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Atardecer del 7 de septiembre de 1983. Cuando llegué a casa del campo de golf y de hacer unas compras en Bronxville, llevaba el ruido del reloj en la cabeza y, en la mano, una bolsa con nueve tortitas y maquillaje de teatro. Al abrir la puerta, impaciente por empezar mi transformación nocturna, estuve a punto de pasar por alto las hojas de un álbum de recortes esparcidas sobre mi cama.

Intuyendo lo que debía de haber ocurrido, contuve una exclamación y lancé un vistazo hacia el baño y detrás de las puertas del armario, los únicos lugares donde podía estar esperando. El tic tic tic tic tic tic tic tic no sonaba tan fuerte como la adrenalina que me estallaba en la cabeza. No sé cómo, conseguí contenerme y no correr hacia ninguno de los dos lugares, sabiendo que traicionar mi impaciencia sería una afrenta a mí mismo como Sombra Sigilosa. A punto de estallar en todos los niveles sensoriales, me obligué a leer el mensaje.

Era un artículo de prensa, fechado el 19 de febrero de 1979, donde se detallaban las brillantes maquinaciones que había llevado a cabo Ross Anderson para salvaguardarnos a los dos de ser descubiertos en nuestros últimos asesinatos. Leí y releí el relato en rápida sucesión y una visión en tecnicolor de todos los puntos clave me engulló por entero. Tuve que sentarme en la cama.

Ross al localizar el coche del muerto, al ver el carnet de donante con el grupo sanguíneo 0+, al gritar «¡Eureka!».

Ross, al volver a Huyserville en busca de un equipo de perros rastreadores, aunque ya sabía dónde estaba el cadáver.

Ross, al meter su propio dinero en la cartera del muerto y al ponerle mi vieja 357, sin silenciador, en la mano.

Ross, al profanar el pecho del hombre para que los patólogos no supieran que la causa de la muerte habían sido dos disparos.

El estallido se apagó y volví a la película mental. La pasé al revés y en cámara lenta. En todas las versiones se veía genio puro… y algo más.

—Y creías que yo sólo era otra cara bonita. El sargento Ross, qué gran tipo.

Me sobrevino una ola de calor que se extendió por mi cuerpo y me devolvió el equilibrio. Me levanté de la cama, di media vuelta y sonreí.

—Bravo, sargento.

Ross se atusó el bigote y acarició el emblema del cocodrilo de su polo azul. La ropa de paisano, cuatro años y medio y dos mil kilómetros no lo habían cambiado en absoluto: todos los fragmentos del hombre habían salido intactos del bucle temporal.

—Teniente —dijo—, pero gracias.

Tranquilo al ver su tranquilidad, contuve la andanada de preguntas que quería formularle y me limité a murmurar:

—Felicidades.

—Gracias —replicó, cerrando la puerta del baño—. Por cierto, soy el teniente más joven en la historia de la policía estatal de Wisconsin. Dale la vuelta a esos recortes. Lo de atrás te gustará.

Lo hice. Allí, pegados con cinta adhesiva, había otros artículos de prensa, acompañados de unas desvaídas fotos Polaroid de rubias descuartizadas. Mientras mis ojos leían el texto y mi mente pasaba una película en la que Ross viajaba y se arriesgaba y mataba por mí, él habló muy despacio y sus palabras flotaron en el aire como música de fondo.

