IV
LA TRANSFORMACIÓN DE LAS COSTUMBRES
La révocation de l’Édit de Nantes, al conducirnos a la exteriorización de la situación interior de la que ha surgido Roberte ce soir, nos lleva a los orígenes de la transformación en la que lo humano da lugar a la aparición de lo divino, la vida se convierte en arte y el arte lleva de lo temporal a lo eterno haciendo posible el culto. Es natural que en la publicación conjunta de su trilogía, en la que con el título de Les lois de l’hospitalité se reúnen en un solo volumen Roberte ce soir, La révocation de l’Édit de Nantes y Le souffleur, Klossowski haya invertido el orden original, poniendo el segundo libro en lugar del primero: las historias son intercambiables: Roberte ce soir es el producto de la situación descrita en La révocation de l’Édit de Nantes, la representación, el espectáculo, que nace de esa situación, y podemos colocar el segundo libro en los orígenes del primero o como la explicación, la exposición, que lo amplía, sin que el sentido de los dos se altere y ni uno ni otro pierdan su independencia y su relación.
Vista desde dentro, mediante el recurso de usar como material para el relato los respectivos diarios íntimos de los dos protagonistas, cuyas anotaciones avanzan alternadas y paralelas sin tocarse nunca hasta unirse fuera de sí mismas en el «sentido» que finalmente muestran, la situación revelada en La révocation de l’Édit de Nantes es la que se crea entre las voluntades independientes, en las que se expresa el yo individual, de Octave —el teólogo desencantado y marido perverso o el marido desencantado y teólogo perverso de Roberte ce soir— y su mujer —la Roberte atea, ama de casa dedicada a «sus pequeños cuidados», tía responsable y política activa que ocupa un escaño en la Asamblea Nacional. Ahora, Octave es, además, el celoso coleccionista de las obras de un maestro desconocido, Tonnerre, supuesto contemporáneo de Ingres, de Courbet, cuyos cuadros guarda y que le permiten empezar su diario como un «catálogo razonado» de ellos. Pero este gusto de coleccionista obedece al mismo «motivo» que guía todas las acciones de Octave. Una cierta impericia técnica, un conocimiento insuficiente del espacio plástico en su pintor desconocido, hace que sus obras parezcan tomadas de «cuadros vivos». He allí el motivo secreto de la seducción del coleccionista. Las pinturas de Tonnerre representan y repiten su «situación», su gusto, su posibilidad de encontrar un sentido a la vida y de su descripción se pasará fácilmente a la descripción de los gestos, las actitudes suspendidas en sí mismas, en las que la vida se representa, de modo que los cuadros conducen a la vida y la vida a los cuadros y ambas descripciones dan coherencia, dirección y sentido a la vida y al arte. «En efecto —nos dice Octave en la primera anotación de su Diario—, si el género del cuadro vivo no es más que una manera de comprender el espectáculo que la vida se da a sí misma, ¿qué nos muestra ese espectáculo sino la vida reiterándose para reasirse en su caída, como reteniendo su aliento en una aprehensión instantánea de su origen?; pero la reiteración de la vida por ella misma permanecería desesperada sin el simulacro del artista que, al reproducir ese espectáculo, llega a liberarse él mismo de la reiteración.» Sin embargo, esta percepción, este conocimiento, es también el motivo del conflicto, nacido del enfrentamiento de las voluntades, de la realidad independiente de sus respectivas identidades, con Roberte. Para Octave, el artista, que encuentra su «intención» reflejada en las obras de Tonnerre que describe, su objeto, el material con el que realizará el simulacro al que el arte da forma y que se convertirá en la apariencia de los fantasmas que lo obseden en tanto perverso por necesidad, en tanto conducido por el carácter mismo de la vida a tener que dar realidad a los «espíritus», es Roberte; pero Roberte, en principio, no es un objeto, tiene una identidad propia, una voluntad, personal o, al menos, eso supone ella, porque desde el punto de vista de Octave, desde el conocimiento que entrega la teología, su ateísmo, al negar la existencia de un centro del que nace todo sentido, la despoja a ella también de la posibilidad de tener un centro en el que se reflejaría el Centro absoluto y que obtendría su verdad del hecho de ser a su vez reflejo de ese Centro. La muerte de Dios implica también la muerte del hombre en tanto identidad cerrada, dueña de una naturaleza permanente, capaz de vencer a la muerte. Éste es el convencimiento de Octave; pero no de Roberte. La situación entre la pareja tiene que ser conflictiva: un juego de oposiciones, y Roberte lo muestra así en la primera anotación de su Diario: «Héme aquí de regreso a la dulce, vieja costumbre que data de mi infancia, de llevar un cuaderno de “libre examen”: demasiado fuertes son esas imágenes de hace diez años; parece que en vez de atenuarlas, mi vida conyugal con Octave