinidad, convirtiéndose en espejo para los hombres y espejo de los hombres, sean precisamente los gestos y las actitudes en los que se expresan las pasiones los que determinan la veracidad del signo. Nos encontramos siempre ante un espectáculo. Las aventuras del espíritu y las aventuras del cuerpo —la voz del pensamiento y el silencio de la carne— configuran en igual medida ese espectáculo.

El bello adolescente en el que se alojan también las formas femeninas de Santa Teresa, le dará al fin su nombre al Gran Maestro, haciéndoselo deletrear junto con él-ella: BA-PHO-MET. Es un nombre imposible de recordar, el nombre del olvido que se opone a la memoria. Dueño de una súbita dignidad, deslumbrante de belleza y de piedad, el adolescente se lo explica al suplicante Sire Jacques de Molay: «Yo no puedo repetirte mi nombre. Demasiado respetuoso del Creador, observo lealmente el pacto que nos liga: la memoria es su dominio, el mío el olvido de sí entre aquéllos que renacen en mí. ¡Y tendré cuidado de no Recordarle que antes de crearlos a ustedes, Él ha hecho morir en Sí mismo a millares de dioses para Crearse único! No puedo nada contra la memoria que Él da a sus creaturas.» El Baphomet es la encamación de lo imposible, de aquello que no es y cuyo signo es la ausencia de sí. Pero provocar apariciones, hacer vivir el reino de la fábula en la que se muestren los nuevos mitos, es la tarea del artista. Esa encamación no es más imposible, en el espacio de la fábula, que la de Aquél que totalmente Es y que para Ser ha hecho morir en la memoria de los hombres a todos los dioses, las figuras en las que se encerraba la presencia de la divinidad, que la imaginación de los hombres había creado.

Lo que el Baphomet tiene que ofrecerle al viejo monje soldado que le suplica que lo ilumine, es la verdad de la vida que se desconoce a sí misma. La escena se desarrolla en los términos de una seducción en la que reina la fuerza del deseo. Como abejorro, Sire Jacques de Molay necesita beber de los pechos del adolescente la fuerza necesaria para que su dardo tome por asalto la guarida cuya entrada protege el dragón y encadenándolo hacer que le dé su tesoro líquido. Es el acto de la reproducción realizado en nombre no de la memoria en la que se perpetúa el yo, sino del olvido de sí que el mismo deseo que lleva hacia el acto provoca. La que quiere esa realización es la identidad misma que se muestra como ausencia de identidad del Baphomet: El Príncipe de las Modificaciones, en cuya doble figura única de adolescente y mujer ha encamado el deseo. «En verdad, te digo —afirma él-ella moviendo sus largas pestañas coquetamente—: el que alimenta su olvido de mi leche virginal recibe la inocencia; que ha alimentado su sed también de la simiente de mi falo; pero el que ha bebido de mi simiente, no sueña más con invocarme, porque ya no teme más pasar por las miles de modificaciones que jamás consumirán al Ser.» Y llevado por el deseo, aceptando anhelante todas las contradicciones que el deseo encierra en sí y que alimentan una argumentación que sólo retrasa su satisfacción, aceptando renunciar a su cargo de Gran Maestro, queriendo el olvido, buscando el olvido, temiendo el olvido, escuchando cómo la terrible y maliciosa y maravillosa figura se califica a sí misma de histrión y de puta y afirma su negación de toda seriedad, abundantemente, hasta ahogarse en su abundancia, que cubre el brillo del diamante heredado del verdugo de Ogier de Beauséant y que el Baphomet lleva en el dedo, la memoria de Sire Jacques de Molay, que ha bebido la leche de los pechos del Príncipe de las Modificaciones, recibe de su falo la simiente del olvido.

Cuando Sire Jacques de Molay abre los ojos al término de sus oraciones, en la alta bóveda, al fin de una cuerda, cuelga desnudo el cuerpo de Ogier de Beauséant. Klossowski nos dice que el Gran Maestro clama: «Baphomet, Baphomet ¿por qué me has abandonado?» Y por supuesto, en el ámbito de las obsesiones que pueblan los sueños, todo se repite, todo regresa: una ventana se abre y aparece el Rey vestido con el hábito de Templario: «Sire Jacques —susurra—, ¿ésa es la iniciación al segundo o al tercer grado?»

Luego, Sire Jacques de Molay está de nuevo dirigiéndoles palabras edificantes a sus hermanos de la Orden del Temple. Su sermón se complica en la ya conocida y cada vez más tortuosa defensa de la unión entre el alma y el cuerpo en una absoluta identidad única. Algunas antiguas herejías salen a relucir. Pensamos en los cátaros, en los arrianos y anulares, en los Hermanos del Libre Espíritu. En la historia de la iglesia, las llamas de la hoguera han estado preparadas siempre para ellos, como lo estuvieron para el Gran Maestro. Y ahora se trata de conmemorar el aniversario de ese suplicio que se pierde en la noche de los tiempos sin que su memoria se extinga. Pero los ecos de las últimas palabras del Gran Maestro, advirtiendo y recordando los peligros de que el estado de total indiferencia en que están las almas hasta la resurrección de los cuerpos las haga distantes a todo y redunde en la nociva tendencia a mezclarse haciendo indiferenciables incluso a las víctimas de los verdugos, no se han extinguido todavía cuando los participantes del convivio están perdidos ya en los goces de la celebración. Las almas siguen una conducta tan ávida y desordenada como la que los cuerpos observaron en vida. La austera Orden del Temple se muestra incapaz de apartarse de la tendencia al desorden. El vino y las viandas corren. Hay un nuevo personaje que observa, disimulando su turbación, ese frenesí de los apetitos. Es el Hermano Damiens, el nuevo capellán, que ha llegado a la fortaleza con el Visitador de la Orden. Toda la noche ha escuchado en confesión a los Hermanos caballeros: una sola voz que cada vez se acusa de faltas más monstruosas. Al alba ha celebrado la misa en una capilla vacía, donde un susurro se dejaba escuchar intermitentemente: «He sido tomado por aquél que no soy.»

