CAPÍTULO 08
Gareth, que esperaba que en algún momento saltaran chispas, asumió que Miranda era la causa de la rabieta de su hermana. Pero al llegar al descansillo se dio cuenta de que el alboroto procedía de la habitación de Maude, al final del pasillo.
Corrió en dirección al ruido, entrando en la habitación de su joven pupila a través de la puerta abierta de par en par.
—¡Por Dios bendito, Imogen, vas a despertar a los muertos!
Imogen se giró hacia Gareth y la sangre afluyó a sus mejillas para abandonarlas luego dejándola lívida.
—Ella... ella... —señaló con el dedo tembloroso a Maude, que se había levantado del diván al entrar el conde—. Dice que se ha convertido. Ha abjurado. ¡Es católica! —gimiendo, se desplomó en una silla, por una vez demasiado aturdida por el desastre como para seguir con su diatriba, pero continuó mirando a Maude como si se hubiera transformado en el mismísimo diablo.
Gareth asumió en silencio las consecuencias de esta noticia, con una calma aparente que no reflejaba el torbellino de pensamientos que se agolpaban en su cabeza. Al parecer, sus opciones se reducían ahora a una. Miranda había pasado de ser la segunda cuerda del arco a ser el primer violín de la orquesta. En el fondo, había asumido la posibilidad, casi la certeza, de que lograrían persuadir a Maude para que aceptase el marido que habían elegido para ella. El papel de Miranda sólo iba a ser el de sustituía hasta que Maude entrara en razón y, una vez que Maude estuviese prometida con el rey de Francia y tras un período razonable de tiempo, se habría preparado la sorprendente reaparición de Miranda como la gemela perdida de la familia d'Albard sin que nada la relacionase con la joven a la que Enrique había cortejado.
Había pensado que con el tiempo le concertaría un buen matrimonio; uno no tan ventajoso como el de su hermana, pero que hubiese traído al fin y al cabo tanta riqueza y prosperidad a la familia como a ella misma. El duque de Roissy podía estar interesado en este enlace. Y si Miranda no deseaba ese futuro, podría regresar a la vida que había conocido, y nadie sería más sabio tras el engaño, pero ella se habría enriquecido con la experiencia. Y no es que se tomara en serio esta última posibilidad: nadie en sus cabales, sacado de una breve existencia en las calles, dura y casi inevitable, rechazaría la nueva identidad que se le ofrecería a Miranda.
Pero la conversión de Maude lo cambiaba todo. Enrique no iba a aceptar como esposa a una católica y lo de Maude se alejaba ya de la simple persuasión, de modo que había que preparar a fondo a Miranda para que ocupase el lugar de su hermana y defendiera la causa y la ambición de los d'Albard. Miranda debía casarse con el rey de Francia.
Su plan original era bastante osado y conllevaba muchos riesgos, pero esto... Se sintió inundado de excitación, estimulado por el desafío, movido por la ambición. Era perfecto. Miranda pertenecía al linaje de los Harcourt, ¿cómo no iba a volver a colocarse sin dificultades en el lugar que le correspondía? El modo tan espectacular en que regresaría a la familia resultaría de lo más apropiado.
Pero el riesgo era enorme. Enrique, que una vez fue terriblemente engañado y ahora era raudo en detectar la traición, no debía descubrir esta trama. Nunca debía saber que la muchacha del retrato no era la joven que haría su esposa. Si alguna vez llegara a adivinarlo, el conde de Harcourt se convertiría en el mayor enemigo del rey y no tardaría en llegar a oídos de la reina de Inglaterra, lo que supondría la ruina de los Harcourt durante generaciones.
Pero podía hacerse. Gareth no sabía si Enrique recordaba la existencia de la otra hija de d'Albard, pero suponía que no.
Un joven de diecinueve años cuya madre acababa de ser asesinada y que se debatía en una red de intrigas políticas y traiciones dirigidas a él, seguramente andaría muy poco interesado en los asuntos familiares de sus consejeros. Y Francis d'Albard, encerrado en un profundo dolor tras la muerte de su esposa, había evitado incluso nombrar a la niña perdida.
