CAPÍTULO 21
Miranda cruzó el puente de Londres. Las tiendas que se alineaban a ambos lados estaban atestadas de clientes, había mujeres regateando telas, lazos e hilo; mercaderes vestidos con pieles examinando piezas de oro y plata; hombres que discutían el precio de los pollos, los patos o los gansos que graznaban apretados en sus jaulas y un hombre y un niño que llevaban a un oso desgreñado atado por el aro del hocico.
Las casas estaban desvencijadas y se inclinaban desde todos los ángulos ya que su peso descansaba sobre los pilones del puente y las plantas más altas de ambos lados de la calle casi se tocaban. Chip iba subido en su hombro, en cuclillas cerca de su cuello porque le molestaba lo imprevisible de aquella muchedumbre que hablaba a gritos y discutía. De pronto se formó una refriega en un portal y Chip brincó a los brazos de Miranda y se le agarró al cuello.
Ella lo acarició para tranquilizarlo y apretó el paso. Si la troupe se dirigía a uno de los puertos del Canal, forzosamente tenía que cruzar el puente para acceder a la orilla meridional del Támesis. Se informaría en una taberna, porque seguro que se habían parado a comer y habían estado charlando con el posadero y con sus clientes mientras se tomaban unas cervezas. Una vez que averiguase a qué puerto se dirigían, enviaría un mensajero. Los carreteros, que además de sus mercancías llevaban cartas para sacarse algún dinero extra, hacían cola en las puertas de la ciudad anunciando su destino. No tendría muchos problemas para encontrar a la troupe por un precio módico, aunque precisaría pedir el dinero o tomarlo prestado de Maude.
Esta determinación contuvo las oleadas de tristeza que la asediaban, pero los diques eran frágiles y sabía que no tardarían en derrumbarse. Intentó afianzarlos con sentido común, pero todo se confundía cuando recordaba lo ocurrido aquella misma mañana. La dicha que le había proporcionado Gareth había disipado su desconfianza en él, pero al escucharlo hablar fuera del hechizo de su amor todo se había venido abajo.
Se culpó amargamente por ser tan crédula, por pensar que una vagabunda, una artista ambulante, podía importarle a un noble. El sólo había comprado sus servicios, era tan simple como eso, y sólo una estúpida pensaría que había habido algo más.
Y como una estúpida, ella lo había olvidado todo y se había permitido ver algo más. Se había permitido amarle.
Miranda rió en alto tejiendo su ruta a través de los estrechos callejones de Southwark. Reía por lo ridículo que resultaba que alguien como ella se enamorase de un noble de la corte de la reina Isabel.
Los hombres que había en las esquinas de las calles esperando a que abriesen los burdeles la miraban divertidos. Pero aparte de los insultos que le propinaron nadie la importunó. Una joven con un andrajoso vestido naranja riéndose en voz alta no podía ser más que una loca y, de hecho, debía de estar loca de remate.
«Estúpida... estúpida... estúpida. Pero eso se acabó.»
En una taberna de Pilgrimage Street tuvo noticias de la troupe. Se habían parado a cenar y para sorpresa de Miranda no habían pagado como de costumbre con una actuación para los clientes, sino con dinero. El tabernero se acordaba del perro, del muchacho lisiado y de la enorme mujer del sombrero de plumas. Pero no se había fijado en si estaban alegres o tristes, sólo recordaba que habían hablado de ir a Folkestone.
Miranda regresó cruzando de nuevo el puente. ¿De dónde había salido el dinero? La única explicación era tan terrible que no podía obligarse a pensarla. No podían haberla vendido por dinero como Judas, era imposible. A menos que el conde les hubiese mentido... diciéndoles que Miranda quería que se marchasen, que la dejasen. ¿Les habría dicho que ella ya no quería trabajar en la troupe, que estaba ascendiendo en la escala social y se consideraba demasiado valiosa como para permanecer junto a sus antiguos socios? ¿Habría sido tan ruin como para hacer algo así? Puede que los amenazase con arrestarlos por vagancia. Podía hacerlo fácilmente, el poder de un conde era enorme comparado con la resistencia insignificante y precaria de una troupe de artistas ambulantes. Puede que los amenazase y luego los sobornase. Ni siquiera Mamá Gertrude se habría resistido a semejante estratagema de incentivos y amenazas. No habrían podido hacer nada.
