CAPÍTULO 22
Cuando lord Harcourt entró en la habitación, Miranda se levantó lentamente y le dijo con voz tenue:
—Me alegra que hayáis venido, milord, porque tengo que preguntaros una cosa.
—Sí, y creo que vos debéis explicarme por qué habéis desaparecido durante todo el día. ¿No se os ocurrió pensar que el duque podía notar algo? —preguntó, y la preocupación de las horas anteriores se convirtió en enojo—. Algunos se han dado cuenta. Es un milagro que el duque no lo haya hecho.
Miranda se limitó a encogerse de hombros, cosa que lo enfureció aún más. Dio un paso hacia ella y ella dio un paso atrás mirándole fríamente, haciendo evidente la terrible ofensa que escondía en su mirada, la misma que él creía haber hecho desaparecer aquella misma mañana.
Su serenidad lo alarmó. Había determinación y resolución en su mirada y en su actitud a pesar de andar vestida en ropa de casa, descalza y despeinada como si hubiese estado pasándose las manos por el pelo.
—Si el duque no lo ha notado, milord, deberíais estar agradecido por la sustitución. Ahora ya no me necesitáis. Maude está empezando a aceptar su destino.
—Miranda...
—¡No! —interrumpió con fiereza—. No, milord. ¡Contestadme! ¿Les pagasteis para que me abandonaran? ¿Qué les dijisteis para que se fueran? ¿Los amenazasteis primero y luego los sobornasteis?
Gareth estaba tan sorprendido que no pudo encontrar una respuesta.
—¿Les pagasteis, señor? —repitió, y sus ojos ardieron en su rostro lívido.
Gareth supo con desalentadora resignación que ya había ido demasiado lejos con la farsa. Creía que todavía era pronto para que Miranda escuchase y aceptase tranquilamente la verdad, pero se vio forzado a hacerlo.
—Sí —dijo en voz baja—. Les di las cincuenta monedas que os había prometido. Y por una buena razón. Y si me escuchaseis un momento lo entenderíais.
—Y ellos lo aceptaron... Aceptaron vuestro maldito dinero —dijo amargamente, volviéndose con gesto asqueado y vencido.
Gareth la cogió por los hombros y la giró hacia él.
—Escuchadme, Miranda. Escuchadme y no me interrumpáis hasta que haya terminado. Luego podréis decir lo que queráis y hacer todas las preguntas que deseéis, pero os juro que no es lo que pensáis. Nadie os ha traicionado.
Miranda escuchó aquellas palabras y percibió la convicción con que le hablaban esos ojos oscuros, pero ya nada podía detener el escalofrío de aprensión que temblaba en su interior y le erizaba el vello de la nuca. Lo miró en silencio y a él le recordó a una prisionera ante el juez. Con decisión comenzó a relatarle la historia de la víspera de san Bartolomé...
Le pareció que llevaba horas hablando, pero cuando por fin terminó, el único sonido que había en la habitación era el que hacía Chip, que se balanceaba colgado de un brazo en la barra de la cortina.
Justo cuando Gareth pensó que ya no podía soportar aquel silencio por más tiempo, Miranda le habló en un tono extrañamente desapasionado.
—¿Cómo podéis estar tan seguro de que soy la hermana de Maude?
—Por la marca que lleváis en la nuca —respondió tan calmado y tranquilo como se había mantenido durante el relato—.
Maude tiene una igual. Yo también. Y vuestra madre también la tenía. Es la marca de los Harcourt.
Miranda levantó la mano y se la llevó a la nuca. No sobresalía, pero ella sabía que estaba ahí, igual que sabía que era inútil negar lo que le había revelado el conde. Maude y ella eran gemelas. En su interior sabía que era así, y también que Maude lo aceptaría tan indefectiblemente como ella.
—Muy pocos saben de la existencia de la gemela perdida —dijo Gareth—. Aquella noche infame hubo tantas muertes que la pérdida de un bebé de diez meses acabó por diluirse en el horror.
Volvió a hacerse el silencio. Gareth empezó a alarmarse al ver la palidez de Miranda y el extraño brillo de sus ojos. No lo estaba mirando. Cuando él estiró el brazo para cogerla por la barbilla y girarle la cara, ella se echó atrás como si la hubiese golpeado.
