CAPÍTULO 06

—Que me aspen si ése no es Harcourt. ¿Dónde os habíais metido, Gareth? Hace siglos que no os veíamos.

Gareth, que huía de puntillas y estaba a punto de soltar una maldición, se vio descubierto por este jovial saludo. Dos hombres cruzaron el patio de las caballerizas anejas a la posada de Rochester.

—Santo cielo, parece que hayáis visto un fantasma —el más alto de los dos, un hombre robusto y de ojos alegres, ataviado con un jubón de damasco rojo con bordados azabache, palmeó riendo el hombro de Gareth con la mano enguantada y cubierta de joyas—. Está tan pálida como una damisela, ¿verdad Kip? —volvió a reír, girándose para buscar confirmación en su acompañante, una versión más delgada de sí mismo.

—¿Cómo estáis, Gareth? —Kip Rossiter saludó al conde de Harcourt con una sonrisa—. No hagáis caso a Brian, es incapaz de guardarse un comentario.

—Llegué de Francia hace dos días —dijo Gareth despreocupadamente—. Estoy intentando canjear este triste jamelgo, el mejor que pudieron ofrecerme en Dover, por algo que me lleve a casa antes de que acabe el año —señaló con un gesto al caballo, que, desensillado, comía plácidamente una bala de heno.

—Jesús, qué ruina de animal —dijo Brian con cierto asco—. ¿De veras lo habéis montado? Yo hubiera preferido ir a pie.

—No creáis que no me lo he llegado a plantear más de una vez —dijo Gareth riendo, al tiempo que ojeaba furtivamente el patio buscando a Miranda—. ¿Y qué os trae por aquí?

—Hemos estado en Maidstone, visitando al viejo. Una visita de compromiso, ya sabéis —Brian se acarició la barba rojiza, que, como todo en él, era bastante exuberante. Gareth asintió. Las visitas de los hermanos Rossiter a su anciano, irascible y adinerado pariente eran una chanza recurrente en la corte.

—Sí —corroboró Kip—, lo tenemos contento. No durará mucho más... ¿Habéis cenado, Gareth? Estamos a punto de pedir una comida digna de la reina, para compensar las gachas y el estofado de gallina seca que hacen pasar por buenos manjares en la mesa del viejo. Abramos juntos una botella —dijo esto pasándole el brazo alrededor del hombro de Gareth—. Hemos pedido un salón privado. Hoy no tendremos compañía de ningún tipo.

—Sí, y después iremos a la ciudad —declaró Brian alegremente—. Esta última semana he sido casto como un monje y he oído decir que hay una casa decente muy cerca de la catedral.

Gareth pensó con rapidez. Miranda había desaparecido para ir al excusado mientras él negociaba el intercambio de caballos. Si sus dos amigos llegaran a toparse de frente con ella sería inútil esperar que no se diesen cuenta de su asombroso parecido con Maude.

—Me reuniré con vosotros en un momento. Tengo que cerrar el trato en las caballerizas —objetó.

—Oh, enviaremos recado para que el dueño nos espere en la posada. No tenéis por qué andar dando vueltas por aquí a su disposición —Brian pasó su brazo sobre el otro hombro de Gareth, emitiendo un efusivo bramido de camaradería—. Vamos, tengo la garganta más seca que los pechos de una vieja.

En ese preciso instante, Miranda asomó por la esquina de la posada. Sobre su hombro se sentaba Chip, ataviado con su traje y su gorra, ahora ya secos.

En cuanto lo vio empezó a levantar la mano para saludarle, pero entonces se volvió bruscamente desandando el camino por el que había venido, con el traje naranja agitándose alrededor de sus pantorrillas.

Gareth suspiró aliviado. Sus acompañantes daban la espalda a aquella esquina y no habían podido verla. Aquella pequeña d'Albard reaccionaba con prontitud.

—Me reuniré con vosotros en el salón —dijo—. Después de un día de viaje, necesito agua caliente y ropa limpia.

Los hermanos Rossiter acordaron afablemente encontrarse con él en el salón privado en media hora, así que se apresuró a entrar en la posada y subir las escaleras hacia la enorme habitación frontal que había reservado para Miranda y para él.