Miranda voló a través de las calles de vuelta a la mansión Harcourt, transportada por las alas de la ira. Llegó justo cuando la embarcación de Su Majestad la reina Isabel y su séquito atracaba en el embarcadero.
Miranda había olvidado que la reina iría a cenar a la mansión de los Harcourt. Los invitados esperaban en el hall para rendir homenaje a su soberana y los músicos ya estaban tocando en la galería del comedor. Se deslizó dentro de la casa por una puerta lateral, huyó por unas escaleras traseras y apareció en el corredor de arriba en el mismo instante en que Maude salía de su habitación, con un vestido de damasco azul con margaritas bordadas en oro.
—¡Miranda! ¿Dónde has estado? No le he dicho a nadie que no estabas. La reina acaba de llegar e iba a ocupar tu puesto durante la cena... No sabía qué hacer.
—Estás preciosa —no podía enfrentarse al conde en ese momento, así que dejó a un lado sus preocupaciones y contempló a Maude con ojos nuevos. Maude parecía radiante, le brillaban los ojos—. Tienes que sustituirme otra vez —dijo Miranda, sabiendo que debía ser así. No era algo intencionado, pero sí acertado—. No puedo estar lista a tiempo.
La mirada escrutadora de Maude reparó en la inusual palidez de su gemela y en sus ojeras.
—¿Qué sucede, Miranda? ¿Has tenido noticias de tu familia? ¿Son malas noticias?
—No lo sé. Se han ido a Folkestone —dijo Miranda negando con la cabeza. No había acabado de hablar cuando le llegaron las voces de abajo—. Rápido, tienes que recibir a la reina.
Maude vaciló. En aquella última hora se había agitado entre la impaciencia y la incertidumbre. No sabía si quería que Miranda regresara a tiempo de sustituirla o si deseaba que llegara demasiado tarde. Pero ahora la situación se había resuelto, porque Miranda tardaría media hora en salirse del vestido de vagabunda y meterse en el verdugado de una mujer de la corte. No había tiempo para la transformación. Y a Maude le sorprendió descubrir que aquello era lo que realmente deseaba.
—Pero te quedarás aquí ¿no? ¿No te irás a ninguna parte?
—Esta noche no... Ahora vete, Maude.
Maude se recogió las faldas y se alejó corriendo sin decir nada más. Siempre que Miranda no decidiese desaparecer de nuevo, Maude podría disfrutar de aquel maravilloso estremecimiento mezcla de excitación y aprensión. Por alguna razón, estaba deseando volver a ver al duque de Roissy. Claro que sólo era un juego. Un juego meramente temporal.
No llegó al hall demasiado a tiempo. La reina, del brazo de lord Harcourt, entraba por la puerta del jardín. Maude se dejó caer en una reverencia con el corazón acelerado.
—Ah, lady Maude —la reina se detuvo con una benévola sonrisa y le tendió la mano. Maude besó sus dedos blancos y largos y se levantó, mirando por primera vez cara a cara a su soberana. Durante un momento se aturdió tanto que no vio más que un océano difuso de rostros rodeando a la reina, pero el duque de Roissy salió de su posición al otro lado de Su Majestad y le ofreció su brazo.
—Milady ¿me permitís que os acompañe?
Maude volvió a hacer una reverencia pero sentía la lengua hinchada y llena de nudos. Posó su mano en la manga de terciopelo del duque y siguieron a la reina y al conde hasta el comedor, pasando ante las filas de invitados que se inclinaban al paso de la soberana.