La pobre criatura se había convertido en una víctima anónima de aquella noche de horror, ni siquiera Maude sabía de la existencia de su hermana gemela. Francis apenas podía soportar ver a la única superviviente. Era casi como si culpara a las niñas de la muerte de su madre. Si las niñas no hubiesen sido un obstáculo, puede que hubiese logrado escapar de la turba, de modo que borró a una de ellas de su memoria, como si nunca hubiera existido, y la otra fue una huérfana incluso antes de la muerte de su padre, acontecida cuando tenía dos años.
Y así es como debían seguir las cosas si una d'Albard llegaba a casarse con el rey de Francia. Si Miranda se convertía en Maude para siempre, Maude debía desaparecer. Ya no tendría sentido recibir triunfalmente a la niña perdida. La auténtica Maude vería cumplidos sus íntimos deseos al retirarse del mundo y recluirse en un convento y su hermana ocuparía su lugar en el mundo.
Podía hacerse.
Cuando habló finalmente, lo hizo con serenidad.
—Así que habéis abjurado, pupila.
—Debía seguir los dictados de mi conciencia, mi señor.
—Sí, sí, claro que debíais —dijo con ese tono burlón que Miranda habría reconocido de inmediato, pero que dejaba atónitas a Imogen y Maude.
—¡No quiero que vivamos bajo el mismo techo! —declaró Imogen con la voz temblorosa por la ira—. No alojaré a una católica en esta casa. Habrá que arrojarla a la calle.
—Imagino lo que pensaría el mundo civilizado —observó Gareth usando el mismo tono burlón y dejando a su hermana callada, contemplándole.
Maude se arropó con los chales. Le desconcertaba que el conde hubiera reaccionado con tanta calma ante su heredera, aunque Imogen no le había defraudado en absoluto.
—¿Están matando a alguien? —era una voz suave y melodiosa que procedía de la puerta, aún abierta. Los tres ocupantes de la habitación se giraron hacia Miranda, aún envuelta en toallas. Chip, castañeteando alegremente, bailaba alrededor de sus pies. Sin embargo, antes de que nadie pudiese decir nada, Miranda entró en la habitación mirando atónita a Maude.
—Es como mirarme a mí misma —dijo Miranda, boquiabierta. Tocó el brazo de Maude, como esperando que fuese una visión que iba a disolverse en el aire. Pero sus dedos se toparon con carne y hueso.
Maude le devolvió la mirada.
—¿Quién eres?
Gareth se adelantó, colocando suavemente la mano sobre el hombro de Miranda.
—Miranda, os presento a lady Maude d'Albard. Maude, os presento a Miranda, hasta hace poco miembro de un grupo de artistas ambulantes.
Maude, asustada aún, descubrió la presencia de Chip, que observaba su curiosidad ladeando la cabeza.
—¡Oh, Dios! —dijo inclinándose hacia él—, ¿quién eres tú?
—Éste es Chip —Miranda permaneció inmóvil. La mano del conde sobre su hombro era afectuosa. Se sentía confusa, confusa por esta joven exactamente igual a ella, confusa por los sentimientos que le provocaba. De modo instintivo, levantó la vista hacia el conde, que leyó en sus ojos su desconcertada pregunta. Pero no podía responderla, aún no. Trasladó la mano del hombro a su nuca y sintió cómo un escalofrío la recorría de arriba abajo y cómo después se relajaban los tensos músculos de aquella esbelta columna blanca.
—¡Pero si es precioso! —Maude extendió la mano hacia Chip, que no tardó en agarrarla y llevársela a los labios en un gesto de cortesía que la hizo reír a carcajadas. Gareth se asombró al pensar que nunca antes había escuchado esa risa.
Imogen salió del trance en que se encontraba. Vio la mano de su hermano sobre el cuello de la vagabunda, en actitud tranquila y relajada; y cómo la chica parecía ignorar aquel detalle, como si estuviese acostumbrada a ello. Imogen se indignó, levantándose y olvidando a Maude por un instante.
—Es impropio que esta joven entre aquí envuelta en una toalla. Joven, vuelve inmediatamente a tu cuarto. Yo te llevaré la ropa. Es una vergüenza que no tengas nada mejor que hacer que pasearte por la casa medio desnuda.
