CAPÍTULO 02
Miranda, con el mono aferrado al cuello, se introdujo en un estrecho hueco entre dos casas. Era un espacio tan pequeño que, incluso siendo tan delgada, se veía obligada a estar de lado, tan apretada por los dos muros que apenas podía respirar. A juzgar por el hedor a cloaca, el espacio se utilizaba como vertedero de basura y excrementos, de modo que no le fue difícil aguantar la respiración.
Chip castañeteaba los dientes angustiado y temblaba de miedo. Para calmarlo, la chica le acarició la cabeza y el cuello aunque seguía maldiciendo por lo bajo su afición por los objetos pequeños y brillantes. No había pretendido robarle la peineta a aquella mujer, pero nadie le había ofrecido la oportunidad de explicarse. Chip, atraído por un destello plateado producto del sol, se había subido al hombro de una mujer, provocándole un ataque de pánico. Había intentado tranquilizarla con su charla, afanándose al mismo tiempo por sacar la peineta de aquel peinado tan elaborado con la única pretensión de examinarla más de cerca, pero, ¿cómo se le explica esto a la histérica esposa de un burgués mientras unos dedos prensiles rebuscan entre su pelo como si buscaran piojos?
Miranda se había apresurado a recoger al mono, e inmediatamente la muchedumbre había decidido que el animal y ella estaban conchabados. La joven, que gracias a su vida profesional había llegado a familiarizarse con los distintos estados de ánimo del público, consideró que la discreción era la opción más valiente que podía adoptar en ese caso y había huido de un pelotón que le pisaba los talones.
La multitud vociferante pasó como una exhalación por delante de su escondite. Chip empezó a temblar violentamente, susurrándole su miedo al oído.
—Shhhh —le dijo ella y lo apretó contra sí hasta que el estruendo de las pisadas se perdió en la distancia y pudo deslizarse fuera de aquel estrecho hueco.
—Dudo que se rindan tan fácilmente.
Miró calle arriba y empezaba a alarmarse cuando vio al caballero del muelle aproximarse hacia ella con su capa de seda escarlata flotando tras él. Antes no le había prestado mucha atención, simplemente se había fijado en la riqueza de una indumentaria que lo distinguía como noble. Esta vez lo examinó con mayor detenimiento. El jubón plateado, los bombachos de terciopelo negro y oro, las medias doradas y la capa de seda, indicaban que era un caballero de fortuna considerable, y lo confirmaban los anillos y las hebillas plateadas de los zapatos.
Bajo los párpados caídos, unos ojos marrones y perezosos la contemplaban con una mirada un tanto burlona. Su amplia boca esbozó una sonrisa, revelando unos dientes asombrosamente fuertes y blancos.
Ella se sorprendió a sí misma devolviéndole la sonrisa y confesándole:
—No hemos robado nada, milord. Es que a Chip le atraen las cosas que brillan y le gusta mirarlas de cerca.
—Ah —asintió Gareth mostrando su comprensión—. ¿Y he de suponer que algún alma de Dios puso alguna objeción al examen del mono?
Miranda sonrió.
—Sí, una estúpida. Gritaba como si la hubiesen sumergido en aceite hirviendo. Y encima la condenada peineta era de pasta.
Gareth sintió una ráfaga de compasión por la histérica desconocida.
—Yo diría que no está acostumbrada a llevar monos sobre la cabeza —señaló.
—Es muy posible, pero Chip es limpio y bondadoso. No iba a hacerle ningún daño.
—Puede que el objeto de su atención no supiera todo eso —el brillo de aquella mirada burlona resplandeció con más fuerza aún.
Miranda se rió entre dientes. Su aprieto parecía menos grave en compañía de este caballero de ojos perezosos dispuesto a colaborar.
—Estaba a punto de llevármelo cuando me atacaron y me vi obligada a huir, y eso hizo que pareciera culpable.
—Aja, así es —coincidió—. Pero ya veo que no teníais otra elección.