las reanima. Él se refugia en la garita del confesor; yo, yo sé que tú me escuchas sin ningún intermediario, oh Maestro, que no querías ni siquiera que uno te llamara “Buen Maestro”. ¿No nos decías tú que sólo Dios es bueno? ¿Equivalía eso a enseñamos a desconfiar de la bondad, de la justicia y la verdad para vivir como idólatras? ¿No querías más bien exhortarnos a ignorar todo dios y sin embargo vivir en el bien, la justicia, la verdad? ¿Oh tú, enemigo de todo ídolo, hasta el punto de liberarme de aquél que querían hacer de ti mismo, nos hacías desconfiar de toda bondad, toda justicia, toda verdad fija, la peor de las idolatrías?» Calvinista de origen, Roberte ha llegado a través del «libre examen» a su ateísmo, a negar la divinidad de Cristo en favor de su existencia histórica. Así, a partir de la situación conflictiva que rige su vida conyugal, su Diario tiene por objeto inicial evocar un suceso de su pasado, cuyo sentido espera llegar a comprender mediante esa evocación, para, habiendo logrado de ese modo que «los remordimientos entierren a los remordimientos», dice, parodiando las palabras de Cristo, hacerse dueña por completo de sí misma y tener la fortaleza indispensable para enfrentar su presente.
Sólo la primera parte de ese suceso podrá ser narrada por Roberte bajo el propósito original de dejar que los remordimientos entierren a los remordimientos y «curarse para siempre» de él. Mediante la redacción de esas «Impresiones romanas» asistimos a la representación, por parte de Roberte, de la existencia de otra Roberte, una Roberte en su primera juventud, hacia el final de la guerra, en Roma, que enmascarada y semidesnuda trata de rescatar unos documentos comprometedores del fondo de un tabernáculo en una iglesia, encuentra en él, junto con los documentos y mientras las hostias consagradas se desparraman, unas manos idénticas a las suyas que la sujetan (¿sus propias manos, las manos de su doble, de la otra Roberte viva y presente en Roberte como Dios está presente en las hostias?), después de ser despojada de sus guantes por las otras manos que le ponen un ungüento en las palmas y los dedos, se ve obligada a dejar las huellas de esas manos sobre el Evangelio, forzada por la gigantesca figura de un guardia pontificio que la mantiene prisionera entre el altar y su cuerpo, le pregunta quién es ella que «ha abofeteado al Verbo», la examina en su provocativa semidesnudez, le arranca la máscara identificándola como la imagen de la corrupción del mundo contemporáneo, la vuelve de espaldas y… ¿Roberte es poseída, violada a la manera sodomita, por el representante de la divinidad que ella niega? La redacción de las «Impresiones romanas» se interrumpe, pero los respectivos Diarios de Octave y Roberte nos sumergen en un clima exacerbado y perturbador, atravesado por una continua y extrema tensión erótica en la que la exaltación y la degradación se mezclan, se confunden, se unen; el clima del que en Roberte ce soir nos habla Antoine cuando dice que la práctica de las Leyes de la Hospitalidad instituidas por su tío determinaba la peculiar atmósfera de su casa.
La descripción por parte de Octave de los cuadros de Tonnerre en los que el pintor logra expresar la «simultaneidad de la repugnancia moral y la irrupción del placer en la misma alma, en el mismo cuerpo», nos dice lo que está en juego con las palabras que Octave usa para interpretar las obras de su pintor: «Ahí se puede ver precisamente hasta qué punto la mujer se pertenece todavía o ve sus atractivos sobrepasar su voluntad; asistimos a interminables expropiaciones del cuerpo bajo la mirada de otro, así como a una complicidad que nace en la mujer con una imagen de sí misma que se ha pasado años combatiendo.» Frente a esta interpretación se levanta el conocimiento que Roberte cree tener de sí misma: «Una mujer es totalmente inseparable de su propio cuerpo —nuestro amor propio sufre ante la menor herida—, nada nos es más ajeno por esencia que la distinción entre lo físico y lo moral. Los hombres tienen razón cuando niegan que tengamos un “alma” mientras apelan fraudulentamente a nuestros sentimientos de honor y de fidelidad. Pero el malentendido definitivo empieza con la idea de que no seríamos por eso más que animales. Naturalmente hostil a definirse de acuerdo con el espíritu, la mujer no se ve más que en su pasividad corporal, pero el hecho es que su cuerpo es su alma.» Por eso, Roberte no vacila en afirmar que la mujer, con mayor justicia aun que los hombres, es la representante del ateísmo contemporáneo. «El sentimiento de su cuerpo, que es más íntimamente inherente a la mujer que al hombre, hace también que espere más tranquilamente la muerte de los sentidos que el asceta; mientras más cuerpo más alma; la muerte perfecta; nada con la que tenemos, sin embargo, una relación casi dulce y tierna; nuestra nada es tan cálida como nuestro cuerpo; la “sangre fría” no es más que vanidad viril.»
