CAPÍTULO 20
—¿Que te sustituya? —preguntó Maude asombrada—. ¿Por qué? ¿Qué es lo que te pasa?
—Tengo otra cosa que hacer —Miranda paseó por la habitación de Maude—. Esta mañana fui a la ciudad a ver a mi familia y el zapatero me dijo que habían tenido que marcharse a toda prisa. Me temo que tengan algún problema y he de averiguar dónde han ido —se volvió hacia Maude—. Lo entiendes, ¿verdad?
—Claro, sí —asintió Maude—. Pero no puedo sustituirte con el duque.
—Sólo es una excursión al río. Si digo que estoy enferma todo el mundo empezará a hacer preguntas y... —fue apagando la voz conforme miraba a Maude—. Puedes hacerlo, Maude.
La intensidad con que dijo esto llevó a Maude a pensárselo dos veces.
—Tomar tu puesto, fingir que soy... ¡Fingir que soy yo! —Se dejó caer sobre la cama estallando en risas—. Quieres que finja que soy yo.
Miranda logró responderle con una sonrisa.
—Dicho así suena ridículo, pero no hay motivos por los que no deba funcionar —se acercó a ella sentándose en la cama—. Pero no hables en francés, al menos que lo hables perfectamente, porque es tu lengua materna, ¿verdad?
—Lo hablo bastante bien, pero cualquiera notaría que no soy francesa —le explicó Maude negando con la cabeza.
—Entonces habla solamente en inglés —Miranda frunció el ceño—. Tenemos que asegurarnos de que lleves el pelo bien recogido y de que no exista la más mínima posibilidad de que se caiga.
Maude aún dudaba. No creía haber dicho que sí y Miranda hablaba como si ya lo diera por hecho.
—¿Y de qué hablará? —estaba pensando a toda velocidad.
—Oh, de nada en particular. Nada con lo que no puedas manejarte. Limítate a ser tú misma y no hables mucho. He estado muy callada durante el desayuno, así que no esperará que bailes ni nada por el estilo.
—Pero es que yo nunca he estado a solas con un hombre —Maude se dio cuenta de que de algún modo había accedido implícitamente a esta locura.
—No estarás sola, también estarán los remeros y una sirvienta —Miranda cogió las manos de Maude—. Sabes que puedes hacerlo, Maude. Y así podrás satisfacer tu curiosidad sobre el duque.
Maude se mordió el labio. La idea le aterrorizaba y la excitaba al mismo tiempo. Examinó la habitación y ésta se convirtió de pronto en un encierro más que en un lugar cómodo y hogareño, un sitio aburrido más que sosegante. No se exponía a ningún riesgo ni comprometería su posición. Sólo le haría un favor a Miranda... y satisfaría su curiosidad. También se puede echar un vistazo a aquello que se va a rechazar.
—No sé cómo se me dará la farsa —murmuró.
—Pero es que no es un engaño —señaló Miranda—. Yo soy la farsante, tú eres real.
Maude, todavía sentada en la cama, se miró los pies mientras los balanceaba y de pronto levantó la vista con resolución.
—Muy bien, lo haré. Nunca en la vida he hecho algo verdaderamente osado y ayudándote lo haré. —Saltó de la cama y se dirigió al armario—. ¿Qué me pongo? ¿Qué es lo más apropiado para pasar la mañana en el río? ¿Qué tal unas rayas color guinda?
—Perfectas —dijo Miranda, intentando contagiarse del entusiasmo de Maude. Pero sentía un gran peso en el pecho: el peso de la tristeza, todo un océano de lágrimas contenidas. Ocultarle esto a Maude fue para Miranda una de las actuaciones más difíciles de su vida.
Maude, con su vestido de seda a rayas color guinda y el pelo recogido bajo una toca enjoyada, contempló su imagen ondulada en el espejo de acero batido.
—Acércate y ponte a mi lado. Veamos cuánto nos parecemos... Oh, es asombroso —se llevó la mano a la boca, contemplando aquellas dos imágenes gemelas—. Si llevásemos el mismo vestido, nadie sería capaz de distinguirnos.
Miranda sintió un extraño escalofrío al mirar el espejo junto a Maude. Aquello no era normal.
—Tienes que encontrarte abajo con el duque a las diez en punto —dijo, apartándose de aquella imagen tan turbadora. Se desabrochó el brazalete y lo sostuvo a la luz—. El duque querrá ver que llevas su regalo.
