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Los maté a todos, y los asesinatos/desapariciones que recogen los artículos anteriores constituyeron aproximadamente las dos terceras partes de mi cuenta de cadáveres.
Algunos fueron crímenes de oportunidad y conveniencia; otros fueron ataques contra las pesadillas que sufría tanto despierto como dormido y el ocasional impulso recurrente a vivir fantasías de la infancia. Los ejecuté todos a la perfección.
Mi herramienta básica era el Muertemóvil y mi medio básico de evitar la captura consistía en evitar por completo las pautas de conducta de los criminales. Nunca hablaba de mis hazañas, no tomaba drogas ni bebía alcohol, no compraba con las tarjetas de crédito que robaba y sólo las vendía a borrachos y a drogadictos de los bajos fondos a los que conocía en bares, unos tipos que después me describían como «grande», «alto», «joven» o «el Sigiloso», pero que serían incapaces de identificarme en una rueda de reconocimiento. Nunca mataba cuando existía la más remota posibilidad de que hubiese testigos, y los pocos testigos parciales que me vieron hablando con las personas a las que conocía por el camino y a las que luego mataba no podrían identificarme porque siempre me ponía de espaldas a la carretera. «Grande», «alto», «blanco», sí. Martin Michael Plunkett, no.
Precaución.
Entre 1974 y 1978, los asesinatos con robo me reportaron 11.147 dólares. No llevaba esa cantidad conmigo, por supuesto, sino que la guardaba en cajas de seguridad bancarias, en entidades distintas desperdigadas por la mitad occidental del país y cuyo alquiler pagaba por anticipado para diez años. Las llaves las escondía en áreas boscosas cercanas, con lo que la llave final era mi memoria.
Ultraprecaución.
El Muertemóvil II, que compré en Denver con los beneficios de las muertes de Aspen, sustituyó al Muertemóvil I cuando advertí lo imprudente que era conducir con un arma ilegal escondida debajo del asiento. Si me sometían a un control policial, la 357, las revistas de detectives que guardaba como recuerdos de mis proezas y la marihuana que normalmente tenía para seducir a los tipos de aspecto hippie despertarían las peores sospechas. Necesitaba tenerlo todo a mano, pero fuera del alcance del registro policial más estricto. El Muertemóvil I carecía de escondrijos adecuados, pero estudiando los manuales del usuario de varias marcas de furgoneta descubrí que el último modelo de Dodge poseía un bastidor compuesto de «bolsillos» metálicos de forma rectangular, con la abertura lateral. Supuse que dos o tres bolsillos bastarían para ocultar todo mi material de contrabando. A fin de conseguir un aspecto uniforme, tendría que cubrir todos los extremos con alambre o metal, pero la tranquilidad mental que eso me proporcionaría bien merecía el esfuerzo.
Así, en marzo de 1977 compré una furgoneta Dodge 300 del 76 y le practiqué una importante operación quirúrgica en el bastidor, tapando los veinte bolsillos con tela metálica. Dentro de cuatro de ellos guardé la 357, las revistas y la droga. Detrás del asiento, con mis pertenencias legales, puse un juego de herramientas y señales luminosas que me ayudaran en mi papel de buen samaritano de la carretera. La Polaroid la llevaba siempre delante, cargada, a mi lado.
«Precaución.»
«Ultraprecaución.»
«Preparación.»
Aquellas tres recomendaciones se combinaban para poner en cursiva, entre paréntesis y subrayada la palabra «metodología». Dentro de este término se combinaban variaciones de las tres primeras advertencias para formar unas reglas.
«Limpia todas las superficies de la furgoneta que las víctimas puedan haber tocado.»
«Mata con el Magnum sólo como último recurso y trata de recuperar los casquillos.»
«Entierra a todas las víctimas tan profundamente como te permitan los diez minutos de cronómetro.»
«Mata sexualmente sólo cuando las pesadillas y las fantasías empiecen a resultar dolorosas y rompe las fotos a las cuatro horas, después de catalogar mentalmente y memorizar hasta el último detalle.»
Entre 1974 y 1978, sólo maté sexualmente/desnudé/coloqué/fotografié un total de cuatro veces. La primera, después de dejar San Francisco, fue por una necesidad de rectificar la confusión de Eversall/Sifakis; en los siguientes casos, lo que me impulsó fueron las pesadillas y un deseo sexual incrustado. Sin embargo, sabía que lo que buscaba estaba más allá del alivio y del orgasmo, y tenía suficiente presencia de ánimo para elegir cuidadosamente a mis víctimas. La selección se basaba en la intuición de cómo quedarían los cuerpos juntos.
El desnudo de los Keneally en las nieves de Colorado anuló mis pesadillas e hizo que me corriera, pero no satisfizo mi curiosidad, de manera que diez días después situé a Gustavo Torres junto a ellos y sentí la llamada del antiguo miembro de un trío a la puerta de mi memoria. Vagamente temeroso de lo que pudiera decir quien llamase, me retiré hasta que las pesadillas se volvieron terribles y la entrepierna me dolió como si contuviera estallidos de bombas. Entonces encontré a los Kaltenborn haciendo dedo cerca de Glenwood Springs y me pasé horas situándolos y haciéndoles fotos, mientras yo, desnudo, participaba en el trío. De nuevo hubo un instante de liberación seguido de semanas de consuelo, pero no se produjo penetración del recuerdo.
Como notaba que el recuerdo tenía su origen en la infancia y se correspondía con mi viejo demonio de lo rubio, esperé dos años hasta que encontré una pareja de amantes potenciales que me parecieron perfectos más allá de la perfección, los hermanos Muldowney, chico y chica, de Joplin, Misuri. Rubios, de ojos azules y guapos. Prometiéndoles hachís, los atraje a un tramo solitario de colinas, los estrangulé, los desnudé, les hice fotografías, los toqué, me toqué e incluso puse en peligro mi seguridad quedándome con los cuerpos hasta entrada la noche.
El esfuerzo no me iluminó.
El esfuerzo no me iluminó porque, en el fondo, yo mataba por capricho monetario, por gratificación biológica y para que el dolor me abandonara. Los nueve meses que siguieron a los Muldowney pasaron en un halo de confusión, y entonces incluso la exploración de mi memoria se volvió caprichosa, porque una pesadilla se materializaba en forma de ser humano vivo y yo tenía que matar para sobrevivir.