Ahora, en la alegre confusión del convivio, todos los participantes se ven iguales, rebosantes de salud y con una asombrosa ligereza que facilita todos los cambios, todos los movimientos y todas las confusiones. En ese ambiente de relajamiento, ocurrirán una serie de prodigios, cada vez más asombrosos, que animan el banquete y mantienen vivo el espectáculo, conduciéndolo finalmente a un punto que se halla en el extremo opuesto de aquél hacia el que señalaban las sinuosas, angustiadas palabras del Gran Maestro.

Muy pronto, un enviado de los Tronos y Potestades se hace presente para advertir a los miembros de la Orden que la fortaleza está sitiada y entre ellos se encuentran peligrosos enemigos y se permiten corruptoras acciones. Es el Papa Clemente, cuyo rostro aparece dentro de una bola de fuego, detrás de la ventana, y que avisa al Gran Maestro y los Templarios no sólo que algunos de sus ritos son peligrosos y debe evitar insuflar espíritus exaltados en los cuerpos dormidos, propiciando una imperdonable ruptura de la unidad ortodoxa, sino que en la fortaleza se encuentra, oculto, bajo la forma de un mamífero de continentes inexplorados, un peligroso enemigo: Frédéric el Anticristo, aquél que ha dicho que «todos los dioses murieron de risa loca al escuchar que uno de ellos se nombraba el dios único».

El tema central de Le Baphomet ha reaparecido en la alegría del convivio. Ése es el punto último del camino que ha seguido el pensamiento de Klossowski, camino trazado a través de la huella que deja el curso de sus diferentes intensidades. Desde la necesidad de la unidad hasta la afirmación de la variedad. El tema ha encontrado una primera expresión directa en el audaz ensayo sobre «Nietzsche, el politeísmo y la parodia»; pero aparece también en la base del «conocimiento sin principio ni fin» que descansa en la locura y salva de la locura por medio de la coherencia de la incoherencia alcanzada en la aceptación del signo Roberte en Le souffleur. En Le Baphomet creará la vía para convertirse en la expresión de una nueva forma de conocimiento «intuitivo» y misterioso de las cosas divinas cuyo fundamento se encuentre en la verdad de la vida: una nueva gnosis.

Aunque al Gran Maestro las advertencias, que apenas disimulan su carácter de amenazas, encerradas en las palabras de Clemente, el enviado de los Tronos y Potestades, deben provocarle recuerdos de acontecimientos recientes, éstos no se despiertan en medio de la animada celebración de la fiesta de aniversario de su suplicio. Al contrario, todo parece contribuir al tumulto. La fortaleza sitiada, la oculta presencia de un extraño enemigo, son temas que se disuelven en una serie de exaltadas conjeturas que le agregan intensidad al curso del banquete en vez de interrumpirlo. Como cada año, los acontecimientos que en el tiempo de la historia condujeron a la destrucción de la Orden del Temple se repetirán; pero el movimiento circular de esos acontecimientos ha transformado su carácter inicialmente dramático y perentorio en un espectáculo con mucho de desfile circense cuya función principal parece ser contribuir al lustre de la fiesta. La representación ha perdido toda seriedad o ha ganado el reconocimiento, inconsciente tal vez por parte de los actores, de que lo importante es el brillo con que se despliegan los sucesos. Nos encontramos ante un puro juego de prestidigitación. En medio de una exaltación y un fervor sospechosamente alcohólicos, Sire Jacques volverá a encontrarse frente a la seductora figura de Ogier de Beauséant. El bello adolescente aparece y desaparece. Con la mirada vidriosa y la lengua entrecortada, el Gran Maestro se dedicará a clamar por su presencia, exigiéndole a un desconcertado Sire Gauvain, encargado de los pajes del Temple, que lo traiga de nuevo ante él. El ascético rostro del Hermano Damiens se disolverá lleno de complacencia al contemplar la belleza y los movimientos llenos de gracia del encantador grupo de pajes, ante cuya frescura adolescente, ingenua y perversa, se ve llevado a aceptar el súbito reconocimiento de que ellos deben de ser los Tronos y Potestades.