—Ha sido fácil localizarte, querido amigo. Sé abusar del poder policial como nadie y aún soy mejor rastreador. El 38 que te di me ha servido para eso. Hice unas muescas dentro del cañón, la probé disparando en un depósito de balística y guardé los cartuchos gastados. Unas estrías y marcas muy distintivas: ni siquiera las iba a alterar el silenciador que sabía que te agenciarías. Sólo he tenido que buscar los informes sobre cadáveres archivados como «muertos por arma de fuego» y leer los informes de balística correspondientes para saber por dónde andaba mi viejo amigo Martin. He tenido que hacer muchísimas llamadas telefónicas, pero soy un hombre perseverante. Te he atribuido el retrasado mental de Illinois y el maricón de Nebraska. ¿Ya has salido del armario, queridísimo amigo? Ambos eran tipos morenos de tu misma edad y pensé: «Vaya, Martin quiere una identidad nueva porque sabe que Ross, qué gran tipo, lo tiene controlado.» Después te cargaste al viejo alemán de Michigan; habían pasado casi dos años. Supuse que si habías matado así a un viejo era porque ya tenías la identidad nueva de un fiambre que no habías matado tú o que la policía no había encontrado. También tuve la corazonada de que estabas volviéndote cauteloso y suspicaz, y que debías de tener alguna razón para liquidar al viejo, por lo que hice fotocopias del expediente del caso que tiene la policía de Kalamazoo.

»Lo que sí me sorprendió fue descubrir que eras un falsificador bastante bueno. ¿Doce mil pavos en cheques a compañías de tarjetas de crédito? Los idiotas de la pasma de Kalamazoo ni siquiera se molestaron en llamar a esas compañías, pero yo sí lo hice. ¿Transacciones futuras con tarjetas de crédito? Querido amigo, tienes unos huevos de platino… y he estado siguiendo esos huevos por todo el país, por cortesía de Telecredit. Ahí está Martin, en Ohio, y seguramente también pegando unos hachazos en Sharon, Filadelfia. Después, me entero de la existencia de ese informe sobre el cadáver de Rohrsfield, llamo al teléfono de la lista de alquileres de vehículos a la que tiene acceso la pasma para seguir la pista a quienes han violado la libertad condicional… y, oh sorpresa, descubro que un tal William Rohrsfield vive cerca de esa reunión familiar tan aburrida. El de Rohrsfield fue un buen trabajo, Martin, pero no deberías haberlo enterrado donde iban a levantar una tienda Seven-Eleven. ¿Quieres dejar esas fotos, amigo mío, y mirarme?

La petición me hizo apartar los ojos de los retratos de muerte. Sin más que admiración temerosa por la manera en que me había tendido la trampa, le dije:

—¿Cómo has conseguido eso? ¿En diferentes ciudades? ¿Y espaciándolo en el tiempo?

—Gracias a las órdenes de extradición —respondió Ross, acariciando el cocodrilo del polo—. Iba a las policías municipales, presentaba mis documentos, pegaba la hebra con los agentes que llevaban la investigación y luego echaba un vistazo a los expedientes de Antivicio en busca de carne rubia y bonita con condenas recientes por prostitución. Un procedimiento sencillo: conseguir la información, llamar a la puerta de las rubias, decir que eres el sargento Plunkett o cualquier otro, hacer el trabajo, tomar las fotos y largarte. Espaciar las intervenciones y actuar en ciudades distintas. Después de cuatro actuaciones al final se estableció una relación, y entonces lo dejé. Una nueva raza de asesino, capaz de controlarse. También compré con nombres ficticios los billetes de avión para ir y venir de las ciudades donde tenía que hacer la extradición y luego entregaba documentos falsificados míos y del extraditado, así que no consto en ninguna lista de pasajeros. Saul Malvin se comió el marrón de las morenas y además me ocupé de destruir los expedientes sobre ellas, no vaya a ser que alguien relacione al Matarife de Madison con el «Asesino de Putas en Cuatro Estados» y decida empezar a comparar informes forenses. He pensado algo sobre nosotros dos, Martin. Al final, estamos empatados: tú ganas en cantidad y yo, en calidad.

Pese a mi admiración temerosa y a ese algo más, su tono condescendiente me irritó y pregunté:

—¿Y en el uno contra uno?

Ross sonrió y también capté en él un destello de admiración temerosa.

—No lo sé, amigo mío. Sinceramente, no lo sé. ¿Quieres que vayamos a dar una vuelta? ¿Te apetecería conocer a una parte de mi familia?

