EPÍLOGO

—¿Sabéis lo que tenéis que hacer?

—Negarlo descaradamente —dijo Miranda.

—Mentir —contestó Maude.

Gareth aceptó las respuestas de las hermanas con una sonrisa irónica.

—Eso o algo parecido —asintió.

—¿Funcionará? —preguntó Imogen desde la puerta, abanicándose enérgicamente.

—Si se trata de mentir descaradamente, como dice Miranda, no veo por qué no va a funcionar, señora —su marido apareció detrás de ella—. Dejad que os mire, queridas mías —entró en la habitación y Gareth se apartó a un lado, dando paso al experto.

—Oh, levantaréis un enorme revuelo —declaró Miles, frotándose las manos con regocijo mientras caminaba alrededor de las muchachas—. Ha sido una idea brillante vestiros de modo tan parecido y al mismo tiempo tan distinto.

La idea había sido suya, pero su alegría era tan natural que nadie pudo acusarle de soberbia.

—Jo, pareces una princesa, Miranda —Robbie la contempló con asombro desde el asiento de la ventana en que se había subido con Chip. Era un Robbie muy distinto: un Robbie más rellenito, más lustroso, más feliz—. ¿Puedo ir contigo?

—No, tienes que quedarte cuidando de Chip —dijo Miranda—. Pero te lo contaré todo cuando vuelva.

Robbie se conformó con esta respuesta y desvió su atención al plato de pasas que compartía con Chip.

—Echémonos un vistazo, Maude —Miranda cogió a su hermana de la mano acercándose al espejo. Ambas permanecieron una junto a la otra examinando su ondulante reflejo, que a pesar de ser imperfecto, devolvía una imagen asombrosa. Ambos vestidos tenían idéntico diseño, pero el de Miranda era de terciopelo verde esmeralda con hilo de oro y diamantes incrustados y el de Maude era azul turquesa con hilo de plata y zafiros. La línea de los cuellos se hundía en el escote y asomaba por detrás de la cabeza en una gorguera enjoyada. La otra única diferencia era el pelo. Ambas lo llevaban suelto, Maude con una cinta plateada y Miranda con una cinta dorada. Nadie había intentado ocultar la melena corta y brillante de Miranda, que se curvaba por detrás de sus orejas, pegada al cuello. Los rizos rojizos de Maude le caían sobre los hombros.

—No sospecharán nada —dijo Miranda. Luego se volvió hacia Gareth, dudando—. ¿Estáis seguro de que no lo harán, milord?

—¿Y por qué iban a hacerlo? —dijo él, sonriendo. Cogió su mano y se la llevó a los labios—. La gemela perdida de los d'Albard ha recuperado milagrosamente sus derechos de nacimiento.

—Pero si sospechan —insistió—, si la reina... o Enrique... Será vuestra ruina.

—Como ya te he dicho incontables veces, amor, no me importaría en absoluto.

Imogen lloriqueó por lo bajo, pero sus labios apretados no se abrieron para decir ni una sola palabra.

—Deberíamos irnos ya —dijo Miles—. La gabarra nos espera y Enrique debe de estar impaciente.

—Sí, yo incluso diría que ya andará paseando por los salones de Greenwich —asintió Gareth con una risilla—. Vamos, pupilas, agarremos al toro por los cuernos.

Antes de abandonar la habitación, Maude le dedicó a Miranda una sonrisa tan nerviosa como excitada. Su hermana le apretó la mano.

Al verlas salir, Chip aulló en el regazo de Robbie y antes de que el muchachito pudiese reaccionar brincó al alféizar y saltó por la ventana.

—¡Oh, Chip, vuelve! —Robbie se asomó, pero el mono ya bajaba por la hiedra y levantó una manita huesuda a modo de despedida. Robbie, que sabía sus limitaciones en lo concerniente a Chip, volvió a meter la cabeza en la habitación y empezó a pensar en las cosas nuevas con que poder disfrutar en aquel palacio. La cocina podía ser un buen comienzo, ahora que sabía lo provechosa que era. La cocinera y un ama de llaves le habían cogido cariño y esa tarde iban a preparar unas tartas de manzana...