—Ninguna, sólo ésa —la sonrisa de Miranda se borró de repente. Ladeó la cabeza, escuchando de nuevo los gritos de la multitud.
—Vamos, salgamos de la calle —dijo el caballero con repentino apremio—. Ese vestido naranja es un reclamo demasiado fuerte.
Miranda dudó. Su instinto le aconsejaba que saliera huyendo otra vez para poner entre ella y aquellas voces tanta distancia como le fuese posible, pero se encontró cálida y firmemente asida de la mano. Sin voluntad, con Chip aferrado a su cuello, avanzó medio corriendo para ajustarse a las largas zancadas del caballero, que volvía a la posada Adam and Eve.
—¿Por qué os tomáis tantas molestias conmigo, milord? —dijo brincando a su lado y mirándole con ojos llenos de curiosidad.
Gareth no respondió. Aquélla era una buena pregunta, y aún no tenía preparada una respuesta. Pero es que ella tenía algo que le resultaba tremendamente atractivo, algo indefenso y al mismo tiempo indomable que lograba conmoverle. No podía dejarla en manos del populacho, aunque la realidad le dijese que ella estaba más que acostumbrada a esquivar los peligros de la calle.
—Aquí —le instó a cruzar la estrecha puerta y adentrarse en el oscuro interior de la posada con una mano en la parte baja de su espalda. Sintió la piel cálida bajo la delgada tela de su vestido, y bajó la mirada hacia su pequeña cabeza, donde descubrió la blancura de su piel en el arranque del pelo caoba oscuro. De forma casi distraída, rozó con el dedo esa línea y ella dio un respingo y le miró sobresaltada. Él se aclaró la garganta y dijo rápidamente:
—Agarrad bien a ese mono. Estoy seguro de que este lugar estará lleno de objetos brillantes.
Mientras estudiaba el entorno, Miranda se preguntaba si aquel roce fugaz había sido producto de su imaginación.
—Dudo que haya algo aquí que llame la atención de Chip. Hay demasiado polvo. Hasta el peltre está sin lustrar.
—Puede, pero aún así, que no se os escape.
—Lord Harcourt —el posadero salió de una puerta situada en la parte posterior del estrecho pasillo. Sus ojillos se encendieron—. En la caballeriza tenéis preparado un buen caballo, tal y como ordenasteis. ¡Eh! ¿Qué es eso? ¡Saca esa sucia cosa de aquí, jovencita! —temblando de indignación, señaló con el dedo a Chip, que había empezado a recuperar la serenidad y desde el hombro de Miranda echaba un vistazo a su alrededor con ojos brillantes.
—Tranquilo, Molton. La chica está conmigo y el mono no causará ningún daño. —Gareth entró en el bar—. Tráeme una pipa y una jarra de cerveza. Ah, y otra cerveza para la chica.
—Ojalá supiera por qué la gente se asusta de un mono. —Miranda se aproximó a la ventanita baja que se abría en el muro encalado que dominaba el callejón. Frotó con la manga el cristal hasta obtener un hueco relativamente limpio.
Gareth asió la larga pipa de barro llena de tabaco que, ya encendida, le tendió el posadero y al exhalarlo con placer, el humo, azul y fragante, se elevó hacia las ennegrecidas vigas. Miranda lo observaba arrugando su pequeña y bien proporcionada nariz.
—Nunca antes había visto a nadie haciendo eso. En Francia no gusta demasiado.
—No saben lo que se pierden —dijo, levantando la jarra e indicándole a la chica que hiciera lo propio con la suya. Miranda bebió con él.
—Creo que no me gusta el olor —observó diplomáticamente—. Hace que cueste respirar. Y a Chip tampoco parece gustarle —señaló al mono, que se había retirado a la esquina más lejana del local tapándose la nariz con la mano.
—Disculpadme si no encuentro necesario tener en cuenta los gustos y aversiones de un mono —dijo el conde, volviendo a llevarse la pipa a la boca.
Miranda se mordisqueó el labio.
—No pretendía ser descortés, milord.