Pero el encargado de la que hasta entonces parece la parte más brillante del espectáculo es el Rey Felipe, el inveterado enemigo del Temple. Ante la asombrada vista de los participantes del banquete, el rey que de «eternidad en eternidad», a cada celebración quiere superarse a sí mismo, después de mencionar el nombre Baphomet, sumergiendo al Gran Maestro en el olvido —¿alcohólico?— y devolviéndole toda la realidad sin memoria de su carácter repetitivo al presente, se hace degollar por una figura velada de negro que avanza del fondo de la sala. Pero todo es un juego, la muerte no existe tampoco para él; eternamente intentará destruir el Temple, eternamente renacerá el Temple: su muerte es imposible y por tanto ficticia. Con la práctica, lo que el rey ha llegado a ser es un gran prestidigitador. Su cabeza cortada es guardada entre sus velos por la figura vestida de negro. Luego, ante el asombro del Hermano Damiens, la figura se descubre: es el mismo rey.

Sin embargo, todavía asistiremos a sucesos más asombrosos y que anuncian e inauguran un cambio definitivo. Comprobando la verdad de la advertencia de Clemente, Ogier de Beauséant irrumpe en la sala montado en una extraña cabalgadura: un oso hormiguero. El exótico y grotesco animal, ocultado por Ogier en los pesebres de la Fortaleza después de rescatarlo de unos saltimbanquis que lo exhibían, será parte de un nuevo espectáculo en ese escenario asombroso en el que peregrinos, mercaderes, judíos, contribuyen a afirmar el color de una mítica Edad Media, en la que las almas, convertidas en intenciones que han sido despojadas de su motivo, muestran su identidad con los cuerpos que, en vida, actuaban como si no tuvieran alma. Ésa ha sido la regla en la vida y ésa será la regla en el espacio de la muerte, en el que un cuerpo sin identidad única y que representa al olvido se impondrá como el objeto de la adoración en la que el mundo encuentra su verdad. El asombroso animal será conducido junto con Ogier a una capilla adjunta donde, aparte de la mirada de los curiosos a quienes una valla de Hermanos de la Orden cierra la vista de la ceremonia, es sometido a uno de los ritos de iniciación de los Templarios: la prueba de escupir el crucifijo. Prueba esencialemnte sin valor fuera de su carácter ritual: tal como la explica el Gran Maestro «el sentido de la prueba es confundir aparentemente con el consentimiento de pleno grado el constreñimiento para ejecutar un gesto odioso». En cualquier forma la Trinidad será negada. La naturaleza herética de la Orden de los Templarios se desliza oblicuamente en esa explicación.

Sometido a esa prueba, la actuación del oso hormiguero resulta no menos sorprendente que su aspecto. Después de girar en redondo alrededor del crucifijo, trazando con sus movimientos el círculo del nuevo orden y circundando y encerrando entre ellos al símbolo del antiguo, el exótico animal lame, babea y finalmente rechaza con una de sus peludas patas de largas uñas el crucifijo. Interrogado por el Gran Maestro, responde con la voz de Ogier, que, sin embargo, no abre la boca. De nuevo, la escena es una estricta parodia de los Evangelios o mejor, una repetición con otro protagonista. El Gran Maestro se ve inevitablemente llevado a representar el papel de Pilatos y el oso hormiguero emplea las palabras de Cristo. «¡Mi reino no es de este mundo; si lo fuera todos los osos hormigueros del mundo vendrían a combatir por mí! ¡Pero yo no soy el rey de los osos hormigueros!» «¡Yo soy el camino, la verdad y la vida!» «¡Yo soy el Anticristo y todo lo que el Cristo dice, el Anticristo lo dice al mismo tiempo! ¡Las palabras no difieren en nada! ¡Uno no puede distinguirlas más que una vez sacadas las consecuencias!» Su actuación afirma y niega o no afirma ni niega: tiene el mismo carácter ambiguo que la prueba de escupir el crucifijo y las consecuencias de esas palabras salidas de lo que él representa se verán en un momento. En efecto, el oso hormiguero anuncia el orden que el Baphomet le ha revelado al Gran Maestro y cuyo sentido se encierra en las amenazantes palabras que repitió la figura enmarcada por las llamas de Clemente y que ahora expresa directamente el oso hormiguero por boca de Ogier: «¡Cuando un dios se proclamó el dios único, todos los otros dioses murieron de risa loca!»

Ahora, el que ha muerto es ese dios único y se aproxima el triunfo del Príncipe de las Modificaciones, el dios que encuentra su verdad en su falsedad, que no tiene ninguna identidad y representa el cambio perpetuo y el olvido. Su triunfo tomará el aspecto de uno de esos Triunfos medievales en los que se representa la alegoría que celebra la imposición de una verdad. Ante la indignación del Gran Maestro, el oso hormiguero empieza a lamer la mano de Ogier y él acepta esas caricias. Cuando el Hermano Lahire, el antiguo amante de Ogier, obviamente loco de furia y de celos, se precipita a romper esa unión, cae de rodillas y el prodigioso suceso se produce: «Envuelto en una nube luminosa el muchacho se ofrece a todas las miradas en la perfecta desnudez de una virgen, pero cosa asombrosa, conservando erecto el falo». Mientras el Gran Maestro es rechazado hacia atrás y el joven recibe el homenaje del oso hormiguero, «una voz tronante clama estas palabras: ¡Es en él que yo he puesto toda mi confianza!» Todos los caballeros han caído de rodillas y un solo grito se levanta: «¡Gloria in excelsis Baphometo!» Es de esperar, como en efecto ocurre, que en ese momento un gallo cante a lo lejos en el campo y las tinieblas invadan el recinto.