—No olvidéis que se supone que no sabéis que el duque es Enrique en realidad —dijo Imogen en un rápido susurro cuando subían a la gabarra.

Maude y Miranda apenas intercambiaron una mirada e Imogen no dijo nada más. Algo había ocurrido durante la ausencia de las niñas que había cambiado a lady Imogen. Nadie había comentado nada al respecto y el conde había evitado las preguntas de Miranda de tal modo que ella había dejado de intentarlo.

La gabarra se alejaba del embarcadero cuando una criaturita con chaqueta roja saltó de la orilla y aterrizó en mitad de la embarcación con un grito de alegría.

—¡Oh, Chip! —exclamó Miranda—. Se supone que no puedes venir. Te dije que te quedases con Robbie... No, no me saltes encima, ¡me ensuciarás!

Chip ignoró sus palabras y le puso los brazos alrededor del cuello, estropeándole la gorguera. Miró con sus ojos brillantes el círculo de rostros que lo rodeaban, buscando objeciones a su presencia. Gareth suspiró y levantó una mano para acallar las subsiguientes protestas de Imogen.

—Tendrá que quedarse en la gabarra cuando lleguemos a Greenwich, Miranda. ¿Podrás convencerle?

—Lo intentaré —dijo dudosa, arrancando los brazos de Chip de su cuello. Lo sostuvo lejos y él ladeó la cabeza, con un tono suplicante que la hizo reír, incapaz de regañarle. Chip le sonrió en respuesta y saltó a cubierta. Solemnemente, fue extendiendo la mano a todos para que se la estrecharan, pero no intentó aproximarse a Imogen, que se había apartado de la barandilla con aire resignado.

Enrique de Navarra no esperaba en los salones de Greenwich sino que caminaba nervioso junto al embarcadero de palacio. Había sido invitado de la reina porque la enfermedad de su prometida había coincidido con la ausencia de su anfitrión por un asunto familiar urgente. Ahora esperaba ansioso a lady Maude, ya restablecida y capaz de retomar su lugar en la corte.

Y le habían dicho que le darían una sorpresa.

Cuando las dos jóvenes descendieron de la gabarra en la que ondeaba el estandarte de los Harcourt, Enrique las miró fijamente, estupefacto por primera vez en una vida llena de acontecimientos. ¿Cuál de ellas era la suya? Luego vio el brazalete en la muñeca de la joven de turquesa. Miró rápidamente al conde de Harcourt, quien sonrió y cogió a Maude de la mano, poniéndosela delante.

—Ya veis que lady Maude está totalmente restablecida, señor... Oh, y permitidme que os presente la razón de mi ausencia: la hermana gemela de Maude, lady Miranda d'Albard.

Miranda hizo una reverencia sonriendo recatadamente y Enrique, atónito aún, tomó su mano inclinando la cabeza.

—Debe de estar asombrado, excelencia —dijo Imogen con voz firme y sonrisa confiada—. Nosotros también lo estamos. Mi hermano descubrió que la otra hija de Elena fue recogida por unas monjas aquella noche terrible y desde entonces vivía en un convento y...

—Pues sí, excelencia, es una historia increíble —interrumpió con tacto Gareth, antes de que Imogen acabara enfangándose en detalles—. Supe del paradero de Miranda hace unas semanas, pero como no sabía en qué estado la encontraría, preferí investigar su situación antes de hacerlo público.

—Increíble —dijo Enrique, incapaz de asumir la presencia de aquel par de jóvenes resplandecientes, con idéntica mirada traviesa en idénticos ojos azules—. ¿Y Su Majestad no sabe de esta... de esta sorpresa?

—No, todavía —dijo Gareth esbozando algo parecido a una sonrisa—. Si acompañáis a Maude, yo acompañaré a su hermana. La reina nos espera.

Maude deslizó su mano en el brazo de Enrique sonriéndole y agitando sus largas pestañas.