Puso el brazalete alrededor de la fina muñeca de Maude y ésta la levantó para examinarlo más de cerca.
—No me gusta —dijo desconcertada—. No quiero llevarlo.
—Puede que sea porque perteneció a tu madre —dijo Miranda—. Pero a mí tampoco me gusta llevarlo. Es muy bonito... o quizá ésa no sea la palabra adecuada para describirlo. Pero es único, de eso estoy segura —tocó el cisne esmeralda—. El amuleto es precioso y sin embargo no consigue que el brazalete sea menos siniestro, ¿verdad?
—No —asintió Maude—. Me resulta familiar, pero no entiendo por qué.
Miranda arrugó la frente.
—A mí me pasa lo mismo. Qué extraño... —luego agitó la cabeza, descartando lo que le había parecido una reacción descabellada, aunque impactante, ante la joya.
—Parece que el noviazgo del duque va muy bien, milord. Me ha dicho que llevará a Maude al río esta mañana.
Gareth se molestó al escuchar la voz melosa de su prometida. Había irrumpido en su santuario privado, cosa que rara vez hacía Imogen.
—Qué inesperado placer, señora.
Mary estaba a punto de adentrarse en la cámara privada de Gareth, pero se lo pensó mejor y se quedó en la puerta.
—¿Os importuno, señor? —dijo con una risilla—. Disculpadme si tenía tantas ganas de hablar en privado con vos. Casi no hemos tenido un momento para nosotros desde que regresasteis de Francia.
Gareth forzó una sonrisa. Se levantó de la mesa para hacer una reverencia.
—Santo cielo, qué desorden —dijo Mary, señalando la mesa llena de papeles—. Necesitáis una esposa, mi querido señor, que os ordene las cosas. Cuando estemos casados, me aseguraré de que todos vuestros documentos estén archivados y sean fácilmente localizables. Estoy segura de que este desorden os hace perder mucho tiempo.
—Al contrario —dijo Gareth—. Si los ordenáis, os aseguro que perdería mucho más.
Mary volvió a reír, esta vez un poco insegura.
—Decía que el noviazgo del duque marcha bien. Estaréis encantado —entonces entró en la habitación, bajando la voz para decirle en confidencia—: Confío en que Maude no hará ni dirá nada indiscreto cuando esté a solas con su excelencia.
—¿Por qué crees que arriesgaría la oportunidad de celebrar tan buen casamiento? —preguntó Gareth, cogiendo su pipa de la repisa de la chimenea.
Mary cerró los ojos por el humo y lo espantó con el abanico.
—Qué mal hábito, señor.
—Yo fumo sólo en la intimidad de mi santuario —dijo lanzándole una clara indirecta.
—Estoy perturbando vuestra intimidad —rió incómoda—. Pero creo que tenemos mucho de qué hablar. Por ejemplo, de los preparativos de la boda. No habéis dicho cuándo deseáis que se celebre la ceremonia. A mí me gustaría que fuese el primero de mayo, o incluso en año nuevo. Si nos casásemos antes de la boda de Maude, podría ayudar a Imogen con los preparativos... ayudarla a preparar a vuestra prima.
Gareth dudaba bastante que Imogen aceptara de buen grado la ayuda de Mary. La dejó hablar pero sin escucharla apenas. Por alguna razón, sus pensamientos giraban alrededor de la excursión de Enrique y Miranda, pero no le llevaban a ninguna conclusión. No lograba adivinar qué era lo que le preocupaba tanto de aquella expedición. Porque algo le preocupaba.
—Entonces, ¿le pido a Su Majestad que me dé permiso para celebrar nuestra boda la Noche de Reyes?
Gareth volvió a la realidad de su habitación con un respingo.
—¿Cómo? ¿Disculpad?
—¿La Noche de Reyes? —repitió Mary—. Hemos quedado en celebrar la boda la próxima Noche de Reyes.
En cuatro meses. Sólo cuatro meses.
Mary se echó hacia atrás sin querer al ver la mirada de Gareth. Parecía mirarla fijamente pero estaba segura de que no la veía. Era como si estuviese cara a cara con el diablo.
—Esperemos a que se arregle el compromiso entre el duque de Roissy y mi pupila —dijo Gareth con voz ausente y discordante—. Una vez que Su Majestad dé su permiso, todo quedará debidamente formalizado. Tengo que velar primero por el futuro de Maude.
—Pero nuestro matrimonio no tendrá que esperar al de Maude, ¿verdad? —el tono de Mary se agrió—. Esa niña no puede pretender que su vida tenga prioridad sobre la de su tutor.