—No está medio desnuda, Imogen —protestó Gareth, y de hecho, la toalla era lo suficientemente larga como para cubrir dos veces el cuerpo menudo de Miranda.
De pronto le volvió a la mente el recuerdo de aquel cuerpo: el trasero redondo, los muslos delgados y musculosos, los huesos angulosos de sus caderas, la maraña de hermosos rizos apiñados en la base de su vientre plano. Algo se removió en su interior, y evitó bruscamente el contacto con su cuello, como si aquella pálida piel le quemase la palma de la mano. Rápidamente preguntó:
—¿Por qué no hay lumbre? Creía que mi prima necesitaba calor en todo momento.
—Le he prohibido encender el fuego —respondió Imogen con desdén.
—Y la comida decente y las atenciones de mi doncella —Maude se enderezó y lanzó una mirada intencionada al contenido poco apetecible de la bandeja que había sobre la mesa. Gareth siguió su mirada y se sonrió más aún: —Dije que no permitiría que nadie coaccionase a mi prima.
Imogen volvió a decir desdeñosa:
—Eres demasiado benévolo, hermano. Y mira el resultado de tu indulgencia. La has mimado tanto que tu prima nunca conocerá el auténtico sentido del deber.
—Al parecer mi prima ha decidido que sus obligaciones consisten en servir a Dios —dijo Gareth con sequedad— y dudo que ninguno de nosotros pueda juzgarla por ello.
Gareth se dirigió al armario y empezó a examinar su contenido, sacando unas calzas de seda, una camisa de batista y unas enaguas de encaje, y volviéndose para decir:
—Espero, prima, que no os importe compartir vuestra ropa en una emergencia.
—En absoluto, señor —Maude seguía observando a Miranda con precavido interés—. Creo que el vestido azul lavanda le quedaría bien —frunció el ceño—. ¿De qué color tienes el pelo?
En respuesta a su pregunta, Miranda deshizo el turbante que se había hecho con la toalla y sacudió el cabello casi seco.
—Del mismo que tú.
—¿Y por qué lo llevas tan corto?
—El pelo largo me molestaba cuando hacía acrobacias —respondió Miranda. Devolvió la mirada a Maude con igual recelo—. ¿No se te hace raro mirarme y verte a ti misma?
Maude asintió lentamente. Estiró la mano, tocó el rostro de Miranda y luego el suyo, estremeciéndose.
—¿No pensarás igual que yo, verdad?
Miranda sonrió de repente.
—¡Lo dudo! Tú eres una dama y supongo que piensas como una dama. Yo soy una vagabunda, o al menos, eso dice lady Dufort. Y supongo que pienso como tal, aunque no estoy muy segura de lo que eso significa.
—Una mona vestida de seda —dijo Imogen levantándose.
—Dame esa ropa, Gareth, pero te advierto que aunque la mona se vista de seda, mona se queda— dijo dirigiéndose a coger el montón de ropa.
Pero Miranda se le adelantó, quitándosela a Gareth.
—Me gustaría vestirme aquí para poder conocer mejor a lady Maude.
—Muy bien —Gareth le dio la ropa—, subiré dentro de una hora a recogeros para la cena.
—¿Yo también cenaré abajo, señor?
Gareth se volvió con gesto serio hacia su pupila.
—No, prima. Debéis guardar clausura, como siempre deseasteis. Mientras Miranda esté ocupando vuestro lugar, no debéis ser vista en público.
—Será un placer, mi señor —declaró Maude enérgicamente.
Gareth hizo una reverencia y salió de la habitación siguiendo a su hermana.
La puerta se cerró tras ellos y Miranda y Maude permanecieron en silencio, examinándose de nuevo mutuamente. Chip se había retirado a lo alto del armario, donde podía disfrutar a vista de pájaro de todo lo que allí acontecía.
—Así que vas a ocupar mi lugar —dijo finalmente Maude—, ¿por qué?
—Supongo que porque no quieres hacerlo tú misma —Miranda se quitó la toalla húmeda con un escalofrío y empezó a vestirse—. Qué telas más maravillosas —musitó con admiración al sentir cómo la seda y la batista acariciaban su piel.
