Esa transformación determina lo que ocurre. Mientras la madre le habla incesantemente a su hija, Roberte actúa abiertamente en el papel de Valentine, o sea de la otra Roberte, y el acontecimiento inevitable se produce: el tío Florence agrede con una de sus muletas a Roberte: «Infame criatura.» Él es, dice, respondiéndole a Roberte-Valentine-Roberte, «su primera víctima» y precipitándose sobre ella agrega que él también es «su dueño por toda la eternidad». La acción es absolutamente lógica, dentro de la nueva lógica que ha establecido la transformación de Roberte. La única sorprendida es la madre, que clama: «Tío Florence, uno no hace cosas así cuando está de visita» y le pide a Théodore que intervenga. Pero Théodore está demasiado fascinado para poder obedecer, para hacer la ya imposible acción que restauraría el principio de realidad que rige el orden burgués. Se está ya en el imperio de la imaginación. El tío Florence le ha arrancado su anillo de bodas a Roberte: en el interior está grabado el nombre de K. Su «ligereza y sus buenas maneras, quizás también su falta de imaginación» determinan que la madre opte por excluirse de la escena. Asesinado por Roberte, por la figura que él ha creado, como Octave lo fue por Roberte, como Acteón lo ha sido por Diana, el fantasma de Rodin, al que Roberte, muestra tras el tío Florence arrancándole la máscara con que se protege y descubriendo su rostro calcinado, ha ido a reclamar sus derechos sobre ella. ¿Cuáles derechos? La que ahora existe es Roberte, sola, independiente, viva, maravillosa en cada uno de sus gestos, en cada una de sus actitudes, en sus feroces movimientos al defenderse del ataque, en la belleza —imagen del deseo— de sus crueles ojos grises, de sus labios entreabiertos, de sus mejillas enrojecidas por la lucha, de su duro mentón, de sus pechos agitados, sus largas piernas, el dibujo de sus pantorrillas, sus axilas, su brazos y sus manos, sus soberbias manos, de largos dedos, de palma profunda que abre un hueco insondable, de uñas hirientes y brillantes. Théodore lo comprende definitivamente contemplando la lucha: «Los más mínimos detalles de su posición humillante realzaban los prestigios de esa muchacha. Era mucho más que un parecido con la “salutista” ausente, era como una adhesión decisiva a mi representación, una instantánea fulgurante de Roberte… De golpe, había comprendido, creía comprenderlo fácilmente, porque dentro de mí algo se había desplazado, se había deslizado, y gracias a este deslizamiento, me había llevado a querer que fuera así. Me pareció entonces que toqué con el dedo esta realidad dividida y dentro de ese discernimiento, me sentí, por un instante, liberado.» Pero Rodin ha dicho: «Reconoce a tu único esposo, el primero, que será también el último.» Como si quisiera arrastrarla consigo a la nada en que ella lo ha hundido, ambos simulacros nacidos de la imaginación, Rodin frota desesperada y lujuriosamente su monstruoso cráneo trabajado por el fuego contra el pecho de Roberte. Entonces ella muestra la intención y hace el gesto en cuyo doble contenido Théodore percibe la unión definitiva entre el retrato y el modelo: «Volviéndose hacia mí, tanto como se lo permitía su postura, me lanzó una mirada como sólo podía hacerlo esa muchacha hipócrita, y con un gesto de su pulgar invertido, como sólo lo sabe hacer Roberte —y uno veía brillar la uña de ese pulgar con la pulpa voluptuosa y experta en tantos robos— me indicó la única cosa que se podía hacer.» La Roberte de Roberte ce soir y la mujer de Thédore, la modelo que ha prestado su físico al retrato imaginario, el retrato que ha colocado una determinada intención en la figura del modelo, se muestran al fin convertidos en una sola persona. El signo se ha impuesto: Roberte entra a Roberte. Théodore no puede menos que obedecer el mandato imperioso de esa figura de la imaginación encarnada en los gestos irresistibles de su mujer. Siguiendo su sugerencia, levanta una de las muletas de Rodin y le asesta con ella un golpe definitivo en el cráneo. Pálida, pero sin haber dejado de seguir los sucesos, la madre se decide al fin a abandonar el escenario de esos acontecimientos desagradables; pero antes de salir, le pregunta a Théodore: «¿Quién es esa mujer?»