—Os he echado mucho de menos, mi señor —susurró.

—Ni la mitad de lo que yo os he echado de menos a vos, ma chère —respondió Enrique, encantado con la confesión de Maude—. ¿Estáis ya totalmente recuperada?

—Oh, sí, señor —dijo Maude alegremente—. No me había sentido tan bien en toda mi vida.

—Es curioso, porque creo que nunca os había visto tan bien —observó Enrique frunciendo un poco el ceño—. Parece que os ha dado el sol... en el puente de la nariz... aquí —tocó suavemente la zona de la que hablaba—. Creo que tenéis pecas y no entiendo cómo han aparecido estando vos en cama.

—Me sentaba en la ventana, mi señor —respondió Maude recatadamente—. El sol influye mucho en mi estado de ánimo. Espero que no os disgusten mis pecas.

—No... no... En absoluto —dijo rápidamente—. Son encantadoras, es sólo que me han sorprendido un poco —añadió por lo bajo.

Maude sonrió.

El grupo subió por el sendero hasta la extensión de césped que se abría delante de palacio. El lugar ya no era nuevo para Miranda, que no cargaba con ninguno de los temores de su primera aparición en la corte. Pero en esta ocasión había otras preocupaciones. Enrique parecía haber aceptado la «sorpresa» del conde, pero ¿cuál sería la reacción de los demás? La respuesta llegó en seguida.

Los hermanos Rossiter fueron los primeros en verlas. Brian se quedó mudo, abriendo y cerrando la boca, con los ojos fuera de las órbitas, mirando aquellas dos imágenes idénticas. La sonrisa de Kip era la de un hombre cuyas afirmaciones han sido probadas. Hizo una reverencia a Miranda y lanzó una mirada cómplice a Gareth, que se limitó a devolverle una sonrisa anodina.

—Su Majestad recibirá al conde de Harcourt.

Gareth hizo al chambelán un gesto de asentimiento.

—Mis pupilas...

Ofreció un brazo a cada una. Enrique cedió a Maude con manifiesta reticencia y los siguió con la mirada, todavía haciendo conjeturas.

Avanzaron a través de las antecámaras que llevaban a la habitación privada de la reina, haciendo en apariencia caso omiso de las miradas y susurros que suscitaban a su paso, pero Gareth notaba el nerviosismo de las hermanas porque era muy consciente del suyo propio. Ésta era la prueba de fuego. Si la reina aceptaba la historia nadie volvería a cuestionarla. Y a pesar de todo lo que había dicho, a él aquello le importaba mucho. Su ambición seguía intacta, solo que había adoptado una nueva dimensión: Miranda.

Isabel no era de las personas que se asombraban fácilmente pero cuando el conde de Harcourt presentó a lady Miranda d'Albard se limitó a mirarla en silencio por lo que pareció una eternidad. Entonces se levantó dijo:

—Explícame esto, porque no lo entiendo.

—Llevo muchos años intentando saber qué había sido de la hermana gemela de Maude, señora —dijo Gareth con soltura—. Envié a distintas personas a que preguntaran a lo largo y ancho de Francia y seguí la pista de algunas informaciones, pero hasta hace unos pocos meses todas habían resultado infructuosas. Entonces recibí noticias de una joven que vivía con las monjas cistercienses en Languedoc. Pude seguir esta pista por mí mismo en mi reciente visita a Francia. Imaginaos la alegría que me llevé al encontrar a Miranda —la puso delante de él—. Como veis, señora, no hay duda de que se trata de la gemela perdida de los d'Albard.

La reina examinó detenidamente a Miranda. Caminó a su alrededor mientras Miranda mantenía una profunda reverencia, rezando para que esta vez fuese capaz de levantarse por sí misma.

—Debo felicitarte, lord Harcourt —dijo finalmente Su Majestad—. El parecido es extraordinario, pero debes haber estado muy pendiente de la resolución de este misterio. Me pregunto por qué no he sido informada de la existencia de esta niña —elevó las depiladas cejas y sus ojos relampaguearon. Su Majestad no estaba muy contenta con aquello. No le gustaban las sorpresas.