Ross había llegado en taxi, por lo que cogimos el Muertemóvil II para ir a la casa de veraneo donde estaba el grupo más joven de la reunión. Llevarlo a mi lado en el asiento del acompañante me excitó levemente. Mientras nos dirigíamos al norte por la autovía Saw Mill, lo oí hablar en tono apacible.

—De niño, pasaba los veranos aquí. La fiesta la dan los Liggett, que son la familia de mi madre. Gente de mucha pasta. Todos pensaron que mamá se había casado con un hombre que no estaba a su altura: Lars Anderson, un pueblerino guapo y estúpido, ebanista de un pueblo de Wisconsin, un hombre sin futuro. Me lo hacían saber de maneras sutiles, abrumándome de amabilidad al mismo tiempo. Cada septiembre por esta misma época, antes de que me mandaran de regreso a Beloit, me compraban un montón de ropa de otoño para la escuela y me acompañaban a la tienda Brooks Brothers como si fuera el pequeño lord Fauntleroy. Los vendedores me odiaban porque creían que era un rico heredero. Los Liggett se gastaban una fortuna para humillar a mi padre, y yo siempre lo compraba todo demasiado grande o demasiado pequeño para poder venderlo o librarme de ello en cuanto llegase a casa. ¿Te acuerdas de aquel colega mío, el difunto Billy Gretzler? Deberías haberlo visto con aquella chaqueta de cachemira de quinientos dólares cuando trabajaba de camionero. Al final, quedó tan negra y sucia de grasa que le dije: «Una broma es una broma, tírala», pero no me hizo caso. La cortó y utilizó los pedazos como trapos para limpiar la pistola. Casi hemos llegado a Croton. Toma la salida siguiente y dobla a la izquierda.

—¿Qué se siente al tener una familia? —pregunté al tiempo que reducía la velocidad para enfilar la rampa de salida.

—¿Tú no la tuviste, amigo mío? —Ross acarició el cocodrilo.

—Me quedé huérfano enseguida —respondí.

—Pues yo te lo diré. Estoy de los Anderson, los Liggett y los Cafferty hasta el gorro; casi todos son gente transparente, que se ve cómo es. Mi madre y mis hermanas son débiles, mi padre es estúpido y orgulloso, y mi primo Richie Liggett, al que seguramente conocerás, es listo, pero con su concepción de la vida, propia de estudiante graduado, está más perdido de lo que podrías imaginar. Otra prima, Rosie Cafferty, es la típica adolescente salida aficionada a los italianos y a los coches potentes. Menos mal que es rica, porque si no sería puta. Mi pri…

—Pero ¿qué se siente? —insistí, mientras dejaba atrás la autopista.

Ross meditó la respuesta mientras, a lo largo de dos kilómetros, íbamos pasando por delante de unas enormes casas blancas. De las calzadas de acceso salían furgonetas llenas de gente con equipaje y en algunos patios delanteros había inquilinos devolviendo las llaves. Las luces de las casas me recordaron los robos con escalo.

—¿Me lo dirás de una vez? —espeté.

—¿Quieres una definición de familia? —Ross se rio—. Vale. Familia es sentirse más o menos cercano a unas personas porque sabes que están vinculadas contigo por la sangre, lo cual te obliga a soportarlas, al margen de lo que pienses de cada una de ellas. Así, con el paso de los años, al final acabas a acostumbrándote y resulta interesante observarlos y saber que tú eres más listo. Además, están obligados para contigo y pueden hacerte favores. Dobla a la izquierda en la esquina y aparca.

Reduje la velocidad, doblé la esquina y aparqué delante de una enorme casa blanca que sería de la época de la guerra de la Independencia.

—Bonita casa, ¿eh? —dijo Ross, señalando la montaña de juguetes tirados en el césped inmaculado—. Familia y dinero en un mismo paquete. En esta zona hay mucha pasta, pero los chicos todavía se comportan como salvajes. Vamos.

