CAPÍTULO 19

Lady Dufort subió tambaleándose las escaleras que llevaban a su habitación, casi cegada por el dolor de cabeza, sin darse cuenta apenas de que Miranda la sujetaba con una mano por el codo.

Miranda la dejó en su habitación, en manos de la doncella con cara de rata y se encaminó hacia la habitación de Maude. Chip la recibió con su acostumbrada vehemencia, como si regresara del otro mundo. No lograba acostumbrarse a que se marchase dejándolo con Maude, y cada vez que regresaba la recibía con tremendo alivio.

—Cuéntamelo todo —Maude apartó con expectación su aguja de bordar. Estaba en su diván como siempre, pero había abandonado sus chales y mantas y en lugar de yacer tumbada con pañuelos empapados en lavanda y plumas quemadas, se sentaba derecha y se mantenía ocupada. Leía, dibujaba, o como en este caso, trabajaba en un enorme tapiz.

—Lo llevas muy avanzado —observó Miranda. Escudriñó la tela. Era una escena bucólica, con pastores y pastoras retozando junto a al río rodeados de corderos.

—Llevo cinco años trabajando en él —dijo Maude haciendo una mueca—, pero creo que he avanzado más en las últimas semanas que en todo el tiempo anterior.

—Es una escena muy aburrida.

—Sí, ¿verdad? —Maude arrugó su naricilla—. Quizá debería empezar uno nuevo. Una batalla, una cacería, algo más emocionante.

Miranda negó con la cabeza.

—Siempre es mejor acabar lo que se empieza, porque si no uno se acostumbra a dejar cosas a medias. Hay que ser ordenado.

Maude se encogió de hombros aceptando esta porción de sabiduría como hacía con todo lo que le decía Miranda. Cualquiera que hubiese vivido la vida de Miranda la entendería perfectamente. Y esto le recordó algo que le llevó a los pies de su asiento.

—Mira los vestidos que tengo para Robbie. ¿Crees que le gustarán? Yo creo que le quedarán bien —le mostró a Miranda unas calzas de algodón, una camisa de lino, unos calzones y un par de medias de rayas—. No sabía cómo calzarlo, por lo de su pie.

—Le encargaré unas botas especiales en cuanto milord me dé mis cincuenta monedas de oro —dijo Miranda, inspeccionando las prendas—. Son maravillosas.

—Y lo mejor de todo es este jubón. Le abrigará cuando haga frío —Maude desplegó orgullosa el jubón de lana oscura—. Está prácticamente nuevo. Son las ropas de domingo del sobrino del cocinero, pero aceptó encantado los cinco chelines que le di por ellas.

—Te devolveré el dinero en cuanto me paguen —Miranda dobló cuidadosamente la ropa.

—No, son mi regalo para Robbie —dijo Maude—. Y ojalá pudiese hacer algo más por él —se echó sobre los cojines, acomodándose para una larga charla—. Bueno, háblame del duque. ¿Es agradable?

Miranda acercó un taburete y se sentó frente a Maude a una distancia prudente de la chimenea.

—Sí que lo es, creo que te gustaría mucho. No es elegante como milord, es bastante rudo, creo. Él mismo lo dice. Ha sido soldado toda su vida —se detuvo, frunciendo el ceño y rascándole el cuello a Chip, que movió la cabeza, gustoso—. Pienso que es el tipo de hombre al que es mejor no enojar.

—Pero ¿te gustó?

—Aja —Miranda asintió, ruborizándose un poco—. Ha sido muy agradable casi todo el tiempo.

—¿Y por qué sólo casi todo el tiempo? —Maude se inclinó hacia delante agudizando la vista.

—Intentó besarme —dijo Miranda abiertamente—. Y aquello no me gustó. Tengo que encontrar el modo de convencerle de que guarde las distancias.

—Pues tengo entendido que los besos y esas cosas forman parte del cortejo —dijo Maude un tanto seria—. En las baladas de los trovadores se detallan todos los juegos del cortejo y siempre hay besos y palabras dulces.

—Puede —Miranda asintió vagamente—, pero no es a mí a quien está cortejando realmente. Quizá contigo sería distinto. Podrías encontrarlo agradable. Estoy segura de que te gustaría...

