CAPÍTULO 03

—¿Dónde está Gareth? Lleva fuera más de cuatro meses. —Lady Imogen Dufort caminaba por la interminable galería bajo los retratos de los antepasados de los Harcourt. Era una mujer alta, angulosa, y de boca arrugada, y tenía las aletas de la larga nariz blancas y apretadas.

—No siempre es fácil conseguir un pasaje desde Francia —su marido ofreció este tópico sabiendo que lo único que conseguiría es indignar más a su esposa. Veinticinco años de matrimonio le habían enseñado que era imposible tranquilizar a Imogen. Sin embargo, nunca se había rendido. Se arregló nervioso las escasas hebras de cabello cobrizo que cubrían su níveo cráneo.

—¿Y quién dijo que lo fuese? —dijo bruscamente lady Imogen—. Pero estamos en agosto, no en enero, y el mar está en calma. Y el rey Enrique está fuera de París, y no en Navarra, que está mucho más lejos. Yo diría que para un hombre con un ápice de temperamento está lo suficientemente accesible —llegó al final de la galería y se giró tan bruscamente que el verdugado se balanceó golpeando un pequeño taburete. La dama ignoró el traqueteo y siguió echando pestes—: Pero Gareth, como todos sabemos, es tan indolente como un lagarto al sol. ¡Si no fuese por mí, esta familia se hundiría! Una oportunidad maravillosa, malgastada... desaprovechada porque mi querido hermano no puede molestarse en moverse un poco —se abanicó enérgicamente, mientras dos manchas rojas le quemaban las mejillas, evidenciando su piel picada de viruela—. ¡Oh, ojalá fuese un hombre! ¡Me encargaría personalmente de estos asuntos!

Miles acarició su cuidada barba y trató de aparentar que se sumergía en pensamientos constructivos, como si eso pudiese solventar esta manida ambición de su esposa. Sabía perfectamente que su diatriba contra Gareth provenía de su temor a que hubiese tenido algún percance. Imogen era incapaz de expresar su afecto, así que la adoración que sentía por su hermano se materializaba en un rechazo acérrimo. Cuanto más angustiada y más profundo era su amor, más negativa y crítica se tornaba.

—Pero mi querida señora, tu hermano ha ido a ver al rey Enrique —sugirió finalmente.

—Sí, pero ¿gracias a quién? —preguntó Imogen—. ¿Habría ido si yo no se lo hubiese rogado, pedido y suplicado de rodillas, un mes tras otro?

No se podía objetar nada. Era cierto que había costado convencer a lord Harcourt. A Miles le impresionaba que su cuñado fuese impermeable a la molesta insistencia de su hermana mayor. Lágrimas, ataques de rabia, hostigamiento constante: nada parecía alterarle. Pero Miles creía que aquello no era más que una fachada. Hacía creer a Imogen que necesitaba que lo guiase por el camino adecuado para su propio bien y el de la familia. Y ella parecía no haberse dado cuenta de que, independientemente de sus esfuerzos, Gareth tomaba sus propias decisiones. Quizá por eso el joven finalmente había accedido a interesarse un poco por esta transacción con Maude. Cuando a Imogen se le ocurrió por primera vez la brillante idea de ofrecer a Maude como candidata a esposa del duque de Roissy, Miles esperó la secuencia usual de acontecimientos: Gareth permitiría que su hermana le molestase sólo hasta cierto punto y luego, de modo educado pero firme, la pondría en su sitio con una negativa.

Pero en esta ocasión Miles vio cierto brillo en los ojos de su cuñado, un brillo que no había visto en meses. Una mirada de callada premeditación mientras permitía el baño de apasionadas diatribas con las que le obsequiaba su hermana.

Parecía que Gareth había vislumbrado sin ayuda de su hermana las ventajas que semejante alianza tendría para los Harcourt, que habían perdido mucho desde la masacre del Día de San Bartolomé debido a su lealtad hacia Enrique y los hugonotes, por lo que no parecía disparatado esperar una compensación ahora que Enrique y su causa habían triunfado en Francia.

—Querida, ¿has vuelto a hablar con Maude? —preguntó Miles, jugando con sus anillos y deseando poder escapar a Londres para buscar una cordial compañía con quien jugar a las cartas en una de las tabernas cercanas a Ludgate Hill.