Toda una forma y una evolución inevitable del pensamiento ha encontrado su representación en ese Triunfo que inaugura un nuevo orden. El sueño que alimenta las peripecias que forman la novela gira incansable sobre sí mismo en busca del soñador. Para Ogier de Beauséant, solicitado por el deseo de todos los miembros de la Orden y que es la imagen en la que encarna ese deseo, el reconocimiento público de esa solicitación privada es la realización de un sueño secreto en el que se vería exaltado como acaba de serlo. Pero la realización de su sueño es demasiado fuerte y ahora lo llena de terror y tiene que penetrar su sentido. Es su tumo de exteriorizar las fuerzas que alimentan su sueño. El oso hormiguero mostrará su identidad en un diálogo con la Santa que se ha alojado en el cuerpo del muchacho, transformándolo en el andrógino que crea la imagen del nuevo dios: un cuerpo: el cuerpo doble en el que se reúnen los contrarios, sin ninguna identidad, el cuerpo radiante del pensamiento místico, el cuerpo mágico de las visiones poéticas. Tras la figura exótica y grotesca del animal se dejan ver ahora, llevadas por la intensidad del diálogo con la Santa, las facciones a un tiempo nobles y grotescas de Federico Nietzsche: su vasta frente, sus cejas pobladas, sus ojos fulminantes, sus labios desapareciendo bajo los enormes bigotes. Nietzsche y Santa Teresa: el pensamiento extremo y desgarrado, imposible de colocar dentro de las normas que rigen la historia de ese mismo pensamiento, crea en su seno una figura no menos exótica y extraña, desproporcionada y en apariencia absurda, que la de ese pensamiento: el oso hormiguero, animal raro entre los animales de Occidente, con la que encarna en Le Baphomet; y el dulce pensamiento de la caridad total, que quiere perderse en el objeto de su amor y se imagina a sí mismo envuelto en las llamas de su deseo, ardiente, consumido por la intensidad de ese amor al que todo sacrifica, incluso su identidad como pensamiento. «Fuerza del Cielo —le dice Nietzsche a Santa Teresa— ¿qué haces tú aquí, en estos lugares de corrupción?» Y ella contestará: «¡Oh despreciador de Dios, a qué estás aquí reducido! ¡Para ti, que abusaste de tan grandes dones contra Él, yo no he sido, yo su servidora, más que una voluntad orgullosa, lo que a mis propios ojos demasiado soy! ¡He aquí que ese mismo orgullo me excluye de los círculos superiores y permanezco ligada a las almas que me son queridas!» Y largamente dialogarán sobre su condición.

Generosa, la Santa le ofrece la voz del muchacho por el que ella habla. Su caridad no tiene límites. Para justificarse cita palabras favorecidas anteriormente por Klossowski: «Pero todo lo que está condenado será manifiesto y todo lo que es manifiesto es luz.» Orgullosamente, el filósofo rechaza su ofrecimiento. Su destino es la incomprensión. Eternamente su pensamiento tendrá la figura de un animal exótico y desagradable. En respuesta a la cita de Teresa afirma: «¡Pero aquello en lo que la luz es tinieblas, qué tinieblas!» Y su extremo y noble aspecto se pierde en el del oso hormiguero. La lengua del extraño mamífero se aplica a lamer la radiante figura de Ogier, iluminada por la presencia de la Santa, hasta que, despojado de esos velos prestigiosos, aparece todo su voluptuoso esplendor desnudo. Entonces, Ogier se ve a sí mismo colgado de la cuerda de su sacrificio y da un grito de terror que lo despierta. El despertar trae el olvido, la escena del triunfo se repetirá desde otro ángulo, siempre en busca del soñador.

¿Será ese soñador el Hermano Damiens? ¿Puede ser ése el nuevo Capellán, el confesor que escucha a todos y posee todos los secretos? Él ha presenciado la transfiguración y el triunfo de Ogier, aclamado por los caballeros monjes, sin entender nada, oculto tras un pilar. Abandonando la especulación teológica que alimentaba los interminables silogismos del Gran Maestro, el lenguaje ha entrado al terreno de la psique —nada más natural tratándose de una novela que ocurre entre almas— para darnos una explicación psicológica de los motivos interiores que han permitido al ingenuo Ogier llegar a tan extraordinaria situación: «Vanidoso hasta la punta de las uñas», era de esperar que el adolescente realizara sin pensar todo tipo de acciones extraordinarias, buscando complacer a las autoridades, que tanto acostumbran complacerse con él, para que ellas encontraran otra forma de complacencia y él sus elogios. Ahora, aburrido por el largo interrogatorio al oso hormiguero, durante su sensacional triunfo está dormido. Esas cosas sólo ocurren en sueños. Al abrir los ojos, su mirada encuentra la del Hermano Damiens. «Basta con un golpe de pestañas que le lanza el paje —nos dice el narrador: ¿pero quién es el narrador?— para que el Capellán pensara perder a su vez la razón: un velo espeso se desgarró a su alrededor: que Ogier iba a pertenecerle o él pertenecerle a Ogier —ningún argumento resistiría a la fuerza que, a través de los ojos del muchacho, lo revindicaba desde el fondo de los tiempos.»