Gareth ocultó su conmoción, pero no paraba de darle vueltas a la cabeza mientras esperaba junto a la silla de la reina a que Su Majestad se sentara. Todo el mundo se quedó de pie hasta que Isabel se sentó en un sillón labrado con el respaldo alto y su séquito le dispuso las faldas. Entonces, con un susurro de sedas y terciopelos, los invitados ocuparon sus puestos en los largos bancos y los sirvientes empezaron a moverse por las mesas con grandes fuentes. La dama de cámara encargada de probar la comida de Su Majestad degustó todos los platos y le presentaron a la reina su selección de manjares.
Gareth le indicó con un gesto al mayordomo que sirviera el vino y las copas de Murano se llenaron de rico borgoña. Le costaba mucho parecer despreocupado y dedicarse a atender las necesidades de sus invitados, saludándoles y sonriendo cuando aprobaban el vino, porque bajo aquella calma aparente rugía la tempestad.
¿Dónde estaría Miranda? Había tardado un segundo en adivinar que la habían sustituido pero le pareció que nadie, ni siquiera Enrique, notaba algo distinto en lady Maude. Y, de hecho, físicamente no existía diferencia alguna, pero Gareth las reconocía por la forma que tenían de desenvolverse.
Miranda ilustraba su conversación con las manos, las movía continuamente. Maude gesticulaba lo estrictamente necesario. Los ojos de Miranda resplandecían cuando estaba contenta, en los de Maude había un brillo más sereno y sus facciones siempre se veían mucho más reposadas. Aún así, era evidente que la pupila de Gareth estaba contenta. Mantenía sin dificultad la atención de Enrique, de hecho, el rey parecía encantado con su compañera de mesa. Pero ¿dónde estaba Miranda?
—¿Lord Harcourt?
Se dio cuenta de que la reina se dirigía a él, pero no tenía ni la menor idea de lo que estaba diciendo.
—Te veo un poco ausente —la reina estaba molesta porque se supone que los cortesanos no pierden interés en su compañía.
—En absoluto, Majestad —dijo rápidamente—. Estaba pensando que quizá a Su Majestad le gustaría escuchar una nueva composición musical de un músico que he descubierto en mi reciente viaje a Francia. Creo que os gustaría su música.
Por tratarse de una preocupación por la diversión de la reina, todo quedaba perdonado. La reina sonrió y tuvo la deferencia de dar su aprobación. Gareth llamó a su chambelán, le dio instrucciones para los músicos y se obligó a concentrarse únicamente en lo que tenía entre manos.
Hizo todo lo que pudo por mantenerse en su asiento durante toda aquella cena interminable. Lady Mary, sentada con otras damas de la reina a mitad de mesa, le lanzaba miradas ofendidas, mezcla de reproche y ansiedad. Él sabía que la discusión que habían mantenido aquella mañana no la había satisfecho y estaba casi seguro de que no tardaría en insistir en que hablasen de nuevo.
Pero finalmente la reina indicó que ya llevaba sentada a la mesa demasiado tiempo.
—Bailemos, lord Harcourt —se golpeó la manga con el abanico.
Gareth se inclinó ante esta orden real y acompañó a la reina al gran salón que había en la parte trasera de la casa. La habitación estaba despejada para el baile, los músicos ya tocaban en la galería superior y las puertas dobles estaban abiertas al jardín para recoger el frescor de la brisa nocturna.
Llevó a la reina al centro del salón. Un solo baile lo apartaba de hablar con su pupila y descubrir qué demonios estaba pasando.
Maude estaba como en un sueño. No puso objeciones cuando Enrique la sacó a bailar detrás de la reina y de lord Harcourt. Ella había tomado lecciones de baile, pero nunca había bailado en pareja. Sin embargo, se le dio tan bien como si lo hiciese en sueños. Tenía los pies ligeros y nunca titubeaba en los pasos, y a pesar de ser consciente de que su pareja no era un bailarín muy diestro, no dejó de disfrutar ni un solo segundo.
