CAPÍTULO 05

La prisión de Dover resultaba lúgubre incluso en una brillante mañana de agosto. Únicamente un fino rayo de luz penetraba en la celda a través de los barrotes de una abertura que había en lo alto del muro. En cuanto aquel rastro de luz le anunció a Mamá Gertrude que la larga y fría noche había llegado a su fin, apartó su cuerpo robusto del muro de piedra húmeda y viscosa que tenía a su espalda, lo que le produjo un estremecimiento, así que decidió arroparse aún más los hombros con el chal mientras contaba en silencio los cuerpos que se acurrucaban sobre la sucia paja que cubría el suelo de barro. Esta comprobación la reconfortó, aunque sabía muy bien que ninguno de sus compañeros habría logrado esfumarse durante la noche a través de los gruesos muros.

En mitad de la celda había un desagüe pestilente, y en una esquina, un balde de madera hacía las veces de retrete. Aparte de eso, no había ningún otro mobiliario.

Todos, excepto Miranda, estaban allí. No era la primera vez que la troupe pasaba la noche en prisión, arrestados por vagabundos o sospechosos de robo, pero en esta ocasión, la culpa había sido de Miranda. De ella y de su mono. Por lo que Gertrude había podido deducir, los dos desaparecidos habían provocado un tumulto en la ciudad aunque habían logrado escapar de algún modo. Por eso habían detenido a sus cómplices justo cuando estaban a punto de embarcarse hacia Calais y los habían arrojado a aquel agujero maloliente: como premio de consolación para los airados ciudadanos de Dover.

Bert tosió, escupió en el desagüe y luego se incorporó.

—Pero por el amor de Dios, ¿cómo hemos venido a parar aquí?

—Pronto estaremos fuera —dijo Gertrude—. No pueden acusarnos de nada, no tienen cargos contra nosotros, y si Miranda hizo cualquier cosa, nosotros no estábamos allí.

—No puede haber robado a nadie —dijo Bert, levantándose con dificultad, con todo el cuerpo dolorido tras horas sobre el suelo duro y húmedo de la celda.

—Pues claro que no, pero eso no les impedirá acusarla —las palabras procedían de Raoul, el forzudo, que se levantó con una flexión de sus enormes bíceps, descollando muy por encima de sus compañeros—. La acusarán y la encontrarán culpable sin que haya abierto siquiera la boca. Y dirán que estaba conchabada con el mono.

—¿Van a colgar a Miranda? —gimió Robbie.

—Para hacer eso, primero tendrán que atraparla, muchachito —dijo Raoul.

—Y Miranda es más escurridiza que una anguila —añadió Luke con cierto orgullo. Se levantó, enderezando un cuerpo largo y delgado como un trozo de cordel—. Si no la han cogido ya, no lo harán nunca. Y si la han cogido, pronto lo sabremos.

—Sí —asintió Raoul, aliviándose en el cubo—. Pero seguimos metidos en un buen lío. Quieren llevarnos ante el juez por un delito de vagancia, nos azotarán a todos en la plaza y tendremos suerte si salimos de ésta.

Robbie gimoteó y se masajeó los pies, que le dolían enormemente.

—La culpa la tiene ese maldito mono —susurró una voz desde un rincón—. Tendríamos que haberle retorcido el cuello cuando la chica lo recogió.

Gertrude se rió, y su risa retumbó en aquel espacio tan pequeño. Su pechera se agitó como la gelatina.

—¡Me gustaría haber visto cómo se lo arrebatabas, Jebediah! Tú no sabes lo que le hizo al organillero que lo maltrató. Empezó a gritarle como una verdulera, luego puso su organillo boca abajo y cuando él empezó a perseguirla, le arrojó un cubo lleno de orines.

—Sí, desde luego, ¡menudo espectáculo! —recordó Bert—. Mejor no provocar el lado oscuro de Miranda tocando su fibra sensible.