—Mi pupila está bajo mi responsabilidad —Gareth soltó la pipa—. No pretenderéis que reniegue de esa responsabilidad, señora. No sería buen presagio para un futuro marido.
Mary estaba bloqueada. Logró esbozar una sonrisa acartonada e hizo una reverencia aún más acartonada si cabe.
—Os dejo en vuestra intimidad, señor. Quizá podamos volver a tratar este asunto cuando el compromiso de Maude quede firmado.
Dejó a lord Harcourt y fue en busca de Imogen, deseando que la hermana del conde le dijese algo, le ofreciese algún sosiego para combatir su intranquilidad, sus malos presentimientos. El suelo se había vuelto resbaladizo bajo sus pies y no sabía por qué, pero miró con abierta aversión a lady Maude, que cruzaba el hall del brazo del duque de Roissy camino de la gabarra que les esperaba en el embarcadero.
Maude se había ido sintiendo indispuesta conforme bajaba la gran escalinata al sonar las diez en el reloj. Sabía que incluso ella misma se veía exactamente igual que Miranda, pero incluso así le temblaban las rodillas y le sudaban las manos. La longitud de su pelo era lo único que podía echarlo todo a perder, pero se había fijado la toca tan bien que podría aguantar un vendaval de invierno en mitad del río. Nada podía ir mal, no era posible que algo fuese mal.
Tocó instintivamente el brazalete como si, a pesar de sus siniestras cualidades, pudiese darle el coraje suficiente para enfrentarse al pequeño grupo que esperaba en el hall: su prima y su marido, dos nobles franceses y el duque, al que reconoció de inmediato por el rápido vistazo que pudo echarle la noche anterior. De lo que no se había dado cuenta era de la fuerza que tenía su presencia física. Descollaba por encima de los demás y sin embargo no era mucho más alto que sus compatriotas, sólo parecía serlo. No estaba prestando mucha atención a la conversación, pero se golpeaba la palma de la mano con los guantes en un gesto de impaciencia que hizo que Maude sintiera una punzada en el corazón. El dirigió la vista hacia las escaleras y sonrió.
—Ah, ya estáis aquí, ma chère. Estaba impaciente por veros —se acercó rápidamente al final de la escalera y le tendió la mano.
El corazón de Maude empezó a dar tumbos de pánico, pero posó su pequeña mano en la enorme mano del duque y sonrió tímidamente.
—Excelencia, disculpadme si os he hecho esperar.
—En absoluto. Por desgracia, me temo que carezco totalmente de paciencia —sonrió atribulado—. Espero que no os toméis muy a pecho mi enojo ante los retrasos... el caso es que ahora estáis bellísima. Me pareció veros un poco paliducha durante el desayuno, pero compruebo muy satisfecho que os habéis recuperado.
Ante el cumplido, Maude no pudo evitar una sonrisa de satisfacción. Lo había dicho de tal modo que no le pareció adulador, de hecho, pensó que aquel hombre tan tosco era incapaz de adular a nadie.
—Cualquier joven resplandecería ante la perspectiva de una mañana en el río en compañía de su excelencia —dijo Imogen con una servil sonrisa.
El duque levantó una ceja de modo tan cómico que a Maude le costó mantenerse seria. No le extrañaba que a Miranda le hubiese gustado aquel hombre. Posó la mano sobre el brazo del duque y caminaron por el jardín en dirección al río. Hasta que atravesaron la portezuela de la verja no se percató de que estaban solos. Le flaquearon las piernas y volvió la vista atrás.
—¿Ocurre algo? —preguntó el duque, deteniéndose justo cuando la ayudaba a subir a la gabarra.
—Yo... yo me preguntaba quién vendrá con nosotros, señor. Mi... ¿mi acompañante?
—Ah, pensé que podríamos prescindir de compañía en esta ocasión. Dispongo de muy poco tiempo para andar entreteniéndome en formalidades. Tengo permiso de vuestro tutor para estar a solas con vos... aunque casi nunca lo consigo —señaló riendo a los remeros.
El corazón de Maude latía a toda prisa. Miranda le había asegurado que no estaría sola con el duque, pero por sus comentarios jocosos sobre los remeros estaba claro que éstos no se molestarían en mirarles siquiera. Se quedó atrás y el duque, riéndose, la cogió por la cintura y la subió a la gabarra.