El sueño es ya el del Hermano Damiens; pero no sólo suyo y además ¿quién es él? Todo se mezcla. Ya no hay pasado ni futuro: sólo el presente de la narración. En el principio está el deseo. Una misma intención sin tiempo, que persiste a través de las edades, se repite bajo formas diferentes y reaparece siempre, buscándose y encontrándose, idéntica a sí misma en su impersonalidad. Más allá de la diversidad de los motivos en que se aloja y que la configuran de acuerdo con su particularidad, esa intensidad se halla en el reconocimiento de la identidad de los ojos que el Hermano Damiens encuentra detrás del golpe de pestañas de Ogier.

En Le Baphomet, la ausencia de cuerpo, la calidad de meros remolinos de los soplos en los que se encierra el recuerdo de distintas intenciones, le da a la acción una ambigua calidad, una perturbadora nostalgia, que subraya la perversidad maliciosa y efectiva del tratamiento del tema, porque en ningún lado puede encontrarse tan presente la realidad del cuerpo y de la vida como en esta novela que sucede entre puros espíritus, meros soplos sin ninguna consistencia, que han muerto ya. El clima erótico que atraviesa toda la obra es el clima de la nostalgia por lo que se ha perdido, nostalgia que hace obscena la vibrante intensidad de los deseos de esos soplos evanescentes y a través de la obscenidad de la nostalgia, por medio de la obscenidad, hace más evidente la pureza y la verdad de la vida del cuerpo. Es tal vez el mismo sentido que el de la inversión que busca la última figura pervertida en la que reencarna la intención del joven teólogo enamorado de Teresa, que prostituye a su esposa para encontrar en el mal su pureza; es el sentido que se busca también a lo largo de toda la trilogía de Roberte.

De igual modo, en esta novela situada fuera del tiempo, en la que todo transcurre de «eternidad en eternidad» y la verdad del instante no tiene medida temporal, está fija en su pura intensidad como está fijo en su belleza sin tiempo el cuerpo desnudo y sin vida de Ogier de Beauséant, girando deslumbrante sobre sí mismo, exhibiéndose a sí mismo cerrado en su silencio, en el lugar de su sacrificio, el tiempo es ese continuo presente narrativo que no tiene por qué responder al orden de ninguna sucesión y en el que todo puede pasar porque lo hace existir la realidad del lenguaje. Por los ojos del paje que han encontrado a los del Hermano Damiens, «Teresa contempla también lo que ella había discernido antaño en esa alma a la que unas palabras escritas por la mano de la Santa habían consagrado al paladeo porfiado de su desgracia». Es el momento en el que, en el espacio de la narración, todo puede pasar. Teresa se encuentra ante la oportunidad de liberar de esa intención blasfema y pervertida a las dos últimas almas en las que ha encarnado, asumiéndola ella misma. Esa acción la separará para siempre jamás del joven teólogo, que se verá liberado de la intención que la unía a ella, y para siempre jamás de ella misma, que dejará de ser ella misma asumiendo la intención del joven teólogo. Terrible sacrificio, concebible sólo en el inconcebible tamaño de la caridad de Teresa. Gracias al cuerpo de Ogier que ha expropiado, la Santa le dará al joven teólogo reaparecido en el Hermano Damiens la oportunidad de sostener ese combate que ella le hace tener «contra él mismo en tanto que ella está allí…»

Pero la verdad de los signos ha cambiado. Llegamos al origen del sueño y a la identidad secreta del soñador. Una misma intención, la verdad de una misma intención, atraviesa los tiempos. El Hermano Damiens es el joven teólogo y es el escultor que realizó en piedra el simulacro de Teresa disuelta en el deseo mediante el que se posee a ella misma y es el perverso que obliga a su mujer a entregarse a sus amigos para que en el mal aparezca el bien: es el soñador, el artista, que oye todas las confesiones y posee todos los secretos: es Pierre Klossowski.