—Bueno, me alegraré si veo la luz del día, y no te quepa la menor duda —masculló Jebediah— de que si para ello hay que entregar el mono a las autoridades, no pienso rechistar.

Los pasos del carcelero pusieron fin a la conversación y las cabezas se giraron a un tiempo hacia la inmensa puerta de madera y su ventanilla de barrotes.

El jamelgo tenía un aspecto aún más lamentable a la luz del día que la tarde anterior, y Gareth empezó a tener serias dudas sobre la distancia que podría recorrer con la doble carga y el equipaje antes de perder el resuello. Las setenta y tantas millas hasta Londres, seguro que no.

La manta que servía de asiento trasero estaba comida de polillas, pero Miranda rechazó la almohadilla de crin, quejándose de que las cerdas que atravesaban la tela se le clavaban como espinas de puercoespín.

Al salir del patio de las caballerizas, encontró fácilmente el equilibrio sentada detrás de Gareth sobre el lomo del animal, pero sus pensamientos no auguraban nada bueno.

—Odio que me engañen —dijo de pronto, mientras salían cabalgando de la ciudad a través del sendero que llevaba al castillo y a la cima del acantilado.

Gareth suspiró. Se había estado preguntando qué escondía su silencio. El dueño de las caballerizas, un antiguo marinero tuerto y calvo como un huevo, le había cobrado con todo descaro dinero de más a su noble cliente por el caballo y la almohadilla trasera. Gareth había notado cómo la respiración de Miranda se aceleraba rápidamente, pero no quiso discutir por unos peniques con un sucio estafador. El hombre sabía que aquel caballero rico pagaría sin rechistar. Era una de las reglas sociales tácitas que se daban en su mundo.

—No era una cantidad muy grande —apuntó Gareth.

—No para todo el mundo —dijo Miranda, tan bajo que podía estar hablando para sí.

Gareth sintió una absurda oleada de turbación. Reconoció, torciendo el gesto, que el punto de vista de Miranda podía llegar a diferir mucho del suyo.

El jamelgo dio un traspié con una piedra en el sendero que llevaba al castillo de Dover, extendido sobre la cima del acantilado. Instintivamente, Gareth echó la mano atrás para agarrar a Miranda.

—No hay riesgo de que me caiga, milord —dijo—, debería desmontar y subir andando —la respiración del caballo se hizo más fatigosa y, sin esperar respuesta, Miranda siguió su propia indicación. Se bajó y empezó a ascender por el sendero dando saltos por delante de ellos, remangándose la falda para liberar sus piernas enfundadas en piel. «Ni camina ni corre», pensó Gareth, «parece más bien una danza.» Chip había saltado de sus brazos y seguía su propio camino de ascenso botando de piedra en piedra y deteniéndose de vez en cuando para examinar algún objeto que llamase su atención.

Viendo a Miranda moverse como el azogue, el brillo de su pelo agitado por el aire, la gracia y agilidad de su cuerpo, Gareth empezó a preguntarse si el engaño surtiría efecto. No convencería a nadie que hubiese visto y conocido a Maude. Si Miranda iba a sustituir a Maude ante Enrique, éste no debía ver bajo ningún concepto a su prima durante el cortejo. Por suerte, Maude nunca había estado en la corte. Miranda tenía que hacer el debut de Maude antes de la llegada de Enrique. Las personas cercanas a la familia, que sabían que Maude era una inválida pálida y recluida, debían estar avisadas de la transformación. Esa podría ser tarea de Imogen. Una tarea para la que estaba ampliamente capacitada.

Enrique había dicho que lo esperase para la festividad de San Miguel, apenas en cinco semanas. ¿Podía prepararse Miranda en tan poco tiempo? Pues claro que sí. Había nacido d'Albard, y tal nacimiento y linaje hablarían por ella. Parecía amoldable, y era una persona muy inteligente; haría su papel como si lo hubiese estado representando toda su vida, de eso estaba seguro.