—¡Excelencia! —protestó ella con un chillido. Había dicho que era un hombre impaciente y estaba claro que se conocía muy bien a sí mismo.
—Sois un paquetito delicioso —susurró, soltando otra de sus estruendosas risas—. Y he de deciros que, aunque estoy seguro de que sois tan virtuosa como la Virgen María, no sois tan tímida y recatada como aparentáis.
Mary se agarró a la barandilla, incapaz de pronunciar palabra. El duque posó su mano sobre la de ella, pero al ver que ésta la retiraba bruscamente con un grito ahogado, sonrió y se apoyó en la barandilla mientras los remeros situaban la gabarra en medio del río.
Maude había estado en el río en muy pocas ocasiones. Su vida de enferma recluida no le había permitido realizar actividades al aire libre, así que por un instante se olvidó del duque y disfrutó de las vistas. Mientras la embarcación se deslizaba ante las mansiones que se alineaban a ambas orillas del río, la ciudad de Londres pasó lentamente ante sus ojos. La cúpula de San Pablo, el Palacio de Westminster, la mole gris de la Torre con aquellos temidos escalones cubiertos de limo verde que conducían a la Puerta de los Traidores. Maude sabía que pocos de los que entraban en la Torre a través de aquel sombrío rastrillo lograban salir con vida.
El sol brillaba sobre el río a pesar de la fresca brisa otoñal y ella se alegró de haber cogido el manto. Los sonidos del río la embelesaban: los gritos y maldiciones, los intercambios procaces entre embarcaciones, el ruido de los velámenes, el chapoteo de los remos al golpear la superficie del río y el sonido que hacían al emerger, chorreando. Y luego estaba la variedad de embarcaciones: gabarras, con los gallardetes de los ricos y nobles, o con el estandarte de la reina en sus dominios, entre los palacios de Westminster, Greenwich y Hampton Court; barcas de pesca, barcazas que transportaban pasajeros haciendo escalas a lo largo del río, botes de remos cargados hasta los topes de carne y pescado para los mercados...
Enrique se inclinó en la barandilla junto a ella, contemplando su perfil. El viento le había teñido de rosa las mejillas y había algo en su expresión absorta que le pareció muy atractivo.
—Estáis muy callada, lady Maude —dijo al cabo de un rato—. ¿Habéis visto algo fuera de lo normal?
—¡Todo está tan concurrido y animado! —confesó Maude—. No me había dado cuenta de la cantidad de gente que hay en el mundo y la de cosas que hay por hacer.
Esta observación tan curiosamente ingenua le sorprendió.
—Pero habéis navegado muchas veces por el río. Durante el día siempre está así.
—Sí... sí, ya lo sé. Pero cada vez que vengo parece la primera —improvisó Maude, maldiciendo su descontrolada lengua. Debía de tener más cuidado.
Aquello hizo sonreír a Enrique. Ella le resultaba encantadora.
—Sois maravillosa, ma chère. —Posó su mano sobre la de ella y esta vez, cuando ella intentó zafarse, la sostuvo con más fuerza—. Sentémonos en la proa. Creo que tenemos mucho de qué hablar.
Lo único que podía hacer era acceder. Cuando se sentaron, el duque tomó a Maude de la mano y ella empezó a pensar en lo agradable que era sentarse así con aquel acompañante. Tuvo que admitir que era tan afable y simpático como cualquiera que hubiese conocido. Dejó caer la cabeza sobre los cojines y cerró los ojos para disfrutar de la calidez del sol, escuchando el sonido del agua al golpear la proa, la subida y bajada de los remos y las voces lejanas de las otras embarcaciones. Su mano reposaba en la del duque.
Enrique se sonrió, sorprendido al descubrir que se sentía feliz dejando que las cosas siguieran su curso. Su impaciencia por seguir cortejándola había desaparecido. La dulzura de aquella dama le pareció reconfortante y conmovedora. Margarita era sana, poderosa, manipuladora, esplendorosa. Sus amantes habían satisfecho sus necesidades físicas y a veces le habían proporcionado compañía intelectual, pero sus emociones habían permanecido intactas. Y tampoco recordaba haberse sentido tan protector.
La miró, preguntándose si se habría dormido. Suavemente le acercó la cabeza a su hombro. No ocurrió nada. La brisa agitaba las hebras de pelo oscuro que escapaban de su toca y las gruesas pestañas se curvaban sobre las pálidas mejillas. La arropó y ella siguió durmiendo. Él pensó que su pasividad resultaba encantadora. Empezó a dibujarle la línea de la mandíbula con el pulgar, y entonces ella abrió los ojos, azules como un cielo despejado y se enderezó de un salto, retirando la mano que él tenía cogida.
