I
UNA VOCACIÓN SUSPENDIDA
Detenida sobre la imposibilidad de la que nace y creando su propio espacio mediante esa detención, la obra de Pierre Klossowski gira fascinada alrededor de la necesidad del arte como forma capaz de dar sentido a la vida y su dificultad en tanto que unido a un pensamiento que ha perdido el centro de coherencia sobre el que puede organizarse. Obra tensa y ambigua, poblada de ascensos arriesgados y vertiginosas caídas, desarrollada en la tierra de nadie de la pura comedia mental dentro de una continua oscilación entre la extrema lucidez y la locura, disimula bajo una apariencia siempre brillante sus cimas y sus abismos y al final nos deja exactamente ante ellos.
En tanto que puro espectáculo, sin ningún sentido, sostenido exclusivamente por su incesante despliegue, la vida sólo se afirma, se muestra a sí misma, cuando el arte, fijándola, detiene su caída, el movimiento dentro del cual se constituye. Pero si el arte, idéntico en esto al pensamiento, no puede obtener su coherencia y su sentido de la vida que representa, ¿cómo podrá a su vez hacerse existir a sí mismo? Su única posibilidad de encontrar un centro, un punto de partida, se halla en el artista que quiere hacer arte y debe buscar y hacerse dueño de los medios que le permitan realizar su tarea. A través del artista, el problema se desplaza y pone en él su centro. En el principio aparece la urgencia de hacer posible una «vocación». La obra de Klossowski empieza a moverse desde esta exigencia. No es extraño, si tenemos oportunidad de contemplar desde afuera el espectáculo que esa obra nos entrega, que la primera novela de Klossowski se titule precisamente La vocation suspendue.
Tal vez sería conveniente tratar de ver a la luz de esa novela, que nos cuenta las peripecias de una vocación religiosa que finalmente no puede realizarse y se queda «suspendida», el origen, la necesidad y por tanto el punto de partida de esa otra vocación, la voluntad de hacer arte, la vocación de artista, cuya realización le otorga una identidad, disuelta finalmente en la obra misma, en la que encuentra la coherencia de su vida y por tanto la posibilidad del arte que se hace coherente al tomar esa vida como falso centro. Juego de identidades que se apoyan entre sí: arte y vida, vida para el arte, arte para la vida, y que finalmente se muestra como un tejido de relaciones que no se apoya en ningún lado sino que encuentra la verdad en su propio despliegue.
Hay que empezar por el principio. El fracaso de la vocación del protagonista de La vocation suspendue tampoco se realiza como fracaso, tampoco libera a ese protagonista del objeto que busca. Jérome, el héroe del relato, espera realizarse dentro de la vida religiosa y finalmente se ve obligado a rechazar esta solución. No se trata, sin embargo, de una crisis de fe. No es la fe lo que está en juego en la novela, sino la posibilidad de vivir dentro de la iglesia como organización social en la que esa fe encuentra su expresión en el mundo. Siguiendo las luchas internas que se presentan dentro de la iglesia misma para determinar la forma que debe tomar el culto, en tanto que expresión de esa fe, es como Jérome se encuentra ante la imposibilidad de aceptar la obediencia que resulta indispensable para permanecer dentro de la iglesia. La obediencia y la fe son las que entran en conflicto. Ante la imposibilidad de obedecer, de sacrificar la fe a la obediencia, hay que salir de la iglesia. Entonces se muestra el verdadero problema: la fe, la necesidad de la divinidad y la confianza en ella, permanece, lo que se ha perdido es el lugar donde puede expresarse, el organismo dentro del cual la divinidad se haría visible en el mundo y que permitiría organizar la vida alrededor de ese principio divino. No es el objeto del culto sino el culto en sí el que se ha hecho inalcanzable para Jérome. Pero el problema es que, sin el culto, tampoco el objeto del culto puede hacerse visible. Es en la representación que gira alrededor suyo donde se le encuentra, es precisamente la imagen que ese culto crea la que lo hace aparecer. Por eso, en la novela, se subraya tan insistentemente la importancia de la representación pictórica de las jerarquías de la divinidad que uno de los grupos en lucha ha encargado y en la que se muestran las peripecias de esa lucha. El objeto del culto debe aparecer convertido en imagen en esa representación plástica. Y precisamente ese cuadro queda inconcluso porque la lucha no se resuelve.