Gareth se inclinó y pidió humildemente disculpas. —Ha sido un descuido por mi parte, señora. La búsqueda era como una especie de pasatiempo para mí, nunca pensé que daría fruto. Tenía asumido, al igual que su padre, que Miranda había sido asesinada junto a su madre y que habían hecho desaparecer el cuerpo.

—Ya veo —Su Majestad siguió examinando a Miranda con el ceño fruncido. Maude permaneció en silencio, pasando inadvertida. Miranda se preguntó desesperada cuánto tiempo tendría que seguir en aquella reverencia. La postura empezaba a resultar cada vez más incómoda, incluso para una acróbata como ella. Finalmente, la reina se alejó y pudo levantarse. Miró de reojo a Maude, que le dedicó un gesto compasivo. La reina no había hecho caso a la presentación de Miranda. A sus ojos, podía muy bien haber sido un objeto inanimado.

—Ahora tendrás la oportunidad de realizar otra alianza ventajosa para los d'Albard —dijo la reina—. ¿Has pensado ya cuál será?

—Todavía no, señora. Lady Miranda tiene aún que acostumbrarse al mundo fuera del convento. Había pensado en darle un tiempo para adaptarse a su nueva vida antes de buscarle el marido adecuado.

—Ya veo —dijo Isabel con la boca aún pequeña, mostrando aún cierto disgusto—. Y hablando del tema, he sabido por lady Mary Abernathy que habéis roto vuestro compromiso.

Gareth volvió a inclinarse.

—Para pesar mío, señora. Pero lady Mary decidió que no encajaríamos.

—Ya veo —volvió a decir Isabel—, y me parece muy raro por su parte, porque no volverá a tener otra oportunidad tan ventajosa como ésta.

Gareth no dijo nada. Miranda aguantó la respiración, consciente de que Maude hacía lo mismo. Y entonces la reina dijo:

—Bien, pues tendré que buscarle a alguien. Lleva demasiado tiempo languideciendo en la corte —se despidió agitando la mano en gesto irritado y Gareth caminó hacia atrás hasta la puerta. No hubo que avisar a Miranda y a Maude para que le siguieran de inmediato y pronto se encontraron todos a salvo al otro lado del umbral.

Gareth suspiró.

—¡Por Dios y por todos los santos! Espero no tener que volver a pasar por esto nunca más.

—Pero ¿ha ido todo bien? —preguntó Miranda—. ¿Ha aceptado la historia?

Gareth le sonrió, frotándole la barbilla con los nudillos.

—Sí, lo hizo, amor. Pero no me atrevo a imaginar qué es lo que hará cuanto se entere de que vamos a casarnos.

—No creo que sea peor que cuando descubra que el duque de Roissy es en realidad Enrique de Francia —dijo Maude.

—Oh, lo superará —afirmó categóricamente Gareth—. Su Majestad es una soberana muy pragmática. Los beneficios que le reportará el enlace compensarán con creces la ofensa del engaño. Tened por seguro que entenderá perfectamente por qué Enrique creyó necesario ocultar su presencia en Inglaterra... Vamos, regresemos a los jardines, aquí el ambiente es un poco agobiante —se echó a reír y, totalmente relajado, las guió por delante de él hacia el lugar donde les esperaba Enrique.

—Se os ve un poco ausente, excelencia —dijo Miranda cuando llegaron junto a Enrique.

El agitó la cabeza en su descargo, pero todavía examinaba especulativo a las dos hermanas.

—Me preguntaba —dijo lentamente— si nos habíamos visto alguna otra vez, lady Miranda.

«Este rey de Francia es demasiado perspicaz», pensó Miranda, pero sonrió y dijo:

—Os aseguro, señor, que de ser así, ha sido sin que yo lo supiera.