Los dos puntos extremos y en lucha que forman el conflicto a dilucidar, la situación que se desarrolla sobre la base de esas dos fuerzas opuestas, en La révocation de l’Édit de Nantes están determinados. Como en Roberte ce soir, repitiendo nuevamente el suceso que forma el centro del espectáculo en ese relato, pero tomándolo más atrás, llegando hasta él y haciéndolo avanzar hasta un estado más extremo aún, lo que está en juego es la verdad del cuerpo y su posibilidad de reflejar, haciéndola aparecer a través de él, la verdad del espíritu; pero en este juego lo que se apuesta también, inevitablemente, es la identidad del yo. ¿Es dueña de sí misma y por tanto de su cuerpo Roberte? ¿Su cuerpo es el objeto en el que se mostrará, en el que encontrará su forma haciéndose un simulacro, el fantasma que crea la obsesión perversa de Octave y poniéndose a su servicio probará la inexistencia de ese yo como centro absoluto del que ella es la responsable única y en el que se encuentra su identidad?
Pero ahora el espectáculo, sin renunciar a la exacerbada tensión erótica en la que halla su intensidad, se ha interiorizado. La meticulosa unión entre destino y carácter, cuidadosamente conservada por Klossowski, hace aparecer la verdad de la acción en términos psicológicos y realistas, y se apoya en esa unión para obtener su verosimilitud y actuar sólo desde ella sobre el espectador. Confirmando la observación de Antoine en las primeras páginas de Roberte ce soir, Roberte desde dentro, desde la visión que ella tiene de sí misma, es esa figura cuya apariencia austera oculta «singulares propensiones a la ligereza», a seguir los impulsos nacidos de lo que, en su Diario, ella llama su «temperamento». Pero ese «temperamento» del que Roberte se cree dueña y que espera mantener separado de la otra parte de su persona, la que ocupa su escaño en la Asamblea Nacional y es la esposa dedicada a «sus pequeños cuidados» y está dispuesta a hacerse cargo de la severa educación de su sobrino Antoine, es el que Octave quiere hacer mostrarse como la pura fuerza que habita a Roberte y a la que Roberte sirve no como dueña de sí misma, sino como receptáculo de esa fuerza, como suma sacerdotisa de la religión del cuerpo en el que debe manifestarse el espíritu. Para ello es necesario, dice Octave, «que Roberte se gustara a sí misma, que tuviera curiosidad por reencontrarse en esa que yo elaboraba con sus propios elementos y que poco a poco quisiera, mediante una especie de emulación con su propio doble, sobrepasar incluso los aspectos que se esbozaban en mi espíritu.» Esto significaría precisamente la desaparición de Roberte en tanto Roberte para provocar la aparición en Roberte de la Roberte imaginada por Octave, la que no es más que un mero nombre, un puro espíritu, y en los términos del sentido de la acción, implicaría que el ateísmo, al ignorar el punto de referencia externo a la personalidad mediante el que ésta se constituye y poner en libertad al espíritu, destruye la identidad del yo y le da libertad al cuerpo, en el que se encierran las fuerzas de la vida, para que en él se manifieste el espíritu que utiliza la libertad misma que el ateísmo le entrega al cuerpo y así se sirve del ateísmo para manifestarse en tanto espíritu liberado. De este modo, es el arte mismo el que se haría posible desde la ausencia de centro tomando al cuerpo como centro, como el simulacro en el que los fantasmas del espíritu, de la imaginación, se materializan dando lugar al espectáculo y en ese espectáculo, cuya existencia prueba el triunfo del espíritu, sobre la desaparición de la identidad personal, el espíritu se manifiesta, adquiere identidad y la otorga. Por eso, la realización en tanto obra de arte de La révocation de l’Edit de Nantes, que toma como tema el problema que su propio argumento plantea, es la prueba de la verdad de la solución que se nos da del conflicto; pero para que esa solución sea legítima, tiene que convencernos antes, haciendo efectivo así el relato como obra de arte, en los términos del carácter de los personajes y como resultado de los movimientos que provocan esos caracteres.
