Pero de eso se trata, precisamente. Las palabras, la voz del espíritu, deben afirmar también la verdad sin centro de la Vida, que abarca al espíritu y lo encierra en su movimiento sin fin. El espíritu —se lo ha dicho Santa Teresa al Gran Maestro al principio del libro en el que se desarrolla la tesis que debe presentar el Hermano Damiens— ha perdido el Centro en el que debería descansar finalmente y está condenado a una errancia sin término. Los reinos han cambiado de signo. No es la vida la que encuentra su sentido en la muerte, sino la muerte la que debe encontrar su sentido en la vida. Por eso el arte —el sitio donde puede encontrar su lugar la tesis del Hermano Damiens—, en el que se muestra la voz del espíritu, no puede hacerse posible sirviendo «los caminos imprevisibles del Señor», sino contrariándolos, llevando la voz del espíritu a la vida, poniendo la muerte en la vida, en vez de la vida en la muerte, para crear el reino de este mundo.
Esta posibilidad viene persiguiéndose desde La vocation suspendue, en cuya disertación inicial se aclara el deber del arte en los términos citados arriba y se considera al artista «un falso profeta». En el prólogo de Le Baphomet, Fray Sylvano, su consejero, llamado o conocido también como Waldhauser, dado que su origen es incierto, se lo dice en términos semejantes a Valentine de Saint-Vit, señora de Palengay: «Sepa, señora, que todo profeta es siempre un impostor. Todo lo que él diga en sentido figurado, uno lo tomará en el sentido propio de la ambición; por eso la negativa a creer propiamente lo que él anuncia hace de un impostor un profeta.»
La vida le da su verdad a las palabras del espíritu. Santa Teresa, que sabe cuál es la condición actual del espíritu, encontrará el amor que la buscaba en la realidad de su cuerpo al alojarse en un cuerpo. El impostor que se sirve del carácter evanescente de las palabras, de su realidad espiritual como puros soplos, para encontrar un cuerpo en el que se aloja la verdad del signo en que ha transformado a su esposa, es un profeta: el artista que se pierde en el arte, en la realidad sin verdad de las palabras, para mostrar la verdad, una verdad que, maravillosamente, excluye la propia identidad del que la halla al perderla en sí misma, cuya naturaleza niega toda identidad.
La cólera con que el paje rechaza el derecho del Hermano Damiens a la impostura que le permitiría portarse como un vivo entre los muertos es falsa, es una forma más de coquetería, que afirma los encantos de su cuerpo. La verdad de la muerte se encuentra en la vida y el mal uso de los medios y el ámbito de los muertos, la impostura, ha servido para encontrar la vida. Cuando el Hermano Damiens pretende rechazar la invitación del paje a comprobar que sus mejillas, sus manos, sus muslos que parecen tan apetitosos no son más que viento y empieza a perderse en los meandros de una argumentación en la que se encierran los contrarios para terminar concediendo que lo más simple es creerle, es el paje mismo el que lo desmiente. Nuevamente está actuando en impostor; pero su mentira es ya innecesaria: la impostura ha hecho aparecer la verdad de la vida. La naturaleza tortuosa de la perversidad del artista ha dado fruto y puede hacerse a un lado. «¡Por qué no me dijo directamente que yo soy de carne y hueso: lo hubiera obedecido de inmediato!» «¡Ah —dice entonces el Hermano Damiens, encerrando en su exclamación la simple y compleja verdad sobre la naturaleza de la vida, la vida en la que se reúnen los contrarios: cuerpo y espíritu—, si usted no es ni espíritu ni puta, entre los dos hay lugar para un pillo!» «¡Al fin, Hermano Damiens, haría mejor tratándome como tal! ¡Yo espero eso desde hace una eternidad; pero desde hace una eternidad se contenta con decírmelo!», responde el paje.