—¡Miranda, no voy a casarme con él! —interrumpió Maude, negando enérgicamente con la cabeza—. Ignoro las intenciones de lord Harcourt, pero no me casaré con el duque. ¡Nunca me casaré! —comenzó a pasear nerviosa por la habitación—. Voy a ingresar con Berthe en un convento —pero al escucharse decir estas palabras algo le sonó mal. Las había pronunciado muchas veces, ¿por qué ahora no le sonaban nada convincentes?

Maude se echó de nuevo en el diván mirando fijamente al fuego. De pronto estaba hecha un lío. Sabía que no quería casarse, sabía que no podía casarse con un protestante, sabía que quería ingresar en un convento, entregar su vida a Cristo. Lo sabía, ¿verdad?

—¿Qué es lo que te preocupa? —preguntó Miranda.

—No estoy segura —respondió Maude—. Desde que llegaste, todo se ha vuelto confuso.

—Disculpadme, señora —dijo Miranda enfadada.

Maude agitó la cabeza.

—No quiere decir que sea algo malo necesariamente. Puede que sea aún demasiado joven para decidir sobre mi futuro. ¿Qué piensas tú?

—¿Quieres decir que no deseas ingresar en el convento?

—No sé lo que quiero decir —dijo Maude un tanto desesperada—. Pero lo que sí sé es que no pienso casarme con el duque de Roissy.

—¿Y no crees que sería buena idea conocerlo antes de decidirte? —sugirió Miranda.

—¿Y qué bien podría hacerle eso a nadie? —dijo Maude, cogiendo de la mesa una cesta plateada llena de dulces. Se la puso sobre la barriga y cogió un trozo de mazapán, echándoselo a la boca.

—Creo que tienes miedo —declaró Miranda—. Y se te van a picar los dientes con tanto dulce —a pesar de lo que acababa de decir, metió los dedos en la cesta, removiendo su contenido hasta encontrar una pasa. Chip castañeteó estirando la mano y Miranda se la dio.

—¿Y por qué iba a tener miedo de conocer al duque? —preguntó Maude, molesta.

—Porque puede que te guste —Miranda se levantó de un salto—. ¿No hay ninguna otra cosa que comer? Me apetece algo que no sea dulces. En la corte nunca nos dan nada —se acercó a la puerta—. Iré a la cocina a coger algo. ¿Qué te apetece?

—No puedes ir a la cocina. Toca la campana —Maude estaba escandalizada.

Miranda se limitó a reír y salió a toda prisa de la habitación con Chip.

Maude se volvió a tumbar y siguió metiéndose dulces en la boca mientras contemplaba el fuego. ¿Tenía razón Miranda? ¿Tenía miedo de conocer al duque? ¿Temía poner a prueba sus convicciones? ¿Y si le gustaba? ¿Cómo sería eso de ser la duquesa de Roissy? Tendría su propia casa, su lugar en la corte, nadie que le molestase o le dijese qué era lo que tenía que hacer. Estaría sujeta a la autoridad de su marido, claro está, pero si no resultaba ser un tirano, no tenía por qué ser una imposición...

—Mira lo que traigo —Miranda irrumpió en la habitación, rompiendo una cadena de pensamientos que no llevaban a ninguna parte. Maude miró distraída la bandeja que Miranda levantaba en alto sobre la palma de la mano—. Hay empanada de venado, lenguas de alondra en áspic y salsa de champiñones. Ah, y me he tomado la libertad de coger de la despensa del mayordomo una botella de vino de Canarias de las de milord. —Miranda colocó el botín sobre la mesa, descorchó con destreza la botella y llenó dos copas de peltre—. No encontré el cristal veneciano, así que espero que nos os importe beber del humilde peltre, señora.

Maude se echó a reír. La animosidad de Miranda era tan contagiosa que en su compañía resultaba imposible pasarse demasiado tiempo amargada. De hecho, Maude casi había olvidado lo que era estar triste. A veces hasta olvidaba lo que era ser piadosa. Había confesado estos pecados al padre Damián, pero él parecía no darle importancia y siempre le imponía una leve penitencia.

Fue el sonido de su risa lo que media hora más tarde hizo que Enrique de Francia se detuviese en el pasillo. —Parece lady Maude.

—Yo diría que es ella —dijo Gareth con franqueza. Podía distinguir la risa de Maude de la de Miranda. Y Maude parecía estar tan contenta como su gemela.

—Parece que se está divirtiendo. No pensaba que se acostara tan tarde. ¿Tiene compañía femenina?