—¿No te importa ser una impostora? —Maude volvió a sentarse en el diván, acurrucándose bajo los chales. No estaba segura de si le gustaba la idea de que alguien hiciera las veces de ella y mucho menos aquel reflejo de sí misma. La hacía sentir como si de algún modo estuviese escindida en dos.
—Es un trabajo. Me pagarán bien por hacerlo. —Miranda cogió una enagua de lona con aros de mimbre—. Nunca he llevado verdugado —dijo vacilante.
—Pero ¿para qué servirá todo esto? —preguntó Maude.
—No tengo ni idea —Miranda encontraba bastante irritante la insistencia un tanto enfurruñada de Maude—. ¿Me ayudas con el verdugado?
Maude se bajó del diván en un arranque inusitado de energía. Perdió algunos chales al aproximarse presurosa a Miranda, pero no pareció darse cuenta.
—¿Cómo esperas hacerte pasar por mí si ni siquiera has llevado un verdugado en tu vida? Toma... métete dentro y yo te lo ataré a la cintura... Ya está. Y ahora te metemos la enagua por la cabeza —cogió una falda de lino almidonada—. Así —la alisó sobre la lona del verdugado—, mira, cubre completamente los aros. Y ahora encima ponemos el vestido.
Miranda agachó la cabeza y subió las manos mientras Maude le colocaba el vestido, despojándose de sus chales. Miranda se sentía encerrada, recluida, casi ahogada por el peso de la ropa.
Maude le ató hábilmente el corpiño del vestido azul lavanda. Llevaba un adorno en el pecho de damasco bordado y una capelina de seda blanca que le cubría la garganta y los hombros. La falda caía recta sobre el verdugado en forma de cono excepto por la parte de atrás, donde caía en suaves pliegues hasta el suelo formando una cola. Miranda se inspeccionó con detenimiento.
—Me siento horrorosamente apretada, pero supongo que debe de ser muy elegante. ¿Cómo estoy?
—Como yo... más que nunca —Maude sacudió la cabeza—. Todavía no lo entiendo.
Miranda examinó atentamente a la otra joven.
—Estás muy pálida. ¿Te encuentras mal?
—Un poco —Maude tembló y se agachó para recoger los chales—. Hace mucho frío aquí.
—Para mí está bien. Pero ¿por qué no enciendes el fuego? Hay yesca y pedernal en la repisa de la chimenea.
—¡No sé encender un fuego! —exclamó Maude con horror.
—¡El Señor nos ampare! —murmuró Miranda—. Supongo que se debe a que te ensuciarías las manos.
Puso unas astillas en la chimenea y encendió una llama. La madera prendió de inmediato y Maude se acercó al fuego suspirando aliviada.
—¿No sabes hacer nada por ti misma? —preguntó Miranda con abierta curiosidad.
Maude se encogió de hombros, extendiendo las manos sobre el fuego.
—No tengo necesidad.
—Pues a mí me parece que si fueses capaz de encender el fuego tú sola, te habrías evitado quedarte ahí temblando —señaló Miranda. Maude había logrado confundirla por completo. ¿Cómo alguien tan distinta a ella podía parecérsele tanto?
Maude se volvió a echar en el diván.
—Supongo que tienes razón —admitió a regañadientes. Examinó a Miranda en silencio—. ¿De verdad eres artista ambulante?
—Lo era, y supongo que volveré a serlo. Pero cuéntame a qué venía tanto barullo.
—¿De qué religión eres?
—Dios, no lo sé. La que sea más conveniente, supongo. ¿Eso importa? —preguntó Miranda encogiéndose de hombros.
—¿Que si importa? —Maude la miró de hito en hito.
—Ah, pues es obvio que sí —Miranda se sentó entre risas en un extremo del diván y se sorprendió gratamente al descubrir que sus faldas se disponían armoniosamente a su alrededor—, así que dime por qué —con la mano rodeó a Chip, que había saltado a su regazo.
Pasada una hora, comprendió mucho mejor para qué contaban con ella.
—Así que quieren casarte con un miembro de la corte francesa para que la familia prospere —recapituló lentamente.
—Pero mi intención es ser esposa de Cristo.
—Siempre he pensado que la vida en un convento debe de ser bastante deprimente —reflexionó Miranda—. ¿Estás segura de que es eso lo que deseas?