Por fin la gallarda terminó y la reina, cuya energía sobre la pista excedía con mucho la de cortesanos más jóvenes que ella, le pidió a Gareth que le llevase al duque de Roissy para que la acompañara en el siguiente baile.
Era la excusa que Gareth estaba esperando, así que salió disparado hacia el lado de la pista donde estaban Maude y Enrique. Ella le estaba sonriendo y, cuando Gareth se aproximaba, Enrique le besó la mano. Gareth contempló atónito cómo su pupila se ruborizaba y agitaba su abanico con una coquetería nada artificial.
—Gareth... Gareth... Confío en que no os hayan engrandecido hasta tal punto que no queráis saludar a los viejos amigos. Así que divirtiendo a la reina, ni más ni menos. Y con Roissy como invitado.
Gareth se volvió de mala gana hacia Kip Rossiter, que lo saludó con la mano y se acercó hacia él desde el otro lado del salón con una sonrisa bastante perversa.
—Os invité para que hicieseis compañía a nuestra soberana, ¿no es así? —replicó Gareth, controlando su impaciencia—. Y arriesgando además la reputación de mi casa. Pero que no se diga que reniego de mis viejos amigos por muchos honores que reciba.
Kip sonrió afable, y con su mirada tan afilada como la punta de una daga se giró para contemplar el baile.
—Estáis metido en algo muy grave, Gareth —bajó la voz hasta el susurro, acercando la boca al oído de su amigo—. Sois un auténtico mago.
Gareth elevó una ceja y dijo quitándole importancia:
—¿Se trata de un acertijo?
—No, los acertijos los creáis vos —Kip le cogió el brazo—. Si me decís que me meta en mis asuntos supongo que tendré que hacerlo, pero os aseguro que esa lady Maude —señaló la pista— no es la lady Maude que tanta sensación ha causado en la corte en estos últimos días. Así que... ¿qué me decís? —se mostraba satisfecho de sí mismo.
Gareth se mantuvo frío y no intentó negar los cargos de Kip. Su viejo amigo era demasiado perspicaz.
—Os diré, Kip, que no es asunto vuestro y os agradeceré que os guardéis de hacer comentarios.
—Vale, lo haré. Pero sabía que no estaba equivocado. Y un día de estos me lo contaréis todo, ¿no? —pidió Kip entre dientes.
—Puede —pero Gareth no le devolvió a su amigo su sonrisa de complicidad. Seguía impertérrito, con la mirada dura e inexpresiva. Sabía por Imogen que Kip había tenido sus sospechas y que las había compartido con Brian. Se podía confiar en Kip, pero su hermano no sería capaz de guardar el secreto. Un sentimiento abrumador de inevitabilidad llevó a Gareth a ver cómo se venía abajo su frágil castillo de naipes.
Tras despedirse, siguió caminando hacia Maude y Enrique, que lo saludó con una sonrisa.
—Ah, Harcourt, estoy ansioso por cerrar nuestro trato. Mañana redactaremos el contrato del compromiso —palmeó calurosamente el hombro de Gareth—. Vuestra pupila me ha asegurado que está dispuesta a casarse, ¿no es así, lady Maude?
—Así es, excelencia —murmuró Maude, bajando los ojos ante la frialdad de su tutor. No sabía qué más decir. De hecho, se sentía tan confusa que no estaba segura de sus palabras, ni de si éstas tenían sentido.
—Me alegra saberlo —dijo Gareth—, pero me envía Su Majestad para que os solicite que la acompañéis en el próximo baile.
—Oh, me temo que como bailarín voy a decepcionar a Isabel —dijo Enrique riendo—. Dudo que sea tan transigente como lady Maude. Pero será mejor que no haga esperar a Su Majestad, por mucho que me cueste separarme de vos, ma chère, aunque sólo sea por lo que dure una contredanse.