Inclinó la cabeza en señal de reconocimiento, pero mantenía en sus ojos aquel destello de humor que hizo que Miranda, más tranquila, tomara otro trago de cerveza consciente ya de la sed que tenía tras la carrera por las calles. Sometió su sabor a un análisis encubierto. Él se mostraba muy relajado, inclinándose despreocupadamente sobre la barra con un aire que ella encontró tan reconfortante como atractivo. Le producía sensación de bienestar y seguridad.
¿Cómo le había llamado el posadero? Ah, milord Harcourt, eso era.
—Me gustaría agradeceros vuestra amabilidad, milord Harcourt —se aventuró a decir—. ¿No es como si de alguna manera nos conociésemos?
—Curiosamente, empiezo a sentirme muy familiarizado con vos —contestó, y añadió irónicamente—, quiera o no quiera.
Miranda apretó la nariz contra el cristal rayado, diciéndose que era ridículo que se sintiera dolida aunque le hubiese parecido que se estaba burlando de ella. Había entrado en su vida a toda velocidad e iba a salir de ella igual de rápido.
El callejón estaba tranquilo.
—Creo que ya puedo salir sin peligro, no os importunaré más, milord.
Gareth pareció sorprendido. Aquella voz profunda y melodiosa sonó un poco cortante.
—Sólo si estáis segura de que no es peligroso —dijo—. Podéis permanecer aquí todo el tiempo que deseéis.
—Gracias, pero debo irme —se volvió hacia la puerta—. Y gracias de nuevo, milord, por tantas atenciones —hizo una pequeña reverencia entrecortada y se marchó del bar. El mono volvió a saltarle al hombro y le hizo a Gareth un gesto obsceno con uno de sus dedos prensiles a la vez que dejaba escapar unos castañeteos de dientes que sonaron inequívocamente beligerantes.
«Bestia desagradecida», pensó Gareth, fumando de la pipa. Pero el asombroso parecido de la chica con Maude siguió ocupando sus pensamientos. Se dice que cada persona tiene su doble en la tierra, pero él siempre había hecho oídos sordos a este dicho.
—¿Tomaréis algo de cena, milord? —dijo Molton, reapareciendo en el bar.
—Dentro de una hora —Gareth acabó su pipa y su cerveza—. Iré a las caballerizas a echarle un vistazo a ese caballo. Y necesitaré una cama para esta noche. Pagaré por el privilegio de disfrutarla en solitario, y que sea una habitación privada, si tienes.
—Oh, sí, milord. Hay una hermosa habitación sobre el lavadero, perfecta para una persona —Molton hizo una reverencia, llegando casi a tocar la cabeza con las rodillas—. Pero tendré que cobraros por ella una corona, milord. Podría meter tres hombres en esa cama sin que durmiesen apretados.
Gareth enarcó las cejas.
—Pero ¿no había dicho hace un momento que era una habitación para uno?
—Es perfecta para uno, milord —explicó Molton solemnemente—, pero caben tres.
—Ah, ya veo. Ahora ha quedado claro —Gareth recogió sus guantes enjoyados de la barra del bar—. Pues haz que lleven mis cosas a la habitación del lavadero y me sentaré a la mesa en cuanto regrese —salió paseando de la posada, dejando a Molton asintiendo y haciendo reverencias a sus espaldas como un muñeco con un resorte.
El caballo vacante de las caballerizas era un simple jamelgo, pero si iba con cuidado podría recorrer con él las setenta millas que lo separaban de Londres, y tampoco es que tuviera mucha prisa por llegar. Imogen estaría sobre ascuas, por supuesto, y Miles correteando en busca de un lugar donde esconderse del aluvión incesante de quejas y especulaciones. Pero los oídos de Gareth resonaban previendo el entusiasmo chillón de su hermana junto al contrapunto de su endeble marido, y no sentía ningún deseo de enfrentarse a esa realidad.