Cruzamos la hierba y el porche y entramos por la puerta, abierta de par en par. La casa estaba llena de alfombras y muebles caros que necesitaban que les quitaran el polvo, y había ropa deportiva, raquetas de tenis y palos de golf diseminados por el vestíbulo y el salón.

—Vaya pandilla de patanes. Richie y Rosie están aquí con sus amantes y yo tengo que alojarme en una habitación pequeña como un cuarto de limpieza. La reunión empieza mañana por la noche en el club náutico de Mamaroneck y los primos solteros se han instalado aquí para poder follar a sus anchas sin molestar al gran papá Liggett. ¡Eh! Achtung! ¡Aquí llega el gran Ross!

Oí pasos en el piso de arriba y, al cabo de unos momentos, dos parejas vestidas con prendas de tenis blancas bajaron la escalera. Los chicos eran la gimnasia integral personificada, uno al estilo blanco, anglosajón y protestante; el otro al estilo italiano. Las dos chicas eran una morena y una pelirroja sacadas de los anuncios de Ralph Lauren que había visto durante mis accesos de lectura. Los cuatro dijeron «hola» y «hola, Ross» al unísono y me miraron de soslayo, como si de entrada no hubiesen reparado en mi presencia. Ross estrechó las manos a los muchachos y abrazó a las chicas; luego, se llevó los dedos a la boca y silbó. El sonido agudo interrumpió todo el palique y Ross me presentó:

—Eh, chicos, un poquito de educación. Primos, éste es mi amigo Billy Rohrsfield. Billy, de izquierda a derecha tenemos a Richie Liggett, Mady Behrens, Rosie Cafferty y Dom de Nunzio.

Pensando en los modales, estreché las manos masculinas y besé las femeninas. Los muchachos se quedaron boquiabiertos y las chicas soltaron unas risitas. Al ver que Ross se acariciaba el polo, me caldeé de nuevo.

—¿Dobles mixtos al aire libre y también bajo techo? —preguntó Ross con un guiño. Todos se rieron ante el ingenio de ese hombre al que era evidente que adoraban y, tras coger bolsas de deporte del suelo y raquetas, se marcharon. Cruzaron la puerta en una cacofonía de «hasta luego» y «adiós» y «ha sido un placer conocerte».

La escena terminó de una manera tan repentina que tuve que parpadear y hundir los pies en la alfombra para orientarme.

—El choque cultural —dijo Ross, al ver mi expresión—. Ven, te enseñaré la casa. Ahora la tenemos toda para nosotros solos.

Se tocó el cocodrilo del pecho y de pronto comprendí que lo hacía para no tocarme a mí.

—Primero enséñame tu habitación —pedí.

Los dos supimos a qué me refería.

—Connie la Cocodrilo. —Ross se tocó el pecho—. La única mujer que no me ha defraudado nunca; por eso la llevo tan cerca del corazón.

Señaló la escalera y me guiñó el ojo.

—Camina, queridísimo amigo —dije, haciéndole una reverencia, y Ross encajó de mala gana el tanto, riendo en voz alta y revelando un pequeño defecto en sus dientes casi perfectos que siempre quedaba camuflado bajo las tensas sonrisas y los pelos del bigote. Abrió la marcha y yo respingué ante la epifanía del amante.

Lo seguí al dormitorio sin sentir mis propios pasos, y cuando entró y buscó el interruptor de la luz, apenas me oí decir «No». El «adiós, Connie» de Ross retumbó en la oscuridad y luego se oyeron cremalleras y hebillas de cinturón y zapatos que golpeaban el suelo. Los muelles de la cama crujieron. Ya estábamos juntos.