La naturaleza única de ese sueño que se repite se mostrará enseguida. Estaba insinuada ya en el prólogo, donde el fondo secreto tras la identidad de Valentine de Saint-Vit y Ogier de Beauséant nos llevaba irremediablemente a Roberte y Antoine. Ahora todas las figuras mostrarán abiertamente su estrecha relación en esa naturaleza única del sueño que se repite. El oso hormiguero deja ver nuevamente las nobles y dolorosas facciones de Nietzsche en ese momento, que vuelve siempre, del despertar de Ogier después de su Triunfo como Príncipe de las Modificaciones y lo que ocurre de inmediato muestra la mezcla total de las figuras cuya identidad se encuentra en la diversidad. Para asombro de Ogier, deslumbrante en su cota de mallas, llevando en una mano la cadena en cuyo otro extremo está el hombre desnudo que avanza a cuatro patas como si se disimulara todavía tras la apariencia del oso hormiguero y en la otra una balanza, aparece Valentine de Saint-Vit, plena de seducción en el disfraz que la convierte en imagen de la justicia. Como tal, a través de la figura de Ogier, le dirige palabras llenas de reproche a Teresa por su abandono del espacio de los espíritus en el que ha producido un desequilibrio al excluirse del número de los elegidos. Como era de esperar, oculto tras su pilar, el Hermano Damiens reconoce horrorizado en Valentine a la compañera de su última existencia, a la que demasiado bien sabe como ha pervertido y de la que no se explica cómo se atreve a aparecer con los atributos de la justicia. A través de la persistencia de una misma intención, el pasado y el futuro tienen la misma naturaleza y se unen. Todo se vuelve sobre sí mismo y regresa. No existe el tiempo ni la identidad. Es el espacio que el hombre desnudo con la vasta frente, las cejas pobladas, los ojos ardientes, los labios ocultos por el descomunal bigote, que avanza a cuatro patas, encadenado a la múltiple figura única en su belleza de Valentine de Saint-Vit, ha descrito con palabras tonantes y extasiadas, aceptando la pérdida de sí mismo, en libros incomprensibles e inaceptables que encierran en sus solitarias cimas el escándalo, como el Eterno Retorno.

Mientras Valentine de Saint-Vit dirige su hipócrita exhortación a Teresa, su mirada y su voz excitan el cuerpo de Ogier. Lo sabemos ya por Roberte ce soir y La révocation de l’Edit de Nantes tanto como por Le Baphomet: la imagen austera y procaz de la tía siempre despertará el deseo del sobrino. La respuesta de los órganos de Ogier alerta a la Santa que su cuerpo aloja. Teresa no caerá en el engaño mediante el que la tía, fingiéndose enviada de los Tronos y Potestades, sólo pretende decir tras sus palabras «ceda su cuerpo al alma de mi sobrino». La voluntad de la Santa y el deseo ludían en el cuerpo de Ogier. Pero rechazando la petición de reintegrarse al número de los elegidos, esa voluntad sólo afirma más aún la verdad del deseo. Si éste es el que impera, a Valentine de Saint-Vit le es más conveniente tratar de actuar sobre su sobrino, al que siempre ha dominado, que sobre Teresa. Abandona su papel y llena de risa «posando sus bellos dedos sobre la boca del muchacho y lanzándole una mirada severa» —siempre las adorables manos de Roberte, siempre su incomprensible empeño en mostrarse honesta y severa, haciendo que sus palabras contradigan sus gestos, sus gestos sus palabras—, empieza a regañar a Ogier, que, ante el contacto con el cuerpo de su tía, tiembla de deseo. Pero las palabras de Valentine de Saint-Vit traen al presente el recuerdo de la falsa moral utilitaria mediante la cual ella pretendió servirse de Ogier y del deseo para destruir la Orden del Temple. La escena del castigo se repite. Nuevamente, Malvoisie surge para sacrificar a la dama que traiciona a su sexo queriendo servirse de él para fines utilitarios en otro campo. Nuevamente, desnudada por el caballero, Valentine de Saint-Vit mostrará su vergüenza: un dragón altanero surge de su desnudez. Pero ahora, unido a la Santa, Ogier se lanza sobre el dragón con el puñal desenvainado; sólo que su propio flujo de vida se anticipa a su gesto asesino. Entonces, Malvoisie corta con su daga una vez más la cabeza del dragón.

El grito de Valentine de Saint-Vit es tan fuerte que arrastra en su remolino a los soplos de los Hermanos caballeros. Todo se desvanece. El escenario ha quedado vacío. Sólo está presente el cuerpo de Ogier: la imagen del deseo que ahora encierra también a la generosa alma de Santa Teresa, que voluntariamente se ha hecho prisionera de su verdad. Abandonando su escondite tras el pilar, donde había permanecido sin hablar «por miedo de reprimir a aquellos que se mostraban como inciertas sombras», el Hermano Damiens se precipita sobre ese cuerpo…

El sueño toca al fin al soñador en su movimiento sin término. La narración, que hasta entonces se ha servido de la tercera persona de un impersonal narrador, se centra en el empleo de la primera persona por parte del que sueña. De ningún modo se trata, sin embargo, de reconocerse y afirmarse como centro. El soñador participa del mismo carácter evanescente y volátil de los demás protagonistas del sueño. Su realidad es también la de la literatura, la del arte, en la que los soplos han encontrado su lugar mostrándose como continua aspiración al cambio, a la transformación, que se expresa como incesante movimiento. Es una realidad hecha de palabras, difícil y hermosamente construida a través de la fragilidad de esas palabras, que no se apoyan en nada y a las que cualquier afirmación demasiado fuerte y rotunda, cualquier grito, puede arrastrar, hacer desaparecer, «como inciertas sombras». Es la debilidad y la fortaleza de la escritura. Ella reconoce y muestra la ausencia de centro. Es un puro movimiento, un juego que se sabe a sí mismo intrascendente. Al final de Le souffleur, Roberte, asumiendo su carácter de signo, reconoce y exige para sí ese derecho a la irresponsabilidad del que se sabe sin ninguna atadura: «¡La familia que formamos no tiene otro origen que el humor, el capricho, el azar, el juego! ¡Que no reinen más que lazos de afinidades en el capricho, el humor, el azar, el juego!» Pero sí, igualmente, en Le Baphomet, el soñador no ocupa el centro del sueño, sino que es parte de un sueño general en el que se afirma la permanencia de las afinidades, la reaparición de una misma intensidad que expresa la naturaleza común de una cierta intención, esa intención tiene su origen en la verdad de la vida. No hay principio ni fin. En uno y otro extremo, extremos que son intercambiables, o sea al principio o al fin, manifestación única de lo Mismo, se encuentran las palabras escritas por Santa Teresa en las que el joven teólogo halla a Teresa o la figura de Roberte, esposa de la última alma en la que encuentra su permanencia la intención del joven teólogo, que nos conduce a Teresa como Teresa conduce a Roberte, porque las dos son el signo de una misma verdad: la verdad sin verdad de la vida que se posee continuamente a sí misma, como Teresa lo hace en la estatua que la convierte en simulacro, en signo creado por el arte.