—¿Entendéis lo que esto significa? —se preguntó si realmente había entendido lo que le había contado. Le parecía lógico que ella no asimilara del todo las implicaciones de esta revelación que él consideraba prematura.
—Sí —dijo—. Entiendo que me habéis utilizado y engañado. Lo supe cuando echasteis a mi familia.
—No es vuestra familia —dijo sin rodeos—. Y se han marchado porque lo han creído necesario. Me hicieron prometer que os diría que no os habían abandonado. Sabían la verdad y sabían que ya no formaban parte de vuestra vida —pensó que ella debía pensar que era lo lógico, ¿cómo no pensarlo?
—¿Quién dijo que ya no formaban parte de mi vida? —la furia se apoderó de ella como un rayo, le encendió los ojos y le enrojeció las pálidas mejillas. Lo que para lord Harcourt parecía lógico no era tan evidente para Miranda—. / Vos! Vos lo decidisteis. ¡Es mi familia! Me han criado y me pertenecen tanto como yo a ellos. Yo no soy una Harcourt o una d'Albard... Soy lo que siempre he sido y no tenéis derecho, ningún derecho, a entrometeros sin tener la menor consideración hacia mí, comprando a mi familia como si fuera... como si no fueran más que mercancía a vuestra disposición o antojo. Me habéis traicionado, habéis traicionado mi confianza, mi...
—Callad, mi vida, por favor —Gareth se acercó a ella y la estrechó contra su pecho, intentando acallar aquel terrible desahogo—. Mi vida, escuchadme. No estáis siendo razonable. Cuando supe quién erais en realidad no pude permitir que siguierais en la calle. Tenéis que entenderlo. Tengo la obligación familiar de devolveros vuestros derechos de nacimiento.
Miranda apartó la cabeza de su pecho.
—No, milord. Encontrasteis un modo de satisfacer vuestra ambición —dijo rotundamente— y no os importó... no os importa a quién utilizáis.
Gareth intentó volver a atraerla hacia él, acariciándole el pelo mientras le decía:
—No niego que me movía la ambición. Pero mi ambición es la vuestra también. Pensad, Miranda. Pensad para qué he hecho todo esto. Podríais convertiros en reina de Francia y de Navarra.
—¿Y si no es eso lo que deseo? —preguntó empujándole—. ¿Y si esa idea me repugnara? ¿Qué pasaría entonces, milord?
—No estabais destinada a vivir en las calles y lo sabéis —dijo, intentando parecer razonable—. Me he limitado a abriros la puerta a una nueva vida. Y sé que en principio resulta abrumador, pero os juro que ése es vuestro destino.
Miranda agitó la cabeza.
—No, no lo es —dijo amargamente—. Éste no es sitio para mí —le lanzó una expresiva mirada—. Mary se casará para satisfacer la ambición de los Harcourt, no yo.
Se giró, asqueada por el terrible y profundo dolor de aquella traición. Nada de lo que él dijera podía mitigarlo, al contrario, lo incrementaba aún más. Desde que se conocieron, jamás la había considerado otra cosa que no fuese un medio para alcanzar sus fines. Ni siquiera al hacer el amor con ella... ni siquiera entonces. La revelación de Gareth no había hecho mella en su interior. Seguía siendo quien siempre había sido y eso era algo que las palabras no podían cambiar.
—Miranda, mi amor...
—No me llaméis así —le cortó—. Ya ha habido suficientes mentiras entre nosotros, milord, no le sumemos otra más. Jamás os he importado. ¿En qué pensabais cuando me hacíais el amor, milord? ¿Que aquello me ablandaría, que...?
Él no pudo soportarlo más. La agarró de los hombros y la apretó contra él, acariciándole la espalda, paseando los dedos por su pelo rojizo, acariciándole la nuca, desesperado por acallar aquellas horribles acusaciones.
—Miranda, ¡ya basta! Eso no tuvo nada que ver con esto. Era algo aparte de...
—¿Y esta mañana? —preguntó, retorciéndose y soltándose con una fuerza desconocida para él—. ¿Es que lo de esta mañana no tenía nada que ver con ablandarme, engañarme, devolverme al redil? —entonces sus hombros se desplomaron y la rigidez de la rabia la abandonó. Dijo en voz baja, como acusándole—: Yo os amaba.
—Miranda, mi niña...