Sin embargo, si al hacerse imposible el culto la posibilidad de representación y por tanto de aparición se muestra inalcanzable, en el curso de la acción la necesidad de Jérome se ha visto sometida a un desplazamiento inevitable que, significativamente, tiene un directo carácter sexual. La vida dentro de la iglesia es imposible para Jérome, pero los miembros de la iglesia siguen siendo la expresión visible de una relación inmediata con la divinidad. Sin advertirlo tal vez, Jérome busca la permanencia del contacto con la iglesia y por tanto con la divinidad a través de una monja, llamada para mayor precisión Sor Théo, de la que se descubre enamorado y a la que le propone matrimonio. Entonces entra en juego una definitiva ambigüedad: ¿es el deseo sexual el que acerca a Jérome a Sor Théo y por tanto a la iglesia y por tanto a la divinidad o es la necesidad de permanecer en relación con lo divino a través de la iglesia la que despierta el deseo? Jérome le propone a Sor Théo, incapaz de poseer sexualmente a la imagen en la que encarna el objeto del culto, hacer un matrimonio blanco, recurso inhumano y absurdo mediante el cual la tensión de la relación se mantendría como tal sin llegar nunca a un término. Pero este recurso ya tampoco es válido. Jérome sale de la iglesia pero el matrimonio no se efectúa y él pierde a Sor Théo. Al final del libro sabremos, sin embargo, que la relación con la iglesia no se ha roto por completo: Jérome se ha casado con una falsa viuda, que se parece a Sor Théo, que tal vez es Sor Théo, cuyo marido desaparecido ha entrado a la Trapa y la Iglesia lo sabe. Desde su ignorancia, Jérome permanece en el círculo de la relación con lo divino a través de su mujer. Su vida sexual, erótica, humana a través de otra institución, la institución del matrimonio, tiene una realidad social que asegura la permanencia de su relación con lo divino. ¿La vocación de Jérome se ha frustrado o sin que él lo advierta permanece suspendida y se prepara a realizarse en otro terreno?
Característicamente, la novela que es La vocation suspendue no nos cuenta de un modo directo esta historia, sino que es la novela de esa novela: el relato crítico que hace alguien que ha leído la novela. La transposición, el método narrativo indirecto y oblicuo que abre el paso a la ambigüedad y la diversidad de niveles es desde el principio parte indispensable de la literatura de Klossowski. ¿Cuál es en verdad la vocación que para Klossowski mismo permanece suspendida en La vocation suspendue? En las páginas que preceden al relato, hecho en forma de descripción crítica de la supuesta novela titulada La vocation suspendue, que el narrador ha hallado y leído en una edición limitada y anónima y con la que forma a su vez su novela, Klossowski nos dice que «el artista, si lo es verdaderamente por necesidad interior, demuestra y prueba siempre una realidad más allá de toda estética pero también de toda moral y no puede no dar testimonio de una vida superior a la vida». Esta vida superior a la vida, que es la vida del arte, excluye del arte tanto al creyente como al ateo, en tanto ellos partan de la toma de partido como creyentes o como ateos y no de la posición de artista. Desde su incredulidad, el artista ateo crea inevitablemente, si toma posición como