—No hablaré con esa criatura desagradecida hasta que consienta en hacer lo que se le dice —la voz de lady Imogen vibró con reprimida violencia—. Ya no me hago responsable de ella —dio una ilustrativa palmada, pero no consiguió engañar a su marido. Imogen andaba muy lejos de querer abandonar su plan.

Imogen se detuvo y luego giró bruscamente hacia la puerta que había al fondo de la galería. Salió sin decirle ni una palabra a su marido, dejando la puerta abierta tras de sí.

Miles la siguió a una distancia prudente, y cuando vio que giraba a la izquierda al final del pasillo para dirigirse hacia el ala este de la casa, asintió con la cabeza. La pobre Maude estaba a punto de sufrir otra sesión de acoso despiadado. Al menos esto le otorgaba libertad para escaparse de casa en pos de sus pretensiones.

Imogen irrumpió en el pequeño salón en que su prima pasaba casi todos los días.

—¡Fuera! —le ordenó a la anciana que cosía junto a la chimenea, encendida a pesar del calor de la tarde, del ambiente sofocante de aquella pequeña habitación revestida de paneles y del aire cargado del agrio hedor del ungüento de grasa de cerdo con el que embadurnaban el pecho de lady Maude para protegerla de enfriamientos.

La mujer recogió sus bordados y miró dudando a su joven ama, tumbada en un diván acolchado prácticamente al borde de la chimenea, y a lady Imogen, que golpeaba impaciente el suelo con el pie y cuyos ojos marrones ardían de rabia.

—¡Fuera! ¿Es que no me has oído?

La dama de compañía de lady Maude hizo una reverencia a toda prisa y se marchó.

—Buenos días, prima Imogen —murmuró con una vocecilla desde debajo de una montaña de chales y mantas.

—No te atrevas a desearme buenos días —protestó Imogen, de modo un tanto estúpido. Se acercó al diván y la niña que allí yacía la miró con solemnidad pero sin temor alguno. Su pelo castaño rojizo caía lacio y sin vida, y su cuerpo tenía la exánime palidez de alguien que sufre una ausencia crónica de aire fresco y ejercicio, pero sus ojos eran de un azul brillante—. No soportaré ni un minuto más esta sinrazón, ¿me oyes, niña? —Imogen se inclinó hacia Maude escupiéndole toda su rabia a la cara.

Maude se estremeció y volvió la cabeza hacia un lado. Pero contestó usando el mismo tono aflautado:

—Prima, debo hacer lo que me dicta la conciencia.

—¡Conciencia! ¡Conciencia! ¿Y eso qué tiene que ver?

—No puedo creer, señora, que para vos la conciencia sea prescindible en la vida —dijo Maude cortésmente—. Sé que sois fiel a vos misma.

El rubor de Imogen aumentó. ¿Cómo negarlo sin cavar su propia tumba?

—Obedecerás —dijo fríamente, enderezándose—. Es todo lo que he venido a decirte. Obedecerás a aquellos que tienen autoridad sobre ti. Y utilizaré los medios que sean necesarios para asegurarme de que lo haces —se giró hacia la puerta.

—Aunque me subáis a un potro de tortura no actuaré en contra de mi conciencia.

La tenue voz persiguió a Imogen por el corredor y apretó los dientes frustrada. Gareth debía hablar con la niña. Le correspondía a él forzar su obediencia. Era su tutor oficial aunque, como siempre, había dejado el trabajo duro a su sufrida hermana.

¿Quién había cuidado de la niña durante sus incesantes dolencias? ¿Quién había supervisado su educación? ¿Quién le había enseñado la importancia de su posición social, las obligaciones de su linaje? ¿Quién había sido la primera en responsabilizarse del bienestar de aquella mocosa desagradecida?

Imogen, furiosa, lanzó al aire estas preguntas retóricas sin pararse a pensar en la verdad del asunto, porque las horas que había empleado en ocuparse personalmente del bienestar de la joven se podían contar con los dedos de ambas manos.

Sola otra vez, Maude trenzó los flecos del chal que le cubría el regazo. No había excesiva tensión en su rostro, pero sí algo en suspenso en sus ojos azules.

—Berthe —dijo sin levantar la vista del trenzado mientras entraba su vieja dama de compañía—. Trae al sacerdote esta noche. Esta noche me convertiré y no podrán hacerme nada. El consejero del rey Enrique no podrá casarse con una católica.

—¿Estás segura de querer dar ese paso, tesoro? —Berthe se inclinó hacia ella poniéndole la mano en la frente.