Nos abrazamos, nos acariciamos, nos besamos. Sentimos el peso del otro y nos frotamos con las manos. Éramos impacto en vez de fusión, fuerza en vez de ternura. Nuestra fiebre aumentó al tiempo que crecía la presión de nuestros músculos. Nos debatimos en abrazos en los que cada uno trataba de ser más fuerte que el otro, y cuando ambos notamos que éramos unos combatientes iguales, nos concentramos en nuestras entrepiernas y nos empujamos hasta que hubimos terminado, acabado, ido más allá y muerto… juntos.

Permanecimos tumbados, jadeantes y sudorosos. Mis labios rozaban el pecho de Ross, que se movió para interrumpir el contacto. Yo quería establecer de nuevo el vínculo, pero noté en su respiración que Ross se recomponía, que buscaba una explicación racional, que huía de lo que aquello nos hacía, de lo que le hacía a él. Comprendí que pronto diría algo intrínsecamente amable para diluir la fuerza del «nosotros» y no me sentí capaz de escucharlo. Me encogí como un ovillo, me cubrí los oídos y cerré los ojos con fuerza hasta que quedé aturdido. Oía tenuemente los latidos del corazón de Ross, muy tenuemente lo oía murmurar elegantes desmentidos de lo que acabábamos de hacer. Pese a todo, las palabras sacudían mi cuerpo y las excluí con todas mis fuerzas, con mi músculo y con mi voluntad, enroscándome cada vez más hasta que perdí el control de los sentidos y mi propio control.

Tic/latido, tic/latido, tic/latido, la extraña música rítmica cuya cadencia me dice: «Esto es un sueño.» Enroscado en mi ovillo, sé que soy un niño, tengo cuatro o cinco años, estamos en 1953, en un mundo distinto. Estoy en la cama y una presión en lo que mi madre llama «ahí» me obliga a ir al baño y aliviarme. Me dispongo a volver a mi ovillo, pero unos pasos que suben la escalera me distraen y me quedo en la penumbra del pasillo, a la espera de ver los lugares secretos de mis padres. Cuando los pasos llegan al descansillo, veo que son un hombre y una mujer que llevan pelucas empolvadas y unos trajes sacados de mis libros de láminas del jardín de infancia, unas prendas como las que, en un mundo distinto, llevaban George Washington y la realeza europea. Huelo a licor y sé que el hombre es mi padre, pero la mujer es demasiado bonita para tratarse de mi madre.

Van al dormitorio principal y encienden la luz. Mi padre dice: «Está en San Bernardino, en casa de su tía, y el niño duerme.» La mujer dice: «¿Nos dejamos la peluca? Será más excitante. Siempre he querido ser rubia.» Mi padre alarga la mano para apagar la luz y la mujer dice: «No.»

Pesados corsés, zapatos y hebillas de cinturones caen al suelo produciendo unos ruidos sordos y mi padre y la mujer quedan desnudos. Ambos tienen pelo oscuro en los sitios secretos. Él tiene lo mismo que yo, pero más grande. Ella, sólo pelo. Las pelucas claras y el pelo oscuro quedan mal, lo que siento está mal, pero de todos modos me acerco de puntillas y miro.

Lo que veo es feo y agradable. Mi padre es fuerte y está en forma, tiene los hombros y el pecho anchos y la cintura fina. Él está bien, pero la mujer tiene las piernas gordas, los tobillos gruesos, unos grandes dientes de caballo, una cicatriz en la barriga, y lleva el esmalte de uñas picado. Se meten en la cama y ruedan de un lado a otro, y el colchón hace tic tic tic. La mujer dice «Métela», mi padre lo hace y lo que se ve es horrible, por eso cierro los ojos y escucho el tic tic tic. Oigo que están a gusto y yo también estoy a gusto allí, cada vez mejor mientras mi padre gruñe con el TIC TIC TIC. Mi padre gruñe cada vez más fuerte, TIC, TIC, TIC, TIC, TIC, TIC, TIC y yo también me toco. Cada vez estoy más a gusto y corro al baño porque sé que tiene que salir algo. No sale nada, pero la tengo grande.