—¿Qué hacíais? —su voz volvió a sonar chillona.
—Nada —respondió con una sonrisa—, disfrutaba de vuestro sueño.
Maude se llevó las manos a la toca, rezando por que estuviera en su sitio y parpadeó para espantar los últimos y traicioneros coletazos del sueño. Le resultaba terrible pensar que había estado ahí tumbada, inconsciente, con la cabeza indecorosamente apoyada sobre el hombro de su acompañante, y que él la había estado observando todo el tiempo mientras yacía indefensa.
—Perdonadme, señor. No pretendía ser descortés. El sol calentaba tanto... —tartamudeó. «¿Habrá averiguado algo mientras dormía? ¿Habrá descubierto alguna diferencia mientras me observaba tan detenidamente y sin obstáculos?»
—Ha sido muy agradable y nada descortés por vuestra parte —respondió—. Pero ahora que estáis despierta, quisiera que siguiéramos discutiendo lo que hablamos anoche.
«¿Anoche? ¿De qué habría estado hablando con Miranda anoche? Miranda no me ha dicho nada, el duque espera que diga algo y tengo la mente en blanco.» Maude estaba realmente preocupada.
—¿Sí, excelencia? —dijo, inclinando la cabeza para incitarle a hablar—. Seguid, por favor.
—Quiero estar seguro de que no ponéis objeciones a este enlace —dijo—. ¿Entendéis lo que significa casarse en la corte de Enrique de Francia?
—Lo que sé es que sólo los protestantes pueden casarse en la corte, señor.
—Así es exactamente —luego se rió con cierta amargura—. Pero siempre hay circunstancias en que se hace necesario manipular las creencias religiosas de un hombre para ajustarías a un fin determinado —pensaba en la terrible noche en la que, ante las súplicas de Margarita había renunciado a su herencia protestante y se había convertido al catolicismo. Su cuñado sostenía la espada contra su cuello. Aquella conversión le había salvado la vida y le había granjeado la corona de Francia. Y a él le había resultado muy fácil negarlo cuando las circunstancias se lo habían permitido.
Maude tragó saliva y luego dijo con vehemencia:
—No puedo imaginar en qué circunstancias cambiaría mis convicciones religiosas, excelencia.
—Ah, tenéis la suerte de no haberos tenido que enfrentar a algo así —dijo al cabo de un rato.
—¿Os imagináis convirtiéndoos al catolicismo, excelencia? —Preguntó Maude con voz un tanto temblorosa.
Enrique volvió a reírse, de nuevo con cierta amargura.
—París bien vale una misa —dijo cínicamente.
—No entiendo, señor.
Había hablado el rey Enrique, no el duque de Roissy. Enrique, el que era capaz de cualquier cosa con tal de asegurarse el trono de Francia. Se aclaró la garganta y dijo:
—Sólo era una tontería. Pero estoy muy contento de veros tan aferrado a nuestras creencias protestantes.
Maude empezó a toser. Era una treta que había perfeccionado a lo largo de los años cuando no le gustaba el rumbo que adoptaba una conversación o pretendía distraer la atención. Fue una acceso de tos tan fuerte que se tapó la cara con el manto sacudiendo los hombros.
—Pobrecita mía, estáis enfermando —dijo su acompañante con preocupación—. No debería haberos expuesto al aire del río. Nunca se sabe qué enfermedades pueden traer. Remeros, dad la vuelta y llevadnos a la mansión de los Harcourt de inmediato.
Maude dejó de toser casi en el instante en que la gabarra dio la vuelta y comenzó su viaje de regreso. Levantó la cabeza del manto y se secó cuidadosamente los ojos con un pañuelo.
—No ha sido nada, señor —su voz ronca no era fingida después del violento acceso de tos—. A veces tengo tos, pero os aseguro que no es nada serio.
—Es un gran alivio. Confío que sea una aflicción infrecuente.
Inclinó la cabeza y volvió a cogerle la mano. Ella no se atrevió a retirarla y se sentó muy estirada a su lado, contestando con monosílabos a sus intentos de conversación. Al llegar a casa, lo dejó después de hacerle una reverencia y despedirse con rubor.
—Hasta la cena, ma chère.
—Por supuesto, señor —Maude subió las escaleras corriendo hacia la seguridad de su habitación.