Observó cómo subía el sendero a grandes zancadas. Estaban a la sombra de los muros del castillo y él supo que los observaban desde las torres cuadradas del patio interior. No es que un solo hombre sobre un jamelgo sin resuello supusiese una gran amenaza. El amo del castillo de Dover era un viejo conocido, y si no hubiese llevado a Miranda a remolque habría apelado a su hospitalidad pidiéndole una cena y el préstamo de un caballo decente. Pero no podía explicar la presencia de Miranda sin arriesgar su secreto.

Ella se detuvo en lo alto del sendero protegiéndose los ojos del sol mientras contemplaba la hermosa vista que se extendía ante ellos: la ciudad que se apiñaba bajo los acantilados, las tranquilas aguas, las olas salpicadas de blanco agitándose en el mar.

—No he estado nunca en Londres —dijo cuando él se le aproximó.

Parecía no venir a cuento, pero él comprendió que estaba dirigiendo la mirada hacia Francia, a veinte millas cruzando el Canal, donde en ese momento estaría desembarcando la única familia que ella había conocido. Al levantar la vista hacia él, descubrió un brillo de lágrimas en sus ojos. Pero Miranda era ahora una d'Albard, había dejado de ser una artista ambulante y debía dejar atrás su pasado.

—Es hora de que disfrutéis los placeres de la gran ciudad —dijo con intención de animarla—. Venga. Ahora el camino es llano y la bestia podrá llevarnos a los dos —se inclinó ofreciéndole una mano.

Miranda se asió a ella y se acomodó a su espalda, silbando para llamar a Chip, que salió de una maraña de aulagas con un puñado de hojas, castañeteando alegremente los dientes.

—Así que ya has encontrado tu comida —observó Miranda, recibiéndolo entre sus brazos cuando saltó—. ¿Dónde comeremos, milord? —el desayuno interrumpido parecía quedar muy lejos.

—En la posada Arms of England, en Rochester —dijo Gareth—. Allí hay unas caballerizas donde podré cambiar este proyecto de carne de caballo por algo un poco más robusto, así mañana iremos mucho más cómodos, por no decir más rápido.

—Habladme de vuestra hermana. ¿Por qué decís que no me gustará?

—Tendréis que descubrirlo vos misma —dijo—. Pero os advierto que su disposición no mejorará cuando vea ese mono.

Chip se portará bien —le aseguró—. ¿Tiene esposo vuestra hermana?

—Lord Miles Dufort.

—¿Me gustará?

—Es bastante inofensivo. Una especie de calzonazos.

—Oh —Miranda se mordió el labio unos segundos—. ¿Y vuestra casa es grande? ¿Es un palacio?

Él sonrió ligeramente.

—A pequeña escala. Pero pronto aprenderéis a moveros por él.

—¿Os ha visitado la reina alguna vez?

—En alguna ocasión.

—¿Voy a conocer a la reina?

—Si suplantáis a mi prima, seguramente lo haréis.

—Y a vuestra prima... ¿le gustaré? —dijo ansiosa, poniéndole la mano en el hombro. Su cuerpo estaba muy cerca de su espalda, sin llegar a presionarla, pero muy cerca de todos modos.

—Es difícil contestar a eso —respondió con neutralidad, intentando no reaccionar al cuerpo sinuoso y perturbador que tenía detrás—. Sé muy poco sobre el funcionamiento de la mente de mi prima. La verdad es que no la conozco mucho.

—Tampoco sabéis mucho sobre mí —dijo Miranda pensativamente, acercándose un poco más a él—. Pero puedo contaros todo lo que deseéis.

—Luego quizá —dijo Gareth—. ¿Hace falta que os peguéis tanto a mi espalda? Me dais mucho calor.

—Es que os inclináis tanto que resbalo continuamente hacia delante —explicó, obligando a su cuerpo a echarse hacia atrás—. Intentaré permanecer así.