—Sí, una pariente lejana que mi hermana se trajo a la casa para que le hiciera compañía a Maude y se formase con ella —dijo Gareth despreocupadamente—. Vuestra habitación está por aquí, señor —le indicó que debían seguir avanzando por el pasillo y Enrique, encogiéndose de hombros, siguió a su anfitrión.

La puerta de la habitación de Maude se abrió detrás de él y un par de ojos azules lo espiaron. Enrique sintió algo en la espalda y se volvió. Entonces aquellos ojos se encontraron con los suyos, pero se retiraron bruscamente y la puerta se cerró con menos cuidado que con el que fue abierta.

—Creo que me ha visto —Maude se echó sobre la puerta cerrada con la mano en la garganta—. Se volvió justo cuando lo estaba mirando.

—¿Y te gustó lo que viste? —masculló Miranda con un trozo de empanada en la boca.

—No me ha dado tiempo a verlo bien —respondió Maude—. De todas formas, no tengo mayor interés.

—No, claro que no —asintió Miranda—. Estoy segura de que tienes alguna otra razón de peso para querer espiarle.

Al amanecer, Miranda salió efe la casa camino de la ciudad. Llevaba las ropas de Robbie hechas un hatillo bajo el brazo. Chip, encantado de estar fuera en el amplio mundo en una mañana tan fresca y soleada, iba bailando por delante de ella, saludando con su sombrero a los viajantes sin dejar de castañetear los dientes.

Miranda llevaba su viejo vestido naranja, un chal atado a la cabeza y zuecos de madera: volvía a ser una gitana vagabunda. Se mezcló con los campesinos que iban a Londres a comerciar y que se limitaban a mirarla de reojo.

Había dormido muy mal y no le había costado mucho adivinar la razón. Durante mucho tiempo había permanecido despierta deseando, esperando escuchar el sonido del pasador de la puerta. Pero nadie la había importunado. El conde se había quedado en su habitación y ella había estado dando vueltas en la cama, a merced de deseos insatisfechos, que habían tensado su cuerpo como la cuerda de un violín a la espera de que alguien empuñara el arco.

Se dijo a sí misma que con el duque durmiendo bajo el mismo tejado, Gareth tendría que poner especial cuidado. Aunque también sabía que, de haber recibido la más mínima insinuación, ella podía haber entrado sigilosamente en su habitación y luego haber salido sin que nadie se diese cuenta. Pero no se habían visto desde que ella salió con el duque de detrás de aquel tapiz; cuando él, al verla, se dio la vuelta alejándose bruscamente.

Entró en la calle en la que se alojaba la troupe. Chip brincó al interior del taller del zapatero. No hacía falta decirle adonde se dirigían.

—Buenos días —Miranda saludó al zapatero, que estaba abriendo las ventanas.

Bostezó y la miró adormilado y con cierto recelo, sin llegar a reconocerla.

—Vengo a ver a tus inquilinos —explicó Miranda, pasando al fondo de la tienda.

—Se han ido —dijo el hombre siguiéndola. Se escarbó la boca con una uña mugrienta, intentando sacarse una hebra de bacon de entre los dientes.

—Pero eso no es posible. —Miranda rió y se acercó a las escaleras.

—Eh, ya te he dicho que se han ido.

Y entonces Miranda lo supo. De la habitación del final de las escaleras le llegaba un silencio ensordecedor. Con el corazón en vilo, subió corriendo, levantó el pasador y abrió la puerta de par en par. La pequeña habitación estaba vacía y tenía la ventana cerrada. Chip saltó a sus brazos farfullando afligido, tapándose la cara con las manos y observando aquel espacio vacío a través de sus dedos.

—No pueden haberse ido —susurró Miranda, incapaz de creer lo que veían sus ojos. Abrió las contraventanas, inundando de sol la habitación. Algo llamó su atención en un rincón de la estancia y lo cogió. Era el tablero de madera rayada con el que Robbie solía jugar. Jebediah se lo había fabricado en un arranque de inusitado buen talante.

Se le llenaron los ojos de lágrimas que le sabían a traición, a incredulidad, a vacío. Se volvió hacia el zapatero, que le había seguido y estaba junto a la puerta.

—¿Por qué se han ido?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —se encogió de hombros—. Ayer por la mañana me pagaron y se marcharon.

—Pero es que no me han dicho nada. No podían irse sin decirme nada —se percató de que estaba casi chillando, como si intentase convencer al zapatero, negando obstinadamente una realidad que ella sabía cierta.