Miranda se había marchado rápidamente a la habitación, y se había sentado en la alta cama columpiando los pies en la penumbra mientras las sombras iban creciendo a su alrededor. Había reaccionado sin pensarlo ni un segundo al ver al conde con aquellos dos hombres y no dudaba de que había hecho lo correcto. Pero se sintió desamparada hasta que escuchó los pasos del joven afuera en el descansillo. La puerta estaba entreabierta y él cruzó el umbral, escrutando la penumbra.

—¿Por qué estáis sentada a oscuras, Miranda?

—No lo sé —dijo ella con franqueza—. Sentía que debía esconderme de algún modo y parecía que sentarme aquí a oscuras era lo más apropiado —se bajo de la cama y golpeó la yesca contra el pedernal, encendiendo el candelabro que había sobre una mesita, junto a la cama. La luz dorada brilló a través del velo de sus cabellos, caídos hacia delante al inclinar la cabeza, resaltando los reflejos rojizos de su pelo castaño.

«Igual que el de su madre», pensó Gareth. Podía recordar a su prima Elena cepillándose el cabello en su cómoda y cómo la vela encendía exactamente los mismos fuegos en su espesa y oscura melena.

—¿Qué os ha hecho desaparecer de ese modo? —preguntó él con curiosidad, apoyándose en la cómoda y descansando sus manos sobre la suave madera de cerezo a ambos lados de sus caderas.

—No me detuve a pensar —dijo ella—. Parecía obvio que si íbamos a llevar a cabo una farsa en Londres, no debía dejarme ver por vuestros conocidos.

—Pocos habrían sido tan sagaces... o rápidos —dijo con una sonrisa—. Os felicito.

Miranda se sonrojó, complacida ante el cumplido.

—¿Esos hombres conocen a vuestra prima?

—La han visto varias veces... y eso es más que la mayoría de la gente —desabrochó el cinto de su espada dejándolo sobre un taburete, luego se quitó la capa de camino a la jofaina y vació el agua de un cántaro en el aguamanil—. Se habrían percatado sin duda de vuestro parecido con ella.

—¿Incluso con el pelo corto y vestida así?

El la inspeccionó y dijo con seriedad.

—Reconozco que hay que hacer un tremendo esfuerzo.

Miranda conocía ese tono y sonrió.

—Supongo que será mejor que me quede aquí arriba.

—Creo que lo mejor sería que cenaseis aquí mismo. No os sentiréis muy sola, ¿verdad?

Miranda sacudió la cabeza, aunque sabía que no iba a ser así. No estaba acostumbrada a estar sola.

Gareth vaciló, porque el gesto de ella no le había convencido, pero no había otra opción. Al quitarse el jubón, deslizó inconscientemente los dedos en el bolsillo interior, cosa que hacía en incontables ocasiones durante el día. Allí estaba el pergamino encerado y la bolsita de terciopelo con el brazalete. Miró a Miranda, que se había acercado a la ventana y observaba la creciente oscuridad del exterior.

Su espalda, fina y recta, y su cuello de cisne largo y delicado le recordaban mucho a su madre. Elena tenía la misma elegancia de movimientos, la misma postura erguida. Y el brazalete que había adornado la fina muñeca de la madre adornaría también la de la hija. No tuvo que esforzarse para imaginar a aquella bribona sucia y harapienta ataviada como una dama de la corte. Era la hija de Elena.

Se giró hacia la jofaina, remangándose la camisa.

Miranda se volvió y contempló cómo realizaba ese simple gesto: los dedos del joven, largos y elegantes, doblaban meticulosamente los puños de la camisa antes de empujar las mangas hacia los codos, descubriendo unos antebrazos morenos y musculosos y unas poderosas muñecas. La luz del candelabro captó la pelusa de pelo oscuro que cubría sus antebrazos. Entonces ella empezó a notar que el pulso se aceleraba en su garganta y sintió una extraña excitación bajo su vientre, una insólita plenitud en su interior. Era una sensación que nunca antes había experimentado.

—¿Podríais buscar una camisa limpia en mi baúl? Ésta apesta a sudor y a caballo tras el desenfrenado trayecto de esta mañana.