Quiero más tics para que se me ponga más grande, pero ya no hay ninguno. Me acerco a la puerta del dormitorio y veo a mi padre dormido, roncando. La mujer me ve y me llama haciéndome una seña con el dedo. Orgulloso de lo que tengo, voy a enseñárselo.

Ella es fea y le apesta el aliento, pero su peluca es bonita y su mano me da gusto. Quiero que mi padre lo vea y alargo el brazo para tocarlo, pero la mujer me detiene poniendo la boca en ese sitio.

Tic tic tic tic al tiempo que ella se mueve en la cama, cerrando los labios alrededor de mí; tic tic tic tic cierro los ojos; tic tic tic tic me muerde, y abro los ojos, y mi madre está allí blandiendo una espátula de acero mate y una sartén, y yo me aparto y la mujer tiene sangre en los labios. Empuja a mi madre y echa a correr, se le cae la peluca. Mi padre ronca y mi madre me pone la peluca en la cara y yo me duermo, aplastado bajo un asfixiante aliento de licor que hace tic tic tic tic.

Todavía estamos en 1953, pero más adelante. Mi madre me da pastillas para que no recuerde. Las pastillas salen de un frasco con una etiqueta que pone fenobarbital sódico y, cada vez que me da una, introduce una nota en otro frasco. En las notas pide a Dios que me perdone por haber hecho lo que hice con la mujer de la peluca.

Unas manos ásperas me sacaron del ovillo de mi sueño y una voz, antes perfectamente encantadora, ahora destilaba agitación:

—¡Eh! ¡Eh, tío! ¿Te estás poniendo gilipollas conmigo?

Salí del útero que yo mismo me había creado, llorando y agitando los brazos, y un manotazo de revés alcanzó a Ross en la mandíbula y lo tiró de la cama. Se puso en pie y vi que ya estaba vestido. Desnudo, me sentí con ventaja.

—Mejor así —dijo Ross, atusándose el bigote—. Llevaba rato preocupado por ti.

Nos quedamos donde estábamos. Ross hizo el numerito del cocodrilo y yo me enfrenté a lo que me había ocurrido treinta años atrás. El calor de la diminuta habitación me secó las lágrimas y la única cosa del mundo de la que estuve seguro fue que el siguiente ser humano perfecto que se cruzara en mi camino iba a morir de una manera tan horrible que no se podría describir con palabras… o se alejaría indemne, conmutada su pena de muerte por mi madre en su tumba y por el asesino que tenía delante de mí. Me vestí bajo la atenta mirada de Ross y pensé que lo único terrible sobre las dos posibles resoluciones sería esperar a conocer cuál era.

—Gracias —le dije, devolviéndole la mirada, y él me respondió con su mueca patentada de niño al que han pillado con la mano en la caja de las galletas.

—De nada. La juerga espartana es un buen deporte, de vez en cuando. ¿Has tenido pesadillas?

—Rollos del pasado. Nada importante.

—Yo no sueño nunca. Supongo que es porque llevo una vida llena de aventuras. Si me hubiera pegado cualquier otro hombre, lo habría matado.

—Podrías haberme matado, teniente. Podrías haberme matado y hacerlo pasar por lo que hubieras querido. Y podrías haber sacado provecho del acto.

Ross esbozó una ancha sonrisa, mostrando sus dientes imperfectos. En ese momento, lo amé.

—Lo dices porque sabes que yo nunca te haría daño, queridísimo amigo.

Un compasivo atajo para salir del dilema centelleó en mi mente y se lo transmití a Ross, pues conocía demasiado bien todas las implicaciones del plan.

—Conoces esta zona a fondo, ¿verdad?

—Como la palma de mi mano, amigo mío.

—Pues hagamos un trabajo juntos. Rubias, morenas, no me importa, siempre y cuando sean perfectas.