—¡Fuera! —gritó ella, tapándose los oídos en un gesto tan inútil como desesperado.
Su aflicción era tan fuerte que Gareth no podía soportar acrecentarla imponiéndole su presencia. Sabía que iba a resultar difícil, pero no se esperaba aquella situación tan espantosa. Se quedó allí de pie, incómodo, sin saber qué decir o cómo echarse atrás sin empeorar las cosas.
—Luego —dijo él—. Hablaremos más tarde.
Conforme caminaba hacia la puerta descubrió que ésta no estaba bien cerrada y su inquietud fue en aumento. La cerró suavemente a sus espaldas y se giró hacia el refugio de su habitación. Pero aquel santuario debía esperar. La reina de Inglaterra seguía en la casa.
Se dirigía con grandes zancadas hacia la escalera en el mismo momento en el que lady Mary Abernathy salía de un pequeño gabinete que había frente a la habitación verde. La mujer se quedó inmóvil, contemplando la puerta cerrada y pensando en el viejo dicho de que los que escuchan conversaciones ajenas rara vez oyen algo en su favor.
Cuando me hacíais el amor... Eso es lo que había dicho aquella chica que no era Maude. La amante de Gareth. Mantenía a su amante bajo su propio techo. Os amaba... había dicho.
Mary se acarició el cuello, intentando tragarse su asco. Harcourt les había engañado y traicionado de tal modo a ella, a su hermana e incluso a la reina, que le resultaba muy difícil asimilarlo. Los hombres se liaban con fulanas, incluso tenían amantes, pero siempre las mantenían alejadas de sus esposas, de sus prometidas, de su familia. Nunca había enredos amorosos, todo se negociaba. Pero éste no era el caso. Nunca antes había oído a Gareth tan afligido, tan implicado, tan confuso. Estaba absolutamente enredado en una ciénaga inconcebible para un auténtico y respetable caballero del imperio de Su Majestad.
Bajó silenciosamente las escaleras y se sumó a la velada pasando tan inadvertida como cuando la dejó.
Una hora después, Maude se acercó a la puerta de Miranda y se asomó a la habitación en penumbra. La reina y su séquito habían regresado finalmente a Whitehall acompañados por el conde de Harcourt y el duque de Roissy.
—¿Miranda, estás acostada?
Miranda se encontraba tan dolida, tan perdida en aquella terrible confusión en que su identidad se desintegraba, en que quedaban destruidos todos los parámetros de su existencia, que no sabía qué decirle a Maude. No sabía si compartir con ella lo que le habían contado o si dejarla seguir en feliz ignorancia.
—No, no estoy acostada.
—¿Qué haces sentada ahí a oscuras? —Maude entró, cerrando la puerta. Miranda estaba sentada junto a la ventana con las piernas cruzadas y Chip yacía tumbado tranquilamente en su regazo.
—Estaba contemplando el lucero de la tarde.
Maude frunció el ceño. La voz de Miranda sonaba distinta, rasposa, como si estuviese resfriada. Maude se acercó a la ventana y se inclinó para hacerle cosquillas a Chip en la barriga. Llevaba el cuello al descubierto porque su pelo iba recogido en una redecilla de hilo dorado y Miranda, al ver que su hermana tenía la marca en forma de media luna, se llevó la mano a la nuca.
—Cuéntame qué ha pasado ahí abajo.
—Oh, sí —Maude se apretó junto a Miranda en el asiento de la ventana, se detuvo a ordenar sus pensamientos y luego, respirando hondo, dejó salir su burbujeante agitación y su tremenda confusión—. Me besó —dijo—. Me sentí muy rara y... bueno... Fue increíble. ¿Sabes si es así como debe sentirse uno?
—Yo creo que sí —dijo Miranda débilmente.
—¿Qué te pasa? —Maude le cogió las manos—. Estás muy triste, Miranda. ¿Qué te ocurre?
Miranda agitó la mano en un gesto de rechazo.
—Entonces, ¿te sientes preparada para aceptar el compromiso?
—No lo sé. Todo aquello que creía ser se ha puesto patas arriba.
Miranda casi se echó a reír ante tamaña ironía. Como dos gotas de agua. Ambas se encontraban perdidas porque el conde de Harcourt había decidido ejercer de Dios.