—No te pongas así, muchacha —dijo, intentando mitigar su angustia—. Puede que el caballero que vino a verles tenga algo que ver. Puede que los obligase a marcharse rápidamente.

—¡Caballero! —Miranda se acercó a él—. ¿Qué caballero?

—No sé cómo se llama, pero es un auténtico lord. Subió directamente como si los conociese muy bien y luego salió con dos de ellos: la mujer y uno de los hombres... Fue lo último que supe de él. Los otros volvieron al cabo de un rato, me pagaron y se fueron. El más pequeño no paraba de llorar.

—Robbie —susurró Miranda. Sentía un terrible dolor en el pecho y le costaba respirar—. ¿Y ese caballero tenía el pelo negro? ¿Iba afeitado? ¿Tenía los ojos marrones? —sabía cuál era la respuesta, pero no la podía creer.

El zapatero frunció el ceño, pasándose la lengua por los dientes.

—No me acuerdo muy bien que digamos. Alto sí era, de pelo negro, sin barba. ¿Por qué?

Miranda apartó al zapatero y bajó dando trompicones por la escalera con Chip en brazos. ¿Por qué querría Gareth alejar a su familia? Sabía lo importantes que eran para ella. Le había oído decir que volvería con ropa para Robbie. ¿Por qué lo había hecho? ¿Y dónde habían ido?

Regresó corriendo por las calles hasta Ludgate. El dolor que sentía en el pecho se hacía cada vez más fuerte, más opresivo, como si la hubiesen apuñalado, porque saber que había sido traicionada era para ella como una puñalada. Era tan desleal, tan injusto, tan gratuito...

Atravesó las puertas a toda velocidad y llegó al Strand, haciendo caso omiso de las miradas de asombro que provocaba. Sollozaba de ahogo, de rabia, de dolor.

Las verjas de la mansión estaban abiertas para permitir el paso a un carro cargado de barriles de vino que iba destinado a las bodegas de lord Harcourt. Miranda entró corriendo en el patio ignorando el grito del portero y se coló en la casa. Subió las escaleras, corrió por el pasillo y abrió de golpe la puerta de la habitación de lord Harcourt.

Gareth estaba descalzo delante de la jofaina y llevaba únicamente las calzas. Se giró cuchilla en mano y con la cara llena de espuma.

—¡Por Dios santo! ¿Qué hacéis aquí y vestida de ese modo? —agarró una toalla y se secó la cara—. Salid de aquí, Miranda.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué los habéis echado? Fuisteis vos, ¿verdad? ¡Los habéis echado!

Gareth miró por encima de su hombro la puerta que había dejado abierta. Pasó por delante de ella a grandes zancadas y la cerró de un portazo. Le habló en voz baja, pero con mucha vehemencia.

—Y ahora escuchad: estáis a punto de echarlo todo a perder. Volved a vuestra habitación y vestíos adecuadamente. Después trataremos este asunto.

Miranda agitó la cabeza y en sus ojos brillaron lágrimas de rabia.

—No me importa lo que eche a perder. Quiero saber qué les dijisteis... qué hicisteis... por qué los echasteis. Exijo una explicación.

Su voz melodiosa se había endurecido por el dolor y no hizo esfuerzo alguno por bajarla. Gareth, desesperado, la cogió de los hombros y la sacudió.

—¡Callad, por Dios Bendito, callaos un momento! En... el duque está en la habitación de al lado. Toda la casa está en pie y en un segundo se nos echarán encima como un enjambre de avispas.

—No me importa —dijo Miranda, intentando liberarse de sus manos—. ¡No me importa, maldito seáis! —una lágrima rodó por su mejilla. La había traicionado. Ella lo amaba y él la había apuñalado por la espalda, y ahora toda su preocupación era que su desdicha podía arruinarle los planes.

Furiosa, le arrebató la toalla y se secó las lágrimas que ahora caían como si una presa se hubiese derrumbado. La toalla estaba húmeda y olía a su jabón de afeitar, cosa que la hizo llorar aún más.

Gareth estaba sorprendido de ver aquellas lágrimas. Podía haber asimilado su rabia, pero este amargo dolor era tan poco usual en Miranda y su visión resultaba tan dolorosa que olvidó la urgencia del momento. Cogiéndola en brazos, se sentó con ella en la cama acunándola como si fuera una niña.