—Os lo agradezco —murmuró ocultando una sonrisa. Le parecía que había pasado una eternidad desde los primeros meses de su matrimonio, la última vez que experimentó la auténtica diversión y no la burla cínica que hacía pasar por humor.

El camino serpenteó hacia el interior, descendiendo desde los acantilados, y el caballo aceleró su paso. Al aproximarse a un cruce, les sorprendió un enorme estruendo. Un estridente sonido de gaitas, entrechocar de cacerolas, tamborileo de huesos sobre hojalata y una rugiente oleada de voces que gritaban y cantaban, mezcladas con chillidos y abucheos un tanto desagradables.

—¿Qué es eso? —Miranda atisbo por encima del corpulento Gareth para ver el camino a la derecha del cruce.

Un grupo de hombres harapientos doblaron la esquina soplando cuernos y golpeando teteras de cobre.

—¡Maldita sea! ¡Tenemos que evitar quedar atrapados aquí en medio! —Gareth apartó el jamelgo rápidamente a un lado del camino, hasta quedar apretados contra el seto.

—¿Cómo? ¿Qué es esto? —los ruidos y los chillidos procedían ahora de detrás de la esquina. Pisando los talones al grupo de músicos, la gente venía brincando y cantando a voz en cuello conforme se aproximaba a la encrucijada.

—La cabalgata de la música salvaje, si no me equivoco —dijo Gareth sonriendo a pesar de todo.

Miranda se quedó boquiabierta al ver la procesión que surgía de la esquina. Un anciano vestido únicamente con unos calzones andrajosos y un sucio jubón de piel iba delante montado en un burro. Llevaba en la cabeza unos cuernos de papel y soplaba un silbato de lata. Detrás brincaba una vieja bruja que elevaba los talones como parodiando un baile mientras golpeaba con un zueco de madera la tetera de cobre que le colgaba del cuello. Tras ella, iba un hombre en un caballo de carga blandiendo un látigo y agitando una enagua roja. Soplaba un cuerno de carnero, sacándole unos mugidos que sonaban tan dolorosos como los de un toro castrado. Detrás venía un asno con dos jinetes atados espalda con espalda: una mujer que iba de frente, con una enorme cara redonda completamente roja y los ojos curiosamente ausentes; y un hombre de cara a la grupa, pequeño, pálido y de ojos asustados. La mujer llevaba un cucharón de madera con el que golpeaba por encima de su hombro la cabeza del hombre, que manejaba con desesperación un huso y una rueca.

Un grupo de hombres y mujeres armados con garrotes y bastones caminaban detrás del asno, instando a los jinetes a seguir con las tareas que les habían asignado profiriéndoles gritos, insultos y gestos amenazantes.

Todo el campo parecía seguir la estela de esta extraña procesión, y todos iban haciendo algún ruido con los objetos domésticos o los instrumentos que habían podido coger en respuesta a la llamada de la cabalgata de la música salvaje.

—¿Qué significa eso? —volvió a preguntar Miranda, cuando la cola de la procesión hubo entrado en el camino justo delante de ellos.

La sonrisa de Gareth seguía siendo adusta.

—Es una costumbre del campo conocida como skimmington1. Cuando un hombre permite que su mujer lo domine, sus vecinos se ofenden. Un calzonazos en el campo es un mal ejemplo y sus vecinos expresan su desaprobación del modo que acabas de presenciar.

—Pero puede que ese hombre y su mujer se arreglen mejor si ella lleva las riendas de la casa —apuntó Miranda frunciendo el ceño—. Igual ella tiene un carácter más fuerte y es mejor llevando las cosas que él.

—¡Qué herejía, Miranda! —dijo Gareth fingiendo horror—. ¿No conocéis las Sagradas Escrituras? El hombre es el representante de Dios en la tierra. Seréis mal vista en este país si defendéis una idea distinta.