—¿Qué ocurre, Miranda? —insistió Maude—. Odio verte triste. Debe de haber algo que yo pueda hacer.
Miranda se bajó del asiento acunando a Chip.
—Me voy —dijo.
—¿Tan pronto? —Maude parecía aterrada—. ¿Lo haces porque he ocupado tu lugar con el duque? ¿Porque crees que ya no haces falta?
—Así es —dijo Miranda—, pero ésa no es la única razón. Tengo que encontrar a mi familia antes de que embarquen para Francia, porque ha habido un malentendido y piensan que nunca voy a volver con ellos. Debo partir al amanecer.
—No quiero que te vayas —dijo Maude lentamente, casi sorprendiéndose.
—Pues ven conmigo —dijo Miranda sin pensarlo, y de pronto esta idea descabellada se convirtió en algo factible, inundándola de energía—. Una última aventura juntas —le rogó, recuperando la fuerza de su voz—. Ven conmigo a Folkestone, Maude. Así tendrás tiempo de pensar en lo que de verdad quieres hacer. Tiempo para ser tú misma, respondiendo sólo por ti. Nunca tendrás otra oportunidad como ésta.
Maude la miró fijamente. Vio su imagen reflejada en los ojos de Miranda, y sabía que lo mismo estaba viendo ella. También vio su vida, manejada por fuerzas que nunca había logrado controlar, porque incluso al oponerse, desafiando a sus tutores, se había limitado a reaccionar y no a iniciar algo. No había decidido por sí misma. Ésta era la única oportunidad que tendría para aclararse... para descubrir qué es lo que quería hacer con su vida. Y si resultaba que no podía aspirar a su deseo, al menos habría tenido la oportunidad de averiguarlo, de llegar a conocerse a sí misma.
—¿Qué le dirán al duque? —dijo lentamente—. Mañana iban a firmar el compromiso.
—Que estás enferma.
—Eso no va a sorprender a nadie. Pero se enfadarán muchísimo.
—No, yo creo que no —dijo Miranda—. Dejaremos una nota que diga que estás bien y que regresarás en una semana. Milord lo entenderá.
—¿Y por qué iba a entender mi tutor algo tan rotundamente incomprensible?
—Porque sí —Miranda le cogió las manos—. Partiremos al amanecer. No tengo dinero, pero Chip y yo podemos ganarlo.
—Oh, yo tengo dinero —dijo Maude, mirándola con creciente asombro— ¿Por qué hago esto?
—Porque te necesito —dijo Miranda—. Y porque tienes que hacerlo por ti.
Y por alguna extraña razón, aquellas respuestas tenían sentido para Maude. Encajaban como la pieza de un rompecabezas en la imagen que Maude estaba creando de sí misma.
Gareth movió la torre a cuatro rey preguntándose cuánto tardaría la reina en cansarse. Pensó en perder a propósito para que aquella noche interminable acabara antes, pero luego rechazó la idea. La reina era una buena ajedrecista y tenía la mente demasiado ágil como para engañarla. Además, contrariándola no lograría volver antes a la paz de su habitación.
Isabel cogió su alfil, pero antes de volver a ponerlo sobre el tablero sostuvo un momento la pieza en alto con sus pálidos dedos llenos de anillos para asegurarse de que realizaba el movimiento adecuado. Luego sonrió.
—Jaque, milord.
Gareth examinó el tablero. Podía acabar la partida en tablas o rendirse. Miró a la reina y vio en sus ojos un brillo malicioso y comprensivo.
—Aceptaré tu retirada, lord Harcourt —dijo—. Me temo que tienes demasiadas cosas en la cabeza como para hacerme sudar tinta.
Gareth volcó su rey y sonrió arrepentido.
—Su Majestad hace lo imposible por consolarme.
Isabel se echó a reír, encantada con el cumplido. Se levantó de la mesa y Gareth hizo lo propio. Había enviado a sus exhaustas damas a la cama en cuanto llegaron a Whitehall. El duque de Roissy había sido dispensado con la consideración debida a un invitado de honor, pero a la reina le bastaba con un hombre que acatase sus deseos. Y a Isabel, que no necesitaba dormir mucho, le apetecía conversar y jugar al ajedrez.
—Creo que el duque de Roissy es un hombre bastante interesante —lo elogió abriendo su abanico— y nada estúpido.
—Así es, señora.