La respuesta es evidente. Théodore ha elegido vivir bajo el imperio del signo que ha creado. ¿Pero es posible? Los gestos concebidos y llevados a cabo en el terreno de la imaginación, conducen a las más triviales y complicadas acciones prácticas. Asestado el golpe que liquida al falso muerto, al simulacro que el mismo autor de Roberte ce soir había hecho aparecer, el golpe, materializándolo, deja al creador como dueño de su creación, pero hay que hacer desaparecer, por tanto, el cadáver que él mismo ha creado. Ésta es la exigencia que rige todo el sistema narrativo mediante el que se hace posible Le souffleur. A cada movimiento de la imaginación, a cada creación de una metáfora en la que se muestra ese movimiento, tiene que responderse con su inmediata descripción en el campo de los hechos. Es sólo en ese campo donde, al concretarse, las figuras de la imaginación encontrarán el sentido y el valor de su libertad. Su imperio sobre las reglas de la razón transforma, invirtiéndolo, el carácter de la realidad. Ésta no está determinada por la seguridad lógica de un movimiento siempre explicable de acuerdo con un principio de identidad inconmovible en el que la razón se encuentra a sí misma, sino por el imprevisible azar de una incesante modificación regida por la inevitable irresponsabilidad de las figuras para con ellas mismas. Allí la realidad se encuentra a sí misma en ese puro movimiento, sin principio ni fin, en el que se manifiesta el juego de las intensidades como expresión mediante la que se constituye el único contenido de la vida. Para toda persona, que no puede reconocerse más que en esas intensidades que no le entregan ninguna identidad, la coherencia del yo y por tanto de la realidad, si no quiere traicionarse la verdadera naturaleza de la vida mediante un movimiento de refugio en las normas establecidas por la razón ante la amenaza de la locura encerrada como expresión de la incoherencia de la vida, sólo puede encontrarse en la afirmación de un signo originalmente arbitrario, manifestación de un contenido en el que se encierran los fantasmas del deseo, al que da existencia concreta la proyección de una presencia física dentro de ese signo que se muestra y entra a la vida a través de esa presencia. Encontrar la coherencia sin atribuirse a uno mismo la coherencia, esto es, permaneciendo dentro de la verdad de la vida, es ponerse bajo el imperio de ese signo, bajo el mandato de lo imaginario, es renunciar a la seriedad de las instituciones de la razón en nombre de la alegre, imprevisible irresponsabilidad del deseo. La auténtica seriedad de la vida se halla, entonces, en la aceptación de su falta de seriedad, de sentido, de meta. Y es la institución del signo, del reino de lo imaginario, la que permite la expresión coherente de la incoherencia.
El cuerpo de Rodin, materializado por el golpe de muleta de Théodore, es depositado en un baúl con la ayuda de Roberte. De inmediato, Théodore mismo se encuentra junto con Rodin en el fondo del baúl. Al borrar a la figura de su imaginación él mismo se ha borrado. «Me debes todo lo que llena tu existencia», afirma Rodin, porque esa existencia sólo puede alimentarse de los fantasmas del deseo que ella misma crea y que pone en el mundo, convertidos en simulacro a través del arte. Rodin es Octave en Roberte ce soir u Octave es Rodin en Le souffleur. Ambos han nacido de Thédore o K. o Klossowski. Y deslizando sobre el rostro de Théodore su palma satinada, la mujer de K. le ha dicho: «Escoge entre una compañera criminal, dispuesta a todo, incluso a traicionarte si hace falta, pero por esto mismo dispuesta a procurarte todas las delicias, y otra honesta, modesta hasta poder desaparecer en su parecido conmigo, pero inaccesible, pero impermeable a tu pensamiento, a tus prácticas, que su frialdad y su indiferencia para observarlas borran en esta misma similitud…» Son las últimas proposiciones del delirio, del conocimiento sin comienzo ni fin, que ofrece lo imaginario. Pero Théodore Lacase ya ha elegido; el golpe de muleta, asestado a partir del reconocimiento en Valentine de Roberte, la creatura de su imaginación, lo define. Tanto él como Rodin dejan el baúl. Es el triunfo de lo loco y lo grotesco, la furia de las puras imágenes. Violentamente, Rodin maneja a la mujer de K., hace saltar las costuras de su gaine, baila una danza de cosaco a su alrededor, la obliga a entregarse a un joven sobrino que miraba por la ventana. Théodore ha elegido el espacio de la imaginación, el delirio, la locura, sobrepasada, domada, por la fuerza del signo. En ese espacio no hay más verdad que la multiplicación de las imágenes, la identidad cede a las exigencias del principio de modificación.