Ni espíritu ni puta. En la realización del espíritu en tanto espíritu, que se ha hecho inalcanzable o inexistente como absoluto y se niega a sí mismo, no se encuentra la puta. En la realidad corporal de la puta, si se le toma sólo como tal, el cuerpo es silencio y no se encuentra el espíritu. Como espacios cerrados, la puta y el espíritu se excluyen entre sí. Entre los dos, reuniéndolos a los dos, se halla la verdad de la vida: el pillo que se desconoce a sí mismo. Semejante al arte, la vida se expresa en su ausencia de responsabilidades y su falta de seriedad. Son los simulacros, en los que se manifiesta el fantasma de un ser inexistente en tanto Único y que sólo se encuentra como simulacro, los que regresan una y otra vez. En el pillo que es la vida se rompe toda identidad. La única ley es la variedad de las intensidades regidas por el deseo. Ante las palabras del paje, nos dice el Hermano Damiens, «salí de mi reserva e iba a extender los brazos para agarrarlo cuando una irresistible torpeza me invadió». El soñador, en el que miriadas de inteligencias se repiten y se encuentran despojadas de su identidad, sueña que sueña. Sólo en lo más profundo del sueño se producen las revelaciones destinadas al inmediato olvido en la vigilia, dado que es ese mismo olvido el que configuran. El Hermano Damiens no podrá volver a abrir los ojos. Con el pulgar y el índice, el paje le cierra los párpados. Del hueco de su mano satinada, extendida sobre la cara del Hermano Damiens, sale un suave olor a corrupción. En el fondo sin fondo del sueño las imágenes del olvido son más claras. Con los ojos cerrados, el soñador puede ver al paje ante él con todo su esplendoroso poder de seducción. En el ámbito medieval de la celda la figura se aleja, dueña de todo su encanto y su dulzura, eternamente joven y bella, tierna y maliciosa, puta e inocente. Disminuye las luces. Sus emblemas son los de la antigua religión. Con ellos, a partir de ellos, se creará un nuevo orden: el círculo del eterno retorno de lo mismo. Desatando el rosario de su cintura, el paje, nos dice el narrador, «lo enroscó alrededor de su cuello y sus muñecas, y con sus manos separadas lo distendió a diestra y siniestra para formar un triángulo; pareció hacer un esfuerzo con sus brazos tensos y cayó tieso sobre las losas». Así, su tierna figura, imagen de lo que no tiene imagen, es levantada hasta el techo, siempre distante y cercana, olvido que mostrándose se olvida de sí. Después, dice la narración, «planeando en una posición horizontal suavemente descendió sobre la cama y ahí atravesado, el cuello y las muñecas ligados aún por su rosario, permaneció inmóvil».
Tanto Roberte, de la que en su sueño el Hermano Damiens espera que venga a acostarse con él y la doble figura del paje, como el Baphomet, al que la ambigüedad de esa doble figura da una apariencia de «hueso y de carne», están hechos de la misma sustancia. En Roberte, la modelo imita al retrato, asumiendo su carácter de signo surgido del arte que se coloca en el mundo para hacer posible la coherencia del mundo. Es una figura que asume su verdad como imagen. En el Baphomet, el retrato sigue a su oculta modelo. Es una imagen evanescente, una pura idea nacida del deseo, un recurso de dicción, que se concreta finalmente como figura, adquiriendo una figura, haciéndose poseíble. El lenguaje se encuentra en el cuerpo y el cuerpo en el lenguaje. En Roberte, en Diana, en el Baphomet, Pierre Klossowski ha perseguido largamente ese encuentro entre dos realidades que se muestran a través de su movimiento sin meta y en las que se expresa una misma ausencia de centro. Reflejo de reflejos, reflejo de un reflejo en otro reflejo en los que se evidencian una serie de intensidades, de ese encuentro surge una narrativa, una forma de arte, sotenida sólo por la posibilidad del encuentro, en la que se hace visible a su vez la ausencia de centro. Hecha posible por la coherencia del signo que se crea a sí mismo en su representación, esa narrativa, obra de «imaginación» como el mismo Klossowski la llama, que «busca pronunciarse a la vez mediante una “acción” y el “instrumento” propio para mostrar el hecho obsesional», sale de los fantasmas irracionales que pueblan la interioridad del narrador y necesitan ser expresados, necesitan ver su oscuridad hecha luz al convertirse en simulacros, y al surgir, absorben al propio narrador en su coherencia, de tal modo que la narración se cierra sobre sí misma, estableciendo el círculo en el que «la locura es la pérdida del mundo y de sí mismo en nombre de un conocimiento sin principio ni fin», tal como Klossowski nos dice en el dramático posfacio a Les lois de l’hospitalité. Y éste es el difícil premio que nos entrega su obra.