—He sido llamada —dijo sencillamente Maude—. Y Berthe vendrá conmigo.
Miranda había oído hablar de Berthe y adivinó que la influencia de la vieja enfermera había tenido tanto que ver en la conversión y vocación de Maude como una llamada espiritual, pero no dijo nada y se quedó sentada mirando al fuego.
—¿Por qué les ayudas a sustituirme? —volvió a preguntar Maude—. No puedes ser yo, ¿no es así?
—Será por poco tiempo —dijo Miranda—. Lord Harcourt no sabe cuánto, pero me prometió cincuenta monedas de oro cuando acabase, así que...
—Entonces es que seguramente intentarán que vuelva a convertirme, pero nunca lo haré. No abjuraría aunque me torturasen en el potro o en la rueda.
—Muy encomiable —murmuró Miranda—, pero nada práctico —estaban lejos de encontrar una respuesta, y conforme aumentaba su confusión, crecía aún más en ella la sensación de que la estaban manejando.
Abajo en el salón, Imogen leyó por tercera vez la proposición de Enrique de Francia.
—Oh, es increíble —murmuró.
—No es increíble —dijo Gareth, levantando su copa. Los d'Albard y los Harcourt son una alianza conveniente para Enrique de Navarra.
—Pero un matrimonio como éste pondrá a los Harcourt al frente de la corte francesa. Iré a París, nos convertiremos en los primos del rey de Francia, e incluso aquí, en la corte de Isabel, tendremos una posición privilegiada —los ojos de Imogen brillaron con anticipada avaricia—. La boda será un acontecimiento esplendoroso, claro está. Será en París, una vez que el rey haya logrado someter la ciudad. ¿O bien tendrá lugar aquí? —la mujer empezó a caminar por aquél pequeño salón sopesando esta delicada cuestión—. Y tu esposa tendrá una magnífica posición. Seguramente te ofrecerán una embajada, Gareth, o algo por el estilo. Lady Mary se volverá loca de alegría. Y estará aún más agradecida a su benefactor a.
—Pero ahora es imposible que ese matrimonio se lleve a cabo. Enrique de Francia no se casará con otra católica— señaló Miles, que ya había escuchado el terrible relato de la conversión de Maude.
—¡Maude abjurará! —afirmó Imogen, arrugando sin darse cuenta el pergamino real al apretar los dedos—. Conseguiré que se rinda, perded cuidado.
—Si nuestra prima hace saber al rey que la obligan a casarse, éste anulará el noviazgo. Puede que consigas intimidar a la joven para que obedezca, pero no podrás evitar que le diga a Enrique la verdad en cuanto estén a solas.
Imogen miró fijamente a su hermano.
—¡Parece como si la idea te agradara!
Gareth sonrió levemente, pero su sonrisa no era ni alegre ni burlona. La avaricia nerviosa de su hermana le recordaba de modo desagradable a la suya propia y aquello le resultaba repugnante.
—Miranda sustituirá a Maude durante la visita de Enrique —dijo pausadamente.
Gareth no pensaba compartir de ningún modo con sus supuestos cómplices la verdadera identidad de Miranda y mucho menos el modo en que había adaptado su plan a las nuevas circunstancias. Miles podía ser de fiar, pero bebía mucho y sus compañías eran bastante dudosas, e Imogen era demasiado imprevisible para confiar en que mantuviese la boca cerrada durante uno de sus ataques de furia.
—¿Y lady Mary será informada de esta sustitución? —preguntó Miles, examinando sus uñas detenidamente.
—No —dijo Imogen inmediatamente—, esto debe quedar en familia. Y estoy segura de que podemos confiar en Mary —añadió rápidamente tras pensarlo dos veces—, pero me parece poco sensato que los secretos de uno lleguen tan lejos, y menos a un lugar tan peligroso. Si llegase a oídos de Enrique...
—¡Silencio! —exclamó Gareth. Y tuvo una idea desconcertante y terriblemente desagradable: no podía imaginarse compartiendo con su prometida algo tan sumamente importante para él. Sacudió la cabeza, intentando sin éxito desterrar aquello que distraía su pensamiento, y continuó con tono decidido—: Miranda sustituirá a Maude en la corte y en esta casa. Maude pasará los días como los ha pasado siempre, con su breviario, su libro de salmos y en compañía de su doncella.