—Pásame a recoger mañana hacia mediodía —dijo Ross, acariciando a Connie—. Iremos a las actividades de verano del Vassar y del Sarah Lawrence. Ponte camisa y corbata para que parezcas policía y te garantizo una buena diversión.

Me acerqué a él y lo besé en los labios, sabiendo que si no podía matar a nuestra víctima perfecta, tendría que concluir mi viaje sangriento matándolo a él, mi libertador y único testigo. Aquel pensamiento me tranquilizó, deshice nuestro abrazo y me marché de la habitación. Mientras bajaba la escalera, la casa era un hervidero de charlas y risas, y lo último que oí antes de abrir la puerta de la calle fue una excitada voz de soprano que decía: «Richie, ¿no te parece que Ross tal vez sea gay?»

Del diario de Thomas Dusenberry:

8/9/83

1.10 horas

A bordo del vuelo 228 de la Eastern Flight

De Washington, D.C. a Nueva York

¡Tengo a uno!

Voy de camino a Croton, Nueva York. Un equipo de agentes de la oficina de Westchester vendrá a recogerme al aeropuerto de La Guardia y luego iremos a una casa de veraneo de Croton a arrestar a un teniente de la policía estatal de Wisconsin por los homicidios de las siete chicas rubias y morenas y, por increíble que parezca, también el de Saul Malvin.

Ha ocurrido así. El jefe de Asuntos Internos de la policía estatal de Wisconsin me ha llamado a Quantico hace tres horas. Me ha dicho que su único posible sospechoso era el teniente Koss Anderson, comandante de puesto de la subcomisaría de Huyserville. Como sargento encargado de extradiciones y búsquedas y capturas, estuvo en las ciudades donde murieron las cuatro rubias las noches de los homicidios y había llegado a ellas en avión entre uno y tres días antes de cada asesinato. En cada caso, regresó con su preso entre 24-48 horas después de la hora de la muerte de las víctimas, según estimaciones del forense. Y para colmo:

1.— El grupo sanguíneo de Anderson es 0+.

2.— Como sargento de patrulla a finales de 1978 y principios de 1979, Anderson trabajó en la zona donde se encontraron los cadáveres de las tres morenas.

3.— Anderson supervisó el despliegue de vigilancia para detener al asesino de las morenas.

4.— El 11/3/76, en el cumplimiento de su deber, Anderson disparó contra un traficante de marihuana armado. El hombre, William Gretzler, era amigo suyo de la infancia.

5.— El expediente de la policía estatal de Wisconsin sobre los asesinatos de las morenas estaba archivado en la sala de la brigada de detectives de la subcomisaría de Huyserville, donde Anderson había desempeñado distintos trabajos durante seis años, los últimos ocho meses como comandante de puesto.

6.— Desde su ascenso a teniente, hace ocho meses, Anderson ha sido visto a menudo en las salas de brigada de los departamentos de policía de Janesville y de Beloit, de donde han desaparecido los expedientes de las otras morenas.

7.— Anderson fue visto leyendo los expedientes de las brigadas Antivicio de Louisville y de Des Moines veinticuatro horas antes de los homicidios ocurridos en esas ciudades.

8.— El no va más: Anderson fue el agente que descubrió el coche, el carnet de donante y, más tarde, el cadáver de Saul Malvin, a quien la policía estatal de Wisconsin consideraba, extraoficialmente, el asesino de las morenas.

¡Asombroso, joder! En una página anterior de este diario, escribí que el informe de Anderson sobre el descubrimiento del cadáver de Malvin me parecía «un modelo de sagacidad policial». ¡Menuda audacia la suya!

He aquí mi reconstrucción del asesinato de Malvin. Anderson acaba de matar a Claire Kozol, su tercera víctima morena. Continúa su patrulla, ve el Cadillac de Malvin en la cuneta de la I-5 y se acerca a investigar. Malvin está en el coche y Anderson, al buscar los papeles del vehículo en la guantera, encuentra el carnet de donante del grupo 0+. Piensa «cabeza de turco» y le dice a Malvin que lo llevará al pueblo de al lado. Le indica que vaya al coche patrulla y luego, haciendo que parezca accidental, empuja el Cadillac fuera de la carretera.