Se preguntó, y no por primera vez, cómo había permitido que su hermana asumiese las responsabilidades de la casa. Después de la terrible debacle de Charlotte, perdido en el laberinto de su secreta culpabilidad, él había bajado la guardia, e Imogen era una experta en aprovechar cualquier oportunidad en todo aquello que tuviese que ver con su hermano. Antes de que pudiera darse cuenta, ella y toda su casa, incluida su pupila, Maude, se habían instalado en el Strand con la misión de consolarlo de su pena y hacerse cargo de todo en su lugar. Y de eso hacía ya cinco años.
Imogen era una mujer difícil y de fuerte carácter, pero su única y devoradora pasión era el bienestar de su hermano. Cuando murió su madre, se llevó a Gareth, que entonces tenía tan sólo diez años, con el compromiso de hacerse cargo de él. Ella era doce años mayor, y lo colmó con un afecto que no tenía ninguna otra vía de escape... y seguía sin tenerlo. Su desventurado marido, Miles, tenía que conformarse con las migajas que caían de la mesa. Y Gareth, luchando tenazmente contra el ahogo, no tenía valor para herir deliberadamente a su hermana. Claro que conocía sus defectos: una ambición desmesurada en todo lo que tuviera que ver con la familia Harcourt nacida de las expectativas que tenía puestas en su hermano, un carácter violento, falta de consideración con los sirvientes y subordinados, y despilfarro. Pero a pesar de desearlo tanto, aún no podía sacarla de su vida.
E Imogen, en su afán por organizar la felicidad de su hermano, incluso le había buscado una candidata a esposa perfecta para sustituir a Charlotte. Lady Mary Abernathy, una viuda sin hijos de veinte y muchos años, constituía una elección intachable. Una mujer intachable. Tanto es así que, según Imogen, nunca daría un paso en falso. Sabría perfectamente comportarse como lady Harcourt y Gareth nunca tendría que temer que fracasara en el cumplimiento de sus obligaciones.
La boca de Gareth se torció en un mal gesto. Era imposible imaginarse a lady Mary fracasar en sus deberes, fueran los que fuesen. No como Charlotte, que no había conocido el concepto del deber. Pero Charlotte había sido una criatura rojo vibrante mientras que Mary era tan pálida e inmóvil como una estatua de alabastro. La primera le había traído sufrimiento, culpabilidad y vergüenza. Mary no lo transportaría a las vertiginosas cumbres de la dicha, pero sería incapaz de arrojarlo a las profundidades de la humillación y la desesperación más enloquecedora. Un hombre sólo tenía una oportunidad de ser dichoso, y él había agotado la suya, así que supuso que debía de estar preparado para conformarse con la paz y la tranquilidad.
Torció el labio sin querer. Por alguna aviesa razón, le ocurría siempre que reflexionaba sobre estos temas. Pero la paz y la tranquilidad doméstica dejarían de parecer probables en un futuro cercano... en cuanto Imogen se enterase de que Enrique deseaba casarse con Maude.
Él era el tutor oficial de Maude, fue nombrado como tal cuando murió su padre y la enviaron a Inglaterra a vivir en casa de unos parientes cercanos. Pero Imogen siempre había adoptado la responsabilidad de cuidar de la niña y hasta hacía poco él apenas se había percatado de la existencia de la sombra pálida y enfermiza que se alojaba en una esquina de su casa. Y cuando Imogen decidió sobre el futuro de Maude, se vio forzado a prestar atención al carácter de su pupila, que parecía oscilar entre la invalidez crónica y sufrida y la testaruda obstinación. No aceptaría fácilmente el futuro que se le preparaba.
Abandonó las caballerizas y paseó disfrutando de aquella templada y agradable tarde de agosto. Se dirigió de vuelta al muelle con la intención de abrir el apetito con una dosis de brisa marina en previsión de la cena en la posada Adam and Eve. Las gaviotas revoloteaban chillando sobre las tranquilas aguas del puerto y los acantilados blancos se riñeron de rosa con la puesta de sol. Era una escena más que tranquila, hasta que detectó una mancha naranja brillante sobre el espigón gris y un extraño sentido de lo inevitable, ¿o era aprensión?, trepó sigilosamente por su nuca.