—Está totalmente convencido de que Enrique acabará imponiéndose en el asedio de París —la reina alzó su ceja depilada—. Ojalá estuviese yo tan segura. ¿Qué opinas, milord?
—Tiene la razón de su parte, señora.
La reina cerró su abanico y empezó a golpearse con él la palma de la mano.
—No me extraña que lo creas así, después de lo que le ocurrió a tu familia durante la masacre. Si Enrique logra asegurarse el trono de Francia, el casamiento de tu pupila traerá prosperidad a los Harcourt, ¿no es así?
Gareth sabía que aquélla era una pregunta retórica, así que se limitó a inclinar la cabeza.
—De lo que no estoy segura es de en qué beneficiará a Inglaterra que Enrique de Navarra suba al trono de Francia —dijo Isabel pensativa—. La opinión de los allegados a la corte de Francia me será de gran utilidad.
—Siempre le deberé mi servicio y lealtad en primer lugar y por encima de todo a mi reina.
—Me gusta rodearme de hombres ambiciosos, lord Harcourt. La ambición y el poder son razones fiables —sonrió de nuevo con malicia—. Son inquebrantables y conducen a los hombres por caminos trillados —se volvió bruscamente hacia la puerta de su habitación—. Buenas noches, milord.
—Confío en que Su Majestad pase buena noche —Gareth hizo una reverencia y la sostuvo hasta que la reina se hubo marchado. Luego salió con un suspiro de alivio, respondiendo con una breve inclinación de cabeza al saludo de los chambelanes. Pero a mitad del silencioso pasillo, se abrió una puerta.
Lady Mary Abernathy se detuvo frente a él, cerrándole el paso. El primer pensamiento de Gareth fue que no se encontraba bien o que tenía un miedo atroz, o quizá que había recibido una noticia espantosa. Su cara parecía una máscara: era de una palidez fantasmal y tenía los ojos fijos en unas profundas cuencas. Se quedó inmóvil en el corredor, mirándolo como si fuese un monstruo surgido de las profundidades.
—¿Mary? —se detuvo—. ¿Ocurre algo? ¿Qué ha pasado?
—Quisiera hablar en privado con vos, señor —su voz sonó inexpresiva. Retrocedió hasta la pequeña habitación en que lo había estado esperando y Gareth la siguió, extrañado y preocupado.
—¿Qué ha pasado? —repitió él, inclinándose para encender la mecha de una lámpara que había sobre una mesita. Levantó la luz para verla mejor y le dijo preocupado—: Creo que estáis enferma, Mary.
—Estoy asqueada —dijo en el mismo tono de voz monocorde—. Vos... vos... tenéis trato carnal con una joven —y su voz empezó a modularse—. No es vuestra pupila. Habéis tenido relaciones carnales en vuestra propia casa con... con... ¿Quién es?
Gareth volvió a colocar cuidadosamente la lámpara sobre la mesa. Estaban en una minúscula antecámara, con escasos muebles, y en los paneles de madera no había telas ni molduras. No tenía ni idea de cómo Mary había sabido lo que sabía, pero al tener que enfrentarse a su prometida, se sintió aliviado. «El alivio de la confesión», supuso, con un cinismo que iba destinado a sí mismo.
—¿Quién es? —volvió a preguntar Mary. En sus pálidas mejillas aparecieron dos manchas rojas y la furia prendió en sus ojos—. ¿La metisteis en vuestra casa para que fuese vuestra amante?
La verdad parecía el único camino posible.
—No, al principio no. Cuando conocí a Miranda, viajaba con un grupo de artistas ambulantes.
—¡Una vagabunda! Y ladrona, seguro. ¿Habéis tenido trato con una fulana en vuestra propia casa? —Gareth se ahogaba en su propia indignación.
—Miranda no es una fulana, Mary —le dijo en voz baja. El enojo de su prometida le asombró. Esta mujer, que nunca había mostrado la más mínima pérdida de control, que nunca había dicho ni hecho nada que no estuviese cuidadosamente meditado o que pudiera resultar inapropiado, se estaba enfrentando a él con la ira ciega de una raposa acorralada.
—¿La estáis defendiendo? ¡Insultáis a vuestra hermana, a vuestro honor, a mí! —se contuvo, pero cuando Gareth se dispuso a hablar, lo detuvo levantando la mano—. Esa mujer hablaba de amor. ¿Qué tenéis que decir a eso, lord Harcourt? Una fulana hablándoos de amor. ¡Lo oí todo!