—He recibido catequesis y ya estoy preparada para convertirme —declaró Maude con un destello de obstinación en la mirada—. Antes de que regrese lord Harcourt, me aseguraré de que no pueden otorgarme el papel que me quieren asignar para su propio beneficio.

—Haré avisar al padre Damián —sonrió Berthe, apartando el pelo lacio de la frente de la niña. Su mayor deseo estaba a punto de cumplirse. Durante treinta años había luchado por salvar el alma de la niña que había cuidado y querido como si fuese su propia hija. Durante veinte años, en un país en el que el catolicismo estaba perseguido, había luchado por una conversión que estaba a punto de efectuarse.

Maude cerró los ojos bajo las suaves caricias de los dedos de Berthe. Aunque lady Imogen se pusiera fuera de sí, acabaría descubriendo que los tormentos de los santos no podían achantar la fe de su prima.

El dueño de la posada Adam and Eve no pareció contento con el regreso del mono.

—Confío en que esa bestia salvaje no merodeará por aquí, milord.

—Yo ni me lo plantearía —dijo Gareth despreocupadamente—. Muéstrame la habitación privada que me prometiste y trae comida para mi acompañante y para mí —señaló a Miranda, situándola frente a él.

Molton frunció su pequeña boca, pero se giró para subir las escaleras delante de ellos.

—Tiene la boca como el culo de un pollo —dijo Miranda por lo bajo y agarrando fuerte a Chip.

—Una comparación tan certera como desafortunada —coincidió lord Harcourt, empujándole suavemente para que siguiera al posadero, por suerte ajeno a la conversación.

—Aquí es, milord. Limpia y agradable como deseabais —Molton levantó el pasador de una puerta pequeña y estrecha bajo los aleros del tejado y la abrió de par en par con gran ceremonia—. Es además muy tranquila. Está lejos de la calle y del bar. Y no hay colada hasta el miércoles, así que las chicas que planchan abajo no os molestarán.

Gareth examinó la habitación. El techo era tan bajo que tenía que permanecer con la cabeza agachada, pero la cama era de un tamaño razonable. Había una mesa redonda y dos taburetes junto a una pequeña ventana adornada con un asiento empotrado. El aire estaba cargado, impregnado de un resto agrio de olor a lejía y un aroma empalagoso a jabón de grasa de ternera procedente del lavadero. Pero estaba situada lo suficientemente lejos del grueso de la posada como para asegurar total intimidad.

—Servirá —dijo quitándose los guantes—. Ahora ocúpate de la cena y haz que suban un par de jarras de vino del Rhin.

—Sí, milord —Molton hizo una reverencia con los ojillos puestos en Miranda, que agarraba con fuerza a Chip junto a la puerta—. La joven se queda ¿verdad? —había en su voz un empalagoso aire lascivo.

Gareth se giró lentamente y lo miró. La indolencia y el humor habían desaparecido de sus ojos marrones, tanto que el posadero se retiró rápidamente, cerrando la puerta tras de sí.

Miranda se humedeció los labios, que de pronto volvían a estar resecos. La pregunta del posadero, y más aún, la negativa de lord Harcourt a ofrecer una respuesta, le habían quitado el apetito. Su recelo anterior volvió a presentarse con toda su fuerza. ¿Cómo podía saber si podía fiarse de un completo extraño? Aquel noble podía parecer inofensivo, pero Gertrude le había dicho muchas veces que las superficies suaves eran también resbaladizas, sobre todo tratándose de hombres.

Agarró el pasador de la puerta con una mano mientras sostenía a Chip con la otra.

—Yo... creo que he cambiado de opinión, milord. No... no creo que me interese vuestra proposición y no me parece justo disfrutar de vuestra cena de mala fe.

Gareth torció el gesto.

—¡Sólo un segundo, Miranda! —la agarró de la muñeca y volvió a meterla en la habitación. Los ojos de Miranda expresaban una gran inquietud. Intentó liberarse con todas sus fuerzas, pero aquellos dedos se enroscaron aún más alrededor de su muñeca. De repente, Chip empezó a chillar y a enseñar los dientes. Sólo Miranda le impedía saltar sobre aquel hombre.

—¡Dios bendito! —Gareth le soltó la muñeca, medio riendo, medio exasperado; el mono era un guardián formidable—. Os aseguro que no tengo los ojos puestos en vuestra virtud. Sólo os pido que me escuchéis a cambio de una comida decente.