Gareth se inclinó para echarse agua en la cara y Miranda se descubrió mirándole la curva de la espalda, la tensa ondulación de las nalgas en sus medias calzas, los muslos duros y largos que se dibujaban bajo las ajustadas medias negras. Tragó saliva al notar cómo aumentaba aquella extraña sensación en la parte baja de su cuerpo y se le encendían sus mejillas.

Desvió apresuradamente la atención al baúl, de donde sacó una camisa de suave linocolor crema.

Gareth la recogió musitando las gracias, la lanzó sobre el riel de la cama y se sacó por la cabeza la camisa que llevaba puesta. Tenía el pecho ancho y suave, aunque más pálido que la columna robusta y bronceada de su cuello. Los músculos de los brazos se tensaron, mostrando ser casi tan fuertes como los de Raoul, el forzudo de la troupe.

La mirada de la chica se trasladó a la espada y al pesado cinto tachonado. Recordó la fuerza con la que había esgrimido ambos aquella mañana en la posada Adam and Eve. Puede que lord Harcourt fuese cortesano, pero, al parecer, era también un poderoso espadachín.

Gareth emergió de los pliegues con olor a lavanda de su camisa limpia y la remetió por la cinturilla de las calzas. Luego se apoyó en una de las columnas del dosel y examinó a Miranda, sugiriéndole con un interrogante levantamiento de cejas:

—Igual os apetece hacer uso del agua.

—Ojalá tuviera ropa limpia —dijo con tristeza—. O una camisa limpia. Todas mis cosas deben de estar ya en Francia.

—Eso lo solucionaremos en cuanto lleguemos a Londres —prometió, levantándole la barbilla con el dedo índice. Ella parecía desconsolada—. No estéis tan triste, luciérnaga. Pediré que os suban una cena especial. —¿De dónde había sacado ese apodo cariñoso tan raro? Entonces escuchó la voz vigorosa de Mamá Gertrude rabiando al pasar junto a ella refunfuñando: «Esta niña... es como una luciérnaga desplazándose a la velocidad del rayo». En seguida continuó—: Supongo que volveré tarde, pero me aseguraré de que os preparan una cama supletoria —con una sonrisa liberó su barbilla, volvió a recoger el jubón sin mangas y abandonó la habitación acabando de vestirse.

Miranda volvió a sentarse en la cama. Chip saltó a su regazo y le acarició suavemente la cara con la mano. Ella se frotó el cuello, preguntándose por qué se sentía tan desolada. Su relación con él era tan llevadera y afable que resultaba difícil creer que se habían conocido hacía apenas dos días.

Gareth estiró las largas piernas bajo la mesa de roble y agarró la jarra de licor de aguamiel. A su alrededor, junto al rumor de voces que subía y bajaba, percibía el tono ávido de las voces de las mujeres mezclándose con el más rudo y grave de hombres que habían pasado la noche bebiendo. Las risas de Ribauld se elevaron hacia las vigas ennegrecidas por el humo.

Una sirvienta de cara delgada se presentó junto a él con una jarra de aguamiel y le rellenó el vaso desde tan lejos como pudo, como si esperase que en cualquier momento intentara agarrarla, pellizcarla, hacerle cosquillas o darle un azote. Pero Gareth, asombrado, se dio cuenta de que no le interesaban las mujeres en venta que había en aquella casa de al lado de la catedral. A su alrededor los hombres indagaban, las mujeres se lucían, y cuando las negociaciones acababan, las parejas desaparecían en los compartimentos cerrados con cortinas a ambos lados de aquel enorme salón.

La dueña del burdel, una mujer de rasgos angulosos, ricamente ataviada de damasco naranja, atravesó el salón atestado en busca del conde.

—¿No encontráis nada que os tiente, milord? —se sentó junto a él en un taburete, descansó la mejilla sobre la mano y lo miró con ojos atentos y calculadores, dedicándole una sonrisa que no logró engañarle ni por un segundo—. Parece que vuestros amigos están quedando muy satisfechos.

Gareth asintió y bebió de su jarra.

—Me temo que hoy no estoy de humor para juegos, señora.