Miles no podía contener su asombro.
—¡Enrique no puede casarse con una vagabunda por el simple hecho de que se parezca a una d'Albard! —jadeó.
—Por supuesto que no —asintió Gareth tranquilo—. Se casará con una d'Albard.
—Pero ¿cómo? —gimió Imogen.
—Yo me encargaré de eso, mi querida hermana —dijo Gareth con calma.
Los ojos de Imogen se mostraban fríos y calculadores. Quizá su hermano pretendía ganarse la confianza de Maude proporcionándole una falsa sensación de seguridad para, en el último momento, forzarla a cumplir con sus obligaciones familiares. Asintió.
—Cuenta con todo mi apoyo, hermano. Haré todo lo que pueda por la muchacha, si estás seguro de que podemos confiar en que interpretará bien su papel.
—Creo que lo hará como si hubiese nacido para ello.
—¿De verdad crees que puedes confiar en una asalariada? —preguntó Miles.
—En ésta... casi seguro que sí —Gareth apuró su copa—. Y ahora, si me disculpáis, iré a asearme antes de la cena. Oh, y no olvidéis ordenar que suban a Maude una cena decente y que reciba de inmediato las atenciones de su doncella —se marchó con un remolino de seda carmesí.
—Lord Dufort parece bastante agradable —afirmó Miranda después de que ella y Maude permaneciesen sentadas y absortas durante unos minutos.
Maude se encogió de hombros.
—Está relegado, pero creo que tiene bastante buena disposición.
—¿Y cómo es su hermana?
—Lady Beringer —Maude hizo un gesto desdeñoso y burlón—. Es tonta, y su marido también. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque están invitados a la cena y los voy a conocer esta noche. Necesito saber qué es lo que me voy a encontrar.
—No serán problema alguno —dijo Maude—. Anne Beringer no ve más allá de su nariz y lord Beringer siempre está borracho. ¿Quién más va a venir?
—Una tal lady Mary, creo que es la prometida de lord Harcourt —dijo Miranda arrugando el ceño
—Te vas a divertir muchísimo —dijo Maude con otra sonrisa burlona que forzosamente le recordó a Miranda al lord Harcourt más desagradable.
—¿No sientes afecto por ella?
Maude rió.
—Es como todos los demás. Ninguno de ellos tiene conversación, iniciativa, ni talento. Están vacíos... todos los londinenses lo están.
—Eso es un poco radical, ¿no te parece?
—Espera —dijo Maude poniéndose seria—, y verás.
—¿Y por qué se comprometería milord con alguien como ella?
Maude se encogió de hombros.
—Interés, conveniencia. ¿Por qué otra razón haría alguien de la alta sociedad una cosa así?
Miranda se levantó del diván y empezó a vagar despreocupadamente por la habitación, contemplando la riqueza de los objetos, la elegancia de los muebles labrados, el brillo de los cristales de las ventanas y el grosor de las tapicerías que cubrían suelos y paredes. ¿Cómo iba a comprender alguien que había vivido con tal lujo y suntuosidad durante toda su vida lo que era dormir sobre la paja, acurrucarse bajo un montón de heno para protegerse de la lluvia o pasarse días comiendo únicamente queso mohoso y pan rancio?
Y en la misma medida, ¿cómo alguien que había vivido toda su vida de esa manera iba a encajar en toda esta magnificencia? ¿Cómo iba a compartir mesa con todos esos grandes nobles, aunque fuesen tan necios como decía Maude? Seguramente acabaría naciendo algo mal, como beber del lavafrutas. Ella no había visto un lavafrutas sobre una mesa en su vida, pero había oído que los usaban en los palacios y mansiones.
—Supongo que el capellán también asistirá a la cena —dijo Maude—. Lady Imogen lo invita siempre a cenar cuando vienen los Beringer, para que mantenga ocupada a Anne. Sabe que tengo inclinaciones católicas, pero no se las toma en serio... cree que son chiquilladas —rió sarcásticamente.
—Prepárate, porque el capellán George te va a atormentar de un modo odiosamente molesto: te hablará de la confesión y mostrará un interés insano por los martirios de los santos.