De esa otra obra de arte que es a su vez Le Baphomet surgirá otro signo en el que se hace visible la forma intuitiva y misteriosa de un conocimiento sin conocimiento: una gnosis cuyo centro es la ausencia de centro: el signo en el que se encierra la coherencia de la incoherencia.

Klossowski es el Hermano Damiens, la figura en la que, a través del tiempo, más allá del tiempo, en el ningún lugar donde se sitúa la escritura a la que se acoge el escritor para encontrar en ella la realidad de su ausencia de realidad, se encuentra esa intención común que viaja de eternidad en eternidad. El Hermano Damiens está en la Fortaleza de los Templarios, supuestamente, para obtener sus grados entre los Hermanos caballeros presentando una tesis sobre «el estado de indiferencia en que se encuentran las almas separadas de sus cuerpos en espera de la resurrección». Acabamos de asistir a la comprobación de la verdad de esa tesis: es el argumento de Le Baphomet, en cuya última parte nos encontramos ahora.

Irónicamente, el que le recuerda esa tarea al Hermano Damiens es el paje en el que ya habita también la Santa que fue el primer objeto de un amor que ha persistido a través de los siglos. Pero ¿dónde nos encontramos ahora? En el espacio que ha creado el desarrollo de la tesis del Hermano Damiens. Es el lugar del encuentro. En él se mostrará una verdad que abarca la vida y la muerte. Con el aire profesoral y pedantesco del que recita una lección aprendida de antemano, cuyo contenido y cuyas veladas insinuaciones hacen sospechoso su aire de inocencia, el paje se lo ha recordado al Hermano Damiens: «… vigilamos desde ahora su mejor parte en cada uno de ustedes que se agitan del otro lado. ¿Qué es esa mejor parte? Usted lo sabe como yo, Hermano Damiens, la Vida se lo ha mostrado a Marta: escuchando a la Vida, no solamente María ha escogido su mejor parte, sino que ella está en la Vida por esa mejor parte de sí misma. Por su lado, Marta quiere mejorar lo que es: afanándose, añadiendo, aumentando; y eso hace que pierda de vista su mejor parte: ella cree obligar a la Vida. No soporta que la Vida esté ahí desde siempre sin pedir nada, más que uno la escuche. Claro, Marta también había tenido su mejor parte; pero por haber querido justificarse con sus gestos a sus propios ojos, se volvió sorda a la Vida, donde se está a pesar de uno y donde no se tiene nada que hacer. Así, cada uno ha conocido en su breve existencia un momento de tranquilidad en el que, por algo quizás totalmente fútil, no deseaba ya nada ni se preocupaba del mañana. Pero ¿quién se ha atrevido jamás a vivir como los lirios del campo? ¿Quién ha creído jamás que eclipsaba a Salomón en toda su gloria?» El Príncipe de las Modificaciones, el vocero del Anticristo, usa las palabras de Cristo para afirmar la verdad sin verdad de la Vida y sus palabras negarán también la necesidad de afirmarse frente al mundo. Se puede sentir que se ha nacido «demasiado pronto o demasiado tarde» y «tener miedo de vivir en inútil extranjero entre sus pretendidos contemporáneos», pero ni esto justifica la voluntad de «crearse una razón». El Baphomet le está hablando al creador de Le Baphomet. Su delicada burla afirma la gratuidad del arte y la independencia del signo nacido de él, llámese Roberte o Baphomet. Su reino no es de este mundo; pero abre el mundo a su verdad haciendo posible la coherencia de su incoherencia. Es en la negación de la identidad del artista donde el arte se halla a sí mismo al fin e impone la naturaleza de su conocimiento: su razón es una sinrazón; es el reino de lo arbitrario; es la afirmación del puro despliegue sin sentido fuera de sí mismo, de la Vida, que en esto es idéntica al lenguaje que la muestra.