—Podemos satisfacer todos los gustos, señor. Mis chicas están siempre dispuestas a satisfacer cualquier apetencia. —Le guiñó el ojo—. Ellie —la alcahueta hizo una señal autoritaria a una joven que acababa de salir de detrás de una de las cortinas—.

Ellie tiene especialidades muy particulares, señor. ¿No es así, querida? —sonrió a la chica con un gesto rebosante de amenazas.

Ellie se inclinó de inmediato sobre el conde echándole los brazos al cuello y susurrándole al oído. Su pelo le rozaba la cara y su piel exudaba el olor que él siempre asociaba a las fulanas: un perfume almizcleño que se superponía a la suciedad y al olor de otros hombres.

Una vez, Charlotte se le había acercado oliendo exactamente igual después de una de aquellas noches salvajes en que se entregaba a cualquiera que la desease. Había bebido como de costumbre, y tenía los ojos asilvestrados por la avidez predadora. Se frotó contra él como ahora lo hacía esta mujer, susurrándole lascivamente al oído, provocándole. Su marido había sido el único en rechazar la invitación de su cuerpo lujurioso, sus dientecillos afilados, sus ansias. Ansias que ningún hombre podía satisfacer.

La chica ronroneó indecencias a su oído, moviéndose sinuosamente alrededor de su cuerpo, frotándose y apretándose contra él. Soltando una horrible maldición, Gareth echó hacia atrás el taburete y se levantó. La chica cayó hacia atrás evitando en el último momento perder pie. La alcahueta también se levantó, rabiosa.

—Estúpida —le siseó a Ellie, que se llevó la mano a la boca, absolutamente perpleja por la reacción de aquel cliente—. Un poco de tacto, un poco de delicadeza. ¿No es eso lo que siempre te digo?

—No ha sido culpa suya —Gareth colocó su corpulenta figura entre la alcahueta y la chica—. Tomad —le tendió una guinea y giró sobre sus talones, encaminándose hacia la puerta y el frescor del aire nocturno.

—Gareth; eh, Gareth, mi niño. ¿Adónde vais con tanta prisa? La noche es joven y hay mercancía disponible que todavía no os he mostrado —Brian cruzó disparado la habitación, sin jubón, con la camisa desabrochada y las calzas desatadas. Blandió una copa en el aire y sonrió—. Kip se ha hecho con una muy jovencita, justo lo que os gusta.

—Me vuelvo a la posada —dijo Gareth con brusquedad—. Esta noche no estoy de humor para esto. Divertíos. Os veré en Londres.

—Eh, pero ¿es que no viajaréis con nosotros mañana? —Brian parecía tan dolido como pudiera estarlo un hombre como él.

—No, amigo mío. Estaré de camino al alba. Para entonces ni siquiera habréis abierto los ojos.

Brian rió por lo bajo.

—Si es que para entonces los he cerrado.

Gareth se limitó a levantar la mano en un saludo y se precipitó hacia la calle silenciosa. Volvió paseando a la posada bajo la voluminosa sombra de la catedral. Con el aire fresco, se le aclaró la cabeza y empezó a sentirse limpio de nuevo al tiempo que retrocedían sus empañados recuerdos.

Desde la muerte de Charlotte, había satisfecho sus necesidades sexuales mediante encuentros sencillos, limpios e indiferentes con mujeres serviciales que no pedían nada a cambio: esposas insatisfechas, viudas solitarias, fulanas ocasionales. Se había resignado a que aquéllas fuesen sus satisfacciones de por vida. Mary podía ser consciente de sus deberes, pero ahí no había ninguna pasión. Después de Charlotte, necesitaba como esposa a una mujer que yaciese inmóvil, se alegrase de que hubiese acabado y se sintiese agradecida por cada embarazo que la eximiese de cumplir con sus deberes conyugales.

Estas reflexiones le torcieron los labios en un gesto de cinismo al entrar en la posada y, bajo el farol, su perfil se convirtió en un duro relieve. No se percató de la figura que le observaba arrodillada en el asiento de la ventana, justo encima de la puerta.