tal, una moral de la vida que descansa en su fe en la vida y se convierte en moralista pero se anula como artista porque «el arte no puede vivir mucho tiempo con la pura y simple moral sin caer en el más vulgar pragmatismo. Más aún, si la moral no es ya más que una regla del juego de la existencia, vuelve a no ser más legítima que el arte; ¿dónde está entonces la seriedad de la existencia?» Por su parte, el artista creyente, sí reconoce la verdad de la fe, y se toma como representante de esa fe y se aplica a probarla mostrando como fin de la vida la «disminución de las huellas del pecado original» y el acercamiento de la santidad, no puede ignorar que el que se demora escribiendo, aunque sea para describir la llegada de la santidad, no alcanza él mismo esa santidad sino que está en sus antípodas, preso del hecho de pensar en el santo en vez de hacerse santo. «Si el novelista cristiano dice humildemente: soy un obrero inútil, sigue siendo hipocresía, porque entonces no entregaría todo su tiempo a sus libros y se iría a la Trapa por el camino más corto.» «No se lee impunemente», dice Klossowski, haciendo aparecer un tercer espacio colocado fuera tanto del ateísmo como de la fe. Este espacio que la lectura encuentra y al que el lector le da cuerpo y trae al mundo, es el de la literatura. No está en el mundo; su realidad en el mundo al que trae la presencia puramente espiritual de la literatura, es la que el lector le da al entregarse a él y por tanto no tiene ningún compromiso con la existencia, está libre de toda moral que busque encauzar y darle sentido a esa existencia, como tiene que hacerlo el escritor que se declara a sí mismo ateo y supone que no hay más realidad que la del mundo. Para el creyente, en cambio, la realidad obtiene su sentido de un orden trascendente y la existencia está libre de toda necesidad moral que emane directamente de ella; obtiene su sentido moral de ese orden trascendente y en tanto existencia pura permanece como una fuerza absolutamente amoral. Cuando el novelista cristiano se dedica a mostrar la existencia, al permanecer en ella, no busca la gracia sino que la contraría, acepta permanecer dentro de ese carácter amoral de la existencia y puesto que como cristiano cree en la gracia, al renunciar a ella acepta la condición amoral de su tarea. La única libertad posible en tanto artista es la del novelista creyente que renuncia a la santidad, la cambia por el arte y cumple su tarea como artista, que ha renunciado a toda función moral, conoce y acepta la amoralidad de la vida y sabe que su papel es el del «falso profeta de Bethel que seduce al hombre de Dios de Judá y que no por ello deja de realizar mediante su engaño la voluntad divina sobre el verdadero elegido de Dios». Pero si el novelista reconoce que «es un falso profeta, que todo lo que dice del reino de los Cielos no es sino una contramanera que debe despertar sin cesar los apetitos más carnales de sus lectores para ponerlos en situación de recibir el gusto de la santidad porque no es a él a quien corresponde dársela y no puede distraerlos más que con sus fascinaciones, tendrá al menos el mérito de permanecer consciente de los medios de su trabajo, que consiste mucho más en contrariar los caminos imprevisibles del Señor que en imaginarlos».