Ahora, el Hermano Damiens espera en su celda a que llegue el momento de presentar esa tesis que, le dice el paje, en razón de la indiferencia que ella misma demuestra, encontrará entre las almas ante las que ha venido a hablar en vista del desinterés de «la gente de su siglo» (—¿cuál siglo? La buscada torpeza denuncia desde donde se habla—) por esos temas, que «la ausencia de interés es por lo menos tan total aquí como allá»; porque «¡cuando uno ha abandonado su cuerpo no importa nada que uno se preocupe!» Pero, ante la presencia del paje, el Hermano Damiens —quien quiera que él sea— se preocupa todavía menos quizás de su tesis —¿de su libro? El sentido de esa presencia provoca que la gravedad de todas las afirmaciones que ella misma hace posibles sólo pueda ser expresada desde la ausencia de gravedad, con la forma de la burla y la parodia que toman al ser puestas en su boca. El principio en el que se encuentra la seriedad del arte niega toda seriedad.

Desde que se topa en su celda con el paje encargado de atenderlo, el Hermano Damiens exclama: «¡Es así como debía volverla a ver!» Ha reconocido de nuevo en él la presencia de aquella cuyos encantos irresistibles, que ahora se le ofrecen a la vista, tentadores e inmediatos bajo la picara apariencia de una figura adolescente que continuamente exhibe y pone al alcance de la mano lo que sus fugitivos movimientos no dejan tocar, en otra época ella le dejaba advertir mientras se los escamoteaba «bajo el pretexto de un mutuo holocausto a nuestras eternidades». Y desde ese momento, mientras él-ella habla, explicándole su obligación de atenderlo como paje al tiempo que reconoce que el Hermano Damiens debe estar triste porque las reglas del Temple lo han separado de su esposa, que no vendrá a darle el «beso vespertino», y se pone a sus órdenes, reconociendo el carácter inhumano de esa regla que lo separa de la que el Hermano Damiens admite ser «la más grande de sus debilidades» en tanto le parece recordar que fue la persona oculta-revelada en la figura del paje la que en alguna ocasión le expresó su complacencia por esa esposa a través de la cual esperaba que se liberara de su «fijación», diciéndole sin embargo al final «Roberte tiene ojos de belleza loca»; mientras, desde la asunción de esa ambigua mezcla de los tiempos, en la que se reconoce al Hermano Damiens como el representante a través de ellos de la sobrevivencia de una misma intención, el paje le recita, con el tono suficiente del que repite una lección aprendida de antemano, los enunciados que ponen a la Vida como depositaria de «la mejor parte» de cada uno, condimentándolos con malévolas referencias a la biografía de la última de las almas en que ha reaparecido la intención del joven teólogo y oscuras alusiones a una «doctrina» que es imposible dejar de reconocer como la de Las Leyes de la Hospitalidad; mientras le recuerda cuál es la tesis que ha venido a exponer ante los Hermanos caballeros ya que en el mundo nadie se interesa por esos temas, afirmándole que no entiende su propósito, pues entre las almas separadas de su cuerpo ese conocimiento es obvio y entre ellas «fácilmente se realiza todo aquello que sólo se efectúa con gran dificultad entre los cuerpos», loco de deseo, perdida toda razón y toda medida ante esos ojos velados por las largas pestañas, esa nariz recta y corta con las aletas nerviosas, esos labios arqueados entre los que la sonrisa descubre una deslumbrante dentadura, esas mejillas con hoyuelos, esa mano que hubiera querido morder, la espalda que le deja admirar sus nalgas apretadas, sus largos muslos, sus pantorrillas perfectamente dibujadas, los movimientos adorables con que juega con las cuentas de su rosario en tanto se acerca, se aleja, acomoda cojines bajo la cabeza de su víctima, se sienta en la cama, reza de rodillas frente al atribulado Hermano, se insinúa, se muestra, se pierde en la oscuridad, modula sus discursos con todos los tonos de la protección y el reproche, el dolor y la lástima, dejando a la vista su cuerpo irresistible, su rostro malicioso, el Hermano Damiens, sordo a todos los llamados, escuchando tan sólo a su «mejor parte», no quiere más que tocar, no busca más que poseer a esa prestigiosa figura en la que se encierra un deseo de siglos.

Finalmente, rechazándolo «con las palmas vueltas en un gesto categórico que sólo las hace más voluptuosas y con los ojos brillantes», el paje admite haber advertido el propósito del Hermano Damiens. Él no tiene más que una idea —le dice—, «que vuestra esposa venga aquí, a reunírsenos, ¿no es cierto?, que nos acostemos los tres juntos». Juntos el soñador, el signo único que vale por todos los sentidos y en el que ha hallado la coherencia de la vida inscribiéndolo en el centro del mundo al darle la fisonomía de su mujer, ¿y quién más? Quizás el personaje sin identidad propia que ha surgido de la unión entre el cuerpo y el espíritu. ¿Pero quién es ese personaje? Aparecido en el ámbito de la muerte al que sólo dan realidad las palabras, los puros soplos, la voz del espíritu, participa de su evanescente calidad. «Si ha creído sentir en mí la menor cosa palpable —le dice ese personaje al Hermano Damiens—, vuestra presencia aquí está fuera de lugar; abusa de la hospitalidad del Gran Maestro.» El soñador habría usado el ámbito de las puras palabras, con el pretexto de sostener una tesis, para llevar al terreno del cuerpo la realidad creada con el espíritu. «Hacerse el muerto entre los vivos, pasa todavía; pero hacerse el vivo entre los muertos, es el colmo», afirma el paje, encolerizado.