—Callad, mi amor. No lloréis así. Por favor, no lloréis —le quitó la toalla y secó su cara empapada, echándole el pelo hacia atrás.

—Es mi familia —gimió Miranda, golpeando su pecho desnudo, luchando por incorporarse—. ¿Qué les dijisteis para que me dejaran así?

—Sabían que era mejor así. Lo hicieron por vos —escuchó su propia voz desesperada y supo en seguida que no conseguiría nada. Tenía que remontar la situación, probarle a Miranda que lo tenía todo bajo control. Volvió a arrastrarla junto a él y ella se revolvió intentando liberarse, pero él la apretó más fuerte, rodeándola con sus brazos con tal fuerza que la apretaba más que abrazarla—. Dejad de luchar y escuchadme. ¿Cómo queréis que me explique si no os estáis quieta?

Miranda abandonó un forcejeo que a todas luces era inútil. Jadeaba, le dolía el pecho, le raspaba la garganta y le picaban los ojos, pero ya no tenía más ganas de llorar. Se quedó muy quieta, pero su cuerpo se mantuvo tenso como un arco entre sus brazos.

Gareth le pasó el pulgar por la boca, subiendo la mano para acariciar la curva de la mejilla que apretaba contra su pecho. Ella ni se movió ni respondió. Tenía los ojos abiertos, pero no lo miraba.

—Todo lo que les dije a tus amigos fue que no creía que pudieseis sustituir a Maude de modo convincente mientras ellos estuviesen en Londres y fuese posible que os escapaseis a verlos cuando os apeteciese —habló con firmeza—. Les expliqué que para vos era difícil dividir las lealtades y que mientras pensaseis que podíais ayudarles querríais hacerlo y os resultaría muy arduo concentraros en hacer un papel tan distinto como el que interpretáis aquí.

Miranda escuchó aquella voz calmada y sintió su respiración sobre la cabeza. Seguía acariciándole la boca y la mejilla. A través de la tela de su vestido notaba la cálida presión de su pecho desnudo.

—Mamá Gertrude y Bertrand estuvieron de acuerdo en que todo sería más fácil para vos si dejaban la ciudad.

—¿Y eso lo decidieron ellos solos? —habló y le miró por primera vez.

Gareth asintió y trasladó el pulgar a sus párpados, acariciándolos suavemente.

—Después de que les explicase la situación.

—¿Y por qué se fueron sin despedirse? ¿Adónde se dirigen? ¿Dónde podré encontrarles?

—No os preocupéis —susurró, inclinando aún más la cabeza. Mantuvo su boca junto a la de ella, y cuando ésta abrió los labios para hacer otra pregunta, él los cerró con los suyos.

Bajó la mano por su cuello y separó su boca de la de ella lo suficiente como para susurrarle:

—Confiad en mí, pequeña. Es todo lo que tenéis que hacer.

Miranda cerró los ojos sin querer, intentando resistirse a la sumisión de su cuerpo ante aquellas caricias. Su cabeza le decía que la explicación era lógica, pero la parte menos racional de su cerebro le gritaba que había algo que no encajaba. Quería confiar en él, quería creerle, rendirse a los dedos que hábilmente desataban su corpiño, a la presencia de aquella boca en la suya. Pero en su interior todavía se agitaba la oscuridad de la ofensa.

Intentó zafarse, apartar la barbilla de los dedos que mantenían su cara junto a la de él, pero le tocó su pecho desnudo y de pronto su pezón se endureció sin la intervención del deseo ni de la voluntad. Empezó a sentir pinchazos de excitación por toda la piel y su vientre se sacudió en una corriente de lujuria que ya no era nueva para ella. Aún así, siguió resistiéndose, cerrando la boca como si eso pudiese protegerla de aquel asalto lento y sensual a su dolor, su rabia y su desconfianza. Pero él comenzó a explorar la curva de su boca con la punta de la lengua, sin forzar la entrada, disfrutando simplemente del dulzor de sus labios aunque seguía inmovilizándole la barbilla con los dedos.

Durante la noche larga y solitaria del día anterior había ansiado justo esto y ahora su cuerpo le iba traicionando, negándose a considerar otra cosa que no fuese su propio deseo. Las protestas de su mente se fueron debilitando hasta convertirse en un eco impreciso e incoherente.