El narrador de La vocation suspendue nos dice que él no sabe hasta qué grado el autor de la novela que nos cuenta al ofrecernos sus comentarios de ella era consciente de esos problemas, pero que, en todo caso, no los ha resuelto. Tal vez por esto, la novela permanece también «suspendida» y nosotros, los lectores, no tenemos acceso a ella sino a un relato de ella que guía nuestra opinión. Sin embargo, en este relato, lo que conocemos es la historia de un camino hacia la dedicación al culto que muestra la imposibilidad de que ese camino llegue a su meta, encuentre la posibilidad del culto. No hay en la historia una negación de Dios, sino que tan sólo se hace ver la ausencia de Dios en el mundo al cerrarse los caminos que llevan a Él. Por el carácter del mundo, el viaje del personaje hacia la santidad se ha hecho impracticable. El poder de la gracia desaparece y queda el de la novela, que tal vez abrirá el camino de la gracia contrariándola, mostrando la realidad del mundo. Pero esto no se entrega en la obra que se nos narra. La ausencia de Dios en el mundo, la imposibilidad en la que éste lo ha colocado de mostrarse, determina la suspensión de la vocación de Jérome y abre la necesidad del arte, incluso en tanto este camino sólo puede encontrarse por oposición, contrariando la voz de la gracia. Pero la novela que narra la historia del fracaso de la vocación de Jérome busca la gracia, equivoca su objeto y es imposible como novela. También en este sentido la vocación de narrador permanece suspendida; la obra no se nos entrega como tal sino como un comentario crítico sobre ella que, al provocar la reflexión del comentarista, lo lleva a encontrar también las exigencias del arte, exigencias que no se cumplen en la obra que narra más que como juicio crítico sobre ella. Del mismo modo que la vocación de Jérome permanece suspendida, y él gira alrededor de la iglesia en la que debe hallarse el objeto que le dé un centro a su vida, pero sin poder entrar a ella ni alcanzar, por tanto, ese centro, la vocación de artista de Pierre Klossowski permanece suspendida girando alrededor del arte, sabedor de que los caminos directos hacia la santidad están cerrados en el mundo y sin poder entrar al arte en tanto no tome la ausencia de centro del mundo como centro del arte, que, abandonando el apoyo de toda verdad trascendente, se realiza mediante el poder de fascinación que encierra al mostrar el puro despliegue de la vida, que no tiene ningún sentido sino que encuentra su sentido al realizarse como obra de arte.
Las figuras y conflictos que alimentan La vocation suspendue siguen presentes en la obra de Klossowski como los fantasmas cuyos problemas sin solucionar permanecen pendientes y así, suspendidos sobre sí mismos, miran desde el pórtico el desarrollo de una obra deslumbrante en la que precisamente esos problemas, que ellos representan y en ellos se muestran fijándose en el movimiento de un libro imposible, que sólo puede aparecer como la sombra de otro libro que lo encierra, encuentran solución al sufrir una transformación definitiva que permite contemplarlos bajo otra luz.
En su siguiente libro, Pierre Klossowski ha asumido por completo el papel del artista como el falso profeta que enseña el espectáculo de la vida, olvidado del cielo, prisionero él mismo de ese espectáculo, y cuya tarea es fascinar. Y ese libro, Roberte ce soir, es antes que nada y por encima de todo, eso: un libro fascinante. Si en La vocation suspendue el objeto del culto que la representación que ese culto crea debe mostrar se ha ausentado de la vida al hacerse imposible la representación por las luchas internas que destruyen la unidad del culto y lo dispersan, en Roberte ce soir la ausencia se ha convertido en una desaparición definitiva. Perdida la meta de la teología, la posibilidad de encontrar el sujeto trascendente al que debe revelar y en el que debe descansar, queda, sin embargo, la teología misma como creación del hombre que, despojada de su fin, se convierte en un método y un sistema de razonamiento: una forma en la cual se manifiesta el lenguaje que la constituye y a través de la cual, por tanto, se muestra y se hace posible el lenguaje en sí, descansando y afirmándose en su propio movimiento.