Se apartó de ella. Le parecía un cauteloso cervatillo a orillas de un torrente, temblando e intentando reunir el coraje suficiente para bajar la guardia y beber.

Se sentó en uno de los taburetes, puso el codo sobre la mesa y apoyó la barbilla en la mano. El silencio de la habitación se alargó. Entonces la chica cerró la puerta y se dejó caer sobre ella, agarrando el pasador con la mano que tenía a la espalda.

—La troupe es mi familia —dijo con una dignidad enternecedora—. Y ni los hombres de mi familia son unos chulos ni las mujeres unas fulanas.

—Por supuesto —aseveró él con seriedad.

—Sé que hay gente que piensa que los artistas itinerantes son...

—Mi querida Miranda, no sé lo que piensa la gente, pero yo no soy de los que dan por hechas ciertas cosas —interrumpió.

La joven le miró ladeando la cabeza. Alguien golpeó la puerta y ella saltó asustada. Se echó a un lado mientras dos sirvientas entraban con bandejas de comida y bebida. A Miranda le tembló la nariz al percibir aquellos apetitosos olores y se descubrió a sí misma dirigiéndose hacia la mesa sin dudarlo ni un instante.

Las dos sirvientas de la posada le lanzaron miradas asesinas al salir. Miranda sabía perfectamente qué era lo que pensaban, pero como seguramente ellas ya habían vendido sus cuerpos con la facilidad con la que llenaban las jarras en la taberna de abajo, no se ofendió ante la idea de que asumieran que ella hacía lo propio.

Liberó a Chip, que saltó inmediatamente sobre el dosel de la cama, donde se agazapó dejando oír su castañeteo de dientes.

Miranda se asomó a la mesa, examinando hambrienta las ofrendas.

—Pan blanco... —murmuró con asombro. Esa comida no era muy corriente entre las clases trabajadoras de ambos lados del Canal. Cogió el segundo taburete y esperó educadamente, controlando sus ansias, a que su acompañante diera el primer paso.

—Creo que esto es estofado de liebre —Gareth olisqueó con placer los contenidos de la cazuela de barro. Metió la nariz en el recipiente y cogió un pedazo de carne pinchándolo con la punta del cuchillo. La probó y asintió—. Excelente —le indicó con un gesto que podía servirse y partió un buen pedazo de pan recién hecho.

Miranda no necesitaba otra invitación. Metió la cuchara en el sabroso jugo y estaba a punto de coger la carne con los dedos cuando recordó que su acompañante había usado el cuchillo. Estas delicadezas no eran propias de los artistas ambulantes, pero ella era una experta imitadora y siguió su ejemplo. De todos modos, para ella fue un alivio comprobar cómo él mojaba el pan en la cazuela que compartían.

Gareth dejó de comer para llenar dos copas de peltre del odre de vino del Rhin. Miraba disimuladamente comer a la chica, viendo la delicadeza con la que lo hacía, cómo se limpiaba los dedos con el pan en lugar de chupárselos y cómo cerraba la boca al masticar.

Chip saltó desde lo alto de la cama y se colgó del borde de la mesa ladeando la cabeza con aire lastimero.

—No come carne —explicó Miranda, partiendo un trozo de pan y dándoselo—. Le gustan la fruta y las nueces, pero hoy tendrá que conformarse con el pan.

—Supongo que mi anfitrión podrá traer un plato de pasas y un par de manzanas —sugirió Gareth, afligido—. ¿Creéis que podríais animarlo a que se apartara de la mesa? No estoy dispuesto a comer en compañía de ningún animal, por obediente que éste sea.

Miranda sacó a Chip de la mesa, pero en seguida saltó a su hombro, aún aferrado a su pedacito de pan.

—Creo que no podré convencerlo de que se aleje mucho más —dijo Miranda disculpándose.

Gareth se encogió de hombros con resignación.

—Mientras no se suba en la mesa... —levantó su copa—. ¿Vuestra familia es francesa?

Miranda pensó la respuesta bastante más de lo que una pregunta tan simple requería.

—La troupe procede de Francia, Inglaterra, Italia y España. Venimos de todas partes —dijo finalmente—. ¿Es eso lo que queríais decir?

—¿Y qué me decís de vuestra propia familia?

—No lo sé. Me encontraron —sorbió el vino.

Siempre le avergonzaba tener que confesar que era expósita, a pesar de que nunca había echado en falta la sensación de pertenecer a una familia. Sin embargo, lord Harcourt no parecía encontrar nada condenable en semejante inicio. Se limitó a preguntar:

—¿Dónde?