—Pero puede que él no sepa mantener a su familia —insistió—. Igual bebe y ella tiene que hacerse cargo de la manutención de sus hijos. Aunque no parecía que bebiese más de la cuenta —dijo pensativamente—, porque estaba muy pálido y la mayoría de los bebedores tienen la cara roja y la nariz hinchada.

—Una mujer tiene la obligación de obedecer a su amo y señor y asumir el trato que éste le dé —dijo Gareth solemnemente—. Ésta es la ley de la tierra, que es tan válida como la de la Iglesia.

Miranda no sabía si realmente hablaba en serio.

—Dijisteis que vuestro cuñado era un calzonazos. ¿Lo someteríais a él y a vuestra hermana a la cabalgata de la música salvaje?

Gareth rió entre dientes.

—No os imagináis la de veces que he deseado que mi cuñado tuviese una mano de hierro y supiese cómo usarla. Y la de veces que he ansiado ver a mi hermana recibir un escarmiento por su afilada lengua. —¿De verdad?

—No. El skimminton tiene un poso muy desagradable. Pero sí es cierto que desearía ver a mi cuñado imponerse de vez en cuando —aclaró Gareth sacudiendo la cabeza.

La procesión se había alejado lo suficiente como para permitirles avanzar sin parecer parte integrante de ella, así que Gareth hizo que el jamelgo recuperase su renuente marcha. Pero al llegar a la siguiente aldea, tuvo que tirar de las riendas una vez más.

El skimminton se había detenido a las puertas del Bears and Ragged Staff y sus participantes se habían apiñado en el banco donde se servían las cervezas y en el pequeño patio cerrado que había al lado de la posada. Los mozos de la taberna corrían de un lado para otro con jarras rebosantes de espuma para aplacar la sed de los músicos, que se iban desplazando hacia el camino que atravesaba la aldea bebiendo, riendo e intercambiando burlas obscenas.

Pero bajo ese aparente buen humor subyacía un trasfondo de crueldad, y mientras Gareth buscaba un rodeo para esquivar a la gente, un par de fornidos carreteros de cara roja y brazos musculosos salieron de repente de la posada enzarzados en una sañuda discusión verbal que pronto desembocó en una pelea.

La muchedumbre les rodeó rápidamente, canturreando, animándoles y gritando obscenidades.

—Dios bendito —musitó Gareth, que no podía prever cómo se iban a poner las cosas de desagradables y no venía preparado para verse involucrado en una pelea, sobre todo con Miranda a su cargo.

—La pareja del asno —susurró rápidamente Miranda a su oído—. Mirad, están ahí mismo. —Señaló una esquina del patio de la posada donde el asno y sus cautivos jinetes se hallaban a pleno sol. El asno comía de un morral, ajeno al calor, pero sus jinetes tenían las caras rojas y sudaban, dejándose caer hacia delante sostenidos por las ataduras. Letárgicamente, la mujer seguía balanceando el enorme cazo de madera sobre los hombros, como si llevase haciéndolo tanto tiempo que se hubiese convertido en una autómata. El cazo no siempre golpeaba los magullados carrillos y orejas de su marido, pero éste seguía moviendo enérgicamente el huso y la rueca, aún cuando ya la muchedumbre de patanes armados con palos que los habían acompañado por el camino había dejado de atormentarlos.

—Podemos desatarlos —continuó Miranda en un susurro—. Pueden escapar ahora que todos están pendientes de la pelea. Si logran esconderse unas horas, pronto dejarán de interesarse por ellos, sobre todo después de unas jarras más de cerveza.

Gareth la miró por encima del hombro completamente atónito.

—Aparte del hecho de que no es asunto nuestro —dijo—, me gustaría señalar que esta gente ya tiene los ánimos lo bastante encendidos, no me gustaría soliviantarles más.