Al notar su reacción, él cambió la suavidad de su beso por una invasión persistente y abrasadora que la obligó a separar los labios. Aplastó su pecho contra el de ella y pudo sentir cómo el corazón le latía con fuerza, casi al mismo ritmo que el suyo. Entonces la levantó y la colocó de lado sobre su regazo, de modo que ella pudo sentir su duro mástil presionándole la cadera. En un último esfuerzo, intentó apartarlo de nuevo, pero él había deslizado la mano bajo su falda y la agarraba fuertemente por las nalgas, sujetándola contra él mientras desvalijaba su boca con la lengua.

Miranda descubrió la dulzura de este cautiverio, la convicción instintiva y profunda de que la fuerza que derribaba sus defensas le traería paz y de que aquella oscura ofensa moriría en la luz.

Gareth percibió cómo se rendía a la necesidad imperiosa de su fortaleza y su afecto. La piel le ardía, casi febril, cuando él la tocaba, y sus ojos inmensos e iluminados por el deseo no podían dejar de contemplar su rostro. Le liberó la barbilla sin dejar de agarrarle firme y cálidamente las nalgas. Le bajó el vestido hasta la cintura, llevó la boca hasta el agujero de su garganta y apretó los labios contra su pulso. Luego incendió un tormentoso sendero hasta sus pechos, pintándole con la lengua las suaves curvas y jugando con sus pezones pequeños y duros hasta que hizo que gimiera suavemente.

La dejó caer hacia atrás en su regazo, enredada en el vestido naranja, ofreciendo su cuerpo abierto. Le quitó el vestido, arrojándolo al suelo y abarcó con sus manos la curva esbelta de su cintura.

—¿Confiáis en mí, pequeña?

En respuesta, ella le tocó la cara, cubriendo sus mejillas con las manos como él le había hecho a ella, dibujándole la línea de la barbilla y la fuerte columna de su cuello. Entonces la urgencia de su pasión se manifestó claramente en el oscuro estanque de sus ojos, en la tensión de los tendones de su cuello y ella supo que era él quien tenía el control... el control sobre ambos. Y que si dejaba de resistirse él no se aprovecharía de su rendición. Podía confiar en que él le traería paz y dicha. En eso, podía confiar en él.

Gareth empezó a moverse sobre su cuerpo con suaves caricias, susurrándole su placer ante los sensuales triunfos que iba desvelando. Obtenía de ella las respuestas susurradas que requería, obligándola a revelarle los lugares y caricias que le proporcionaban mayor placer. Ella estaba perdida en su hechizo, había dejado de sentirse sola con su dolor y su confusión y aceptó la gloriosa devastación de su cuerpo, su alma y su mente con un grito de júbilo.

Se encontraba aún perdida en las orillas del placer cuando Gareth la levantó y la echó sobre la cama. Se quitó las calzas con apremio y brusquedad y volvió junto a ella. Se arrodilló entre los muslos abiertos de Miranda y se colocó las piernas de la joven sobre sus hombros, deslizando las manos bajo sus nalgas y elevándola para asegurarse una entrada lenta y firme. La penetró hasta el fondo, inundándola de una agonía tan dulce que le resultó casi tan insoportable como imprescindible.

Esta vez compartieron la espiral salvaje y creciente del éxtasis, el vendaval que los atrapó y los arrastró hasta el vacío. Después, Miranda quedó lacia y sin vida, con las piernas enredadas alrededor de su cuerpo tal y como habían caído, consciente únicamente del gozo efímero de aquella unión. La cabeza de Gareth yacía sobre su hombro y el peso de su cuerpo caía sobre ella, apretándola contra el colchón de plumas.

El sol cayó en un arco cargado de polvo sobre la espalda de Gareth y éste volvió a entrar en razón con un gemido.

—¡Por todos los santos! —masculló, rodando lejos de ella. Descansó la mano sobre su vientre húmedo, mirándola y agitando la cabeza mientras sonreía atribulado—. Estáis haciendo que descuide a mis invitados, brújula —se incorporó, balanceando las piernas al borde de la cama y masajeándose la nuca—. ¿Cómo voy a sacaros de aquí sin que nadie os vea? —se levantó y empezó a vestirse rápidamente.

Miranda se incorporó. Al igual que la tranquilidad, la magia se había desvanecido rota por esas palabras. Tras aquel maravilloso encuentro, lo único en lo que Gareth podía pensar era en que nadie la viese salir de su habitación. La había curado... o más bien ella había creído que él podía mitigar su dolor... pero no lo había hecho. Nada había cambiado en realidad, porque a él sólo le importaba su ambición. ¿Cómo se había permitido pensar que no era así?