La sorda lucha entre Roberte y Octave se prolonga alimentada por la decisión de él de llevar hasta sus últimas consecuencias la asunción de las Leyes de la Hospitalidad, o sea la prostitución de la esposa por el esposo, como forma de vida, y por la de ella de aceptar esa licencia para satisfacer su temperamento, sin renunciar a otras satisfacciones buscadas por su cuenta pero, sobre todo, sin aceptar como consecuencia inevitable de la práctica de esas leyes la disolución de su identidad, la aparición que provocan de otras Roberte en el seno de Roberte. Pero la realidad contingente no tiene la misma naturaleza fija ya para siempre de las obras de arte. Octave se refugia en su gozosa descripción de los cuadros de Tonnerre mientras constata, junto con la desaparición de un mundo devorado por la moderna sociedad industrial (el mundo de París, ciudad burguesa y apacible, del París de los daguerrotipos por entre cuyas sombras en blanco y negro se puede imaginar todavía el reciente paso de Balzac, Baudelaire o Delacroix y de la naturaleza presente y viva en el arte tal como la ha evocado por última vez Cézanne), la contradictoria condición de pareja de acuerdo con los tiempos que forman él y Roberte —marido viejo, que ha sido retirado de su cátedra de teología en la Universidad, recluido en sus habitaciones, donde se dedica a catalogar su secreta colección de pinturas de un maestro desconocido; mujer joven, diputada en la Asamblea, con una intensa vida pública—, condición que, por sí misma, afirma la inversión de la naturaleza de la pareja en los tiempos modernos, mientras en esa casa, entre esa pareja, bajo la incitación de él, de acuerdo con sus deseos, tal como a su vez lo anota Roberte en su Diario, reina el sabat.
Pero la práctica de las Leyes de la Hospitalidad, el rompimiento de las normas que implica, crea un ruptura entre la forma que toma en la realidad y los sueños de Octave. Él mismo lo explica: «La necesidad de semejantes leyes —dice— no se comprende bien, y la triste referencia al voyeur no muestra para nada sus misteriosos recursos. Uno no presta un objeto precioso y raro más que con las mayores reticencias. ¿Pero cómo prestar su esposa a otros hombres? Es imposible decidirse sin una urgencia muy singular. ¿Les molesta ese término? También la partición entre el marido, la esposa y los amigos. La misma amistad puede convertirse en obstáculo: el extraño, el desconocido, el individuo menos aceptable parecería prestarse mejor a la ocasión». Pero… después de excusarse por la ambigua repetición del verbo prestar, Octave hace la meticulosa descripción de una escena vergonzosa y humillante y sin embargo, por eso mismo, terriblemente fascinante también: el marido, Octave, facilita y propicia la entrega de la esposa, la prostitución de la esposa, Roberte, a un oscuro empleado de Banca que va a arreglar unos asuntos mercantiles a la casa. Para el marido, que tiene que ocultarse, el espectáculo es incompleto, frustrante y por esto, desde su punto de vista, vejatorio, juicio del que, desde el otro extremo, también participa el empleado, para quien el marido no es más que un cornudo. Para la mujer, en el otro lado, la prostitución de sí misma y el placer que esa prostitución trae, es real y aceptado y gozado; pero entonces, inclusive para el chofer de la casa, que entra a defender al marido, agredido finalmente por el engreído empleado, ella no es más que una puta. Desde todos los puntos de vista, las normas se levantan contra el proyecto de Octave. El espacio de la perversidad tiene que ser una zona cerrada. Esto determina el carácter perverso, pero también al hacerse posible plenamente, al constituirse como realidad, determinará una transformación, un rompimiento de las normas, que abre un sentido cuyas posibilidades hay que encontrar.