—Oh, pero no podéis dejarlos así, no si podéis ayudarles —murmuró Miranda con apasionada convicción—. Están agotados, y seguro que ya han sufrido bastante... si es que merecían este sufrimiento. Tenemos que desatarlos. Es nuestro deber como seres humanos.

—¿Deber? —Gareth estaba atónito. La forma en que se administraba justicia en el campo le parecía en muchos aspectos repugnante, pero aquello era algo que un hombre toleraba de buen talante y sin interferir.

—Ni siquiera saben que estamos aquí —dijo Miranda con firmeza, deslizándose por los cuartos traseros del caballo. Cruzó el patio como una exhalación, con Chip aferrado a su cuello.

Gareth sintió que la tranquilidad de su existencia empezaba a estar en peligro y se deslizó siguiendo a Miranda con el caballo, situándolo de modo que ella quedase oculta a los ojos de la muchedumbre alborotada y vociferante. Pero la joven luchó en vano con los nudos que atenazaban a la pareja.

—Echaos a un lado —le ordenó Gareth, que se inclinó desde la silla de montar y cortó los nudos con su daga. Luego, con un brazo enganchó a Miranda por la cintura y la subió en peso a la silla sentándola delante de él.

—¡Aprisa! —dijo Miranda a la desconcertada pareja, que seguía sentada sobre el asno—. Si os dais prisa lograreis escapar. Nosotros os cubriremos.

—¿Ah, sí? —murmuró Gareth, pero puso al jamelgo en posición, ocultando al hombre y la mujer, que a punto estuvieron de caerse por la trasera del asno.

—¡Eres un torpe y un idiota! —gritó la mujer, golpeando esta vez en serio al hombrecillo—. Si no te hubieras dedicado a chismorrear por ahí, esto no hubiese ocurrido.

—Oh, déjalo ya, Sadie, por favor —el marido esquivó los golpes y empezó a caminar hacia el extremo más alejado del huerto—, o nos cogerán otra vez.

La mujer le siguió, todavía recriminándole, y ninguno de los dos se volvió siquiera para dirigirles a sus rescatadores una palabra de gratitud.

—Qué mujer tan horrible. Empiezo a pensar que no deberíamos haberlos ayudado —dijo Miranda.

—Oh, yo sé que no deberíamos haberlo hecho —dijo Gareth con profunda emoción, mirándola por encima del hombro. Entonces oyeron un grito a sus espaldas. Alguien había descubierto la huida de las dos víctimas—. ¡Muy bien, bestia lamentable, veamos de lo que eres capaz! —atizó el flanco izquierdo del jamelgo que, asustado, se irguió con un relincho y salió disparado hacia delante.

Gareth apretó los talones a los flancos del caballo, dirigiendo al animal hacia el muro trasero del huerto.

Miranda emitió un grito ahogado y el estómago le saltó en la garganta al ver el muro acercándose a toda velocidad. Parecía que el animal iba a rehusar el obstáculo, pero Gareth volvió a atizarle con la fusta y en el último segundo el caballo se elevó en el aire y saltó el muro, aterrizando despatarrado en medio del huerto del posadero.

Tras ellos, los gritos de la muchedumbre se acrecentaron conforme trepaban el muro con torpeza. El gentío había perdido interés por los fugitivos y el buen humor había dado paso a una rabia regada con jarras de cerveza.

—¡Maldición! —Gareth miró a su alrededor y vio que el huerto estaba cercado por otro muro. No había espacio suficiente para que el jamelgo pudiera saltarlo, y pronto quedarían atrapados y rodeados por una multitud sedienta de venganza.

Miranda se puso de rodillas sobre el cuello del animal.

—Abriré la verja.

Antes de que él pudiese respirar, ella se había lanzado hacia el muro. Por un momento pareció suspendida en el aire, luego rozó el muro con los dedos de los pies y dio una voltereta. La verja se abrió de par en par y el jamelgo, completamente aterrado, salió desbocado y se introdujo en un callejón maloliente entre la posada y las edificaciones anexas.