Recordó perfectamente aquel momento en la gabarra en que él le confesó que lo que le empujaba era la ambición, con aquel gesto cínico y amargo que tanto le acobardaba. Había sido una estúpida al ignorarlo entonces. Él no le había prometido nada, había admitido francamente que pretendía utilizarla y ella había vendido su alma a cambio de unos momentos de placer. Toda la culpa era suya.

—No os preocupéis, nadie me verá —recogió su vestido naranja, enfundándoselo por la cabeza, y se dirigió hacia la ventana.

—¡Eh! ¿Adónde vais? —corrió hacia ella, dándole alcance.

—Fuera... por aquí—señaló la ventana.

—No seáis ridícula, amor —se rió de ella, levantándole cuidadosamente la barbilla para besarla, pero su mirada estaba ausente—. Salid por la puerta. Yo me aseguraré de que no hay moros en la costa.

—Por aquí es más seguro —dijo ella obstinadamente.

Gareth contempló incrédulo a Miranda, medio riéndose al ver que pasaba la pierna sobre el alféizar. Chip, farfullando impaciente, se colocó a su lado de un salto.

—¡Miranda, volved aquí! —pero ella ya se había marchado, deslizándose por la ventana. Gareth se lanzó hacia ella, sabiendo que llegaba demasiado tarde. Chip ya avanzaba horizontalmente por la hiedra camino de la ventana de Miranda y ella, aferrada al muro como una mosca, fue avanzando poco a poco hasta enganchar los dedos en el alféizar. El resplandor naranja sobre el verde exuberante de la hiedra se desvaneció.

Gareth volvió a meter la cabeza en la habitación. Acabó de vestirse, pensando que nunca habría esperado que Miranda reaccionase de aquel modo tan radical por la partida de la troupe. Era una persona razonable y pragmática, dispuesta a dejarse llevar y a reírse de los problemas, rauda en sacar beneficio de lo que en principio parecían inconvenientes. Él había esperado que se sintiese un poco dolida al saber que sus amigos se habían marchado, igual que en Dover, pero pensó que ella asumiría que tenían sus razones para hacerlo. Por supuesto, no esperaba que ella descubriese que él tenía algo que ver en todo aquello. Fue un estúpido al pensar que el zapatero no dejaría caer algún comentario.

Ahora sólo deseaba que todo se hubiese arreglado, que ella estuviese tranquila y que hubiese recuperado la confianza. No podía soportar su aflicción y no podía soportar que lo acusase de traición.

Pero no pudo dedicar más tiempo a estos razonamientos. Era el anfitrión de Enrique de Francia. Enganchó la funda de su daga en el cinturón, se lo ciñó a la cintura y bajó las escaleras, adoptando una expresión jovial y hospitalaria.

Imogen estaba en el comedor con sus invitados, bastante restablecida, y desempeñaba su rol de atenta anfitriona a la perfección.

—Buenos días, lord Harcourt —Enrique agitó un trozo de carne de oveja a modo de saludo—. ¿No prometisteis que iríamos a cazar ciervos al bosque de Richmond?

—Por supuesto, si así lo deseáis, excelencia —Gareth se inclinó antes de dirigirse a las fuentes cubiertas que había sobre el aparador. Estaba hambriento. El lance amoroso le había abierto el apetito. Se sentó a la mesa con el plato lleno—. ¿Cuándo os gustaría salir, señor?

—Oh, cuando vos digáis, Harcourt —dijo Enrique afablemente, royendo la carne con satisfacción—. ¿Y vuestra pupila no caza?

—Maude no es buena amazona —Gareth llenó su jarra de cerveza.

—¿Y no desayuna tampoco?

—Debería estar aquí —dijo Imogen—. Puede que se haya quedado dormida. Si me excusáis, excelencia, iré a llamarla.

Miranda se estaba poniendo el plumaje que le habían prestado porque no sabía qué otra cosa hacer. Se sentía muy confusa. Pensó que se había fiado de las palabras del conde cuando le dijo que podía confiar el él y que todo iría bien, pero ahora sabía que no le creía... o más bien que no podía creerle. Necesitaba saber dónde había ido su familia, dónde podría volver a encontrarlos. Gareth no pareció entenderlo y quizá era mucho pedir esperar que lo entendiese. Después de todo, provenían de entornos muy diferentes y los afectos familiares no eran moneda común en la mansión de los Harcourt.