Roberte halla su placer. Las ocasiones para obtener ese placer se multiplican y ella las aprovecha todas. Violada, utilizada, degradada por la imaginación de Octave, por los demás, por sí misma que voluntariamente se pone al servicio de los demás y se encuentra en la servidumbre, el cuerpo de Roberte es exaltado en la violación, en la utilización, en la degradación. «Maldición, me adoro», dice después de haber pasado por la más dura y perturbadora de sus pruebas, interrumpiendo el curso de sus remordimientos para aspirar el perfume embriagante de sus palmas, enervada ella misma por esas bellas manos «que ya no saben proteger la inocencia de un ser vulnerable», «que ya no saben defenderme de mí misma», «que ya sólo sirven para afirmar mis derrotas». Pero ese momento, del que Roberte ce soir nos ha entregado ya la representación que lo precede, no ha llegado todavía. Antes, de igual modo que nos ha entregado convertida en palabras la imagen de las figuras en los cuadros de Tonnerre, Octave y la misma Roberte han hecho aparecer en sus palabras ese cuerpo del que ningún detalle nos es ahorrado: vio lentamente descubierto o voluntariamente entregado, la descripción pasa de la mirada sorprendida o soñadora de sus ojos azules o grises a la vibración sensual que se muestra en sus fosas nasales, la incierta promesa de sus labios entreabiertos en una sonrisa o un suspiro, el brillo de sus dientes, el largo dibujo del cuello, los hombros que aparecen desnudados, el pecho que desborda su encierro, los pezones despiertos y salientes, el dulce vientre, la interminable espalda, las nalgas generosas y estrechas en su alto recogimiento, el sexo que aparece de pronto entre los maravillosos muslos que se cierran y se abren contra su voluntad, las pantorrillas en tensión, los talones que se levantan abandonando el piso, y finalmente las manos, esas largas manos cuyos dedos se recogen, se estiran, dejan ver la rica palma, el brillo de las uñas nacaradas, manos que rechazan o acarician en un gesto eternamente ambiguo de rendición y lucha en el que la entrega y el rechazo jamás terminan de definirse y siempre recomienzan, levantando una y otra vez a la figura que se nos muestra y se nos da en ese movimiento.
Al configurar las voces de Roberte y Octave, el lenguaje de Pierre Klossowski hace visible por completo la situación, los personajes que se mueven dentro de ella y el clima seductor y repulsivo al mismo tiempo que esa situación produce. Los elementos grotescos y aun cómicos en el rompimiento entre el propósito que los guía y los obstáculos que encuentra su realización, la presencia imposible de disimular de una norma que se empeña en definir con términos peyorativos la conducta de los protagonistas, al tiempo que determinan la verosimilitud de la acción, deja entrever, contradictoriamente, la presencia de una grandeza a la que esos mismos elementos no permiten manifestarse plenamente, pero que, subrayando el tono enrarecido de la obra, determina la intensidad con que actúa sobre los nervios, las emociones del lector, despojándolo de sus defensas, obligándolo a entregarse al exacerbado ambiente abiertamente erótico y mostrando todas las transgresiones, que en este libro maldito se nos hacen ver por dentro, con una forma tanto más perturbadora cuanto que no oculta nada y nos revela todo.
Desde el punto de vista de la sociedad mercantil que determina las formas de vida y de conducta en el mundo contemporáneo, la búsqueda del placer de Roberte la despersonaliza y la convierte en un objeto de cambio. Roberte sería la figura enajenada por excelencia, manipulada, sin voluntad, al servicio de los consumidores, adaptándose a sus exigencias. El bien intransferible que, como Octave nos dice, es la esposa, entregado a la solicitud de todos los consumidores, satisfaciendo como objeto de cambio inclusive las exigencias deformadas de su perverso marido. Y desde su punto de vista, la sociedad mercantil tiene razón; peor tal vez ése no es el único punto de vista. La perversidad crea un espacio cerrado. El precio de ese espacio es su aislamiento, su carácter exclusivo, su naturaleza excepcional, imposible de comunicar, como no sea en la tierra de nadie, en el espacio cerrado también, de las obras de arte, donde los sueños aparecen, se hacen visibles, pagando el precio de conservarse irrealizables, como sueños, fantasías, fantasmas convertidos en presencias por la imaginación en el ámbito de lo imaginario. Preso de su sueño, el perverso vive de espaldas al mundo. Octave no acepta más credo, más responsabilidad, que su fe en la belleza. Ajeno al progreso, al bien y la felicidad de los hombres, a la justicia, aislado en lo que de acuerdo con el juicio de la sociedad que aspira a un bien común tendría que llamarse su «inhumanidad», su absoluto egoísmo, del que él se enorgullece, lo sitúa en el campo de la monstruosidad integral. Ni siquiera la comunicación, la relación que la obra de arte puede establecer entre su serena aparición y los hombres, le interesa. Al contrario, afirma el derecho al callado brillo solitario en el que el espíritu no se habla más