Es muy importante recordar que La vocation suspendue ya nos ha hecho sentir que ésta no es la consecuencia de una realidad metafísica, sino la manifestación de un problema histórico. Es el avance de la historia, su propio movimiento, el que ha sobrepasado, poniéndolas fuera de ella, los fines de la especulación metafísica. En este aspecto, La vocation suspendue nos ha dejado justamente en los umbrales de la puerta que abre Nietzsche y que traspone Heidegger. Dios ha muerto, lo matamos nosotros, el pensamiento recorre el desierto sin límites que ha inaugurado la ausencia de Dios. Ese desierto es nuestro mundo: el tiempo de nuestro mundo. Ligado inevitablemente a la realidad del pasado en la que busca realizar su vocación Jérome, incapaz de desprenderse de ella pero también de entrar a ella, Klossowski hace surgir su otra vocación, la vocación de artista, que se sabe condenado a vivir en el mundo y a afirmar el mundo como un falso profeta, del sentimiento y el reconocimiento de vivir fuera de su tiempo, de estar en un tiempo que no le corresponde, cuando las circunstancias han hecho anacrónico su temperamento y han hecho inalcanzables sus posibilidades de realización dentro de las formas que ese temperamento requiere. «Has nacido demasiado tarde, Théodore, no tienes miradas más que para un mundo desaparecido», le dice al doble de K. el primer marido de su imposible Roberte, que tal vez no es Roberte, en Le souffleur, y en Le Baphomet esta afirmación se hace más amplia aún dirigida a otro doble de K. y puesta en labios precisamente de la figura andrógina que es el Baphomet: «¿Es su culpa si ha nacido demasiado pronto o demasiado tarde, en la época del Anticristo en vez de en la de los ídolos, cuando el Crucificado y los ídolos de todas las naciones y de todas las épocas enriquecen a los comerciantes, después de la abolición de los siervos en vez de la de la trata de esclavos, antes o después de la de los juegos de circo, de los misterios o de la pantalla panorámica, del trueque o de las vacaciones pagadas, de las jacas o del sleeping, del zoológico, del zen o del atomizador insecticida —en 1264 o en 1964—? Le es indispensable crearse una razón.»
Crearse una razón. Desprovista de su motivo la teología, encuentra otro en su capacidad para poner en acción el lenguaje, para proporcionarle un sistema. Pero, entonces, el propio razonamiento teológico deviene un mero espectáculo, un juego perverso en el que incesantemente se ponen en acción las reglas del juego sin esperanza de llegar a su fin. En esto consiste su perversidad: el motivo del juego ha desaparecido o se ha hecho a un lado, queda tan sólo el juego en sí, el espectáculo. Al apartarse de su fin, el juego es entonces un juego pervertido, un juego perverso, y la perversidad misma pasa a ocupar el lugar del fin: se convierte en el fin. Esto ocurre en el campo de la experiencia mental, donde las palabras tienen un contenido espiritual, son la expresión del ejercicio de la mente. Pero, al exteriorizarse, el lenguaje que ha surgido de ese juego mental esencialmente perverso adquiere también un contenido material, lleva el juego mental al campo de la existencia física, lo hace aparecer dentro del espacio en el que se desenvuelve la vida. ¿Dónde puede encontrar su reflejo en la vida esa fuerza espiritual que ha encarnado como apariencia material, cuál es la materia en la que su acción puede reflejarse para transformarla en fuerza espiritual y restablecer el equilibrio que asegure la continuidad del juego en el campo de la vida, que es el único lugar en el que puede mostrarse, dado que la posibilidad de trascendencia se ha perdido?
La expresión exterior del movimiento de la vida se encuentra en el cuerpo. Es en él donde la vida halla su continuidad a través de la reproducción, cuya necesidad se cumple por medio de la sexualidad. Para crear un paralelismo entre el lenguaje cuyo despliegue se hace posible a través de la perversión de la teología que se desprende de su fin y el cuerpo en el que se muestra la vida, hay que pervertir la fuerza de la vida apartándola de su fin: la sexualidad deviene perversa apenas se desvía de la reproducción y se convierte en un fin en sí misma. Entonces, la representación de la sexualidad se hace pornográfica: aloja los puros gestos del cuerpo que le da vida, que la expresa. Perversos, la teología, que se convierte en el agente por medio del cual el lenguaje se muestra y en el que se manifiesta el espíritu, y el cuerpo, que convertido en objeto pornográfico aloja los puros gestos de la vida desprovistos de su fin, entran en relación para reflejarse entre sí y mediante ese juego de reflejos crear un nuevo espacio: el espacio del arte.
Ya sabemos que el arte sólo puede hacerse a sí mismo manteniendo su interdependencia tanto de la existencia como de la trascendencia. Carente de lugar, el individuo incapaz de encontrarse en su tiempo histórico, incapaz de entrar a la trascendencia que el tiempo histórico ha borrado, tiene que «crearse una razón»: esa razón es el arte.