Nieva mucho y circulan pocos coches. Tal vez Anderson interroga sucintamente a Malvin sobre su paradero cuando ocurrieron los dos primeros asesinatos; o tal vez no lo hace y decide dejar el tema abierto y confiar en el factor suerte. En cualquier caso, tiene el 357 en el coche patrulla (así llevó a cabo el asesinato, ahora presumiblemente premeditado, de William Gretzler) y con algún pretexto detiene el coche y obliga a Malvin a internarse en el bosque. Le dispara en el pecho y luego le pone la pistola en la mano, sabedor de que la nevada tapará los dos rastros de pisadas e impedirá que alguien descubra el cadáver, al menos esa noche.

Al día siguiente, cuando deja de nevar, Anderson realiza el falso descubrimiento del coche de Malvin con la tarjeta de donante, expone su brillante e improvisada hipótesis, hace la comedia de ir a Huyserville a buscar un equipo de perros rastreadores, «encuentra» el cadáver de Malvin y, a partir de ahí, interpreta hasta el final al policía joven y listo. Le acompaña la suerte en cuanto al paradero de Malvin en el momento de los dos primeros homicidios y todo le sale a pedir de boca.

Asombroso, joder.

Mientras escribo, los agentes de Milwaukee están consiguiendo una orden para registrar el apartamento de Anderson en Huyserville. Si confiesa esta noche o los agentes de Milwaukee encuentran armas que coincidan con las que mataron a las rubias, está muerto y enterrado. Sólo me queda una pregunta: ¿qué ha estado haciendo el muy hijo de puta en los dos años transcurridos desde el ultimo asesinato? Miedo me da pensarlo.

Y, para colmo, tengo una lista de seis nombres que el agente especial de Denver me ha dado por teléfono hace menos de una hora. Un poli de Aspen ha localizado unas notas antiguas del compañero que atendió la llamada del hombre que dio información sobre la Sombra Sigilosa. Ese agente murió el año pasado y las notas que dejó están escritas en una suerte de taquigrafía extraña, pero en una columna, bajo un encabezamiento que reza «S. S.», se leen seis nombres: George Magdaleno, Aaron BeauJean, Martin Plunkett, Henry Hernández, Steven Hartov y Gary Mazmanian. Ahora mismo los están rastreando en todas las bases de datos del país y Jack Mulhearn llamará más tarde a la oficina de Westchester con el resultado.

Siento un hormigueo especial. La detención de Anderson va a ser cosa del Buró, sólo nosotros, cuatro agentes con escopetas. Él es el teniente más joven de la historia de la policía estatal de Wisconsin. ¿Qué sucedió?

Y el cerco al Sigiloso se va estrechando. Dos de los nombres son latinos y cuatro son lo bastante infrecuentes como para que no salgan veinte posibles sospechosos por cada uno. Si le añadimos fuerte, alto, de pelo oscuro y de entre treinta y cinco y cuarenta años, la lista aún se reducirá más: queda enviar la foto de la ficha policial o del carnet de conducir de los sospechosos a los agentes de las ciudades donde están los testigos del fraude de las tarjetas de crédito, y apuesto tres contra uno a que confirmarán y no negarán. Ya he ganado cien dólares a cuenta de Anderson y todavía me dura la racha de suerte. ¿Quién eres, Sigiloso? ¿Dónde estás? Ven aquí. Nosotros te detendremos, te acusaremos, te llevaremos ante el juez y, cuando te condenen, te buscaremos una buena celda en una buena prisión federal. Si tienes suerte, a lo mejor coincides con el ex teniente Ross Anderson. Estoy seguro de que los dos tendréis mucho de qué hablar.