Miranda se encogió de hombros.

—En alguna parte de París. Yo era un bebé.

El asintió.

—¿Y cuántos años tenéis ahora? Miranda sacudió la cabeza.

—No lo sé con exactitud. Mamá Gertrude cree que debo de tener unos veinte años. Me encontró en una panadería y, como nadie parecía reclamarme, me llevó con ella. Y ahora quiere que me case con Luke, cosa que es absurda. Luke ha sido mi hermano toda la vida, ¿cómo podría alguien casarse con su hermano?

—Sin la intervención del clero...

Miranda sonrió ante su irónica respuesta.

—Ya sabéis lo que quiero decir.

Él se limitó a reír y volvió a llenar su copa.

—De modo que la troupe ha sido la única familia que habéis conocido. Habláis inglés como si fuera vuestra lengua materna.

—Hablo muchos idiomas —dijo casi indolente—. Todos lo hacemos. Viajamos por todo el mundo, ya sabéis... ¡Oh, Chipi —exhaló un grito, avergonzada, y agarró al mono, que se había deslizado desde su hombro mientras se distraía hablando y andaba ya escarbando en la cazuela. Se puso un trozo de zanahoria entre dos dedos antes de metérselo en la boca, parloteando alegremente.

—Os ruego que me disculpéis, milord. Debe de haberse dado cuenta de que había verduras en la cazuela acompañando a la carne —Miranda parecía acongojada—. Pero tiene los dedos bastante limpios.

—Qué tranquilidad —respondió Gareth sin convicción—. Por suerte, mi apetito está satisfecho por el momento, así que podéis dejarle que escarbe todo lo que quiera.

—Sois muy amable al alimentar a Chip, milord —dijo Miranda observando la incursión de Chip—. Mucha gente parece tenerle miedo. Y no entiendo por qué.

—Supongo que vuestros compañeros lo aceptarán.

—A algunos no les gusta —Miranda dio otro sorbo a su vino—. Pero se gana sus cuidados. El público lo adora y es muy bueno recogiendo las propinas después de las actuaciones... y Robbie lo adora. Le hace reír —su mirada se entristeció, y sus bellos ojos quedaron ensombrecidos por un instante.

—¿Es el niño lisiado?

Ella asintió.

—Tiene un pie deforme y una pierna más corta que la otra. Lo que significa que no puede hacer mucho por ganarse el pan, pero yo comparto mi parte con él y él hace lo que puede.

—¿De quién es ese niño?

—Nadie lo sabe. También es recogido. Lo encontré en un portal.

Gareth estaba asustado por su reacción ante este sencillo discurso, ante la sencilla generosidad y la calidad humana que escondía. La chica tenía muy poco que ofrecer, pero lo que tenía lo compartía libremente con otros menos afortunados que ella.

Y nadie podría calificar de afortunada la precaria existencia de un artista ambulante. Él había llegado a acostumbrarse a la idea de que su lado bueno había muerto al descubrir la traición de Charlotte. La vida le había parecido tan fácil al dejar de esperar cosas de los demás, que había acogido su propio cinismo con alivio y placer. Pero este relato parecía convertir su cinismo en algo sin sentido.

—¿Y cuál es vuestra proposición, milord? —cambió de tema, descansando la cabeza sobre la palma de una mano mientras con la otra agarraba bien fuerte a Chip por la chaqueta.

—Quiero que os hagáis pasar por alguien —declaró—. En mi casa, en las afueras de Londres, vive una prima mía que casi siempre se siente mal. Se os parece bastante... De hecho, sois asombrosamente parecidas... y creo que sería de gran ayuda si pudieseis sustituirla en ciertas situaciones que pueden acontecer.

Miranda pestañeó atónita.

—¿Queréis que finja ser otra persona?

—Exactamente.

—Pero esta prima... ¿no pondrá objeciones? A mí no me gustaría que alguien me sustituyese.

Su sonrisa se tornó burlona y aquello desconcertó a Miranda. Nunca antes le había visto esa expresión.

—Sería en situaciones en las que a Maude no le importaría —dijo.

—¿Está muy enferma?

Él sacudió la cabeza, sin abandonar la sonrisa. —No, Maude tiene mucho de inválida imaginaria. —¿Y qué situaciones serán ésas?