—Bueno, la verdad es que son temas que desconozco —Miranda volvió al diván juntando sus cejas finas y arqueadas en un gesto de preocupación—. Será mejor que finja que sufro una inflamación de garganta que me dificulta el habla.
Ambas se volvieron al oír cómo alguien golpeaba suavemente la puerta. Maude le invitó a pasar y lord Harcourt entró en la habitación. Se había puesto un jubón de seda azul oscuro con un bordado de estrellas color plata. Atada a un hombro llevaba una capa corta, también azul, con un ribete de piel de zorro plateado.
—Decía, milord, que si finjo sufrir una inflamación de garganta no tendré que hablar mucho esta noche —Miranda se levantó del diván conservando su gesto preocupado.
Pero otros pensamientos ocupaban la mente de Gareth. Estudió su aspecto, pensativo, y dijo:
—Ese vestido os sienta de maravilla, aunque necesita los retoques de una costurera. Sin embargo, para esta noche servirá.
Deslizó su mano en el bolsillo y extrajo el brazalete de la serpiente con el cisne de esmeraldas.
—De ahora en adelante llevaréis esto. Es el regalo de compromiso del hombre que desea cortejarla —se lo puso en la muñeca.
Cuando los eslabones de oro entraron en contacto con su piel, Miranda volvió a sentir un escalofrío de repulsión.
—Le tengo tal aversión...
—¿Puedo verlo? —Maude, curiosa, observó la joya con atención—. Qué rara es. Es hermosa, pero al mismo tiempo resulta...
—Siniestra —dijo Miranda en su lugar. Levantó la muñeca— ¿Es muy valiosa, milord?
—No tiene precio —dijo Gareth casi sin pensarlo—. Perteneció a la madre de Maude.
—Oh —Maude se inclinó aún más. Luego levantó los ojos, perpleja—. ¿Será por eso que me resulta familiar, mi señor?
—No entiendo cómo —respondió Gareth—. Sólo teníais diez meses cuando murió vuestra madre —Se le ocurrió imaginar que en la espantosa noche de la matanza, la terrible muerte de aquella madre había quedado grabada en la mente de sus hijas gemelas, entonces en sus brazos, y que de algún modo aquel brazalete cargaba por ambas con los recuerdos profundamente enterrados de aquel horror. Cambió de tema rápidamente—. ¿Y qué vais a hacer con vuestro pelo, Miranda? —le pasó la mano por la cabeza, pegándole al cráneo la oscura melena de brillos rojizos—. Quizá necesite un sombrero o una redecilla, prima.
Maude acertó a interpretar su frase como una solicitud para que la buscara ella misma. Rebuscó en los cajones de un enorme baúl y extrajo una redecilla azul oscuro con un ribete de perlas.
—Esto irá bien con el vestido.
Gareth la recogió dedicándole una rápida sonrisa y la deslizó sobre la cabeza de Miranda. Maude se había asombrado tanto con la sonrisa de su tutor —una sonrisa que no había visto nunca antes— que se descubrió devolviéndosela.
—No disimula mucho el pelo corto —dijo Gareth—. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste una visita?
—Nadie me ha visto en varios meses —contestó Maude.
—¡Excelente! Entonces podemos decir sin problemas que estuvo en cama con fiebre y hubo que cortarle el pelo. A nadie le extrañará.
—Igual se preguntan por qué se la ve tan sana —observó Maude.
—Oh, supongo que he experimentado un rápido restablecimiento —dijo Miranda, decidiendo que ya era hora de tener voz en aquella discusión—, pero ahora tengo la garganta irritada y estoy tan ronca que soy incapaz de hablar.
—Adelante entonces, mi indispuesta pupila —Gareth le ofreció su brazo.
Maude los vio salir, asombrada de sentirse sola y casi envidiosa. Pero aquello no tenía razón de ser.
Llamó a Chip, que castañeteaba triste ante la puerta cerrada. El mono se le acercó vacilante, examinándola perplejo con sus ojillos redondos y brillantes. Parecía estar tan confuso como los demás ante aquellas dos imágenes idénticas.
Maude le tendió los brazos y el mono, con un suspiro casi humano, saltó a su regazo y le acarició la mejilla.