Miranda saltó del asiento empotrado y se sumergió en las mantas de la cama supletoria. Yació tumbada, oteando la oscuridad, escuchando los pasos por el pasillo. Qué extraña visión la suya. Qué fría, con ese gesto torcido que le hacía parecer otra persona. Pero es que ella en realidad no le conocía. ¿Cómo podría, si apenas llevaba dos días con él? Él procedía de un mundo que ella desconocía por completo, y ella se había sentado a esperarle porque no estaba acostumbrada a dormir sola y la habitación le había parecido enorme, lúgubre y vacía. Ni la compañía tan familiar de Chip había bastado. Y ahora, al oír cómo se levantaba el pasador, el corazón le sacudía el pecho como si el hombre que estuviese entrando en la habitación fuese un completo extraño.

Cerró los ojos con fuerza, concentrándose en respirar profundamente. Sintió cómo se iba acercando a su cama, y cómo la examinaba a la luz de las estrellas que entraba por la ventana. Sólo Chip le devolvió la mirada con sus ojos brillantes, haciéndose un ovillo en la curva del cuello de Miranda.

Gareth se inclinó y le ajustó las mantas cuidadosamente, arropándola hasta el cuello para evitar que se enfriase. Rascó el cuello del mono con la uña, porque de algún modo parecía imposible ignorar la presencia del animal, y luego se desnudó, arrojando sus ropas en el baúl que tenía a los pies de la cama.

Al meterse entre las sábanas lo inundó una enorme oleada de cansancio, la misma fatiga melancólica que lo había perseguido desde el final de su idilio con Charlotte, tras unos breves meses de felicidad. Supo, con acostumbrado terror, que las pesadillas volverían apenas se quedase dormido.

Miranda oyó cómo la respiración del conde se sumergía en el ritmo acompasado del sueño y sólo entonces se permitió dormir, pero despertó súbitamente en la hora más oscura de la noche con el corazón en vilo. Se sentó en la cama de un salto, consciente de que Chip la había dejado y farfullaba para sí nerviosamente desde el asiento de la ventana.

El ocupante de la cama adoselada se estaba revolviendo y las mantas habían caído al suelo. Su respiración era fuerte e irregular y de sus labios escapaban palabras a medio formar y fragmentos de frases sin sentido.

Miranda apartó las mantas y se levantó para aproximarse tímidamente a la cama grande. La figura corpulenta del conde estaba enredada entre las sábanas, pero fue su cara a la luz de las estrellas la que hizo que el corazón le saltara en el pecho. Su gesto era rudo y cruel, una sombra blanca rodeaba sus labios y unas profundas líneas surcaban su cara, partiendo de la nariz.

Con decisión, posó su mano sobre el hombro del conde, agitándolo como solía hacer con Robbie cuando le asaltaban las pesadillas. Le habló suavemente, sin parar, diciéndole quién era él, dónde estaba, que no pasaba nada y que debía abrir los ojos.

Gareth abrió los ojos de par en par. Miraba sin ver la carita pálida que tenía sobre él, dominada por dos enormes y ansiosos ojos azules. Con voz dulce y melodiosa siguió tranquilizándolo y poco a poco sus palabras se volvieron inteligibles y el terror de la noche remitió. Entonces notó la calidez de aquella mano sobre su hombro, y mientras los demonios abandonaban sus ojos, ella le secó la frente con la punta de la sábana.

—¿Habéis despertado ya, milord?

Él se sentó, consciente de que la sábana enredada en sus muslos dejaba expuesta la mayor parte de su cuerpo. Se cubrió con las mantas hasta la cintura y se echó sobre las almohadas esperando a que su corazón y su respiración recuperasen su ritmo normal.

—¿Os he despertado? Disculpadme —dijo él pasado un tiempo.

—Robbie también tenía unas pesadillas horribles, así que estoy acostumbrada —dijo Miranda, asomándose a la cama—. ¿Queréis que os traiga algo?

—En mi bolsa... un frasco de brandy.

Miranda se dirigió a la esquina a coger la bolsa.

—Gracias —desenroscó el tapón y se lo llevó a los labios. El líquido abrasador le quemó la garganta y se asentó cálidamente en su vientre frío.

—¿Os ocurre muy a menudo? —preguntó Miranda con suavidad.