Maude se ruborizó. Le hizo una reverencia, descargándole con un susurro de toda responsabilidad y Enrique se dirigió a grandes zancadas hacia la reina de Inglaterra, cruzando el salón como si fuera una plaza de armas.
—¿Qué tal un poco de aire fresco, prima? —sugirió Gareth, enmascarando con su tono de voz el apremio con que le hacía la pregunta y llevándose a Maude hacia las puertas del jardín.
—¿Os habéis dado cuenta? —dijo Maude mirándole a los ojos.
—Por supuesto —dijo él bruscamente—. A mí no podéis engañarme... ninguna de las dos. ¿Dónde está?
—Arriba. Tuvo que salir a hacer una cosa así que la sustituí en la excursión al río y luego volvió demasiado tarde para arreglarse para la velada así que...
—Así que lleváis sustituyéndola todo el día —para su asombro, Gareth sintió tal alivio que sólo entonces se dio cuenta de lo terriblemente preocupado que había estado en las últimas horas—. ¿Está en su habitación?
Maude asintió.
—¿Y está bien?
—No lo sé —dijo Maude abiertamente—. Su familia se ha ido de Londres y creo que está muy triste y preocupada por ellos. Ha sido todo muy repentino.
—Sí —dijo él en tono grave—, entiendo —así que no había conseguido tranquilizarla. Se quedó inmóvil contemplando el jardín. El crepúsculo arrojó sobre el césped la larga sombra del reloj de sol y dos sirvientes encendieron las antorchas que iluminaban el camino al embarcadero.
Maude esperó a su lado, sin saber qué hacer ni qué decir. Su tutor siempre la había intimidado, pero ahora detectaba algo en él que la inquietaba. Si la presionasen, hubiese dicho que parecía vulnerable, inseguro, a pesar de que sabía que era ridículo aplicar aquellos calificativos al conde de Harcourt.
Dentro en el salón, Imogen le decía extrañada a su marido:
—¿De qué hablan Gareth y la niña? ¿Por qué dejan sola a la reina?
—Yo diría que es porque lo ha adivinado —respondió Miles—. Estoy seguro de que se ha dado cuenta en cuanto ha visto a Maude.
—¿Maude? ¿De qué hablas?
Miles se sorprendió. No se le había ocurrido pensar que Imogen no lo sabía. Aquella mañana él ya había notado algo distinto en Maude/Miranda, pero hasta la tarde no había estado seguro. Maude era mucho más tranquila que Miranda, más comedida en sus movimientos.
—¿No te has dado cuenta, querida?
—¿Cuenta de qué? —preguntó Imogen, enrojeciendo peligrosamente.
—Imogen, ¿no encontráis esta noche a vuestro hermano un poco angustiado? —la aparición de lady Mary puso fin a la conversación y Miles, con una reverencia, se marchó a la sala de juegos, contento de poder mantener el secreto por el momento.
—Estoy muy preocupada por Harcourt —dijo lady Mary, siguiendo con ojos ansiosos al conde, que había regresado al salón con Maude—. Esta mañana parecía distinto y se le ve tan... tan ausente... ¿No os parece?
—Puede —dijo Imogen pensativa, inmersa aún en los desconcertantes comentarios de Miles—. Tiene demasiadas cosas en la cabeza.
—Sí, pero esta mañana me lo dejó bien claro —dijo Mary, tirante—. Al parecer, los asuntos de su pupila son tan importantes que no tiene tiempo de pensar en su propia boda.
Por una vez, Imogen no se dispuso a tranquilizarla.
—¿Qué tendrá Maude que lo absorbe tanto? —preguntó Mary con cierto temor.
—No lo sé —dijo Imogen distraída, mirando cómo su hermano llevaba a su pupila junto a Enrique, que había retrocedido desde la pista después de dejar a su real acompañante en brazos de otro compañero de baile.
Mary esperaba que Gareth se le acercase para sacarla a bailar, pero al ver que en lugar de eso él se dirigía rápidamente a la puerta del salón, cruzó presurosa la habitación para interceptarle.