Ése es el principio que ha regido el desarrollo de Le souffleur. Ahora sabemos por qué K. puede trasmutarse en Théodore según acepte o no una determinada personalidad de Roberte, por qué Roberte puede mostrarse como Valentine o la mujer de Théodore de acuerdo con la exigencia, la intención, que se ponga en ella. El mismo Théodore lo ha explicado: «Yo soy el que encadena de punta a punta los incidentes. A no ser que el nombre de mi necesidad sea mi miedo… Mi miedo de que cesara la incoherencia y que por ver claro se me arrebatara el pensamiento.» Colocándose bajo la sombra de Roberte como signo, arbitrariamente elegido como una acción del pensamiento, dolorosamente constituido a través del viaje a la locura y como una renuncia a la identidad, el signo permite que la incoherencia descanse en él y preserva de la locura; pero su vida, su preservación como signo, al que se posee y se entrega para permitirle mostrarse desde afuera, en el mundo, a través del cuerpo, y se recupera otra vez porque uno lo da sin desprenderse de él, depende de la práctica de las Leyes de la Hospitalidad.
En la oscuridad del delirio, convertidas en palabras, en incierto e inseparable rumor de palabras, las imágenes se precipitan una tras otra, se confunden, se mezclan en una ausencia de continuidad: Roberte está de nuevo tocando el piano a cuatro manos con Merlin; discuten, hablan de K., de Théodore, y Roberte pertenece a K. o a Théodore alternativamente y Théodore es K. y K. es Théodore; pero ¿de quién es Roberte? Ella misma lo dice; Théodore nos lo cuenta: «… Y de nuevo, con sus largos dedos que conocía tan bien, tomándome por el mentón, me dijo: —Théodore, hay que irse, decídete, ahora que hemos vencido a ese cadáver… —¿Qué relación entre tú y ésa…? —¡Escoge entre ella y yo! —¡Eres la misma! —No, yo soy la que tú ves gracias al muerto… Ven, ¡por última vez! —¿Por última vez? ¡Tú me perteneces! —Uno no recupera lo que ha dado. Igual que él me había dado a los que lo mataron instigados por mí, K. me ha dado a ti, en tu ignorancia, cuando tú creías darme tú mismo a tus amigos. —Me has ganado, ¡sea! Recomencemos nuestra vida y no “repitamos” más. —¿No repitamos más? Es demasiado tarde. ¡Mira esto bien!—. Y arremangándose su traje, desnudó su pubis tatuado con la imagen de la abeja. —¿Qué significa eso? ¿Obedeces a las mentiras de Guy para hacerlas verdaderas? —Yo ya no soy más que una anfitriona de Longchamp…» Entonces recordamos una de las primeras diferencias que Théodore ha especificado entre él y K.: «Yo escribo para mí, Théodore Lacase y Guy me asimila a un tal K., que, él, escribe para todos.» La escritura de Lacase, igual que sus «repeticiones» mantendrían a Roberte, como signo, en el ámbito privado; la de K. divulga el signo, lo hace pertenecer a todos: el signo Roberte, junto con Roberte, entra a ser parte del código de signos cotidianos y, en una institución como el Hotel de Longchamp, sirve a las leyes del intercambio, al sistema de la oferta y la demanda. La posibilidad de las Leyes de la Hospitalidad y por tanto que el signo Roberte dé coherencia a la incoherencia de la vida y permita el despliegue del pensamiento, queda invalidada.
Sin embargo, Le souffleur termina con un fin de fiesta alegre, excitante y desorbitado. Es el carácter mismo de la fuerza sobre la que descansa la posibilidad de existencia del signo el que hace imposible su aceptación dentro del código de signos cotidianos, del sistema de la oferta y la demanda, de las leyes del intercambio. El régimen político de M., que apoya el Hotel de Longchamp como institución, ha caído. «¡Volveremos! ¡Recomenzaremos! ¡Los cimientos están puestos!», dice M. y luego agrega: «¡Uno no destruye las instituciones del… deseo!» Es Roberte la que le contesta: «Vuelve a tus instituciones y déjanos el deseo.» Y es que el deseo no puede institucionalizarse. Su naturaleza irracional escapará siempre, es irreductible a las exigencias de la razón en las que descansa la misma posibilidad de crear instituciones. La imposibilidad del código de signos cotidianos de utilizar el signo Roberte se la devuelve a Théodore o K. —a partir del signo la identidad de ellos es indiferente—, y hace de nuevo y definitivamente practicables las Leyes de la Hospitalidad.