—Aja —no pareció convencido—. Maude, demos un paseo—. Le cogió súbitamente la mano y se alejó con ella tan aprisa que Maude tuvo que brincar para poder seguirle el paso. Enrique se detuvo en una retirada pérgola situada bajo un viejo roble. Miró seriamente a Maude a los ojos y le dijo—: Decidme la verdad. ¿Habéis sido vos siempre?

Los ojos azules de Maude lo miraron fijamente.

—Siempre, mi señor. ¿Cómo podéis dudarlo?

—Necesito que me convenzáis —dijo Enrique, y en el fondo de sus ojos negros comenzaron a destellar pequeños puntos de luz.

—¿Así, excelencia? —preguntó Maude mientras le cogía la cara entre las manos y se alzaba de puntillas para besarle. Pretendía darle un beso suave, un simple roce, pero Enrique la apretó contra su amplio pecho presionando la lengua contra sus labios para pedirle paso, y Maude abrió la boca con un pequeño gemido de placer. Este beso fue distinto a todos. Enrique le pedía algo, un compromiso, una promesa, una declaración de sentimientos. Por un breve instante, Maude pensó en el convento benedictino y ésa fue la última vez que se detuvo a pensar en la vida religiosa.

Enrique la llevó hacia un banco de piedra y la sentó sobre su regazo con manos rudas pero curiosamente tiernas. Maude le acarició la barba con la cara, inhalando el aroma de su pelo y de su piel. Se acordó de Miranda: ella, que lo sabía todo sobre este apartado del amor y que lo encontraba tan bueno. Con un pequeño suspiro, se rindió a su excitación, frotando su cuerpo contra el de Enrique, notando su erección bajo los muslos, notando el calor de su piel, sus ansias de tocarla mientras deslizaba las manos en su corpiño. Los pechos le ardieron de placer al sentir la caricia de sus cálidas manos y sus pezones se endurecieron al roce de sus dedos. El último pensamiento coherente que tuvo Maude era que su hermana había pasado demasiado tiempo disfrutando ella sola de aquellos placeres.

Enrique hizo un valeroso esfuerzo por refrenarse, pero la apasionada reacción de Maude convirtió en inútil cualquier intento por controlarse. Ajustó aquel cuerpo al suyo con increíble facilidad y premura, apartándole las faldas con descuidado apremio. Entre aquella cálida maraña de manos y piernas, faldas y enaguas, unieron sus cuerpos y Maude lanzó un grito de sorpresa más que de dolor. Ninguno de ellos se percató de que el broche del brazalete se rompía mientras Maude subía y bajaba, moviéndose al maravilloso ritmo del amor.

—¿Crees que Enrique lo sabe? —preguntó Miranda mientras Enrique de Francia llevaba a su hermana hacia la pérgola.

—Es posible —respondió Gareth—. Pero en este momento me importa un comino. Venga, vámonos a casa.

—¿Irnos, milord? —preguntó Miranda fingiendo horror—. ¿Así, sin más?

—Así sin más —dijo Gareth con firmeza—. Iremos en la barcaza y le dejaremos la gabarra a los demás.

—¿Y qué hacemos con Chip? Está esperando en la gabarra.

—¿De veras piensas que no logrará encontrarnos? —Gareth levantó las cejas fingiendo asombro—. Fíjate que estoy totalmente resignado a su compañía —la cogió de la mano y, siguiendo el ejemplo de Enrique, empezó a caminar a paso rápido hacia el río.

—Por suerte, Chip también se ha resignado totalmente a vuestra compañía, señor —dijo Miranda dulcemente, reteniéndole con una mirada maliciosa.

—Oh, créeme, me doy cuenta de lo afortunado que soy. Pero ahora, ¡camina! Me estoy impacientando.

Miranda rió por lo bajo y empezó a caminar.

Un rayo de luna atravesó las hojas entrelazadas del viejo roble hasta llegar a la pérgola, ahora desierta, extrayendo de entre las raíces cubiertas de musgo de aquel árbol un brillo de perlas, un resplandor de oro y varios destellos de esmeraldas.