—No —contestó él, cortante, llevándose de nuevo el frasco a los labios.

¿Qué podía saber esta inocente sin experiencia de la locura de una mujer, de devoradores apetitos sexuales que debían ser satisfechos igual que el cuerpo necesita del agua para vivir? Miranda no podía adivinar qué había supuesto para él contemplar impotente cómo una cruel enfermedad destruía a la mujer que había amado... lo que había supuesto para él la certeza de que sólo la muerte de Charlotte podría liberarlo.

¿Qué podía saber Miranda de esas cosas? ¿Y qué podría saber del terrible momento en que, tras buscar y no encontrarle el pulso con las manos frías y resueltas, quiso gritar de alegría por el fin de aquella vida hermosa y radiante? ¿Cómo podría juzgar a un hombre que había rezado a diario para que la muerte de su esposa lo liberase de su tormento; quién sabía a quién pertenecían las violentas manos que habían respondido a sus plegarias? ¿Cómo podría ella juzgar a un hombre que pretendía llevarse ese secreto a la tumba?

Miranda se volvió a recoger a Chip, que todavía les miraba alarmado desde el antepecho de la ventana. Si lord Harcourt no deseaba hablar de sus pesadillas, pues muy bien. Puede que, igual que Robbie, no las entendiese ni supiese a qué se debían. Robbie nunca fue capaz de describirlas, todo lo que pudo explicar fue que había caído en un agujero negro. Se asomó a la ventana y aspiró el aire fresco de la noche, observando al este una leve franja nacarada.

—Pronto amanecerá.

Gareth colocó el frasco sobre la mesa.

—Voy a intentar dormir una hora tranquilo. Deberíais hacer lo mismo, Miranda.

La joven se quedó en la ventana un minuto más y luego volvió a acostarse. Pero ya no tenía sueño, así que se tumbó y contempló cómo se encendía lentamente la oscuridad tras la ventana y escuchó el coro del alba anunciar el nuevo día con su canción jubilosa. ¿Dónde estaría al acabar este nuevo día? En algún palacio de Londres en un mundo ajeno a ella... un mundo que nunca esperó conocer. ¿Cómo esperaba hacer el papel de esta dama de Londres, Maude? Ella era una artista ambulante, una acróbata. Era ridículo pensar que podría fingir ser alguien tan distinto a ella misma. Pero el conde parecía pensar que era posible.

Chip, con un suave castañeteo, saltó de la cama al alféizar de la ventana y desapareció entre las ramas de un magnolio.

Aquello era inútil, porque no podía volver a dormir, así que apartó las mantas y se levantó, estirándose ostentosamente. Se vistió sin hacer ruido y luego examinó la habitación. Las ropas de milord estaban esparcidas por el suelo, algunas medio dentro o medio fuera del baúl a los pies de la cama donde él las había arrojado. Se inclinó a recogerlas y arrugó la nariz al percibir un olor familiar que impregnaba el jubón y la camisa. Era el mismo que traía Raoul después de sus incursiones nocturnas por la ciudad, cuando regresaba con los ojos adormilados, los labios descolgados, despeinado.

—Raoul, hueles a burdel —había protestado Gertrude una mañana en que, en un arranque de cariño inducido por el alcohol, el forzudo había intentado levantarla en un poderoso abrazo.

Los hombres y los burdeles eran conjunciones naturales de la vida, pero Miranda se sintió extrañamente desilusionada al pensar que él había buscado desahogo allí.

Sacudió con fuerza la ropa sucia. Algo salió volando de los pliegues sedosos del jubón y cayó al suelo. Ella se inclinó a recoger la bolsita de terciopelo. Las cintas se habían aflojado y percibió el brillo dorado que guardaba en su interior.

Dejó cuidadosamente el jubón y la camisa sobre el baúl y vació en su mano el contenido de la bolsa. Era un brazalete de oro y perlas, incrustadas con un intrincado diseño sobre las curvas ondulantes de una serpiente. Sostuvo aquel objeto hacia la luz. Era una serpiente con una perla con forma de manzana en la boca. De los eslabones de oro pendía un cisne dorado cuajado de esmeraldas. La joya era hermosa e imponente a la vez. Su forma, exquisita y sinuosa, escondía algo siniestro pero el cisne, irradiando casi un líquido verde a los rayos del primer sol de la mañana, añadía una extraña inocencia a tanta belleza.