En el fin de fiesta que cierra Le souffleur, K. despierta de la pesadilla que ha constituido el libro, «curado» de su viaje a la locura, convaleciente de su viaje a la locura, mediante la aceptación de la locura. Él es Théodore Lacase o ha asimilado a Théodore Lacase o Théodore Lacase lo ha asimilado a él. Está en el departamento de Théodore, sobre la cama de Théodore. Todos los personajes, los figurantes que han representado un papel en el libro, lo rodean. Roberte le informa que Théodore, como Rodin, ha muerto. Sin Théodore, sin Rodin ¿puede él tener el valor de ser K., puede Roberte tener el valor de ser Roberte, de constituirse como el signo Roberte? ¿Y las leyes de la Hospitalidad? Pero se ha pagado el precio con el viaje a la locura y éste otorga su premio: Roberte responde: «¡Tú serás siempre mi anfitrión, mi querido K.!»
El departamento está lleno de flores como en la fiesta nupcial de Théodore: el mundo se muestra en todo su esplendor y lo entrega. Ahora, a partir del conocimiento de que el gobierno de M. ha caído, la casa se llena de niños, Jérome y muchos más, todos de una excepcional belleza. El derecho a la paternidad subsiste. Roberte, madre de todos, empieza a repartir sus hijos haciendo padre de ellos a cada uno de los distintos figurantes. M., que irrumpe en la fiesta para hacer su desesperada defensa del Hotel de Longchamp, también se ve sorprendido con la adjudicación de la paternidad de dos bellos adolescentes. La madre de Roberte anuncia que ha alquilado el Hotel de Longchamp para que la celebración se continúe ahí. Todos parten alborozados. «Verdaderamente, era un día del que uno se acordaría…», concluye el narrador. Pero el sentido final de la obra nos es entregado en palabras de Roberte: «¡Con todos estos niños, amigos míos, cada uno de ustedes me ha dado testimonio de su propia manera de sentirme y de comprenderme! ¡Y todos ellos van a crecer alrededor mío y prolongar el recuerdo de las horas fortuitas vividas en la necesidad! ¡Permanezcamos fieles al azar! ¡Destierren por tanto toda preocupación respecto a las obligaciones que trae consigo la paternidad! ¡Pero que ninguno de ustedes intente jamás reivindicar su ejercicio! ¿Pero quién se preocuparía de eso? ¡La familia que formamos no tiene otro origen que el humor, el capricho, el azar, el juego! ¡Que no reinen más que lazos de afinidades en el capricho, el humor, el azar, el juego!» Es el arte proponiéndose como modelo para la vida, pero sólo en tanto que parte del convencimiento de que las reglas que rigen el arte son también las reglas que rigen la vida: es en la vida donde originalmente no hay un centro; es el azar el que determina el movimiento mediante el que se constituye, afirmándose. A través del signo Roberte, contrario al código de signos cotidianos, en tanto que su posibilidad de existencia descansa en el deseo en vez de en la razón, la incoherencia determinada por el azar tiene ocasión, como en el arte, de contemplarse a sí misma como coherencia establecida por el pensamiento que se asienta en la aceptación de esa incoherencia.
El camino ha sido sinuoso, pero hay que volver al principio: no se escribe impunemente. A partir de la vocación que permanece suspendida en la primera novela de Klossowski ante la imposibilidad de encontrar en el mundo el orden divino en el que éste debe descansar, sólo el lenguaje de la transgresión la transgresión por el lenguaje, ha permitido violentar, romper, el carácter del mundo para alcanzar, mediante este movimiento, el poder de representación. Teología y pornografía han sido los instrumentos de Pierre Klossowski para elaborar un método narrativo, una forma de representación posible desde la desaparición o el ocultamiento de la fuente de sentido: la perversa transgresión del sexo, convertido en historia de la prostitución de los cuerpos, en pornografía; la perversa transgresión de la teología, del lenguaje del conocimiento divino, convertido en discurso que no busca más que la aparición del discurso en sí, en voz de un «falso profeta» que, sin embargo, trae auténticas «buenas nuevas». Por uno y otro lado, se trata de una desviación o una anulación del fin natural —una simulación—, mediante la que se obtiene la creación de un espacio: el lenguaje se apoya y refleja en el cuerpo; el cuerpo se refleja y apoya en el lenguaje. De su unión, surge un signo, nacido de la representación y que hace posible la representación permitiéndole girar alrededor suyo. Este signo se alimenta a su vez de los impulsos instintivos, con un puro carácter obsesional, definibles tal vez en los términos de la psiquiatría (la ciencia de las tonalidades del alma) tal como se nos deja ver en las primeras páginas de Le souffleur, pero cuyo origen debe serle indiferente a la escritura nacida del sistema que el escritor ha hallado para constituir ese signo, signo que lo salva de sus fantasmas obsesionales haciéndolos aparecer y lo condena a ellos al convertirse en el único punto de coherencia del mundo. El signo, arbitrariamente levantado en tanto tal, determina la coherencia de la representación y del mundo que la representación hace aparecer, obligándolo a encontrarse en ella.