Podía ser que no le costase trabajo encontrar a la troupe ahora que su rastro aún era reciente. Estarían de camino a alguno de los puertos del Canal: si no el de Dover, el de Folkestone. En cuanto descubriese su destino, enviaría un mensajero para pedirles que la esperasen. Llevaría con ella cincuenta monedas de oro, así que podría cubrir los gastos que ocasionase la espera.

Cuando Imogen entró en la habitación verde sin llamar, como de costumbre, Miranda la miró por un momento como si no la reconociese, absorta como estaba en sus planes.

—Tienes que bajar a desayunar —anunció Imogen—. El duque pregunta por ti.

—Muy bien —Miranda se ajustó el pañuelo al cuello del vestido y escondió su pelo bajo una caperuza enjoyada. Ella era una artista y el espectáculo debía continuar independientemente de sus dilemas personales—. Bajemos, señora.

Descendió por las escaleras, cruzó el hall y entró en el comedor. Esbozó una gentil sonrisa y saludó con voz suave a los caballeros. No tenía apetito, así que jugueteó con un trozo de pan con mantequilla, fingiendo que comía.

—¿No tenéis hambre, lady Maude? —bramó Enrique. Sus ojos la analizaban sagaces mientras se servía generosamente de una fuente de anguilas estofadas—. Vuestro tutor cuenta con espléndidos manjares.

Miranda sonrió ligeramente. El duque tenía la boca manchada de grasa de añojo pero, aunque parezca extraño, no resultaba desagradable, sino acorde con el poder de su presencia física. El jubón, ajustado en los hombros, parecía apretarle el pecho como si la ropa no pudiese contenerle. No era un hombre con hábitos de cortesano, era, como había dicho, un soldado tosco, más feliz en el campo de batalla que charlando amigablemente en un comedor elegante.

—No suelo tener mucho apetito por las mañanas, excelencia —dijo.

—Nos vamos de cacería a Richmond. ¿Os gustaría acompañarnos?

Miranda negó con la cabeza. —No me gusta la caza, señor.

Enrique frunció el ceño y sus caballeros se percataron de su enojo. El rey no podía pasar un día ocioso encerrado o alrededor de la casa, pero había venido a cortejar a lady Maude y si salía de cacería sin ella las cosas no avanzarían.

—Volveremos antes de la cena —dijo Gareth.

—Pero la reina nos ha invitado a cenar en palacio —farfulló Enrique, clavando el cuchillo en un trozo de pan y llevándoselo a la boca.

—He pensado que en lugar de eso, podría pedirle a la reina que aceptase cenar en mi casa —dijo Gareth.

—¿Y Su Majestad aceptará? —a Enrique se le fue pasando el enfado.

—Creo que sí—dijo Gareth con una de sus sonrisas sardónicas. La reina nunca se mostraba reacia a aceptar invitaciones que le ahorrasen los gastos derivados de tener invitados a palacio—. Enviaré inmediatamente a mi heraldo con la invitación —se levantó, hizo una reverencia y salió.

Enrique se mostró más alegre. Pensaba en lady Maude, en que podía enseñarle a montar, ya que no le parecía una timorata. Ella levantó la vista, como si fuese consciente de que él la miraba. Quedó asombrado por la belleza de sus ojos. Tenía las manos sobre la mesa y el brazalete le brillaba en la muñeca. Con una ligera sonrisa, giró la cabeza para contestar a una pregunta de lord Magret y la blanca columna de su cuello de cisne sumió a Enrique en el deseo de besarle en la nuca, de posar sus labios en el pulso de su garganta.

La pupila de lord Harcourt era tal y como prometía el retrato y además una espléndida alianza para el rey de Francia. Se acordó de la risa que escuchó tras su puerta la noche anterior. Una risa sana y feliz, que prometía muchísimo a un hombre ávido como él.

Levantó la jarra de aguamiel y una sonrisa revoloteó por sus labios refulgentes.

—Tengo una idea mejor que la de ir de caza, milady. Iremos al río, vos y yo. Hace un día espléndido y el sol se refleja en el agua. Así tendremos tiempo de conocernos mejor. ¿Qué os parece, Harcourt? —le hizo grandes gestos al conde, que acababa de regresar a la habitación—. Una excursión al río con vuestra pupila. ¿Nos concedéis vuestro permiso?

—Con mucho gusto, excelencia —respondió Gareth.