La espalda de Miranda se estremeció de forma involuntaria. Había algo en el brazalete que le provocaba un terror inexplicable y que al mismo tiempo le resultaba familiar, a pesar de que jamás había visto, y menos tocado, un objeto tan preciado.

A punto estaba de meterlo en la bolsita cuando la voz del conde le habló desde la cama.

—¿Qué hacéis, Miranda?

Se giró de un salto.

—Estaba sacudiendo vuestra ropa, milord, y este brazalete cayó de vuestro bolsillo —volvió a meterlo en la bolsa, y siguió hablando por lo bajo—. A juzgar por cómo apestaba, ayer debió pasar la noche en un burdel.

Gareth unió sus manos por detrás de la cabeza. En su boca se dibujó una sonrisa.

—¿Y qué tiene eso de malo?

—Nada, supongo —contestó Miranda encogiéndose de hombros.

Los ojos de Gareth brillaron sonrientes.

—Oh, así que he ido a dar con una mojigata, ¿no es así?

Miranda no contestó, pero un ligero rubor le encendió las mejillas. No era ninguna mojigata, pero se sentía como tal en ese momento.

Gareth se compadeció y cambió de tema.

—Acercadme el brazalete.

Miranda se lo llevó y él sacudió la bolsita dejando que el brazalete descansara sobre la palma de su mano. —Dadme vuestra muñeca.

Miranda extendió el brazo y miró fascinada cómo él abrochaba la joya a su delgada muñeca. Al exponerla a la luz, las esmeraldas se mecieron en un verde más profundo y las perlas brillaron suavemente sobre el oro. Entonces volvió a sentir ese extraño terror, el mismo estremecimiento de premonición y familiaridad.

—Es muy bonito, pero no quiero llevarlo —dijo, asombrada, toqueteando el amuleto y la perla-manzana en la boca de la serpiente.

Gareth frunció el ceño, cogiéndole la muñeca para examinar el brazalete.

—Os queda muy bien —dijo distraídamente, con los ojos ausentes, como si mirase atrás en sus recuerdos. A Elena también le quedaba muy bien. Su muñeca era tan fina como la de Miranda y tenía los dedos igual de delgados y elegantes. Pero la delgadez de Elena era signo de fragilidad, mientras que la de Miranda albergaba una fuerza sinuosa.

Se acordó del día que vio el brazalete por primera vez, era la noche del compromiso de Elena, cuando Francis se lo puso alrededor de la muñeca. También recordó cómo Charlotte lo había codiciado, cómo se lo había insinuado descaradamente a Elena, elogiando el brazalete, tocándolo, rogando que se lo prestase por una noche. Él había registrado todas las calles de París y Londres en busca de un brazalete como aquél, pero Charlotte había rechazado con desagrado todos los sustitutos que le compró.

—No me gusta —insistió Miranda con cierta desesperación en la voz mientras intentaba abrir el intrincado cierre con la mano libre.

—Qué extraño —reflexionó Gareth, que le quitó el brazalete y lo puso en la palma de su mano—, es una pieza única y muy hermosa. Tendréis que llevarla para interpretar vuestro papel. «¿Y si le digo la verdad? ¿Y si le digo que no es un papel?», jugó con esta idea por un instante. ¿Le pondría a ella las cosas más fáciles, o más difíciles?

—Supongo que debo de pareceros extravagante —dijo Miranda—, puede que sea porque estoy un poco nerviosa.

«Sería una impresión demasiado fuerte», pensó él. «Cuando se acostumbre a su nueva vida, le será más fácil aceptar la verdad.» Lo último que deseaba era ahuyentarla. Y a primera vista la historia sonaba tan increíble que sería más natural que ella no le creyese y sospechase algún malvado designio antes que aceptar la verdad.

—No hay motivo para que estéis nerviosa —dijo intentando animarla y tranquilizarla—. Dentro de un día o dos os asombraréis al pensar que os habíais preocupado.

Miranda hizo lo posible por creerle.