El mono estaba sentado detrás de ella sobre el muro de piedra, examinándose atentamente las manos. La chica miraba al puerto, columpiando las piernas y golpeando rítmicamente la piedra con sus zuecos de madera. Los únicos barcos del puerto se balanceaban anclados, y Gareth observó que la marea bajaba rápidamente y no había ni rastro de los artistas.
Subió a sentarse junto a ella.
—¿Por qué tengo la impresión de que hoy las circunstancias conspiran en vuestra contra?
Levantó la mirada pesarosa.
—En cuanto vi el escarabajo supe que esta mañana no tenía que haber salido de la cama. —¿Escarabajo?
—Aja —asintió—. Un escarabajo ciervo, negro y enorme, estaba en la lechera nadando para salvar su vida. Son un signo de mal augurio, ya sabéis.
—No lo sabía —se apoyó amigablemente en el muro junto a ella—. ¿Se han marchado sin esperaros?
Miranda volvió a asentir.
—Sabía que no podían desaprovechar la marea, pero no me di cuenta del tiempo que había empleado en perseguir a Chip —volvió a dirigir la mirada hacia el agua.
Gareth también miró más allá del puerto, sin pronunciar palabra por un instante, consciente de la presencia de ella a su lado y del placer de su proximidad.
—¿Qué pensáis hacer? —preguntó finalmente.
—Tendré que esperar a la próxima embarcación que se dirija a Calais —dijo—. Pero esta mañana le di a Bert el dinero que gané con mi actuación, así que no tengo nada. Tendré que ganarme el pasaje, pero ¿cómo podré trabajar en esta ciudad después del jaleo que se ha armado?
Los ojos de Gareth se quedaron fijos en el horizonte, contemplando cómo el sol se hundía lentamente. Se dio cuenta de que lo que había sentido anteriormente no era aprensión, sino entusiasmo. El entusiasmo que provoca la aparición de una solución completamente inesperada, así que preguntó simulando indiferencia:
—¿Os interesaría oír una proposición?
Ella levantó la vista hacia él, y sus ojos azules se tornaron recelosos. Pero él la miraba tranquilo, con una sonrisa esbozada en el rostro relajado.
—¿Una proposición? ¿Qué clase de proposición?
—¿Habéis cenado?
—¿Cómo iba a cenar? —contestó de modo un poco brusco—. Ya os he dicho que no tengo dinero —había pasado mucho tiempo desde que rompió su ayuno al amanecer. La troupe necesitaba una última actuación antes de zarpar con la marea de la tarde, así que se habían ido sin comer a mediodía, y ella estaba hambrienta. Pero en su situación, sin cobijo ni dinero, parecía inevitable que pasase la noche con el estómago vacío.
—Entonces, ¿querríais compartir mi cena? —levantó las cejas inquisitivamente.
—¿A cambio de qué? —paseó la lengua por sus labios resecos y lo miró ansiosa, esperando una respuesta.
Gareth observó que ella era consciente de que su situación no distaba de ser desastrosa. Veía que deseaba aceptar su oferta, pero su recelo le dijo mucho de ella. A pesar de vivir en las calles, o quizá a causa de ello, no pensaba rendirse a la misericordia de un extraño. Y no parecía dispuesta a utilizar su cuerpo como moneda de cambio, como solía ocurrir en las calles, si eso era lo que él esperaba en pago por la comida.
—Tengo que haceros una proposición. Me gustaría que lo hablásemos durante la comida. Eso es todo —sonrió con la esperanza de que ella lo interpretara como un signo de tranquilidad y luego, con el fin de permitirle tomar su propia decisión, se volvió, y empezó a caminar hacia la ciudad.
Miranda dudó durante un segundo, y luego se bajó del muro. El sentido común le decía que la comida sólo mejoraría su situación, e intuía que podía confiar en aquel noble. Chip saltó sobre su hombro y ambos siguieron al conde de camino a la posada.