que de sí mismo y muestra su pertenencia al silencio de la muerte por encima del rumor de la vida que puede traer a la obra la contemplación de los hombres. Pero Octave está también dispuesto a pagar el precio de esta adhesión absoluta al silencio del espíritu, que, atacando los valores de la vida, se manifiesta dentro de ella como la adhesión a la muerte que permite contemplar a solas, en secreto, las obras de arte en las que se manifiesta esa violación de la vida puesta al servicio del espíritu y en las que el movimiento de la vida se convierte en la absoluta quietud, en el silencio que brilla y se manifiesta en esa quietud, dentro de la que se encuentra la belleza absoluta, el gesto inmovilizado, fuera del tiempo, que habla de la eternidad, en el que se halla la muerte. «Avocado de antemano al mal incurable, no sólo no me siento “liberado de antemano” como usted lo insinúa, mi querido primo canónigo, sino que he adquirido al nacer el derecho a la inalienable maldad; ésta es mi ortodoxia…», anota Octave. De acuerdo con sus términos, en última instancia, la perversidad absoluta, al negar la verdad de la identidad personal, niega la importancia del hombre en la vida, niega la justicia, niega toda organización social, puesto que el movimiento mismo de la vida incluye la injusticia, incluye la presencia de la muerte; y este razonamiento de la perversidad, la hace también atea: la identidad personal sólo puede existir como reflejo de una identidad absoluta que le daría un alma inmortal y la destinaría a gozar o pagar eternamente por sus actos temporales, como lo afirma el cristianismo; pero esta posibilidad de goce o sufrimiento eternos descansa en la eliminación de todo sentimiento de justicia también, pues, si no, la vista de los condenados haría imposible el goce de los bienaventurados y si la eternidad es injusta, la temporalidad tiene que ser injusta. No hay alma individual inmortal, no hay identidad; no hay más que vida y por lo tanto muerte e injusticia en tanto realidad de la vida: el perverso afirma su derecho a la perversidad: «La felicidad es ceguera», dice Octave y la perversidad acepta como culminación su propio sacrificio: la muerte en la que brillará y se mostrará la vida.
En tanto, si en algún momento Octave pudo temer que su proyecto de hacer entrar a Roberte en el papel que tenía preservado para ella se viera entorpecido por lo que pudiese quedar de irreductible en la identidad de Roberte, ya que como él mismo anota en su Diario, «era indispensable que Roberte se gustara a sí misma, que tuviera curiosidad por reencontrarse en esa que yo elaboraba con sus propios elementos y que poco a poco quisiera, mediante una especie de emulación con su propio doble, sobrepasar incluso los aspectos que se esbozaban en mi espíritu», Roberte, «diputada que deviene puta entre Condorcet y Saint-Lazare» según una descripción de Octave, que la imagina forzada y finalmente cediendo al intento de violación de dos jóvenes colegiales cerca del Liceo Condorcet; que luego, efectivamente, de acuerdo con su propio Diario, representa el papel de puta para diversos estudiantes, que en su hogar por gusto —según ella—, por fuerza —según Octave—, cede a los placeres y las humillaciones que trae consigo la práctica de las Leyes de la Hospitalidad, aunque supone que deja a Octave «el inconcebible orgullo de creerse el autor de mis extravíos» cuando éstos son el resultado de su propio temperamento, aún sin advertirlo ha adquirido el hábito de gozar de sus experiencias evocándolas, poniendo entre ellas y los sucesos la mediación de las palabras en las que se ve… reflejada, porque el placer que obtiene a través de sus escandalosas experiencias le da la razón a Octave y ha impuesto la fuerza de ese placer sobre la necesidad de preservar el principio de identidad. Roberte se encuentra a sí misma evocando los sucesos en los que se halla en tanto encarnación de la figura en que Octave desea hallarla. El temor que, según su Diario, alguna vez ha tenido Octave de que Roberte al olvidarse de sí misma en el placer, hiciera a un lado al mismo Octave es anulado por la manera reflexiva en que Roberte se encuentra a sí misma. «En cuanto a mí, es ahora que el placer empieza. Vuelvo a la terraza y recapitulo», dice, sin advertir el sentido de esa detención, al recordar una de sus aventuras «privadas» en que ha sido atada a unas barras paralelas en un gimnasio vacío por dos desconocidos que la despojan en parte de su ropa, abusan de ella y abusando de ella hacen que Roberte ceda al placer. Tampoco repara en el papel que juega al aceptar según cree ella siguiendo su temperamento, iniciar en el placer a estudiantes sirviéndoles de puta; pero el escenario en que tendrá lugar la nueva «revocación del Edicto de Nantes» está preparado. La aparición de Antoine ha introducido un elemento moral en la acción y las vidas de los personajes. Para Octave, su sobrino deberá contribuir a mostrar otro de los reflejos de Roberte; pero Roberte, en cambio, quiere mantenerlo aparte tanto de los designios perversos de Octave como de las flaquezas de su propio temperamento.