La magia, el extraordinario poder de seducción de Roberte ce soir y La révocation de l’Édit de Nantes, obras en las que, bajo la supremacía del signo, todos los recursos de la escritura son puestos en acción y la vida de la inteligencia se hace visible junto a la de los sentidos para crear un cuadro en el que se encierran y brillan con suprema intensidad los poderes de la representación, obligan a aceptar la verdad e importancia del juego que se muestra en ese puro espacio literario. Entre sus líneas, mientras la intriga se complica cada vez más en un movimiento sin fin, la sintaxis se detiene, se abre a múltiples incisos, avanza cada vez más rica y desconcertante, las descripciones hacen vivir los cuerpos, gestos y movimientos convertidos en palabras, la argumentación adquiere un aspecto gesticulante y corpóreo, todo nos deja sentir que esa representación encierra, en su comicidad, la extrema gravedad de una apuesta en la que el escritor se juega su propio destino. ¿Cómo se puede vivir en otro lugar; pero, también, cómo se puede vivir en ese lugar? Roberte, en tanto signo único que vale por todos los significados del mundo, se ha mostrado en la profunda, perturbadora y deslumbrante superficie de Roberte ce soir y La révocation de l’Édit de Nantes. Imposible apartarse de la seducción del signo; imposible vivir en el espacio del signo. Todas las normas que permiten el funcionamiento del mundo hacen inaccesible ese espacio. Y entonces, la escritura, nacida de la transgresión, vuelve a provocar la transgresión. Le souffleur hace visible, en términos de representación nuevamente, el arriesgado recorrido por el campo de la locura indispensable para vivir bajo el imperio del signo. Ante Ygdrasil, Théodore elige excluirse del mundo que el doctor le propone. Todas las normas deben transgredirse; todos los valores deben ser subvertidos. La locura de Théodore tiene que ser más positiva que la salud que ofrece Ygdrasil. Al final de ese abrumador viaje por el delirio y el sueño, cuya intensidad fija los términos de la representación, permitiéndole confirmar los valores de la escritura que la muestra, se ha adquirido la manera y el derecho de vivir en el espacio del signo. Éste, nacido como encarnación de un fantasma obsesional, del centro, por tanto, de los impulsos irracionales, prueba, por medio de la luz que arroja sobre el mundo su pura existencia, la capacidad de esos impulsos, en tanto fuerzas en las que se halla el origen de la vida, para establecer, a través de la coherencia creada por el signo, un nuevo principio de realidad.
Si, como nos lo hace ver Le souffleur, se acepta que no se escribe impunemente, se encuentra que, siguiendo el camino trazado por la necesidad de escribir y enfrentando sus riesgos, la escritura hace visible y abre las puertas de un nuevo sentido. La lectura, a su vez, completa el círculo de la experiencia propuesta por la escritura, lleva afuera, al exterior, el contenido de ese círculo. Y si tampoco se lee impunemente, como ha dicho Pierre Klossowski, si uno consiente en encontrarse perdiéndose en la cerrada realidad creada por la escritura, cuando ésta nace de las dolorosas, dramáticas urgencias vitales de un artífice dueño de la inteligencia y el sentido de la economía formal de Pierre Klossowski, cuyo pensamiento, visible en la escritura hecha posible por el signo, sólo se detiene en los llamados fines últimos de la vida, esa suma de cómplices responsabilidades, nacidas a partir de la desaparición del centro del mundo, se muestra capaz de establecer la vida del arte como entrada a la vida.