—Ah —dijo Gareth, comprendiendo de dónde procedía la información de su prometida—. Es un poco más complicado de lo que parece, Mary, pero...
—Oh, ¡y la próxima cosa que diréis es que la amáis! —interrumpió Mary, expresando su disgusto—. ¡La mayor de las vulgaridades! Las personas de nuestra posición no aman.
Gareth la miró atribulado. Se pasó la mano por la nuca, como si hubiese perdido algo. No esperaba que nadie lo acusara de ser vulgar, pero supuso que de Mary podía esperarse algo así. Lo que no sabía exactamente era qué aspecto de todo este embrollo le preocupaba más a ella. ¿Sería el sexo?, ¿el hecho de que había tenido lugar dentro de la casa?, ¿de que la joven no había resultado ser lo que ella esperaba?, ¿o la vulgaridad de la palabra amor y dicho sentimiento aplicado a su relación? ¿Y qué demonios iba él a rescatar de semejante debacle? Mary sabía que había dos Maudes, aunque obviamente no se había parado a considerar las causas que habían llevado a su prometido a caer en semejante vulgaridad. Kip sabía que había dos Maudes. ¿Cuánto iba a tardar Enrique en enterarse?
Mary observó al hombre con el que había tenido intención de casarse, un hombre que se había rebajado hasta descender al arroyo y entrar en tratos con una ladrona, una ramera, cometiendo el único pecado imperdonable. Ella pertenecía a la familia de los duques de Abernathy, su linaje era tan importante como el de los Harcourt y no podía tragarse semejante insulto. Ni siquiera podría habérselo permitido a su marido.
—Señor, podéis dar por roto nuestro compromiso —dijo con enorme frialdad.
Los ojos de Gareth, casi negros, no expresaron nada cuando, al devolverle la mirada, pronunció la fórmula:
—Vuestros deseos son órdenes para mí, señora.
Mary se quedó inmóvil un instante, mirándolo con tal repugnancia y tanta ira que casi logró intimidarlo. Entonces, con un movimiento brusco, se quitó el anillo de compromiso. Para asombro de Gareth, se lo arrojó..., cruzó volando la habitación y aterrizó sobre su sien derecha. Había calculado muy bien la fuerza del lanzamiento y su objetivo.
Atónito, Gareth se llevó la mano a la frente y encontró sangre ahí donde el diamante del anillo le había desgarrado la piel. Se miraron un segundo y Gareth descubrió que Mary estaba tan conmocionada como él por aquella reacción. Se giró con un susurro de faldas, dejándolo solo.
Entumecido, Gareth se agachó a recoger el anillo, que había caído a sus pies, y entonces sintió un dolor punzante en la sien. Se enderezó lentamente, frotándose la herida con el dedo. Empezaba a preguntarse si realmente había llegado a conocer a Mary.
Amanecía en un cielo veteado de rosa cuando Gareth llegó al embarcadero. Subió por el sendero a un paso menos ligero que el habitual y entró en la casa por la puerta lateral. Los sirvientes ya se habían levantado y se afanaban en preparar el comedor para el desayuno, así que Gareth se dispuso a subir por las escaleras de atrás. No quería encontrarse con Enrique, madrugador impenitente, hasta haber calculado cuál sería el siguiente paso.
Al pasar por la habitación verde, se encontró con que la puerta estaba entreabierta. Se detuvo y entró, consciente de la velocidad con que latía su corazón. La cama estaba deshecha y los armarios y cajones abiertos.
Gareth maldijo su estupidez en voz baja. Al parecer, siempre infravaloraba a las mujeres. Claro que Miranda se había ido. Él había pensado que una noche de reflexión le concedería cierta perspectiva y, en lugar de eso, le había dejado.
Se quedó allí, sin habla, intentado lidiar con este nuevo imprevisto, cuando escuchó un grito a sus espaldas procedente de la habitación de Maude. Se giró rápidamente y vio a Berthe en la puerta, enarbolando un trozo de pergamino con la cara gris, y abriendo y cerrando la boca como un pez fuera del agua.
—Milord —consiguió decir finalmente—, lady Maude...