«La llegada del rey de Francia, que espera cortejar a lady Maude d'Albard», pensó Gareth acariciándose la barbilla y contemplando a Miranda en un silencio que ella empezó a encontrar enervante. El hombre con el que se había sentido tan serena hacía apenas unos minutos ahora parecía otro distinto.

—¿Milord? —dijo.

Él contestó rápidamente.

—Eso es algo que no puedo decir por el momento. Ni siquiera sé con seguridad si necesitaré que sustituyáis a Maude. No sé si será necesario... después de todo. Pero me gustaría que me acompañaseis a mi casa y os quedaseis un tiempo para aprender a comportaros como lady Maude d'Albard.

La mirada de Miranda cayó sobre la mesa. Todo sonaba raro y no demasiado honesto.

—¿Queréis que participe en una farsa, milord?

—Supongo que podría llamarlo así —dijo él—. Pero os aseguro que nadie saldrá perjudicado. Todo lo contrario. Haríais un gran favor a mucha gente.

Miranda se mordió el labio. Seguía sonando muy extraño. Empezó a desmenuzar el pan con los dedos.

—¿Y cuánto tiempo es un tiempo?

—Pues vuelvo a repetiros que no lo sé con exactitud.

—Pero tengo que volver a Francia a reunirme con mi familia —dijo dudosa—. Esperarán en Calais una semana o dos, pero luego tendrán que marcharse y les perderé la pista para siempre.

Gareth permaneció callado, sintiendo que si la presionaba sólo conseguiría ahuyentarla.

—¿Y si me voy por dos semanas...? —sugirió.

Gareth sacudió la cabeza.

—No, tenéis que quedaros hasta completar la misión. Y entonces os pagaré cincuenta monedas de oro.

—¡Cincuenta monedas! —los ojos se le pusieron como platos. Una sola moneda de oro era más dinero del que ella había visto en toda su vida—. Sólo por fingir ser otra persona.

—Sólo por acceder a fingir que sois Maude —corrigió él—. Y puede que ni siquiera tengáis que hacerlo.

—¡Oh! —frunció completamente el ceño.

—Pero me temo que el mono no está incluido en el trato —dijo amablemente.

Su respuesta fue inmediata:

—Oh, no. Entonces no podré aceptar.

—¿Sacrificaríais por un mono cincuenta monedas de oro? —Gareth estaba tan atónito que perdió esa calma que tan cuidadosamente preservaba.

La boca de Miranda se recompuso y dijo con firmeza:

Chip me pertenece. Él va donde voy yo.

Fue el gesto de su boca lo que le convenció. ¿Cuántas veces había visto a Maude así, con esa expresión tan obstinada en sus ojos cerúleos, formando la misma línea con la boca? Enrique nunca las diferenciaría. Hizo de tripas corazón y aceptó el ultimátum.

—Muy bien. Pero que Dios nos ayude si Imogen lo descubre.

—¿Quién es Imogen?

—Mi hermana. Y me temo que no os va a gustar —se levantó mientras hablaba—. ¿Estáis de acuerdo, Miranda?

Miranda siguió dudando. Podía hacer lo que quisiera con cincuenta monedas de oro. Incluso podría comprarle a Robbie unos zapatos especiales para elevarle la pierna más corta. El zapatero de Boulogne le dijo que podía hacer zapatos para cojos. Pero pedía cinco guineas por ellos, ¿y cuándo iban a sobrarle a una artista ambulante cinco guineas?

Levantó la vista hasta toparse con sus ojos oscuros, ahora graves y serios, y de nuevo se sintió impresionada por su formalidad y por la sensación de seguridad que emanaba de su cuerpo grande y ágil.

El extendió la mano y ella se la estrechó en silencio levantándose de la mesa.

—Estoy de acuerdo, milord.

Su mano se cerró cálidamente sobre la de ella y entonces esbozó una sonrisa que acabó de borrar su gesto serio.

—Bueno, creo que tendremos que hablarlo todo muy bien, vos y yo. Pero es tarde y debemos partir al amanecer. Podéis dormir aquí arriba ahora que trabajáis para mí, y sugiero que os acostéis ahora mismo. Mañana nos espera un viaje largo y cansado —con una pequeña sonrisa, cogió su mano, bastante sucia, y se la llevó a los labios—. Buenas noches, Miranda.

Ella se tocó la parte de la mano donde él la había rozado con los labios, embargada por una mezcla de asombro y vergüenza. Nunca antes le habían besado la mano.

La puerta se cerró detrás de él antes de que ella se recuperase lo suficiente como para desearle buenas noches.