Pero el dulce aroma de la corrupción sale del hueco de las manos satinadas del paje en Le Baphomet en el momento en que, manifestándose, se entrega a sí mismo y se constituye como signo, esas manos seductoras y terribles, irresistibles y ambiguas, que rechazan al llevar hacia sí y llevan hacia sí al rechazar, fuente de toda fascinación para Klossowski. Corromper, destruir los valores, le es indispensable a ese arte que acepta y busca que el penetrante aroma de la corrupción cubra su espacio. Ésta es su profunda enseñanza; la profundidad de la que sale su enseñanza, levantándose para negar todos los valores. En su verdad, la vida es ciega. Pero no estamos ante una fácil forma de vitalismo. El conocimiento sin conocimiento que nos ofrece Klossowski sólo se encuentra al final del conocimiento. Para llegar hasta la vida, el espíritu, en el que se encierra la posibilidad de conocimiento, tiene que traicionarse a sí mismo, renunciando a afirmarse para afirmar, a través de sus medios, a la vida. Transgresión del espíritu por el espíritu, acto realizado contra el espíritu, que se corrompe en él, sirviéndose del espíritu. El silogismo, el lenguaje de la teología del que la teología se vale para afirmar a Dios, se rompe, convirtiéndose en la expresión de su propia ruptura. Es un lenguaje pervertido: perverso. Y ese lenguaje encuentra el reflejo que le permite reflejarse en el cuerpo.
Los cuerpos, iguales en esto a las almas a las que el lenguaje les da cuerpo en Le Baphomet, no tienen ningún principio que garantice su identidad y guiados por los impulsos que se alojan en ellos y les dan vida, tienden incesantemente a transgredir sus límites mezclándolos e intercambiándolos. Estos impulsos determinan y hacen posible la continuidad de la vida y la propia existencia de los cuerpos; pero también, porque se realizan ciegamente, muestran el carácter ciego de la vida. En ella, el cuerpo pierde su identidad y su acción se convierte en transgresión del cuerpo por el cuerpo, en prostitución de los cuerpos por sí mismos: deviene pornografía.
Todo se corrompe. El movimiento de los cuerpos crea un lenguaje roto también, dislocado, sin más sentido que el del propio movimiento. Pero entonces, en medio del aroma de la corrupción, haciendo suya la apertura que crea la doble acción transgresora, adoptándola como el medio para encontrar su propio lenguaje y hacer un sentido del sin sentido, el arte busca en el movimiento mudo de los cuerpos el rumor del lenguaje que pueda llevar a la luz su oscuridad y le da a la luz del lenguaje el apoyo de esa oscuridad que lo coloca en el mundo. De la unión entre teología y pornografía surge el signo que habita en el arte. En él se encuentran el cuerpo y el lenguaje.
En la obra de Pierre Klossowski el penetrante olor de la corrupción, que le da su perturbadora y terrible intensidad emocional a ese arte que no parece hablarle más que a los sentidos, nace como una consecuencia de que la oscuridad de la vida, el silencio de la materia, aparezca atravesada por la luz del espíritu, el rumor del lenguaje. «Todo lo que está manifiesto es luz», le dice el alma de Santa Teresa a Frédéric, el Anticristo, en Le Baphomet. Y él responde: «¡Pero aquello donde la luz es tiniebla, qué tiniebla!» Entre esas tinieblas, Pierre Klossowski hace brillar, sin romper su oscuridad, pero logrando que se haga manifiesta en el intenso espacio de su arte, constituido alrededor de la aparición que provoca, la fulgurante presencia de un signo.
Magnífica y sobrecogedora, inabarcable, cuerpo que centellea en el lenguaje, lenguaje que se acoge a la oscuridad del cuerpo, haciendo posible la seductora encarnación del Baphomet —nueva figura de la presencia de lo divino en el mundo—, trayendo al presente a Diana —olvidada diosa nutricia y asesina—, hecha de palabras y de gestos, gestos que refulgen en las palabras, palabras que reposan en los gestos, Roberte, signo único que vale por todos los significados del mundo, surge de ese arte que se constituye alrededor de su prestigioso nombre y entregándonos a su fascinación, nos entrega el mundo.