Gareth se acercó presuroso, la metió en la habitación y cerró la puerta. Lo adivinó todo de un solo vistazo, ya que la habitación de Maude tenía un aspecto muy parecido a la de Miranda. Las dos se habían marchado.
—Cálmate, mujer —y con una tranquilidad gélida le quitó el pergamino a Berthe, que se hundió en el diván medio llorando, medio gimiendo, enterrando la cara en el delantal.
—Mi niña... Mi cielo. ¿Qué le habrá pasado? ¿Cómo ha podido hacer algo así?
Gareth ignoró los lamentos de Berthe y leyó la recién escrita misiva. Su pupila le informaba brevemente de que se iba con Miranda en busca de su familia, que no debía alarmarse. Tenían dinero para el viaje y volvería en una semana. Mientras, podían decirle al duque que había caído enferma.
Gareth supo en seguida que la letra era de Maude, pero que el texto era de Miranda. Pensó que entendía lo demás, pero no estaba muy seguro, porque no había nada que indicase que Maude sabía la verdad sobre su relación con Miranda y, en ese caso, no entendía la razón por la que se había ido con ella.
—Oh, mujer, deja de lamentarte —dijo exasperado ante los gemidos cada vez más altos de Berthe—, estoy intentando pensar.
Gemelas. Supuso que aquella debía ser la explicación. Un lazo del que Maude era consciente aún cuando no entendía el porqué de su existencia.
—¡Gareth, la niña se ha ido!
—Sí, Imogen —miró hacia la puerta sin inmutarse. Le hubiese sorprendido que pasasen otros cinco minutos sin que su hermana se percatase de la ausencia de Miranda. Imogen había entrado sin llamar y ahora contemplaba atónita la habitación vacía.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué se ha marchado?
Él la miró desalentado.
—Tendría sus razones, sabe Dios.
—Pero ¿y Maude?, ¿dónde está Maude?
—¡Se ha ido! —gimió Berthe.
—¿Ido? ¿Ido a dónde?
—A Dover, o a Folkestone... posiblemente a Ramsgate —reflexionó Gareth, golpeándose la palma de la mano con la carta de Maude.
—Pero ¿por qué? —Imogen elevó peligrosamente la voz.
—Sigamos con esta conversación en otro lugar —Gareth no podía con dos histerias a la vez—. Berthe, te quedarás aquí y le dirás a todo el que pregunte que lady Maude está enferma y en cama. Hablaré contigo más tarde.
Cogió a su hermana del brazo y la sacó del dormitorio de Maude. La habitación verde estaba lo suficientemente cerca como para convertirse en la opción más lógica.
—Aquí, hermana —cerró la puerta tras ellos—. Aquí podremos discutir tranquilamente este asunto.
Imogen se abanicó, completamente apabullada.
—No entiendo cómo estás tan tranquilo. Maude se ha ido y la otra también. ¡Enrique iba a firmar el contrato de compromiso esta misma mañana y no hay novia! —volvió a subir la voz.
—La verdad es que la cosa se ha puesto un pelín complicada —dijo Gareth en un tono que Imogen debía haber reconocido, pero aquello no hizo más que ponerla aún más nerviosa.
—¿Se la ha llevado? ¿Ha sido la otra la que se ha llevado a Maude? Estoy segura de que ha sido así. Sabía que éste era un plan descabellado. No tienes ni idea sobre las mujeres, Gareth, nunca la has tenido —Imogen paseó por la habitación—. ¿Por qué no me habrás dejado hacer las cosas a mi manera? —levantó las manos en gesto desesperado.
—No todo está perdido, Imogen —dijo encaramándose a los pies de la cama—. Maude va a volver. Enrique estaba empezando a agradarle...
—¿Es que lo ha conocido? —Imogen lo miró como si hubiese perdido la cabeza—. Ha estado...
—Anoche... y ayer por la mañana en el río...
Imogen se quedó boquiabierta.
—Así que a eso era a lo que se refería Dufort. La de anoche era Maude y no la otra.
—Exacto —asintió cansinamente Gareth. El rostro de Imogen se iluminó.
—Entonces todo es perfecto. Nos hemos librado de la otra y Maude se casará con Enrique. Todo está exactamente donde debía estar.
—Sí —asintió Gareth levantándose—. Todo está exactamente donde debía estar.