—Milord... lord Harcourt.
Gareth se detuvo, se volvió a mirarla y ella se asustó al ver la expresión de su cara. La estaba atravesando con la mirada y no parecía agradarle lo que veía. Tenía la boca apretada y la mandíbula tensa.
—¿Señora? —Aquella única palabra sonó áspera y poco halagüeña.
—Apenas me habéis saludado esta noche, Gareth. Pensé que encontraríais un momento para dedicárselo a vuestra prometida —Mary posó la mano sobre su brazo.
—Perdonadme, Mary... En este momento estoy bastante preocupado —dijo, como si ella no lo supiera ya—. Hay algo que debo hacer de inmediato. Si me disculpáis... —Se giró hacia la puerta y salió caminando deprisa sin detenerse a mirar atrás.
Mary vaciló por un instante pero luego, con gesto resuelto, se dispuso a seguirle.
—Venid, milady, demos un paseo por el jardín —Enrique agarró del brazo a la joven—. Me siento acalorado de tanto baile. No es mi ejercicio favorito, que digamos.
Se dirigió a las puertas del jardín sin esperar que ella diese su consentimiento y Maude pensó que su pretendiente no estaba acostumbrado a esperar el consentimiento de nadie para hacer lo que le apeteciera en un momento dado. Pero en lugar de molestarse, la idea le pareció sorprendentemente emocionante. Estar con el duque era como ir a la deriva sobre una fuerte corriente que te lleva adonde quiere. La deferencia que le otorgaban sus acompañantes le había sorprendido en principio, porque jerárquicamente el duque no estaba muy por encima de ellos, pero ahora esa actitud le parecía de lo más normal.
En el fragante jardín, el duque la llevó bajo una retirada pérgola que había detrás del estanque de los peces. La fuente recogía el resplandor rosado del atardecer.
—Vine a Londres a cortejar a una doncella idónea para mí y resulta que estoy a punto de perder el corazón —dijo Enrique, entre asombrado y divertido. Deslizó un brazo alrededor de su cintura, girándola hacia él.
Maude sintió que su vientre temblaba al mirarle a los ojos y descubrir la intensidad de su deseo, porque a pesar de su inexperiencia supo exactamente de qué se trataba.
Cuando él le cogió la cara entre las manos ella se quedó muy quieta, sintiendo la cálida presión de aquel cuerpo contra el suyo. Instintivamente, ella se apretó contra él. Lo escuchó tomar aire y vio la sonrisa de su boca acercándose a la suya. Acomodó sus labios a los de él y luego él movió la boca hacia los lados de la suya con un beso tan delicado como la caricia de una mariposa. Ella no supo cómo reaccionar, abrumada como se sentía por aquella sensación del aroma de su piel, su suave barba, la presión dura pero flexible de su boca... Cuando levantó la cabeza para sonreírle, ella le devolvió la mirada con asombrado silencio. El pasó la yema de los dedos por sus labios e, instintivamente, ella levantó los mismos dedos y le acarició la boca, mirándolo seria e inquisitiva.
—Oh, sois maravillosa —dijo él en voz baja—. Tanto que podría mandar al rey Enrique y a París al infierno y quedarme aquí cortejándoos eternamente.
—Debéis atender vuestras obligaciones, milord.
—Sí, querida mía. Y una esposa que le recuerde a su marido sus obligaciones es un auténtico tesoro —dijo él entre risas.
Le cogió las manos firme y cálidamente y volvió a besarla, suavemente esta vez—. Para mí siempre tendréis más valor que cualquier otra cosa en el mundo, os lo prometo.
Maude pensó en su vida en el convento y entonces la invadió un vertiginoso sentimiento de desafío que la hizo rebosar de felicidad y se dijo a sí misma: «¡Al diablo con el convento!». Le echó las manos al cuello y acercó su boca a la de él para que le pidiera más.