Miranda tuvo el aplomo de cerrar la verja antes de volver a saltar sobre el caballo.

—¿Dónde está Chip?

—Él nos encontrará —replicó Gareth rápidamente, concentrándose en controlar al caballo desbocado y preguntándose si en estos dos últimos días el sol del verano le había aturullado el cerebro, porque no se le ocurría otra forma de explicar la situación en la que se encontraba.

—¡Ahí está! —Chip les seguía corriendo a tres patas por el callejón, castañeteando los dientes y agitando la pata que le quedaba libre—. Vamos, Chip, deprisa —sujetándose con las rodillas, Miranda se inclinó hacia delante, y con la cabeza peligrosamente cerca del suelo extendió la mano. Chip se agarró a sus dedos y saltó a sus brazos, farfullando nervioso.

—¿Y cómo demonios vamos a salir de aquí? —Gareth no encontraba el modo de irse de la aldea sin pasar por delante de la posada.

Miranda se puso de pie sobre el caballo, balanceándose cómodamente al ritmo de aquel movimiento desgarbado.

—Puedo ver por encima del tejado de la casa de al lado. Hay un pequeño sendero a la derecha, detrás de la cloaca. Puede que nos lleve fuera de aquí.

Se dejó caer sobre el caballo con un grito ahogado, esquivando una piedra lanzada por la muchedumbre, que había logrado salir del huerto.

Gareth tiró de las riendas, dirigiendo al aterrorizado caballo hacia aquel tajo oscuro y estrecho que corría a lo largo de la fétida cloaca.

—Espero por Dios que esto lleve a algún sitio o quedaremos atrapados como ratas en una alcantarilla. —Creo que desemboca en un campo.

Una vez en campo abierto, el sonido del gentío comenzó a apagarse. Gareth exhaló un suspiro de alivio.

—Si alguna vez vuelvo a mostrar la más mínima inclinación por embarcarme en uno de tus impulsos compasivos, Miranda, recuérdame que me encierre con llave.

—No podíamos abandonarles —dijo llanamente.

—No —dijo él en otro suspiro—, supongo que no.

El conde de Harcourt podría haberlo hecho con facilidad, pero empezaba a comprobar que el mundo era un lugar muy distinto junto a Miranda d'Albard.

—¡Ha habido suerte, pero hemos estado muy cerca de que nos atraparan! —Bert echó hacia atrás la cabeza y respiró el aire relativamente fresco de Gaol Street cuando las enormes puertas de hierro se cerraron detrás de la troupe.

—Sí, estaba convencido de que nos acusarían de vagancia —dijo Raoul—. Pero, por Dios bendito, aquí fuera sí que se siente uno fresco y libre.

—Movámonos —dijo Gertrude—. Tenemos que recoger nuestras cosas, descubrir qué es lo que ha pasado con Miranda, ponernos en camino hacia Folkestone, coger el barco allí y sacudir de nuestros zapatos el polvo de este lugar.

—¿Y cómo vamos a encontrar a la chica si medio Dover no ha sido capaz? —preguntó Jebediah, llevando la contraria, como siempre.

—Seguro que la encontramos —Luke ya encabezaba el grupo—. Preguntaré en las tabernas, en el mercado y en la empresa de transportes mientras vosotros recogéis las cosas. Alguien la habrá visto.

—Luke, llévame —Robbie cojeó tras él, con cara ansiosa.

—Me retrasarás —pero se apiadó del muchacho—. Bueno, vale te llevaré a caballito —se puso en cuclillas y Robbie trepó torpemente a su espalda.

El cuerpo escuálido del niño no era pesado ni siquiera para el huesudo Luke, que trotó sumergiéndose en la ciudad mientras sus compañeros iban a recoger sus pertenencias al muelle, donde las habían dejado a cargo de un simpático pescador.