¿Es esto posible? ¿Hay una vida más alta y verdadera que la que diseña la perversidad de Octave y permite el temperamento de Roberte? La aparición de Victor o Vittorio, figura ligada a las «experiencias romanas» de Roberte, determina el curso de los acontecimientos. Son los sucesos descritos en Roberte ce soir. La identidad entre el temperamento de Roberte y los proyectos de Octave se hace evidente y demuestra la ausencia de identidad en tanto yo único, dueño de sí mismo y capaz de un propósito moral que descanse en la posesión de su voluntad: ella es la servidora de sus impulsos instintivos, de las fuerzas ciegas de la vida. Es la auténtica revocación del Edicto de Nantes: no hay libertad de cultos, no hay más que una verdad: Roberte, en tanto que supuesta dueña de un cuerpo, es poseída por ese cuerpo y tiene que obedecer sus mandatos; su papel como servidora de ese cuerpo no es, como ella creía, el de dueña de su destino, capaz de imponerle un sentido moral a través de la justicia social a la vida, sino el de sacerdotisa del placer.
Octave ha finalmente «creado» a Roberte haciendo aparecer en el seno de Roberte a la Roberte nacida de su imaginación perversa. «Denunciada» a los espíritus puros, a los puros espíritus, Roberte deja actuar, a través de su cuerpo, que se ha convertido en el vehículo por medio del cual ellos entran al mundo, a los puros espíritus. Los movimientos, las flexiones, los gestos ambiguos de ese cuerpo, en los que se confunden la aceptación y el rechazo, epitomizan en el espacio del mundo el lenguaje del espíritu. La vida imita al arte, manteniendo un instante en suspenso, en un gesto culminante, el movimiento dentro del que se constituye como una continua caída y mediante el cual vuelve siempre a levantarse, a recomenzar ese movimiento. En su Diario, Octave concluye su «catálogo razonado» de las obras de Tonnerre con una minuciosa descripción de su cuadro favorito, La bella versallesa, donde, sobre el escenario pleno de violencia de los días de la Comuna, entre las llamas que asolan la ciudad, dos gentes del pueblo atacan, empezando a desnudarla, en lo que parece ser el comienzo de una escena de violación, a una dama de condición, quien ¿se defiende o acepta el ataque? La pintura detiene ese instante de suprema elevación, de máxima intensidad. «Me dirán que hago una pequeña historia, que sueño en voz alta» apunta Octave, comentando su intencionado comentario de la obra; pero enseguida señala que es la forma de la obra misma la que hace inevitables esos comentarios, la que los despierta e incita a verla de ese modo.
Con el mismo sentido, Roberte, que ha empezado a recordar llena de oprobio y vergüenza la escena con Victor en la que ha intervenido Antoine, proponiéndose volver a la severa conducta desde la que esperaba educar a su sobrino, termina haciendo que, contra su voluntad, su rememoración se deslice hacia la celebración de su propio cuerpo, el cuerpo glorioso que la traiciona y en el que se enamora de sí misma. La culpa se convierte en el propósito de volver a empezar una segunda vez, como se lo ha aconsejado su padrino; ¿Roberte, la atea, consultando a su padrino? ¿Cuál sería esa segunda vez? Roberte se desliza a recordarse como una joven diaconesa —ella, la atea, ¡qué deslizamiento!—, la joven diaconesa que se sentía quince años atrás, durante sus experiencias romanas. «Mis muslos se han entreabierto… mientras escribo con aplicación», anota, en joven diaconesa que ya es…
Pero si Octave ha hecho aparecer a la otra Roberte en Roberte, ha cumplido su tarea de artista violando, destruyendo la identidad, el yo personal de Roberte, se ha posesionado en última instancia de su alma a través de su cuerpo, el artista es la primera víctima de su creación, el primero que, contemplándolo desde afuera, está excluido, no tiene lugar en el espacio cerrado del arte, de los puros espíritus: Moisés mira desde lejos la tierra prometida. El fantasma de la imaginación perversa ha alcanzado su representación, se muestra al fin como simulacro y el creador se inmola a su fantasma. Igual que Acteón hace aparecer a Diana, le da un cuerpo a la divinidad, y es destruido por ella, Octave busca ser inmolado por Roberte, pone en sus manos el veneno que debe precipitar su fin. Pero esta escena ocurre ya en el espacio de la representación. En su lecho de muerte, Octave le dicta a Victor la evocación de ese último «cuadro vivo», que en cierta forma cierra su descripción de la obra de Tonnerre, y del que él es ejecutante, protagonista, testigo, verdugo y víctima a un tiempo: el lenguaje se apoya en la «representación» como lo ha hecho en los cuadros de Tonnerre y las flexiones, los gestos, las actitudes de los cuerpos que hacen posible la escena se ven «reflejados», «repetidos» por el lenguaje: Roberte, la envenenadora, se acerca al lecho en el que yace Octave; un pretendiente despechado, Victor, la sorprende en el momento en que acerca a los labios de su marido la copa con el veneno; bajo la amenaza de denunciarla, el pretendiente le descubre las nalgas a la asesina al tiempo que la obliga a dejar su mano sobre los labios del moribundo; enseguida, cede su lugar a un joven enmascarado, vestido de escarlata. Octave nos dice: todo es representación, el último «cuadro vivo»: los actores son él mismo, Victor, Roberte; pero también el que ella supone que es uno de los colegiales amantes suyos, es en verdad Antoine.
Roberte cree que Octave, inconsciente ya, no puede advertir la presencia de Victor y el colegial: en realidad es el único que sabe todo: Roberte debe sacrificarlo, al tiempo que, en la crispación de su larga y hermosa mano sobre la boca y los párpados del agonizante, en el ataque de risa loca que la invade, en los furiosos movimientos de su cuerpo, Octave advierte que el duro y placentero «castigo» que le infringe Antoine a su tía se ha cumplido. «Ah, entre sus largos dedos separados he podido ver igualmente, veo todavía, veré siempre…», dice Octave. Ésa es su gloria, la única gloria a la que aspira: el gesto con el que su creación, liberándose del creador, se ata definitivamente a él y, en sus actos, le da vida, la vida del placer en la que ella misma se hace impersonal, se olvida de sí. Octave conoce el paraíso y entra a él: «“Todos los cielos se regocijan”»…, termina.
Roberte misma, que se supone libre al fin de Octave ahora que él ha muerto, afirma su prisión. Sin Octave, podrá dedicarse a la «formación» de Antoine, una tarea que los dos desean realizar por igual. «Ahora que la vida no es más un espectáculo, la vida recomienza, pero seria, y más gravemente todavía puesto que se trata de formar un amante», apunta en su Diario. Pero, precisamente, la vida es un espectáculo que siempre se rehace y recomienza; su frase misma lo dice y ella ha aprendido a verla así desde el instante en que ha señalado en su Diario que obtenía su placer al rememorar a través de las palabras las escenas vergonzosas a las que se veía sometida. Enseguida lo demostrará concluyendo su Diario con una última evocación de sus «Impresiones romanas» que considera indispensable para retomar la vida y en la que su tono, el acento que pone en sus recuerdos, muestra que ya no se trata, como al principio, de lograr que «los remordimientos entierren a los remordimientos», sino de revivir gozosamente, de convertir en espectáculo que se dona a sí misma, un pasado en el que la moral, la verdad, la fuerza de la belleza y el placer, en el marco de una Roma eterna exacerbada y sacudida por los acontecimientos que señalan para la ciudad el fin de la segunda guerra mundial, se imponen a toda otra exigencia y en ese ambiente de desorden y disolución, una Roberte, amoral para el concepto de justicia del mundo, entregada a sus emociones, actúa como la primera nueva sacerdotisa del antiguo culto pagano de cuyo fracasado intento de instauración, en la ciudad sometida a todas las fuerzas que muestran el fin de nuestra civilización, Victor ha sido agente.
Muchos de los mitos de Occidente y del romanticismo en especial son revividos, vueltos a actuar, desde otro punto, como imagen y prueba de la transformación de las costumbres, por la conducta de Roberte, y así no es extraño que ella cierre la rememoración de sus experiencias romanas con la evocación de una actitud de entrega y sumisión al placer por encima de toda moral, en la que reconoce el compromiso de un pacto con «fuerzas desconocidas». De esas fuerzas es de las que, anulando su voluntad, llevándola a ser la Roberte que Octave deseaba y a las que la había «denunciado», su perverso marido la ha conducido a ser la representante, creándola e inmolándose a su creación. Para Octave su muerte es su triunfo: Roberte cede el paso a una nueva Roberte en la que las flexiones de su cuerpo reflejarán el lenguaje de los puros espíritus y cuerpo y espíritu encontrarán su verdad en la representación, el espectáculo, donde, representándose, la vida se encuentra a sí misma y se ofrece como espectáculo, como creación del espíritu.